jueves, 10 de noviembre de 2016

EL CONTENTO (Antonio Medrano)

                                                              EL CONTENTO
Antonio Medrano
TRADITIO Revista de Estudios Tradicionales nº ¾ Invierno 1988

En la obra dramático—musical de Vaughan Williams “The Pilgrim’s Progress” inspirada en el libro de John Bunyan del mismo título —célebre texto espiritual del siglo XVII, de expresivas imágenes alegóricas, extraídas de la Biblia y los antiguos libros de Caballería-, hay un pasaje de gran belleza, que cautiva de forma especial. Creo que merece la pena comentarlo.
Cuando el Pregrino, protagonista de la obra, una vez liberado de las mazmorras de la Vanity Fair (la “Feria de la Vanidad”, la ciudad mercantilizada, donde todo se compra y se vende y donde manda el oro), se aproxima a la meta de su largo viaje, the Celestial City, escucha, en las inmediaciones de un bosque, la voz melodiosa de un muchacho que, mientras recoge leña, canta la siguiente balada:

I am content with what I have,
Little be it or much,
And Lord, contentment still I crave,
Because Thou savest such.

(Contento estoy con lo que tengo/sea poco o mucho;/ y todavía anhelo contentamiento, Señor/porque tal bien tu guardas). Tonada que el Peregrino acoge con las siguientes palabras; “Osaré decir que este muchacho lleva una vida más jovial y porta en su pecho más hierba de la llamada Alivio-del-corazón que aquel que está envuelto en sedas y terciopelos”. De modo significativo, esta escena tiene lugar al comienzo del cuarto acto, poco antes de penetrar el Peregrino en la región de las Delectable Mountains, con lo que viene a servir de umbral o preludio a ese mundo paradisíaco en el que los pastores prepararan al caminante para el ingreso en la “Ciudad Celestial”.
La escena no podría estar más certeramente elegida para comunicar la significación de la virtud del contento y expresar su riqueza de contenido. Todo en ella – la música suave y apacible: la letra de la canción, que rezuma la sencillez de la poesía popular y campesina; el contorno en que se desarrolla, en plena naturaleza virgen, con un horizonte de verde frescor a lo lejos - evoca el clima paradisíaco del Edén primordial, cuando el hombre vivía en perfecta armonía con Dios y con la Creación. El hecho mismo de que el personaje mismo que entona el inspirado canto sea un niño, no deja de encerrar connotaciones simbólicas en ese sentido: la infancia ha sido equiparada siempre en la simbología de los mitos cíclicos, a la “Edad de Oro” o era primaveral de los orígenes, momento en que, según tales mitos, la humanidad gozó de una completa inocencia y de su más alta perfección
Es por tanto un recuerdo del Paraíso terrenal lo que nos aporta este himno al contento del “The Pilgrim’s Progress”, pagina que honra al arte musical inglés, y que nos trae a la memoria  la Oda “A la Vida Retirada” de Fray Luis de León, cuyo contexto es muy similar al del pasaje comentado. Y es que el contentamiento o conformidad viene a ser como un reflejo vivo dela paz y felicidad edénicas y su plasmación en la vida concreta significa un retorno al origen, una reaproximación al centro primordial , una reactualización o restauración –parcial o virtual al menos- del estado paradisíaco de pureza en que fue creado el primer hombre. Como dijera en cierta ocasión un autor oriental, comentando la importancia de esta virtud para el Zen, “allí donde está el contentamiento, allí está el Paraíso”. Verdaderamente gracias al contento recuperamos el candor e integridad primordial, volvemos a ser niños, paso previo, según la sentencia evangélica, a la entrada en el Reino de los Cielos”, es decir, al ascenso a los estados superiores del ser.
El contento es una de las principales virtudes tradicionales, elemento capital en cualquier disciplina espiritual ortodoxa y valor cultivado con esmero por toda cultura normal. Casi se podría decir que es la virtud por excelencia ya que viene a ser como una síntesis del resto de las virtudes. En ella se funden la sencillez y la generosidad, la humildad y la nobleza, la paciencia y la entereza, la gratitud y la sobriedad, el desapego y la serenidad, la sabiduría y el amor.
No consiste, como a veces se ha dicho, en un simple resignarse ante los hechos con el deseo soterrado de que las cosas fueran de otro modo. La misma palabra española “contento”, sinónimo de alegría, felicidad y satisfacción —véanse las expresiones “estar contento” o “no caber en sí de contento”—, porta en sí el dominante matiz cálido, luminoso, positivo, que hace imposible equipararla a “resignación” (al menos, en la acepción negativa que se suele dar a este término)
En verdadero contentamiento supone, antes bien, una actitud de radical  afirmación de aceptación sincera y abierta, de conformidad serena y gozosa con la propia suerte tal y como esta se nos presenta en el momento actual. En un estado interior que nos lleva a valorar positivamente y a asumir con ecuanimidad la circunstancia en que nos encontramos (sin perjuicio de que se rectifique en ella aquello que haya de ser rectificado y sea mejorada con todos los medios a nuestro  alcance). Un liberarse de las exigencias tiránicas del ego, para decir si a la vida en su integridad, cualesquiera que sean las condiciones, propicias o deplorables, que nos ofrezca. Una postura de confianza, de geborgenheit o sentirse protegido, por medio de la cual aceptas la Voluntad divina siempre y en cualquier situación, acogiendo con igualdad de ánimo cuanto nos envíe y recibir con gesto agradecido todos sus dones. La actitud cantada por Bach en sus cantatas núms.84 y 98: Ich bin vernügt mit meinem Glücke (“Estoy contento con mi suerte” ) y Was Gott tut, das ist wohlgetan (“Lo que Dios hace está bien hecho)

Todo esto va ligado a la sencillez y la naturalidad en el modo de vida, a la búsqueda de una mesurada austeridad (lo que Fenelon llamaba “aimable et bien simplicité), al amor a los pequeños detalles y al menosprecio de todo cuadro de  ostentación y artificialidad. El contentamiento lleva consigo, como condición sine qua non, un restringir los deseos y necesidades; un procurar bastarse a si mismo (evitando cualquier manipulación exterior de los propios instintos) conformarse con poco y estar satisfecho con lo que se posee; una renuncia a la loca carrera por la riqueza, el poder y la fama —renuncia basada en el convencimiento de que tal frenesí a nada conduce, y no hace sino sembrar el pesar y la insatisfacción tanto a nuestro alrededor como dentro de nosotros mismos.
“Haz tu felicidad con poca cosa”, recomendaba Pitágoras. Y Séneca escribió a su amigo Lucilio: “Vuelve la vista a las riquezas verdaderas aprende a contentarte con poco”. Tras recordarle su conocida enseñanza de que “vienen más males de  suerte próspera que de la adversa”, le señalaba como remedio a la necesidad  no entregar el alna a los deleites y riquezas, no vivir bajo la servidumbre de las cosas y no desear nada, como los dioses, para así poder escapar a la garra de la fortuna y vivir con verdadera independencia.
Vivir en el contento es, en definitiva, hacerse uno con la realidad, ver de aceptarla tal como es, sin deformar las cosas ni dejarse dominar por ellas dando a cada una su exacto valor en el recto orden jerárquico de la existencia. Significa vivir la plenitud del presente, en permanente  posición de alerta  ritual, siempre atento a todo y con todo; entregarse a la experiencia gozosa del “aquí y ahora”, desempeñando con el más alto sentido de la responsabilidad el propio deber y realizando con ánimo poético, creador y embellecedor hasta lo más insignificante de la vida cotidiana.
Aquí está la clave para lograr la riqueza personal y el máximo aprovechamiento de la existencia. “El que sabe contentarse con lo que tiene es rico”, dice Lao-Tse. El contentamiento es el camino hacia nosotros mismos, la sal de la vida, el bálsamo que todo lo cura, el fuego alquímico que transmuta en oro los rudos metales del devenir cotidiano (la injusticia, la humillación, el desengaño, el  sufrimiento de cualquier tipo). No hay mejor antídoto contra la avaricia, la envidia y el resentimiento, esas lacras —tan extendidas en el mundo actual— que corroen y empobrecen la vida de los individuos y de los pueblos.

El hombre que ha hecho de la conformidad la savia de su vida es como el cisne de la fábula hindú, que extraía siempre la leche de la vasija llena de leche mezclada con agua. O como la abeja, que obtiene la miel del jugo amargo de las plantas. Su grandeza de corazón, su generosa apertura, su capacidad afirmadora y su atenta actitud ante las cosas le permiten libar de la experiencia integral de su vida la miel de la sabiduría, ese oro nutricio en el que se coagula la dulce sonrisa iluminante y benefactora del Sol de la Eternidad.

En el contento es el secreto de la felicidad. Esta virtud tan desprestigiada como ausente de la sociedad actual es el vaso de la salud y la dicha duradera ‘No hay mayor desgracia que no saber contentarse; no hay mayor error que el deseo de poseer; el que se conforma con poco siempre tendrá suficiente y vivirá contento”, enseña el Tao—Te—King. Sabias palabras, que coinciden casi literalmente con las formuladas por San Francisco de Sales cuando escribía: “Dios sea loado del contento que tenéis con lo suficiente que él os ha dado, y continúa dándole gracias; pues la verdadera bienaventuranza de esta vida temporal vil es contentarse con lo suficiente; porque el que no se contenta con esto jamás se contentará con nada”.

En nuestros días tendemos a identificar abusivamente felicidad con bienes La ilusión materialista bajo la que vivimos ha hecho creer al moderno hombre —masa que la felicidad consiste en el confort o el nivel de vida-nivel de vida material, se sobreentiende—, en el poder o el éxito (sin importar el precio pagado por ello o los medios empleados para conseguirlo). La inmensa mayoría piensa que para ser feliz es necesario enriquecerse al máximo,  aun a costa de los demás, y que logra serio quien consigue acumular mayor cantidad de bienes materiales disponiendo, por consiguiente, de considerable poder y prestigio, así como de las más amplias posibilidades para satisfacer sus deseos y necesidades Se olvida que la felicidad es ante todo un estado interior, y que, por tanto no puede venir dada por factores externos, extrínsecos a la persona; la dicha no la da el culto al dinero, sino la supresión de la tiranía que este ejerce sobre la mente. Del mismo do que no se es feliz satisfaciendo necesidades y apetencias sino limitándolas y haciendo que sea cada vez menor el poder que unas y otras ejercen sobre nuestra vida anímica. Será conveniente recordar las lúcidas palabras de Sri Ramakrishna, el gran santo hindú del pasado siglo: “Es imposible satisfacer todas las necesidades humanas; pues cuando se trata de dar satisfacción a algunas de ellas, surgen otras nuevas. Así que es más sabio disminuir las necesidades por el contentamiento y el conocimiento da la Verdad”.

Solo es feliz quien se conforma con lo que tiene; quien, refrenando su ambición y su codicia, sabe gozar de aquello que el destino ha puesto en sus manos para cultivarlo y aprovecharlo de mejor modo posible, con vistas a su pleno desarrollo personal y al bien de la comunidad a que pertenece. Es, por el contrario desgraciado quien, sin saber apreciar lo que posee, vive continuamente agitado en busca de medios y experiencias con los que aplacar sus insaciables instinto de afirmación egocéntrica (su deseo de poder, de seguridad, de placer, de gloria o de simple posesión). Encerrado en un frustrante círculo vicioso, es incapaz de ver que si no le satisfacen los bienes que actualmente posee, difícilmente podrá hacerlo aquellos tras los cuales corre tan ilusa como alocadamente. El poder del descontento se condena así a un suplicio semejante al de Tántalo, sin poder aplacar jamás su sed. Si el contentamiento es la llave y garantía de la felicidad la disconformidad encierra en sí el germen de la desdicha. Si el contentamiento es fuente de serenidad y alegría, el descontento es el pozo oscuro donde se incuban la angustia y la ansiedad.

A través del contento se abre al individuo la vía de la unidad, la armonía y la paz (Shanti, la voz que en sánscrito designa el contento, significa también sosiego, ausencia de pasión). Decir conformidad es decir vida integrada, centrada, equilibrada y armónica, que se desarrolla sin violencias ni dilaceraración posterior, ajena a la fragmentación y parcelación deformantes. El que está a bien con su suerte vive en paz consigo mis y con los demás, con todo el contento envuelve su existencia. No conoce las tensiones y conflictos, las angustias y zozobras que generan el deseo de goces y la avidez de poseer.

La palabra “conformidad” quiere decir precisamente concordia, acuerdo, hermanamiento, unión. Esto nos indica ya cual es el contenido del estado espiritual que la misma designa: un estar de acuerdo con cuanto nos sucede; un reconciliarse o vivir acorde con el ambiente (de “ecología vivida” o “ecologismo integral” cabría calificar a tal actitud) ; un armonizar el propio corazón con el corazón de las cosas, acordando nuestro pulso con el que marca el Corazón divino, rector supremo del ritmo universal (según apunta la raíz etimológica de “acorde” y “concordia”: del latín cor, cordis, “corazón”). Dicho con otras palabras: unificarse con la totalidad de la vida, No oponerle resistencia ni entrar en conflicto con ella, sino adherirse a todos y cada uno de sus aspectos, ya sean positivos o negativos.

El contento genera un proceso integrador que, mientras por un lado propicia la unidad interior del sujeto, por otro, facilita su inserción armónica en el mundo exterior, haciendo así posible la superación de la dualidad y la síntesis dinámica de sujeto y objeto, de lo interno y lo externo, de pasividad y actividad. Únicamente sobre esta base es posible la paz, la cual, como bien indicara René Guénon, es inseparable de la unidad y la armonía. Según Pitágoras, la paz y la dicha consisten ante todo en “estar de acuerdo consigo mismo”. Si los seres humanos están en guerra permanente consigo mismo y con su ambiente, afirmaba Yasutani Roshi, maestro Zen del presente siglo, es porque se separan de la realidad, forjándose imágenes ilusorias sobre lo que son o lo que deberían ser.

Si el descontento significa vivir lejos de sí, enajenado, alterado y, como consecuencia, distanciado también de la realidad circundante —el descontento es fermento de desunión, de insolidaridad, de discordia y de violencia—, el contento significa vivir cerca de sí mismo, con autenticidad y equilibrio interior, lo cual se refleja en una proximidad receptiva y fraterna, verdaderamente creadora, con respecto al resto de los seres con los que convivimos (el estado de ánimo que caracteriza precisamente a la infancia).

Si el descontento se traduce inevitablemente en agitación febril, en activismo sin norte ni sentido, en una vida rota y desgarrada, el contento es sinónimo de reposo, de quietud, de apaciguamiento, de vida integral y sin fisuras, de descanso en el propio ser. Se podría decir que el contentamiento entraña una vivencia sabática; esto es, una experiencia vital que tiene su modelo o arquetipo en el Sabbath divino, el séptimo día de la Creación, en el que Dios descansó, según el relato bíblico, tras ver que su obra era buena. No es este el lugar de entrar en el análisis de esta importantísima expresión simbólica, pero si es interesante recordar, en relación con cuanto decíamos al comienzo del presente trabajo, que en la tradición hebrea el Sabbath divino se corresponde en el proceso cíclico humano con el reencuentro del Edén perdido. No habrá pasado desapercibido, por otra parte, que el contento tiene su culminación práctica en la satisfacción por la obra bien hecha.

El contento constituye, por último, la condición y presupuesto de la verdadera libertad. Que, al igual que la felicidad y la paz, con las cuales está íntimamente ligada —la felicidad y la paz no son posibles sin la libertad, como esta es imposible sin aquellas—, no es algo que pueda venir otorgado desde fuera, sino que ha de ser realizado desde dentro. No son las cosas y circunstancias externas las que hacen libres al hombre, sino su propia acción de transformación y conquista interior. No existe peor esclavitud que la que nos impone nuestra individualidad egocéntrica; no hay más importante libertad, ni más difícil de lograr, que la libertad de nosotros mismos, el ser libres de nuestro propio yo.

Nuestra vida ordinaria, dominada por la obsesión egocéntrica, discurre generalmente entre el apego a lo que amamos o nos es grato y el rechazo de lo que aborrecemos, entre el ansia de obtener nuevos goces y bienes y el miedo a perder lo que poseemos. Una doble tenaza que nos mantiene en perpetua sujeción, coartados, coaccionados y limitados. Aferrados a las cosas, nos esclavizamos a ella. Vivimos prisioneros de nuestros anhelos y nuestros tares, atados por el pasado y el futuro; lamentando lo que no pudo ser y añorando lo que quisiéramos que fuera, recordando con remordimiento o nostalgia el ayer y temiendo las amenazas del mañana.

Quien alcanza la cumbre del contento escapa a la esclavitud de tan asfixiante círculo. Desprendido de su pequeño ego y libre por igual de ambición y de temor, de apego y de aversión, vive en el gozo del eterno presente”, expandiendo al máximo su energía creadora. La conformidad libera al hombre de la presión tiránica que sobre el ejercen los acontecimientos; su fuerza afirmadora rompe las cadenas que le atenazan y hacen de su vida un mar de miseria y ansiedad. Únicamente aquel que vive contento con su suerte, sin dejarse arrastrar por las vicisitudes del mundo exterior, permaneciendo inafectado y sereno ante los reveses de la fortuna, es dueño de su destino y, por tanto, auténticamente libre.

Pero hablar del contentamiento es hablar de una de las graves deficiencias de nuestro tiempo. Esta virtud no sólo se ha visto relegada al olvido, sino incluso se la mira con desprecio. Las ideologías progresistas la han condenado como un residuo intolerable de épocas oscurantistas, al tiempo que ensalzan el descontento como fuerza positiva por excelencia, como la palanca que hace posible el avance de la humanidad. “El descontento es el primer paso en el progreso de un hombre o de una nación”, proclamará Oscar Wilde. “Del descontento del hombre surge el mejor progreso del mundo”, escribe Etta Wheeler Wilcox, que reflejan la mentalidad de toda una sociedad, cuya irremediable crisis se anuncia ya por doquier. Esto, para no hablar del marxismo, el cual ve en la virtud que nos ocupa una droga inculcada por las clases explotadoras a las masas explotadas para frenar su ímpetu revolucionario y, con su dogma de la lucha de clases eleva el anti—contentamiento al nivel de motor de la historia. Tanto en el Este como en el Oeste, la insatisfacción y el resentimiento —incubados al calor del igualitarismo, del consumismo y del hedonismo— son atizados con el auxilio de poderosos medios propagandísticos. A todo ello se añaden más formas de vida y unas estructuras socioeconómicas que hacen extremadamente difícil, por no decir imposible, el cultivo de la conformidad, como ya puso de relieve Peguy. La moderna civilización occidental aparece así como una gigantesca apoteosis del descontento. Es la civilización de la insubordinación, la protesta y la rebeldía. Los resultados de tamaña aberración están a la vista de todos.

Urge alterar tal estado de cosas. Es necesario recuperar esta milenaria virtud si se quiere devolver a la existencia humana su equilibrio y dignidad.

Pero dicha recuperación solo será posible en el marco de una renovación espiritual que, abarcando todos los órdenes de la vida, le proporcione la indispensable  fundamentación y el aliento que necesita para vivir.

Antonio Medrano.












                                                               

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