TEOLOGIA
DE LA GUERRA
Por
RICARDO MUÑOZ JUÁREZ.
Capellán Mayor de la Armada.
Revista Verbo 1973 Nº 111-112 pp. 39-89
Se trata de un trabajo relativamente extenso y bien
documentado en donde se aborda el tema de la guerra, que paulatinamente acaba
por abordar el tema de la legitimidad de la guerra y sus condiciones, así como un
esbozo de las consecuencias de una postura de rechazo de la guerra y pacifismo
radical.Se incluye aquí el apartado de Condiciones
de la guerra justa.
El tema de la guerra es ocasión de división, de enfrentamiento
de posturas y de mala inteligencia, debido quizá a prejuicios
adquiridos. Evitar la guerra y edificar un mundo a escala planetaria, tal es el
reto que lanza al hombre de nuestros días la coyuntura histórica en que
vivimos.
La exigencia de combatir la guerra, de evitar su
crueldad, nos señala ciertamente una incompatibilidad. Guerra y paz se oponen
totalmente. Y, sin embargo, el considerar como auténtica paz la simple ausencia
de guerra, nos hace reflexionar sobre la posibilidad de una justa guerra, de una
guerra de servicio, precisamente, a la paz.
La guerra entre los hombres es un hecho trágicamente
constante en la historia «Se han llevado a cabo estudios curiosísimos que
demuestran con rigor matemático, que son cortísimos, prácticamente
despreciables, los períodos durante los cuales el mundo ha gozado de paz».Flores,
A.: Nuevo concepto de la guerra química
Las guerras comienzan en el espíritu de los hombres.
las
guerras son consecuencia del pecado. La guerra permanecerá sobre
la tierra en la medida en que los hombres sigan siendo pecadores El pecado
inaugura su reinado en el mundo desde el principio. el
pecado no ha cesado de proliferar, de crecer en extensión y profundidad.
El
pecado será el que fomente el egoísmo entre los hombres, siendo la fuente de la
tiranía y de la ambición. Porque las guerras pasadas, y todas las calamidades
presentes y futuras, no han sido ni serán simplemente por motivos políticos,
económicos, raciales, territoriales o simplemente ideológicos. Estos, algunos
al menos, existen siempre como motivo de fricción y chispa de hoguera; pero han
sido sólo ocasión y circunstancia. Su raíz es más profunda
La revisión por tanto de las prácticas de la guerra podía
dibujarse á partir de la manera como cada individuo viva lo que el Hijo de Dios
le ha enseñado a vivir. Cristo dará a entender que el resultado de la paz no
logrará afirmarse más que en la proporción en que la masa humana haya
consentido de verdad en el Reino de Dios y en su verdadera justicia, luchando
contra la guerra, y los terribles azotes que trae consigo; pero esta lucha debe
ser paralela a la lucha contra él pecado (Mt.19, 15-20; St. 4, 1). La
no desaparición de la guerra y de sus amenazas atestigua el carácter todavía
parcial e imperfecto de la conversión humana.
Se ha pretendido condenar la licitud de la guerra en base
a frases bíblicas o evangélicas y a la postura asumida por el cristiano de los
primeros siglos de nuestra Era. Se alega el «no mataras» del
Decálogo, con olvido de que ese precepto…se refiere a un asesinato y
no a la acción guerrera.
El Evangelio que me dice si se te pega en la mejilla
izquierda, pon la derecha, no me dice si ves a tu prójimo injustamente golpeado
en la mejilla derecha deja además que se le golpee en la izquierda... El
ejercicio de la caridad, aquí abajo, no se identifica pura y simplemente con la
no violencia» .
La guerra es una realidad imposible de eliminar,
precisamente en este orden concreto del pecado y de la gracia. Por lo que no
será siempre posible evitar el recurso a ella. La utilización de la guerra
deberá tender a la eliminación progresiva de la misma, aunque sepamos que ello
no es plenamente alcanzable en la tierra. Porque por encima de la
guerra, está la paz, a la que aspira el Siervo de Yhavé. Paz que la humanidad
ha perdido en el Paraíso y que volverá a encontrar en los tiempos mesiánicos,
después del gran caos escatológico.
Si la guerra, en su absurdo, puede tener algún sentido, es
en el único y riguroso servicio de la paz. El razonamiento teológico se
desarrolla así de este modo. Por un lado, es un hecho que existen asesinos y
locos que matan a sus semejantes. Por otro lado, el que se ve amenazado por un
asesino, tratándose de su propia vida podrá —a fin de vivir el amor fraterno hasta
el heroísmo— preferir la muerte antes que matar o tan sólo herir al agresor.
Pero, si le ve atacar a niños, a mujeres, a seres indefensos e inocentes,
¿deberá necesariamente abstenerse de toda violencia con que impedirle cometer
su crimen?
Si se respondiera afirmativamente, se reforzaría la ley
de la jungla con el comportamiento práctico, ya que con frecuencia no se puede,
desgraciadamente, contener la violencia sino oponiéndole la violencia. Por eso,
la doctrina teológica que se ha mantenido durante siglos no se puede tirar por
la borda. Quienes hoy día hablan de ella desdeñosamente y la denigran, ¿es
seguro que tienen siempre un conocimiento exacto de ella?
Las mismas razones que justifican la legítima defensa
individual, permiten al Estado injustamente atacado defenderse contra el
agresor. Así pues, cuando un Estado se halla en situación de legítima defensa, la
guerra puede ser legítima si no existe ningún otro medio de impedir la
injusticia.
«De estos dos hechos —carencia de una autoridad mundial
capaz de indicar el derecho objetivamente, y con autoridad para asegurar el
orden y la actual existencia de países y, por tanto, de patrias—, se sigue que
negarse a hacer de perro guardián, porque ello puede llevar a morder,
representa abandonar los corderos en un país donde todavía existen lobos.
Consiste en aceptar, con el fin de rechazar una solidaridad con la violencia,
una solidaridad con la injusticia, así como entregar a la violencia aquello y
aquellos a quienes tenemos el deber de proteger.
P. Congar,
«Puede haber una paz más culpable, a los ojos del amor,
que muchas guerras: la que estaría compuesta de cobardía y abdicación por una
parte y, por otra de una injusticia triunfadora».
Leonard Constant,
Gandhi consintió que se tomaran las armas para repeler la
agresión de las tropas de Cachemira, a finales de 1947.
«¿Quién duda de que, llevada a sus últimos extremos la no
violencia, tanto en el orden interno como internacional, y, dada nuestra
naturaleza caída y desfalleciente, introduciría el imperio del mal y de la
iniquidad ?
Gonzalo Muñiz:
Con referencia a la guerra total moderna (la guerra
atómica, bacteriológica y química) Aquí ya no se trataría de la defensa contra
la injusticia y de la salvaguardia necesaria de posesiones legítimas, sino de
la aniquilación pura y simple de toda vida humana en el interior del radio de
acción. Esto no está permitido a ningún título.
*
CONDICIONES
DE LA GUERRA JUSTA.
( de
Teología de la guerra)
RICARDO MUÑOZ JUAREZ
Si sólo excepcionalmente puede considerarse como justa
una guerra, ésta no debe ser sino un remedio apurado en una situación apurada. Sólo
se puede admitir en el extremo límite, a fin de evitar un mal mayor a la
humanidad; y sólo si se puede esperar razonablemente que se logrará.
Por eso las condiciones requeridas no son, en definitiva,
sino la explicación de la legítima defensa. Pero en cada caso habría que
verificar su presencia y convergencia. Y los teólogos han sintetizado su
pensamiento sobre el particular en la teoría de las cuatro condiciones : la
autoridad del Príncipe, la causa justa, la intención recta y la manera lícita
de hacer la guerra.
La condición de que la decisión de guerrear fuera tomada
por la autoridad del Príncipe (en el sentido de Jefe de Estado, que tenía este
término en el derecho público de la Edad Media), tenía como consecuencia privar
de este derecho a todos sus vasallos. Esto era lógico, puesto que podían
recurrir a él para que se les hiciera justicia —ya que el Príncipe era su
soberano feudal— en los conflictos que oponían unos a otros. En la Europa
moderna, cuyos Estados estaban fuertemente centralizados y velaban celosamente
por su independencia, esta condición aparecía sólo como una cláusula de estilo.
Hoy recobra todo su valor en la hipótesis de una organización superestatal del
mundo.
En cuanto a la recta intención y a la manera lícita de
hacer la guerra, pueden reducirse a la justa causa, de la que expresan la
motivación psíquica en la conciencia de los beligerantes. La dificultadde
distinguir lo justo de lo injusto, en un terreno tan complejo y difícil como el
político, es lo que agrava esta cuestión.
Por todo ello, la condición de la causa justa, en el
momento presente, es la que debe retener particularmente nuestra atención. En efecto,
la moral y el buen sentido nos enseñan que, para remediar un mal, aunque real y
cierto, está prohibido recurrir a un remedio más nocivo y desastroso que el mal
y el desorden mismo que se quiere combatir. Este es el principio de la
adaptación y justa aplicación entre el fin y los medios que intervienen aquí,
los cuales encarecen siempre, y más en las circunstancias actuales de una
guerra contemporánea, la legitimidad moral del recurso a las armas. Esta
consideración influirá en las ideas de muchos filósofos y teólogos actuales,en
su repugnancia a admitir la eventualidad de una guerra que sea conforme a la
moral y al derecho.
En sí misma la CAUSA JUSTA es un complejo de cuatro
exigencias :
1. La existencia de
una injusticia proseguida obstinadamente.—Ciertos teólogos del pasado,
víctimas inconscientemente de la mentalidad de su tiempo, no fueron quizá
bastante severos en este punto. Pío XII, en su discurso del 30 de septiembre de
1954, exigía «una injusticia evidente y xtremadamente grave» (52). Aunque
entonces se refería explícitamente a las formas extremas de la guerra contemporánea
(guerra atómica, bacteriológica y química), su formulación tenía alcance
general y es la única plenamente racional. Se da por supuesto —pero conviene
repetirlo, pues no siempre se advirtió en otros tiempos— que la injusticia
sufrida (o por lo menos inminente y cierta, y que haya tenido ya comienzos de
ejecución) provoca una situación de legítima defensa.
2. La necesidad de
recurrir a la guerra para obtener satisfacción.— Esto implica que se hayan
probado todos los medios pacíficos posibles para resolver las diferencias, y
que se haya fracasado por causa de la mala voluntad del adversario. Ello es
consecuencia del principio fundamental del arreglo pacífico obligatorio de los
conflictos internacionales. Los medios pacíficos o amistosos para arreglar las
controversias en que pueden debatirse las naciones, son los siguientes:
a) La negociación directa entre las cancillerías o
delegaciones, especialmente nombradas a tal fin, de las potencias interesadas,
para buscar el restablecimiento de la concordia mediante la renuncia de una de
las partes a sus pretendidos derechos, con la reparación debida o llegando a
una transacción digna y aceptable.
b) Los buenos oficios o intervención espontánea y
desinteresada de una tercera potencia para conseguir el inicio o reanudación de
las negociaciones entre las partes, aunque absteniéndose de tomar parte directa
en la regulación del litigo.
c ) La mediación, por la que una o más potencias extrañas
interponensu valimiento y buena voluntad, con unas bases de discusión
(52) Pío XII:
Alocución a la VIII Asamblea Médica Internacional, en Galindo, P.: Op. cit.,
pág. 1745, 2.
y propuestas, para interceder sobre las dos partes a fin
de concluir acuerdos beneficiosos para ambas.
d ) La conciliación, consiste en que una comisión redacte
informe del litigio con la propuesta de su solución. Puede la comisión actuar a
petición de parte o por propia iniciativa; y suelen formar en ella un
representante de cada uno de los litigantes y otros tres miembros de Estados
extranjeros.
c ) El arbitraje, que suele ser consecuencia de la
mediación, y consiste en que ambas partes someten su querella a una persona o
tribunal arbitral, aceptando de antemano el fallo que con sujeción a derecho
pueda ser dictado.
Habida cuenta de que hoy existe una Organización
Internacional con órganos aptos para entender en los conflictos entre naciones,
a los medios pacíficos anteriormente enumerados se añaden:
a) El arreglo cuasi-judicial, a que puede llegarse por la
intervención de los órganos políticos de la ONU, Consejo de Seguridad o
Asamblea General, bien por sometimiento de los litigantes a su resolución, bien
por entender en ella de oficio.
b) El arreglo judicial, consecuencia de la conformidad y
acatamiento de las partes para que entienda en la controversia el Tribunal Internacional
de Justicia de La Haya.
3. Promulgación
entre la gravedad de la injusticia y las calamidades que hayan de resultar de
la guerra.—«Ninguna, guerra —escribía Vitoria— es legítima, si con toda
seguridad ha de tener para la comunidad consecuencias más funestas que útiles,
aun cuando no falten motivos para justificarla» (53). Es la regla del mal
menor, que podría expresarse así: hay derecho a recurrir a la guerra, si las ventajas
que hayan de resultar para la justicia son francamente superiores a los daños
que haya de acarrear. En buena lógica —por razón de la unidad de la humanidad—,
deberíamos, con el gran teólogo de Salamanca, hacer esta apreciadón en fundón
del bien común universal. «Una guerra es injusta por la sola razón de que,
(53) Vitoria, F. de:
De Indis et de iure belli, q. 33, en Reelecciones
Teológicas, pág. 839,
B. A. C., Madrid, 1960, VIII, 1986 págs.
a pesar de su utilidad para una provincia, causaría
perjuicio al universo y a la cristiandad» (54).
4. Es necesario, finalmente, que se pueda contar con una fundada probabilidad de éxito. Es la
doctrina también de Pío XII en la línea de la tesis dominante (55). Otros
teólogos exigen la certeza de la victoria. A esta segunda opinión se puede
objetar la casi imposibilidad de prever a ciencia cierta, en muchos casos, el
resultado de la guerra. Cuando se trata de resistencia a una agresión, teniendo
la víctima el derecho de su parte, su defensa se justifica en el plano
racional, si tiene grandes probabilidades de ser eficaz.
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