Señores de los tiempos
José Jiménez Lozano
(A la luz de una candela. Diario de Ávila 17 octubre 2010)
Claro está que en unos momen tos en que parece que entre nosotros hay necesidad de reconstruir hasta el lenguaje y las normas de la civilidad, porque, como ya decía Ortega en su tiempo, lo mismo da decir una verdad que una necedad porque nada trae consecuencias, salvo que la necedad tiene más éxito, naturalmente, no resulta ni siquiera llamativo lo que la Academia de la Historia misma hizo en un informe oficial hace unos años; esto es, que no se está enseñando historia de España, sino sencillamente falseándola. Y resulta, sin embargo, que esta misma queja de la Academia se tornó polémica..
Pero es que, en realidad, aquí todo es polémico, porque todo es opinable y, como esto de la opinión es como un comercio de todo a cien, nadie se priva de afirmar lo que tiene a bien, o lo que se le ocurre en el momento.
Con la historia, en efecto, se pue de hacer lo que se quiera, y tanto va le para un cosido como para un barrido. Es decir, que se tiene poder para modificar el pasado, algo que aterrorizaría a un griego, porque el realidad era una hubris o desafío los dioses, y en su manifestación extrema, puesto que implicaría reclamar mayor poder que ellos.
Siempre, desde luego, se ha falsificado la historia, unas veces por motivos político-ideológicos, y otras digamos que para la alimentación casera de las glorias de la propia aldea; pero en el primer caso siempre se ha sabido también que era una tarea de fanáticos, e inescrupulosos; y, en el segundo caso, de ingenuos excesos en el amor de la patria chica, algo perfectamente inocente y hasta enternecedor. Lo terrible es el momento en el que los hombres se han autodesignado dueños y señores de la historia: del presente, del futuro, y del pasado.De modo que no solo cabe ofrecer cien versiones distintas de los hechos, según convenga en cada momento, sino que
se pueden ofrecer inmensos huecos o agujeros negros que se tragan ciertas épocas o ciertas personas públicas como si no hubieran existido.
Y así, por ejemplo, no hay dos ediciones de la famosa Enciclopedia soviética que digan lo mismo, respecto a hechos y personas, y los chinos actuales para saber cómo vivían sus antepasados tienen que comprar las novelas de la escritora norteamericana, Pearl. S. Buck, porque, después de la Revolución Cultural contra las antiguallas, que había arrasado todo, ya no quedan ni huellas.
Fernando VII dijo aquello de «los tres mal llamados años» refiriéndose a los que iban de 1820 a 1823,en los que tuvo que ir, él el primero como dijo, por la senda constitucional,pero al fin y al ca‑
bo no negaba que allí había un hueco; pero en la ideologización manipulada de la historia no hay ni huecos, nadie debe sospechar que los hay; y hemos llegado aun punto en que cabe dudar, por lo visto, si eso de España ha existido alguna vez o es un invento reaccionario. ¿Acaso no es la historia
una ciencia social, y no debe fabricarse para su provechoso consumo? Pues en éstas estamos.
miércoles, 27 de octubre de 2010
martes, 26 de octubre de 2010
¿Los inmigrantes salvan nuestras pensiones del futuro? (Josep Anglada)
¿Los inmigrantes salvan nuestras pensiones del futuro?
En 2005, el Gobierno realizó un Informe de Estrategia de España en relación con el futuro del sistema de pensiones, cuyas principales conclusiones son que en 2015 la Seguridad Social estará casi con toda seguridad en quiebra contable, y que a partir de 2020, cuando se haya agotado el denominado Fondo de Reserva de las pensiones, también estará en quiebra financiera. Sencillamente, las pensiones, al menos en la cuantía y extensión previstas actualmente, no podrán pagarse. Y esa escalofriante realidad, como es lógico, la saben bien nuestros políticos de todos los partidos del sistema actual desde hace, al menos, cinco años.
Durante un debate televisivo sobre la inmigración al que acudí como invitado en Intereconomía TV, el pasado mes de febrero, el representante de la comunidad inmigrante ecuatoriana, cuyo nombre no recuerdo, me espetó con asombroso desparpajo lo siguiente: «que sepan todos ustedes que gracias a la contribución de nosotros, los inmigrantes, los españoles de hoy tienen asegurada su pensión». Lo dijo y se quedó tan ancho: ¡ahora resulta que vamos a tenerles que estar agradecidos!
En realidad, esta idea de justificar la invasión inmigrante en algo tan sensible para el pueblo como el futuro de su jubilación es tan recurrente como falsa. Sencillamente, no es cierto y aunque ahora tendremos ocasión de demostrarlo con datos empíricos, es decir, científico-económicos, la realidad está poniendo afortunadamente las cosas en su sitio. Porque, vamos a ver, si fuera cierto que la inmigración masiva que padecemos fuera la solución a nuestro grave problema de viabilidad de las pensiones del futuro, ¿cómo es posible entonces que el gobierno de Rodríguez Zapatero, tan socialista, tan de izquierda teórica, haya planteado la cuestión de retrasar la edad de jubilación y ampliar el periodo exigible de cotización? ¿y cuál es la explicación de que una persona tan versada en estas cuestiones como el señor Rodrigo Rato dijera, pocos días antes, que las pensiones españolas corrían verdadero riesgo de quiebra a partir del 2025? Por supuesto, ellos conocen al dedillo el tenor del informe que he citado al comienzo de este epígrafe.
Hay dos grandes sistemas públicos de pensiones. Uno es el mutualista o atlántico, que consiste en que el trabajador percibe una renta tras su jubilación y hasta su defeso en base a que ha cotizado durante un periodo determinado de tiempo de su vida laboral. El otro es el universal, que extiende ese derecho a las pensiones a todas las personas, discriminando aquéllas que lo
perciben por haber cotizado previamente de las que lo hacen, en menor cuantía económica, por motivos netos de solidaridad. Como sabemos, en España nuestro sistema es el de la segunda categoría, desde que en 1985 lo aprobara así el primer Gobierno de Felipe González.
Este cambio en el sistema conllevó también posteriormente un cambio en el régimen de financiación, ya que el originario era incapaz de sostener la financiación derivada de las pensiones «solidarias», por así decir. Hoy en día, las pensiones no derivan del dinero cotizado en su momento por sus beneficiarios, sino de las cotizaciones que pagamos en la actualidad los que estamos en activo. Si hay remanentes, se guardan como un fondo de garantía que el Estado no puede invertir en otra cosa, y si hay déficit se cubre con cargo a los Presupuestos Generales. Ese fue el llamado Pacto de Toledo que suscribieron los principales partidos y sindicatos.
Si miramos con atención esto que acabo de referir, nos daremos perfecta cuenta de que el futuro de las pensiones y la tasa de natalidad son dos elementos que están estrechamente relacionados. Quienes aspiramos a cobrar una pensión en el futuro, fruto de nuestro esfuerzo de hoy, no dependeremos de lo que ingresamos hoy en la caja de la Seguridad Social, sino del número de personas que trabajen —y coticen— en el momento en el que nos jubilemos. Cuantos menos sean los que entonces tengan edad de trabajar, más tendrán que pagar por cabeza... y puede llegar el caso de que la presión fiscal que tengan que soportar sea tan elevada que resulte imposible hacer frente a la misma. A eso, exactamente, es a lo que se refieren los expertos cuando siembran dudas de que en el futuro se puedan abonar las pensiones.
Hasta 1980 el número medio de nacimientos por cada mujer española era de 2,3 hijos. A partir de ese momento, y debido a diversos factores pero sobre todo a una política pública abierta y profundamente antinatalista, bajó con rapidez hasta que en el año 1994 alcanzamos el preocupante promedio de 1,1 hijos,una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. En 2007 y a pesar de la cantinela sobre los efectos positivos de la inmigración en cuanto a natalidad, el promedio era de 1,3 hijos por mujer.
Los inmigrantes que han llegado a España son personas en su inmensa mayoría en edad de trabajar. Su peso entre los escalones bajos de nuestra pirámide de población, es decir, los segmentos de menor edad que son aquéllos más necesarios si queremos sostener el Estado del Bienestar —pensiones, educación y salud— del mañana, no sólo es irrelevante sino que por el contrario y, como veremos a continuación, es una agravante de proporciones prácticamente letales.
En cambio, quiero añadir aquí que el número de abortos practicados en España desde 1986 a 2008, según datos oficiales del Ministerio de Sanidad asciende a la increíble cifra de 1.248.673 niños a los que se les ha privado su derecho a la vida. Con independencia del juicio moral que esto significa para un pueblo, destaco aquí las consecuencias de este «suicidio colectivo» sobre el futuro de las pensiones y del resto de las instituciones que componen el Estado del Bienestar son bien elocuentes. Nuestras políticas de natalidad y de familia han sido, desde hace 25 años, e ininterrumpidamente, es decir, con independencia de quién gobernase en el Gobierno y en la Comunidad, sencillamente suicidas en términos colectivos. En cambio, nuestra casta política parece no haberse percatado de este problema; y en caso de que lo hubiera hecho, lo ha ocultado con malicia culpable a la sociedad.
Como consecuencia de todo ello, según datos de Inverco, mientras en 2007 España dedicó el 8,4% de su PIB para hacer frente únicamente al gasto en pensiones públicas, en 2050 ese porcentaje casi se habrá duplicado, pasando al 15,1%. Es decir, la «carga fiscal» que los trabajadores españoles tendrán que soportar dentro de cuarenta años para hacer frente a las pensiones será el doble que la que hoy soportan. En cambio, el impacto que este mismo fenómeno tendrá en el conjunto de la Unión Europea (27 miembros) será mucho menor, ya que se pasará del 10,2% del PIB en 2007 al 12,6% en 2050. Los países que mejor preparados estarán para el futuro serán Alemania, Dinamarca, Italia, Reino Unido y Holada; y los peores Grecia y España.
¿Cómo entonces se dice que la arriada de inmigrantes que sufrimos en nuestro país es la «solución» al problema de las pensiones? Muy sencillo, nuestras élites, que se presuponen a sí mismas tan listas e inteligentes, vuelven una vez más a pecar de cortoplacistas. O lo que es lo mismo, que piensan más en las elecciones próximas que en el futuro que nos aguarda.
El informe realizado en 2007 por la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno hacía las siguientes cuentas: los inmigrantes contribuyen con 8.000 millones anuales en cotizaciones sociales y sólo reciben 400 millones de euros en pensiones. Con este sencillo guarismo, la inmigración, en efecto, era un verdadero milagro, casi como el maná bíblico, puesto que permitía disponer de un excedente de 7.600 millones que podían dedicarse en efecto a pagar las pensiones y jubilaciones actuales.
Ocurre, sin embargo, y como ha señalado un estudio de la Universitat Abat Oliba CEU, que «esta deuda del Estado con el cotizante inmigrante no debería omitirse si se quiere un balance que exprese la realidad de la situación. Introducir esta consideración, valorar el efecto económico de la inmigración más allá de la perspectiva a corto plazo, es todavía más necesario en un horizonte de déficit del sistema público de pensiones. Toda la actual oleada inmigratoria que ahora son activos, pasarán a ser jubilados en el periodo más crítico de la Seguridad Social».
Cuando los inmigrantes que actualmente cotizan se jubilen, el problema de las pensiones en España se habrá agravado considerablemente. Los técnicos más pesimistas hablan de alrededor de un coste adicional de alrededor de 13.500 millones de euros anuales que tendrán que soportar, sobre sus espaldas, nuestros hijos con sus impuestos salvo que agreguemos, como señala el informe de Sociéte Générale titulado Les 1001 facettes d'un choc annoce (2007), año tras año, un millón de nuevos inmigrantes y que estos encuentren de inmediato un empleo.
De la misma opinión es Josep Miró, en su libro El fin del bienestar. De mantenerse la tasa de natalidad como hasta hoy, para que la relación entre ocupado y jubilado fuese de 2,1 (razonable en términos de sustentabilidad mínima del sistema) en 2050, la relación de población tendría que ser de 24 a 30 millones de inmigrantes para un total de 43 millones de españoles autóctonos. Ni eso es pensable desde el punto de vista nacional, ni lo es desde los países origen, que no podrían aportar durante tanto tiempo semejantes flujos de población.
La inmigración, por tanto, ha generado el espejismo de que solucionaba el problema de las pensiones pero sólo en el corto plazo. Si el horizonte temporal lo fijamos en un periodo mayor, las consecuencias derivadas de este fenómeno son justamente las contrarias: lastrarán de tal manera el sistema de la Seguridad Social que será imposible sostenerlo. No me extraña, pues, que Corbacho, el ministro de Trabajo, haya recomendado a los trabajadores que suscriban sus propios planes de pensiones privados.
Joseo Anglada
Sin mordaza y sin velos. Madrid 2010.pp. 190-195
(Con su benevolencia, suponemos)
En 2005, el Gobierno realizó un Informe de Estrategia de España en relación con el futuro del sistema de pensiones, cuyas principales conclusiones son que en 2015 la Seguridad Social estará casi con toda seguridad en quiebra contable, y que a partir de 2020, cuando se haya agotado el denominado Fondo de Reserva de las pensiones, también estará en quiebra financiera. Sencillamente, las pensiones, al menos en la cuantía y extensión previstas actualmente, no podrán pagarse. Y esa escalofriante realidad, como es lógico, la saben bien nuestros políticos de todos los partidos del sistema actual desde hace, al menos, cinco años.
Durante un debate televisivo sobre la inmigración al que acudí como invitado en Intereconomía TV, el pasado mes de febrero, el representante de la comunidad inmigrante ecuatoriana, cuyo nombre no recuerdo, me espetó con asombroso desparpajo lo siguiente: «que sepan todos ustedes que gracias a la contribución de nosotros, los inmigrantes, los españoles de hoy tienen asegurada su pensión». Lo dijo y se quedó tan ancho: ¡ahora resulta que vamos a tenerles que estar agradecidos!
En realidad, esta idea de justificar la invasión inmigrante en algo tan sensible para el pueblo como el futuro de su jubilación es tan recurrente como falsa. Sencillamente, no es cierto y aunque ahora tendremos ocasión de demostrarlo con datos empíricos, es decir, científico-económicos, la realidad está poniendo afortunadamente las cosas en su sitio. Porque, vamos a ver, si fuera cierto que la inmigración masiva que padecemos fuera la solución a nuestro grave problema de viabilidad de las pensiones del futuro, ¿cómo es posible entonces que el gobierno de Rodríguez Zapatero, tan socialista, tan de izquierda teórica, haya planteado la cuestión de retrasar la edad de jubilación y ampliar el periodo exigible de cotización? ¿y cuál es la explicación de que una persona tan versada en estas cuestiones como el señor Rodrigo Rato dijera, pocos días antes, que las pensiones españolas corrían verdadero riesgo de quiebra a partir del 2025? Por supuesto, ellos conocen al dedillo el tenor del informe que he citado al comienzo de este epígrafe.
Hay dos grandes sistemas públicos de pensiones. Uno es el mutualista o atlántico, que consiste en que el trabajador percibe una renta tras su jubilación y hasta su defeso en base a que ha cotizado durante un periodo determinado de tiempo de su vida laboral. El otro es el universal, que extiende ese derecho a las pensiones a todas las personas, discriminando aquéllas que lo
perciben por haber cotizado previamente de las que lo hacen, en menor cuantía económica, por motivos netos de solidaridad. Como sabemos, en España nuestro sistema es el de la segunda categoría, desde que en 1985 lo aprobara así el primer Gobierno de Felipe González.
Este cambio en el sistema conllevó también posteriormente un cambio en el régimen de financiación, ya que el originario era incapaz de sostener la financiación derivada de las pensiones «solidarias», por así decir. Hoy en día, las pensiones no derivan del dinero cotizado en su momento por sus beneficiarios, sino de las cotizaciones que pagamos en la actualidad los que estamos en activo. Si hay remanentes, se guardan como un fondo de garantía que el Estado no puede invertir en otra cosa, y si hay déficit se cubre con cargo a los Presupuestos Generales. Ese fue el llamado Pacto de Toledo que suscribieron los principales partidos y sindicatos.
Si miramos con atención esto que acabo de referir, nos daremos perfecta cuenta de que el futuro de las pensiones y la tasa de natalidad son dos elementos que están estrechamente relacionados. Quienes aspiramos a cobrar una pensión en el futuro, fruto de nuestro esfuerzo de hoy, no dependeremos de lo que ingresamos hoy en la caja de la Seguridad Social, sino del número de personas que trabajen —y coticen— en el momento en el que nos jubilemos. Cuantos menos sean los que entonces tengan edad de trabajar, más tendrán que pagar por cabeza... y puede llegar el caso de que la presión fiscal que tengan que soportar sea tan elevada que resulte imposible hacer frente a la misma. A eso, exactamente, es a lo que se refieren los expertos cuando siembran dudas de que en el futuro se puedan abonar las pensiones.
Hasta 1980 el número medio de nacimientos por cada mujer española era de 2,3 hijos. A partir de ese momento, y debido a diversos factores pero sobre todo a una política pública abierta y profundamente antinatalista, bajó con rapidez hasta que en el año 1994 alcanzamos el preocupante promedio de 1,1 hijos,una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. En 2007 y a pesar de la cantinela sobre los efectos positivos de la inmigración en cuanto a natalidad, el promedio era de 1,3 hijos por mujer.
Los inmigrantes que han llegado a España son personas en su inmensa mayoría en edad de trabajar. Su peso entre los escalones bajos de nuestra pirámide de población, es decir, los segmentos de menor edad que son aquéllos más necesarios si queremos sostener el Estado del Bienestar —pensiones, educación y salud— del mañana, no sólo es irrelevante sino que por el contrario y, como veremos a continuación, es una agravante de proporciones prácticamente letales.
En cambio, quiero añadir aquí que el número de abortos practicados en España desde 1986 a 2008, según datos oficiales del Ministerio de Sanidad asciende a la increíble cifra de 1.248.673 niños a los que se les ha privado su derecho a la vida. Con independencia del juicio moral que esto significa para un pueblo, destaco aquí las consecuencias de este «suicidio colectivo» sobre el futuro de las pensiones y del resto de las instituciones que componen el Estado del Bienestar son bien elocuentes. Nuestras políticas de natalidad y de familia han sido, desde hace 25 años, e ininterrumpidamente, es decir, con independencia de quién gobernase en el Gobierno y en la Comunidad, sencillamente suicidas en términos colectivos. En cambio, nuestra casta política parece no haberse percatado de este problema; y en caso de que lo hubiera hecho, lo ha ocultado con malicia culpable a la sociedad.
Como consecuencia de todo ello, según datos de Inverco, mientras en 2007 España dedicó el 8,4% de su PIB para hacer frente únicamente al gasto en pensiones públicas, en 2050 ese porcentaje casi se habrá duplicado, pasando al 15,1%. Es decir, la «carga fiscal» que los trabajadores españoles tendrán que soportar dentro de cuarenta años para hacer frente a las pensiones será el doble que la que hoy soportan. En cambio, el impacto que este mismo fenómeno tendrá en el conjunto de la Unión Europea (27 miembros) será mucho menor, ya que se pasará del 10,2% del PIB en 2007 al 12,6% en 2050. Los países que mejor preparados estarán para el futuro serán Alemania, Dinamarca, Italia, Reino Unido y Holada; y los peores Grecia y España.
¿Cómo entonces se dice que la arriada de inmigrantes que sufrimos en nuestro país es la «solución» al problema de las pensiones? Muy sencillo, nuestras élites, que se presuponen a sí mismas tan listas e inteligentes, vuelven una vez más a pecar de cortoplacistas. O lo que es lo mismo, que piensan más en las elecciones próximas que en el futuro que nos aguarda.
El informe realizado en 2007 por la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno hacía las siguientes cuentas: los inmigrantes contribuyen con 8.000 millones anuales en cotizaciones sociales y sólo reciben 400 millones de euros en pensiones. Con este sencillo guarismo, la inmigración, en efecto, era un verdadero milagro, casi como el maná bíblico, puesto que permitía disponer de un excedente de 7.600 millones que podían dedicarse en efecto a pagar las pensiones y jubilaciones actuales.
Ocurre, sin embargo, y como ha señalado un estudio de la Universitat Abat Oliba CEU, que «esta deuda del Estado con el cotizante inmigrante no debería omitirse si se quiere un balance que exprese la realidad de la situación. Introducir esta consideración, valorar el efecto económico de la inmigración más allá de la perspectiva a corto plazo, es todavía más necesario en un horizonte de déficit del sistema público de pensiones. Toda la actual oleada inmigratoria que ahora son activos, pasarán a ser jubilados en el periodo más crítico de la Seguridad Social».
Cuando los inmigrantes que actualmente cotizan se jubilen, el problema de las pensiones en España se habrá agravado considerablemente. Los técnicos más pesimistas hablan de alrededor de un coste adicional de alrededor de 13.500 millones de euros anuales que tendrán que soportar, sobre sus espaldas, nuestros hijos con sus impuestos salvo que agreguemos, como señala el informe de Sociéte Générale titulado Les 1001 facettes d'un choc annoce (2007), año tras año, un millón de nuevos inmigrantes y que estos encuentren de inmediato un empleo.
De la misma opinión es Josep Miró, en su libro El fin del bienestar. De mantenerse la tasa de natalidad como hasta hoy, para que la relación entre ocupado y jubilado fuese de 2,1 (razonable en términos de sustentabilidad mínima del sistema) en 2050, la relación de población tendría que ser de 24 a 30 millones de inmigrantes para un total de 43 millones de españoles autóctonos. Ni eso es pensable desde el punto de vista nacional, ni lo es desde los países origen, que no podrían aportar durante tanto tiempo semejantes flujos de población.
La inmigración, por tanto, ha generado el espejismo de que solucionaba el problema de las pensiones pero sólo en el corto plazo. Si el horizonte temporal lo fijamos en un periodo mayor, las consecuencias derivadas de este fenómeno son justamente las contrarias: lastrarán de tal manera el sistema de la Seguridad Social que será imposible sostenerlo. No me extraña, pues, que Corbacho, el ministro de Trabajo, haya recomendado a los trabajadores que suscriban sus propios planes de pensiones privados.
Joseo Anglada
Sin mordaza y sin velos. Madrid 2010.pp. 190-195
(Con su benevolencia, suponemos)
¿ Los inmigrantes vienen a ocupar los puestos de trabajo que no quieren los Españoles? (Josep Angalada)
¿Los inmigrantes vienen a ocupar los puestos de trabajo que no quieren los españoles?
Se ha dicho también que los inmigrantes no han perjudicado a los trabajadores autóctonos porque, en realidad, han ocupado exclusivamente aquéllos subsectores laborales en los que los españoles, por diversos motivos —ora porque fueran demasiado duros, ora porque estaban mal pagados—, ya no querían emplearse. Este falaz argumento consiste en decir, poco más o menos, que habida cuenta de que cumplen una función social, ya que alguien tiene que ocuparse de esos trabajos que nosotros despreciamos, la inmigración es un fenómeno que está más que justificado y además es positivo.
Un ejemplo que suele utilizarse para reforzar esta opinión es el de la agricultura: como ya nadie quiere faenar el campo, hemos tenido que recurrir a los inmigrantes; olvidando que aún hoy día hay decenas de miles de trabajadores agrícolas andaluces, castellano-manchegos o extremeños que emigran temporalmente a Navarra durante la campaña del espárrago, o a Francia, La Rioja o Álava para la vendimia. La cuestión, por consiguiente, no se halla en que los inmigrantes vengan a sustituirnos en empleos que ya no queremos, sino en que vienen a aceptar condiciones laborales que en esos empleos, en efecto, los trabajadores españoles ya no consienten ser contratados. Esa es en verdad la madre del cordero.
En España, según las estadísticas oficiales, el porcentaje de población activa en sectores tan duros como la minería o la pesca es el mismo para los inmigrantes que para los autóctonos. Y, en términos absolutos, hay más trabajadores de nacionalidad española en la construcción que inmigrantes. Esos son datos irrebatibles.
El 31 de diciembre de 2008, había en España 1.882.223 inmigrantes en alta laboral, según los datos del Ministerio de Trabajo; es decir, el 39,2% del total de los residentes extranjeros regularizados que han llegado a nuestro país. De ellos, 386.360, es decir, el 20,5% ocupaban puestos como jefes administrativos y de taller, ayudantes no titulados, oficiales y auxiliares administrativos... Y otros 289.830 (el 15,4%) eran oficiales de primera o de segunda categoría.
O sea, más de la mitad de los inmigrantes que trabajaban a finales del 2008 no eran jornaleros, peones de albañil o mineros, sino personal técnico, si bien que, en líneas generales, con menor nivel de capacitación para sus empleos que los autóctonos. Estos datos no se los saca Anglada de debajo de la manga: están colgados en las estadísticas oficiales de la web del Ministerio de Trabajo para que cualquiera pueda comprobarlos por sí mismo.
Por consiguiente: ¡ sí que se ha producido en muchos casos un desplazamiento del trabajador autóctono por parte del inmigrante! Es más: muchos españoles, al perder su empleo en beneficio de inmigrantes dispuestos a trabajar por menos, o al no encontrarlo por el incremento de la oferta, han tenido que hacer el camino inverso y aceptar trabajos de un nivel inferior al que su trayectoria o sus estudios le abrían las puertas.
En febrero de 2009, una Nota Interna sin título de la Oficina de Presidencia del Gobierno de Rodríguez Zapatero que explicaba el impacto laboral de la inmigración (y que, por supuesto no se ha hecho pública) decía textualmente: «puede decirse que la reacción ante la inmigración es tanto más negativa cuanto menos segura es la posición del trabajador en el puesto de trabajo». ¡Naturalmente! Y añade en otro lugar: «el trabajador autóctono ve al inmigrante como un competidor que es capaz de vender su trabajo más barato, con un efecto negativo para el sector que se traduce en la contención y, en ocasiones, en la bajada de los salarios».
Y, en efecto, esa ha sido la gran «contribución» de la inmigración: la «congelación salarial» durante la fase expansiva de nuestra economía del decenio 1995-2005. Al incrementarse la oferta de mano de obra, el resultado inmediato fue una progresiva y permanente contención en los sueldos del conjunto de los trabajadores, inmigrantes o autóctonos.
Tres expertos del Banco de España publicaron en 2008 el libro Does inmigration affect the Phillips curve? Some evidence for Spain, en el que al explicar el raro fenómeno de que, al mismo tiempo, que entre 1995-2006 el paro descendiera del 22 al 8%, en cambio la inflación no subiera, como era lógico al recalentarse la economía, sino que descendiera del 4% al 2% durante el mismo periodo. La explicación la encontraron en la inmigración masiva, debido al efecto de moderación salarial que ha implicado (y sigue haciéndolo, naturalmente) en nuestro mercado laboral, como acabamos de decir.
O, como dice el economista José Luis Malo de Molina en Una larga fase de expansión de la economía española (publicado en 2005):
«La inmigración ha venido a satisfacer la demanda de trabajo en aquéllos segmentos del mercado de trabajo (..) cuyas tensiones se propagaban con facilidad a toda la estructura de costes laborales, y ha introducido una vía adicional de flexibilidad en un mercado caracterizado por una compleja combinación de áreas muy rígidas con otras más flexibles, pero restringidas a colectivos y actividades específicas».
Sin embargo, hemos de tener en cuenta que entre 1997 y 2007, el diferencial de precios de la economía española con respecto a la alemana ha sido nada menos que del 30%, lo que ha colocado a los productos y servicios que ofrecen nuestras empresas, como vimos anteriormente, en una posición muy difícil para competir en los mercados internacionales. La moderación de salarios propiciada por los inmigrantes ha podido tener una relativa importancia en la contención de nuestras tendencias inflacionarias, pero también ha provocado, como vemos, una pérdida de competitividad para el país debido a la baja cualificación y al nulo valor añadido que han aportado a nuestra producción en términos globales.
Josep Angalada
Sin mordaza y sin velos. madrid 2010 pp. 187-190
(con la benevolencia del autor, esperamos)
Se ha dicho también que los inmigrantes no han perjudicado a los trabajadores autóctonos porque, en realidad, han ocupado exclusivamente aquéllos subsectores laborales en los que los españoles, por diversos motivos —ora porque fueran demasiado duros, ora porque estaban mal pagados—, ya no querían emplearse. Este falaz argumento consiste en decir, poco más o menos, que habida cuenta de que cumplen una función social, ya que alguien tiene que ocuparse de esos trabajos que nosotros despreciamos, la inmigración es un fenómeno que está más que justificado y además es positivo.
Un ejemplo que suele utilizarse para reforzar esta opinión es el de la agricultura: como ya nadie quiere faenar el campo, hemos tenido que recurrir a los inmigrantes; olvidando que aún hoy día hay decenas de miles de trabajadores agrícolas andaluces, castellano-manchegos o extremeños que emigran temporalmente a Navarra durante la campaña del espárrago, o a Francia, La Rioja o Álava para la vendimia. La cuestión, por consiguiente, no se halla en que los inmigrantes vengan a sustituirnos en empleos que ya no queremos, sino en que vienen a aceptar condiciones laborales que en esos empleos, en efecto, los trabajadores españoles ya no consienten ser contratados. Esa es en verdad la madre del cordero.
En España, según las estadísticas oficiales, el porcentaje de población activa en sectores tan duros como la minería o la pesca es el mismo para los inmigrantes que para los autóctonos. Y, en términos absolutos, hay más trabajadores de nacionalidad española en la construcción que inmigrantes. Esos son datos irrebatibles.
El 31 de diciembre de 2008, había en España 1.882.223 inmigrantes en alta laboral, según los datos del Ministerio de Trabajo; es decir, el 39,2% del total de los residentes extranjeros regularizados que han llegado a nuestro país. De ellos, 386.360, es decir, el 20,5% ocupaban puestos como jefes administrativos y de taller, ayudantes no titulados, oficiales y auxiliares administrativos... Y otros 289.830 (el 15,4%) eran oficiales de primera o de segunda categoría.
O sea, más de la mitad de los inmigrantes que trabajaban a finales del 2008 no eran jornaleros, peones de albañil o mineros, sino personal técnico, si bien que, en líneas generales, con menor nivel de capacitación para sus empleos que los autóctonos. Estos datos no se los saca Anglada de debajo de la manga: están colgados en las estadísticas oficiales de la web del Ministerio de Trabajo para que cualquiera pueda comprobarlos por sí mismo.
Por consiguiente: ¡ sí que se ha producido en muchos casos un desplazamiento del trabajador autóctono por parte del inmigrante! Es más: muchos españoles, al perder su empleo en beneficio de inmigrantes dispuestos a trabajar por menos, o al no encontrarlo por el incremento de la oferta, han tenido que hacer el camino inverso y aceptar trabajos de un nivel inferior al que su trayectoria o sus estudios le abrían las puertas.
En febrero de 2009, una Nota Interna sin título de la Oficina de Presidencia del Gobierno de Rodríguez Zapatero que explicaba el impacto laboral de la inmigración (y que, por supuesto no se ha hecho pública) decía textualmente: «puede decirse que la reacción ante la inmigración es tanto más negativa cuanto menos segura es la posición del trabajador en el puesto de trabajo». ¡Naturalmente! Y añade en otro lugar: «el trabajador autóctono ve al inmigrante como un competidor que es capaz de vender su trabajo más barato, con un efecto negativo para el sector que se traduce en la contención y, en ocasiones, en la bajada de los salarios».
Y, en efecto, esa ha sido la gran «contribución» de la inmigración: la «congelación salarial» durante la fase expansiva de nuestra economía del decenio 1995-2005. Al incrementarse la oferta de mano de obra, el resultado inmediato fue una progresiva y permanente contención en los sueldos del conjunto de los trabajadores, inmigrantes o autóctonos.
Tres expertos del Banco de España publicaron en 2008 el libro Does inmigration affect the Phillips curve? Some evidence for Spain, en el que al explicar el raro fenómeno de que, al mismo tiempo, que entre 1995-2006 el paro descendiera del 22 al 8%, en cambio la inflación no subiera, como era lógico al recalentarse la economía, sino que descendiera del 4% al 2% durante el mismo periodo. La explicación la encontraron en la inmigración masiva, debido al efecto de moderación salarial que ha implicado (y sigue haciéndolo, naturalmente) en nuestro mercado laboral, como acabamos de decir.
O, como dice el economista José Luis Malo de Molina en Una larga fase de expansión de la economía española (publicado en 2005):
«La inmigración ha venido a satisfacer la demanda de trabajo en aquéllos segmentos del mercado de trabajo (..) cuyas tensiones se propagaban con facilidad a toda la estructura de costes laborales, y ha introducido una vía adicional de flexibilidad en un mercado caracterizado por una compleja combinación de áreas muy rígidas con otras más flexibles, pero restringidas a colectivos y actividades específicas».
Sin embargo, hemos de tener en cuenta que entre 1997 y 2007, el diferencial de precios de la economía española con respecto a la alemana ha sido nada menos que del 30%, lo que ha colocado a los productos y servicios que ofrecen nuestras empresas, como vimos anteriormente, en una posición muy difícil para competir en los mercados internacionales. La moderación de salarios propiciada por los inmigrantes ha podido tener una relativa importancia en la contención de nuestras tendencias inflacionarias, pero también ha provocado, como vemos, una pérdida de competitividad para el país debido a la baja cualificación y al nulo valor añadido que han aportado a nuestra producción en términos globales.
Josep Angalada
Sin mordaza y sin velos. madrid 2010 pp. 187-190
(con la benevolencia del autor, esperamos)
lunes, 25 de octubre de 2010
Vengadores de Escándalos (José Jiménez Lozano, Diario de Ávila, 3-10-2010)
A la luz de una candela
José Jiménez Lozano, Premio Cervantes
Vengadores de escándalos.
Uno de los estereotipos mentales de nuestro tiempo es la convicción de que hay que entregar al público como plato fuerte y notablemente valioso toda noticia o pintura no solo de nuestra pobre debilidad humana, sino que rebaje a los hombres al más bajo rasero, ofreciendo la sensación, claro está, de que esto se hace en nombre de la más preclara virtud.
Pero, sean como sean las cosas, a lo que quería referirme es al éxito asegurado que en el hombre de hoy, al igual que en la última aldea medieval, tienen las viejísimas habladurías de solana y lavadero que puedan conducir al placer de ver caer a alguien de un podio y hacerse moralmente añicos. Y se trata, desde luego, de una especie de radical instinto democrático de rasero por igual, que no es de hoy precisamente, pero ¿qué haría la industria cultural sin estos trajines?
Hace un tiempo se dio la noticia de que un señor importante, Lars Gyllensten, que fue secretario de la Academia Sueca, y salió de allí dando un portazo, ha escrito un libro en el que de todos aquellos señores que conceden el Nobel, se nos dice que el que no cojea del bazo cojea del espi‑
nazo, que algunos de ellos quieren hacer su carrerita, y otros quieren el Premio para sí mismos.
Es decir, algo muy normal, nada del otro jueves, al fin y al cabo, solo los habituales alifafes de nuestro ego y su instalación en el mundo. Y ya Irving Wallace, en una novela y en un ensayo, contó interioridades sobre el Nobel, y algunas muy divertidas, pero todavía no estaba vigente el estilo comadreo, y mucho menos el estilo canalla que han venido después, ni tampoco éstos eran los estilos del señor Wallace.
Lo curioso es que, en un momento en que referirse a la moral o a la ética, resulta altamente risible, diríamos que estamos en un universo angelical, y esos denunciantes son los relucientes pro
fetas de la pureza, encargados de poner a los denunciados la letra A de color escarlata, como en la terrible novela de Natha niel Hawthome, La letra escarlata. El hombre antiguo era desde luego mucho más expeditivo y bárbaro, cuando se tomaba esas cosas en serio, pongamos por caso la famosa corrupción administrativa. Yen el antiguo Egipto, por ejemplo, se cortaba la nariz a los empleados públicos que metían la mano en la bolsa, y había toda una tierra habitada por estos rinokoluros o gente de nariz cortada, que no se atrevía a vivir entre los demás.
Pero no estoy seguro de que, aunque hoy parezcamos menos bárbaros, no lo sea menos este diario festival vengador de corrupciones que produce el destripamiento de las vidas de
muchas personas.
Y, sin embargo, parecería claro que, al margen de del cumplimiento de la Justicia, la única actitud humana y civilizada sería la de los hijos de Noé,cuando vieron a su padreembriagado y desnudo:que yendo de espaldas,cubrieron su desnudez.
Nuestra actitud de virtuosos vengadores solamente resulta despreciable o cómica.
José Jiménez Lozano, Premio Cervantes
Vengadores de escándalos.
Uno de los estereotipos mentales de nuestro tiempo es la convicción de que hay que entregar al público como plato fuerte y notablemente valioso toda noticia o pintura no solo de nuestra pobre debilidad humana, sino que rebaje a los hombres al más bajo rasero, ofreciendo la sensación, claro está, de que esto se hace en nombre de la más preclara virtud.
Pero, sean como sean las cosas, a lo que quería referirme es al éxito asegurado que en el hombre de hoy, al igual que en la última aldea medieval, tienen las viejísimas habladurías de solana y lavadero que puedan conducir al placer de ver caer a alguien de un podio y hacerse moralmente añicos. Y se trata, desde luego, de una especie de radical instinto democrático de rasero por igual, que no es de hoy precisamente, pero ¿qué haría la industria cultural sin estos trajines?
Hace un tiempo se dio la noticia de que un señor importante, Lars Gyllensten, que fue secretario de la Academia Sueca, y salió de allí dando un portazo, ha escrito un libro en el que de todos aquellos señores que conceden el Nobel, se nos dice que el que no cojea del bazo cojea del espi‑
nazo, que algunos de ellos quieren hacer su carrerita, y otros quieren el Premio para sí mismos.
Es decir, algo muy normal, nada del otro jueves, al fin y al cabo, solo los habituales alifafes de nuestro ego y su instalación en el mundo. Y ya Irving Wallace, en una novela y en un ensayo, contó interioridades sobre el Nobel, y algunas muy divertidas, pero todavía no estaba vigente el estilo comadreo, y mucho menos el estilo canalla que han venido después, ni tampoco éstos eran los estilos del señor Wallace.
Lo curioso es que, en un momento en que referirse a la moral o a la ética, resulta altamente risible, diríamos que estamos en un universo angelical, y esos denunciantes son los relucientes pro
fetas de la pureza, encargados de poner a los denunciados la letra A de color escarlata, como en la terrible novela de Natha niel Hawthome, La letra escarlata. El hombre antiguo era desde luego mucho más expeditivo y bárbaro, cuando se tomaba esas cosas en serio, pongamos por caso la famosa corrupción administrativa. Yen el antiguo Egipto, por ejemplo, se cortaba la nariz a los empleados públicos que metían la mano en la bolsa, y había toda una tierra habitada por estos rinokoluros o gente de nariz cortada, que no se atrevía a vivir entre los demás.
Pero no estoy seguro de que, aunque hoy parezcamos menos bárbaros, no lo sea menos este diario festival vengador de corrupciones que produce el destripamiento de las vidas de
muchas personas.
Y, sin embargo, parecería claro que, al margen de del cumplimiento de la Justicia, la única actitud humana y civilizada sería la de los hijos de Noé,cuando vieron a su padreembriagado y desnudo:que yendo de espaldas,cubrieron su desnudez.
Nuestra actitud de virtuosos vengadores solamente resulta despreciable o cómica.
Los cambios en la constitución: desprecio a la soberanía popular (Josep Anglada)
Los cambios en la Constitución: desprecio a la soberanía popular
Los españoles tenemos una Constitución democrática desde diciembre de 1978. Es junto con la de la Restauración de finales del xix, la que promulgaron Cánovas del Castillo y Sagasta, la más longeva de la que hemos tenido los españoles.
La Constitución fue aprobada por las Cortes Generales (es decir, por el Congreso de los Diputados y el Senado al alimón) y ratificada por el pueblo español mediante un referéndum que se celebró el 6 de diciembre de 1978. Desde entonces, ese texto no se ha tocado, si exceptuamos el retoque —pequeño pero sustancial— del art. 132 para reconocer el derecho activo y pasivo electoral a los inmigrantes en las elecciones locales. Algunos, alguna vez, dicen que es necesario reformarla o que quieren cambiar la Constitución en tal o cual extremo. Modificar el articulado constitucional exige determinados procedimientos formales, que en determinados casos requiere incluso la celebración de un referéndum popular que lo ratifique o rechace.
Pues bien, aunque no lo sepas, como no lo sabe buena parte de nuestra comunidad, la Constitución ha sido cambiada de tapadillo, en secreto, por los partidos del sistema. Es lo que los politólogos y los juristas llaman una «mutación constitucional». La primera vez que esto sucedió fue con motivo del acceso a la autonomía por parte de Andalucía, cuando en 1980 los partidos políticos modificaron con una ley las exigencias previstas en la Constitución a fin de que los andaluces accedieran por la vía del artículo 151 a su régimen autonómico, como descubrió José E. Rosendo en 1989 con su libro Andalucía, por sí, para España, premiado sorprendentemente nada menos que por la Fundación Blas Infante de la propia Junta. Es decir, que la autonomía andaluza, tal y como se hizo, habría sido declarada inconstitucional si se hubiera recurrido en su día al Tribunal Constitucional. Pero nadie lo hizo, porque todos estaban en ese acuerdo.
Desde aquel entonces, o sea, dos años después de promulgar el propio Texto Constitucional, los políticos se dieron cuenta de que no pasaba nada por hacer esas triquiñuelas de ingeniería jurídica; la gente no se da cuenta y encima los resquicios del marco institucional son tan grandes si existe consenso político que en realidad quedan impunes sin mayores dificultades. E incluso parece que le han tomado cierta afición a un asunto tan poco —diríamos— democrático o, cuanto menos, tan poco estético.
¿Cómo ha sucedido eso? Pues por varias vías.
Primero. El poder legislativo, es decir, el Congreso y el Senado, pueden hacer leyes que sean incluso abiertamente contrarias a lo que dice nuestra Constitución. Sin embargo, esa ley no es inconstitucional si no hay una sentencia del Tribunal Constitucional que así lo determine. Lógicamente, para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre la constitucionalidad de una norma requiere que alguien previamente haya presentado un recurso de constitucionalidad. Los ciudadanos, por medio de los tribunales, difícilmente pueden recabar este proceso al TC. La regla general es que esto sólo lo pueden hacer determinados estamentos: un mínimo de nada menos que 50 diputados u otros tantos senadores, o por ejemplo el Defensor del Pueblo (nombrado también por los políticos, como sabemos). ¿Qué significa esto? Pues que perfectamente se pueden hacer y aplicar leyes inconstitucionales que, sin embargo, nadie ha anulado porque no ha sido elevada a la consideración del Constitucional. Eso ha ocurrido con más frecuencia de lo que piensas.
Segundo. Supongamos que las Cortes aprueban una ley que es llevada al Tribunal Constitucional siguiendo el procedimiento que acabo de señalar. ¿Qué sucedería? Pues que, como los socialistas se cargaron apenas llegaron por primera vez al gobierno el recurso previo de inconstitucionalidad, la ley se seguiría aplicando hasta que el TC dictaminara si es o no compatible con la Constitución. Eso significa que en muchas ocasiones, el Estado aplica normas que se consolidan por la vía de los hechos aunque luego tengan que ser derogadas o modificadas para adaptarla al texto de nuestra Carta Magna. Antes he dicho que esto se lo «debemos» a los del PSOE, pero lo cierto es que el PP, cuando tuvo mayoría absoluta, tampoco repescó el recurso previo de inconstitucionalidad, demostrando una vez más hasta qué punto se solapan las élites de uno y otro partido.
Tercero. Por si todo lo anterior no fuera suficiente, la interpretación que el Tribunal Constitucional realiza de lo que la Constitución «dice» y «quiere decir» en su articulado no es neutra e imparcial. A pesar de que se denomine «Tribunal», el Constitucional no es eso en sentido estricto y sus miembros no acceden al puesto en el desempeño de una carrera de funcionarios independientes. Los componentes del TC son elegidos por el mismo Congreso y el mismo Senado que luego hace las normas que pueden o no ser coherentes con la Constitución. La dependencia, por tanto, del Tribunal Constitucional de las élites de los partidos políticos del sistema es total y absoluta.
De este modo hemos llegado a interpretar, torticeramente y en contra de la propia letra de la Constitución, que es imperativo de las Administraciones Públicas atender por igual a los miembros de nuestra comunidad como a los inmigrantes aunque no estén regularizados siquiera. Por citar un botón de muestra, la Constitución establece en su artículo 47 que:
«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos».
Sin embargo, la Ley Orgánica 4/2000, aprobada con el señor Aznar como presidente del Gobierno y en este caso con el apoyo del PSOE, en su artículo 13 dice que «los extranjeros residentes tienen derecho a acceder al sistema público de ayudas en materia de vivienda en las mismas condiciones que los españoles». ¿Tienen derecho los inmigrantes después de que se hayan satisfecho las necesidades sociales de los españoles? No. Lo tienen al mismo tiempo, en las mismas condiciones. Y fíjate en una cosa: para activar ese nuevo derecho —derecho para ellos, claro— basta simplemente con pisar nuestro suelo porque los legisladores, en el colmo de la estulticia, ¡ni siquiera les han exigido un tiempo mínimo de permanencia entre nosotros! ¡Esa es nuestra «clase» política!
Dado que los recursos públicos (y también los privados, como es natural) son limitados, nos encontramos con una ley orgánica que introduce de tapadillo una competencia adicional a los españoles a la hora de poder acceder a la vivienda pública. Eso, obviamente, contradice el espíritu y la letra de nuestra Constitución puesto que la Ley Orgánica que la desarrolla no «favorece» sino que es claro que «dificulta» el derecho constitucional «a disfrutar de una vivienda digna y adecuada» a «todos los españoles». Más claro, el agua.
Otro ejemplo lo constituiría la supresión del servicio militar obligatorio, realizado por el primer Gobierno de José María Aznar, contraviniendo directa y descaradamente el artículo 30 de la Constitución española.
Ahora bien, si el sistema cambia algo tan importante para todos los miembros de una comunidad, como su Constitución política, en donde se recogen sus derechos y obligaciones básicas, la estructura territorial del Estado y las instituciones democráticas de las que nos dotamos, ¿no tiene acaso el pueblo derecho a emitir su opinión por medio de un referéndum?, ¿no es un desprecio a la soberanía popular no hacerlo? Yo pienso, sin duda, que sí a las dos cuestiones.
Josep Anglada
Sin mordaza y sin velos. Madrid 2010,pp.53-57
(con su benévolo consentimiento, esperamos)
Los españoles tenemos una Constitución democrática desde diciembre de 1978. Es junto con la de la Restauración de finales del xix, la que promulgaron Cánovas del Castillo y Sagasta, la más longeva de la que hemos tenido los españoles.
La Constitución fue aprobada por las Cortes Generales (es decir, por el Congreso de los Diputados y el Senado al alimón) y ratificada por el pueblo español mediante un referéndum que se celebró el 6 de diciembre de 1978. Desde entonces, ese texto no se ha tocado, si exceptuamos el retoque —pequeño pero sustancial— del art. 132 para reconocer el derecho activo y pasivo electoral a los inmigrantes en las elecciones locales. Algunos, alguna vez, dicen que es necesario reformarla o que quieren cambiar la Constitución en tal o cual extremo. Modificar el articulado constitucional exige determinados procedimientos formales, que en determinados casos requiere incluso la celebración de un referéndum popular que lo ratifique o rechace.
Pues bien, aunque no lo sepas, como no lo sabe buena parte de nuestra comunidad, la Constitución ha sido cambiada de tapadillo, en secreto, por los partidos del sistema. Es lo que los politólogos y los juristas llaman una «mutación constitucional». La primera vez que esto sucedió fue con motivo del acceso a la autonomía por parte de Andalucía, cuando en 1980 los partidos políticos modificaron con una ley las exigencias previstas en la Constitución a fin de que los andaluces accedieran por la vía del artículo 151 a su régimen autonómico, como descubrió José E. Rosendo en 1989 con su libro Andalucía, por sí, para España, premiado sorprendentemente nada menos que por la Fundación Blas Infante de la propia Junta. Es decir, que la autonomía andaluza, tal y como se hizo, habría sido declarada inconstitucional si se hubiera recurrido en su día al Tribunal Constitucional. Pero nadie lo hizo, porque todos estaban en ese acuerdo.
Desde aquel entonces, o sea, dos años después de promulgar el propio Texto Constitucional, los políticos se dieron cuenta de que no pasaba nada por hacer esas triquiñuelas de ingeniería jurídica; la gente no se da cuenta y encima los resquicios del marco institucional son tan grandes si existe consenso político que en realidad quedan impunes sin mayores dificultades. E incluso parece que le han tomado cierta afición a un asunto tan poco —diríamos— democrático o, cuanto menos, tan poco estético.
¿Cómo ha sucedido eso? Pues por varias vías.
Primero. El poder legislativo, es decir, el Congreso y el Senado, pueden hacer leyes que sean incluso abiertamente contrarias a lo que dice nuestra Constitución. Sin embargo, esa ley no es inconstitucional si no hay una sentencia del Tribunal Constitucional que así lo determine. Lógicamente, para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre la constitucionalidad de una norma requiere que alguien previamente haya presentado un recurso de constitucionalidad. Los ciudadanos, por medio de los tribunales, difícilmente pueden recabar este proceso al TC. La regla general es que esto sólo lo pueden hacer determinados estamentos: un mínimo de nada menos que 50 diputados u otros tantos senadores, o por ejemplo el Defensor del Pueblo (nombrado también por los políticos, como sabemos). ¿Qué significa esto? Pues que perfectamente se pueden hacer y aplicar leyes inconstitucionales que, sin embargo, nadie ha anulado porque no ha sido elevada a la consideración del Constitucional. Eso ha ocurrido con más frecuencia de lo que piensas.
Segundo. Supongamos que las Cortes aprueban una ley que es llevada al Tribunal Constitucional siguiendo el procedimiento que acabo de señalar. ¿Qué sucedería? Pues que, como los socialistas se cargaron apenas llegaron por primera vez al gobierno el recurso previo de inconstitucionalidad, la ley se seguiría aplicando hasta que el TC dictaminara si es o no compatible con la Constitución. Eso significa que en muchas ocasiones, el Estado aplica normas que se consolidan por la vía de los hechos aunque luego tengan que ser derogadas o modificadas para adaptarla al texto de nuestra Carta Magna. Antes he dicho que esto se lo «debemos» a los del PSOE, pero lo cierto es que el PP, cuando tuvo mayoría absoluta, tampoco repescó el recurso previo de inconstitucionalidad, demostrando una vez más hasta qué punto se solapan las élites de uno y otro partido.
Tercero. Por si todo lo anterior no fuera suficiente, la interpretación que el Tribunal Constitucional realiza de lo que la Constitución «dice» y «quiere decir» en su articulado no es neutra e imparcial. A pesar de que se denomine «Tribunal», el Constitucional no es eso en sentido estricto y sus miembros no acceden al puesto en el desempeño de una carrera de funcionarios independientes. Los componentes del TC son elegidos por el mismo Congreso y el mismo Senado que luego hace las normas que pueden o no ser coherentes con la Constitución. La dependencia, por tanto, del Tribunal Constitucional de las élites de los partidos políticos del sistema es total y absoluta.
De este modo hemos llegado a interpretar, torticeramente y en contra de la propia letra de la Constitución, que es imperativo de las Administraciones Públicas atender por igual a los miembros de nuestra comunidad como a los inmigrantes aunque no estén regularizados siquiera. Por citar un botón de muestra, la Constitución establece en su artículo 47 que:
«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos».
Sin embargo, la Ley Orgánica 4/2000, aprobada con el señor Aznar como presidente del Gobierno y en este caso con el apoyo del PSOE, en su artículo 13 dice que «los extranjeros residentes tienen derecho a acceder al sistema público de ayudas en materia de vivienda en las mismas condiciones que los españoles». ¿Tienen derecho los inmigrantes después de que se hayan satisfecho las necesidades sociales de los españoles? No. Lo tienen al mismo tiempo, en las mismas condiciones. Y fíjate en una cosa: para activar ese nuevo derecho —derecho para ellos, claro— basta simplemente con pisar nuestro suelo porque los legisladores, en el colmo de la estulticia, ¡ni siquiera les han exigido un tiempo mínimo de permanencia entre nosotros! ¡Esa es nuestra «clase» política!
Dado que los recursos públicos (y también los privados, como es natural) son limitados, nos encontramos con una ley orgánica que introduce de tapadillo una competencia adicional a los españoles a la hora de poder acceder a la vivienda pública. Eso, obviamente, contradice el espíritu y la letra de nuestra Constitución puesto que la Ley Orgánica que la desarrolla no «favorece» sino que es claro que «dificulta» el derecho constitucional «a disfrutar de una vivienda digna y adecuada» a «todos los españoles». Más claro, el agua.
Otro ejemplo lo constituiría la supresión del servicio militar obligatorio, realizado por el primer Gobierno de José María Aznar, contraviniendo directa y descaradamente el artículo 30 de la Constitución española.
Ahora bien, si el sistema cambia algo tan importante para todos los miembros de una comunidad, como su Constitución política, en donde se recogen sus derechos y obligaciones básicas, la estructura territorial del Estado y las instituciones democráticas de las que nos dotamos, ¿no tiene acaso el pueblo derecho a emitir su opinión por medio de un referéndum?, ¿no es un desprecio a la soberanía popular no hacerlo? Yo pienso, sin duda, que sí a las dos cuestiones.
Josep Anglada
Sin mordaza y sin velos. Madrid 2010,pp.53-57
(con su benévolo consentimiento, esperamos)
Etiquetas:
Constitución,
Josep Anglada,
referendum,
soberanía popular
lunes, 18 de octubre de 2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)