Los cambios en la Constitución: desprecio a la soberanía popular
Los españoles tenemos una Constitución democrática desde diciembre de 1978. Es junto con la de la Restauración de finales del xix, la que promulgaron Cánovas del Castillo y Sagasta, la más longeva de la que hemos tenido los españoles.
La Constitución fue aprobada por las Cortes Generales (es decir, por el Congreso de los Diputados y el Senado al alimón) y ratificada por el pueblo español mediante un referéndum que se celebró el 6 de diciembre de 1978. Desde entonces, ese texto no se ha tocado, si exceptuamos el retoque —pequeño pero sustancial— del art. 132 para reconocer el derecho activo y pasivo electoral a los inmigrantes en las elecciones locales. Algunos, alguna vez, dicen que es necesario reformarla o que quieren cambiar la Constitución en tal o cual extremo. Modificar el articulado constitucional exige determinados procedimientos formales, que en determinados casos requiere incluso la celebración de un referéndum popular que lo ratifique o rechace.
Pues bien, aunque no lo sepas, como no lo sabe buena parte de nuestra comunidad, la Constitución ha sido cambiada de tapadillo, en secreto, por los partidos del sistema. Es lo que los politólogos y los juristas llaman una «mutación constitucional». La primera vez que esto sucedió fue con motivo del acceso a la autonomía por parte de Andalucía, cuando en 1980 los partidos políticos modificaron con una ley las exigencias previstas en la Constitución a fin de que los andaluces accedieran por la vía del artículo 151 a su régimen autonómico, como descubrió José E. Rosendo en 1989 con su libro Andalucía, por sí, para España, premiado sorprendentemente nada menos que por la Fundación Blas Infante de la propia Junta. Es decir, que la autonomía andaluza, tal y como se hizo, habría sido declarada inconstitucional si se hubiera recurrido en su día al Tribunal Constitucional. Pero nadie lo hizo, porque todos estaban en ese acuerdo.
Desde aquel entonces, o sea, dos años después de promulgar el propio Texto Constitucional, los políticos se dieron cuenta de que no pasaba nada por hacer esas triquiñuelas de ingeniería jurídica; la gente no se da cuenta y encima los resquicios del marco institucional son tan grandes si existe consenso político que en realidad quedan impunes sin mayores dificultades. E incluso parece que le han tomado cierta afición a un asunto tan poco —diríamos— democrático o, cuanto menos, tan poco estético.
¿Cómo ha sucedido eso? Pues por varias vías.
Primero. El poder legislativo, es decir, el Congreso y el Senado, pueden hacer leyes que sean incluso abiertamente contrarias a lo que dice nuestra Constitución. Sin embargo, esa ley no es inconstitucional si no hay una sentencia del Tribunal Constitucional que así lo determine. Lógicamente, para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre la constitucionalidad de una norma requiere que alguien previamente haya presentado un recurso de constitucionalidad. Los ciudadanos, por medio de los tribunales, difícilmente pueden recabar este proceso al TC. La regla general es que esto sólo lo pueden hacer determinados estamentos: un mínimo de nada menos que 50 diputados u otros tantos senadores, o por ejemplo el Defensor del Pueblo (nombrado también por los políticos, como sabemos). ¿Qué significa esto? Pues que perfectamente se pueden hacer y aplicar leyes inconstitucionales que, sin embargo, nadie ha anulado porque no ha sido elevada a la consideración del Constitucional. Eso ha ocurrido con más frecuencia de lo que piensas.
Segundo. Supongamos que las Cortes aprueban una ley que es llevada al Tribunal Constitucional siguiendo el procedimiento que acabo de señalar. ¿Qué sucedería? Pues que, como los socialistas se cargaron apenas llegaron por primera vez al gobierno el recurso previo de inconstitucionalidad, la ley se seguiría aplicando hasta que el TC dictaminara si es o no compatible con la Constitución. Eso significa que en muchas ocasiones, el Estado aplica normas que se consolidan por la vía de los hechos aunque luego tengan que ser derogadas o modificadas para adaptarla al texto de nuestra Carta Magna. Antes he dicho que esto se lo «debemos» a los del PSOE, pero lo cierto es que el PP, cuando tuvo mayoría absoluta, tampoco repescó el recurso previo de inconstitucionalidad, demostrando una vez más hasta qué punto se solapan las élites de uno y otro partido.
Tercero. Por si todo lo anterior no fuera suficiente, la interpretación que el Tribunal Constitucional realiza de lo que la Constitución «dice» y «quiere decir» en su articulado no es neutra e imparcial. A pesar de que se denomine «Tribunal», el Constitucional no es eso en sentido estricto y sus miembros no acceden al puesto en el desempeño de una carrera de funcionarios independientes. Los componentes del TC son elegidos por el mismo Congreso y el mismo Senado que luego hace las normas que pueden o no ser coherentes con la Constitución. La dependencia, por tanto, del Tribunal Constitucional de las élites de los partidos políticos del sistema es total y absoluta.
De este modo hemos llegado a interpretar, torticeramente y en contra de la propia letra de la Constitución, que es imperativo de las Administraciones Públicas atender por igual a los miembros de nuestra comunidad como a los inmigrantes aunque no estén regularizados siquiera. Por citar un botón de muestra, la Constitución establece en su artículo 47 que:
«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos».
Sin embargo, la Ley Orgánica 4/2000, aprobada con el señor Aznar como presidente del Gobierno y en este caso con el apoyo del PSOE, en su artículo 13 dice que «los extranjeros residentes tienen derecho a acceder al sistema público de ayudas en materia de vivienda en las mismas condiciones que los españoles». ¿Tienen derecho los inmigrantes después de que se hayan satisfecho las necesidades sociales de los españoles? No. Lo tienen al mismo tiempo, en las mismas condiciones. Y fíjate en una cosa: para activar ese nuevo derecho —derecho para ellos, claro— basta simplemente con pisar nuestro suelo porque los legisladores, en el colmo de la estulticia, ¡ni siquiera les han exigido un tiempo mínimo de permanencia entre nosotros! ¡Esa es nuestra «clase» política!
Dado que los recursos públicos (y también los privados, como es natural) son limitados, nos encontramos con una ley orgánica que introduce de tapadillo una competencia adicional a los españoles a la hora de poder acceder a la vivienda pública. Eso, obviamente, contradice el espíritu y la letra de nuestra Constitución puesto que la Ley Orgánica que la desarrolla no «favorece» sino que es claro que «dificulta» el derecho constitucional «a disfrutar de una vivienda digna y adecuada» a «todos los españoles». Más claro, el agua.
Otro ejemplo lo constituiría la supresión del servicio militar obligatorio, realizado por el primer Gobierno de José María Aznar, contraviniendo directa y descaradamente el artículo 30 de la Constitución española.
Ahora bien, si el sistema cambia algo tan importante para todos los miembros de una comunidad, como su Constitución política, en donde se recogen sus derechos y obligaciones básicas, la estructura territorial del Estado y las instituciones democráticas de las que nos dotamos, ¿no tiene acaso el pueblo derecho a emitir su opinión por medio de un referéndum?, ¿no es un desprecio a la soberanía popular no hacerlo? Yo pienso, sin duda, que sí a las dos cuestiones.
Josep Anglada
Sin mordaza y sin velos. Madrid 2010,pp.53-57
(con su benévolo consentimiento, esperamos)
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