En 2005, el Gobierno realizó un Informe de Estrategia de España en relación con el futuro del sistema de pensiones, cuyas principales conclusiones son que en 2015 la Seguridad Social estará casi con toda seguridad en quiebra contable, y que a partir de 2020, cuando se haya agotado el denominado Fondo de Reserva de las pensiones, también estará en quiebra financiera. Sencillamente, las pensiones, al menos en la cuantía y extensión previstas actualmente, no podrán pagarse. Y esa escalofriante realidad, como es lógico, la saben bien nuestros políticos de todos los partidos del sistema actual desde hace, al menos, cinco años.
Durante un debate televisivo sobre la inmigración al que acudí como invitado en Intereconomía TV, el pasado mes de febrero, el representante de la comunidad inmigrante ecuatoriana, cuyo nombre no recuerdo, me espetó con asombroso desparpajo lo siguiente: «que sepan todos ustedes que gracias a la contribución de nosotros, los inmigrantes, los españoles de hoy tienen asegurada su pensión». Lo dijo y se quedó tan ancho: ¡ahora resulta que vamos a tenerles que estar agradecidos!
En realidad, esta idea de justificar la invasión inmigrante en algo tan sensible para el pueblo como el futuro de su jubilación es tan recurrente como falsa. Sencillamente, no es cierto y aunque ahora tendremos ocasión de demostrarlo con datos empíricos, es decir, científico-económicos, la realidad está poniendo afortunadamente las cosas en su sitio. Porque, vamos a ver, si fuera cierto que la inmigración masiva que padecemos fuera la solución a nuestro grave problema de viabilidad de las pensiones del futuro, ¿cómo es posible entonces que el gobierno de Rodríguez Zapatero, tan socialista, tan de izquierda teórica, haya planteado la cuestión de retrasar la edad de jubilación y ampliar el periodo exigible de cotización? ¿y cuál es la explicación de que una persona tan versada en estas cuestiones como el señor Rodrigo Rato dijera, pocos días antes, que las pensiones españolas corrían verdadero riesgo de quiebra a partir del 2025? Por supuesto, ellos conocen al dedillo el tenor del informe que he citado al comienzo de este epígrafe.
Hay dos grandes sistemas públicos de pensiones. Uno es el mutualista o atlántico, que consiste en que el trabajador percibe una renta tras su jubilación y hasta su defeso en base a que ha cotizado durante un periodo determinado de tiempo de su vida laboral. El otro es el universal, que extiende ese derecho a las pensiones a todas las personas, discriminando aquéllas que lo
perciben por haber cotizado previamente de las que lo hacen, en menor cuantía económica, por motivos netos de solidaridad. Como sabemos, en España nuestro sistema es el de la segunda categoría, desde que en 1985 lo aprobara así el primer Gobierno de Felipe González.
Este cambio en el sistema conllevó también posteriormente un cambio en el régimen de financiación, ya que el originario era incapaz de sostener la financiación derivada de las pensiones «solidarias», por así decir. Hoy en día, las pensiones no derivan del dinero cotizado en su momento por sus beneficiarios, sino de las cotizaciones que pagamos en la actualidad los que estamos en activo. Si hay remanentes, se guardan como un fondo de garantía que el Estado no puede invertir en otra cosa, y si hay déficit se cubre con cargo a los Presupuestos Generales. Ese fue el llamado Pacto de Toledo que suscribieron los principales partidos y sindicatos.
Si miramos con atención esto que acabo de referir, nos daremos perfecta cuenta de que el futuro de las pensiones y la tasa de natalidad son dos elementos que están estrechamente relacionados. Quienes aspiramos a cobrar una pensión en el futuro, fruto de nuestro esfuerzo de hoy, no dependeremos de lo que ingresamos hoy en la caja de la Seguridad Social, sino del número de personas que trabajen —y coticen— en el momento en el que nos jubilemos. Cuantos menos sean los que entonces tengan edad de trabajar, más tendrán que pagar por cabeza... y puede llegar el caso de que la presión fiscal que tengan que soportar sea tan elevada que resulte imposible hacer frente a la misma. A eso, exactamente, es a lo que se refieren los expertos cuando siembran dudas de que en el futuro se puedan abonar las pensiones.
Hasta 1980 el número medio de nacimientos por cada mujer española era de 2,3 hijos. A partir de ese momento, y debido a diversos factores pero sobre todo a una política pública abierta y profundamente antinatalista, bajó con rapidez hasta que en el año 1994 alcanzamos el preocupante promedio de 1,1 hijos,una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. En 2007 y a pesar de la cantinela sobre los efectos positivos de la inmigración en cuanto a natalidad, el promedio era de 1,3 hijos por mujer.
Los inmigrantes que han llegado a España son personas en su inmensa mayoría en edad de trabajar. Su peso entre los escalones bajos de nuestra pirámide de población, es decir, los segmentos de menor edad que son aquéllos más necesarios si queremos sostener el Estado del Bienestar —pensiones, educación y salud— del mañana, no sólo es irrelevante sino que por el contrario y, como veremos a continuación, es una agravante de proporciones prácticamente letales.
En cambio, quiero añadir aquí que el número de abortos practicados en España desde 1986 a 2008, según datos oficiales del Ministerio de Sanidad asciende a la increíble cifra de 1.248.673 niños a los que se les ha privado su derecho a la vida. Con independencia del juicio moral que esto significa para un pueblo, destaco aquí las consecuencias de este «suicidio colectivo» sobre el futuro de las pensiones y del resto de las instituciones que componen el Estado del Bienestar son bien elocuentes. Nuestras políticas de natalidad y de familia han sido, desde hace 25 años, e ininterrumpidamente, es decir, con independencia de quién gobernase en el Gobierno y en la Comunidad, sencillamente suicidas en términos colectivos. En cambio, nuestra casta política parece no haberse percatado de este problema; y en caso de que lo hubiera hecho, lo ha ocultado con malicia culpable a la sociedad.
Como consecuencia de todo ello, según datos de Inverco, mientras en 2007 España dedicó el 8,4% de su PIB para hacer frente únicamente al gasto en pensiones públicas, en 2050 ese porcentaje casi se habrá duplicado, pasando al 15,1%. Es decir, la «carga fiscal» que los trabajadores españoles tendrán que soportar dentro de cuarenta años para hacer frente a las pensiones será el doble que la que hoy soportan. En cambio, el impacto que este mismo fenómeno tendrá en el conjunto de la Unión Europea (27 miembros) será mucho menor, ya que se pasará del 10,2% del PIB en 2007 al 12,6% en 2050. Los países que mejor preparados estarán para el futuro serán Alemania, Dinamarca, Italia, Reino Unido y Holada; y los peores Grecia y España.
¿Cómo entonces se dice que la arriada de inmigrantes que sufrimos en nuestro país es la «solución» al problema de las pensiones? Muy sencillo, nuestras élites, que se presuponen a sí mismas tan listas e inteligentes, vuelven una vez más a pecar de cortoplacistas. O lo que es lo mismo, que piensan más en las elecciones próximas que en el futuro que nos aguarda.
El informe realizado en 2007 por la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno hacía las siguientes cuentas: los inmigrantes contribuyen con 8.000 millones anuales en cotizaciones sociales y sólo reciben 400 millones de euros en pensiones. Con este sencillo guarismo, la inmigración, en efecto, era un verdadero milagro, casi como el maná bíblico, puesto que permitía disponer de un excedente de 7.600 millones que podían dedicarse en efecto a pagar las pensiones y jubilaciones actuales.
Ocurre, sin embargo, y como ha señalado un estudio de la Universitat Abat Oliba CEU, que «esta deuda del Estado con el cotizante inmigrante no debería omitirse si se quiere un balance que exprese la realidad de la situación. Introducir esta consideración, valorar el efecto económico de la inmigración más allá de la perspectiva a corto plazo, es todavía más necesario en un horizonte de déficit del sistema público de pensiones. Toda la actual oleada inmigratoria que ahora son activos, pasarán a ser jubilados en el periodo más crítico de la Seguridad Social».
Cuando los inmigrantes que actualmente cotizan se jubilen, el problema de las pensiones en España se habrá agravado considerablemente. Los técnicos más pesimistas hablan de alrededor de un coste adicional de alrededor de 13.500 millones de euros anuales que tendrán que soportar, sobre sus espaldas, nuestros hijos con sus impuestos salvo que agreguemos, como señala el informe de Sociéte Générale titulado Les 1001 facettes d'un choc annoce (2007), año tras año, un millón de nuevos inmigrantes y que estos encuentren de inmediato un empleo.
De la misma opinión es Josep Miró, en su libro El fin del bienestar. De mantenerse la tasa de natalidad como hasta hoy, para que la relación entre ocupado y jubilado fuese de 2,1 (razonable en términos de sustentabilidad mínima del sistema) en 2050, la relación de población tendría que ser de 24 a 30 millones de inmigrantes para un total de 43 millones de españoles autóctonos. Ni eso es pensable desde el punto de vista nacional, ni lo es desde los países origen, que no podrían aportar durante tanto tiempo semejantes flujos de población.
La inmigración, por tanto, ha generado el espejismo de que solucionaba el problema de las pensiones pero sólo en el corto plazo. Si el horizonte temporal lo fijamos en un periodo mayor, las consecuencias derivadas de este fenómeno son justamente las contrarias: lastrarán de tal manera el sistema de la Seguridad Social que será imposible sostenerlo. No me extraña, pues, que Corbacho, el ministro de Trabajo, haya recomendado a los trabajadores que suscriban sus propios planes de pensiones privados.
Joseo Anglada
Sin mordaza y sin velos. Madrid 2010.pp. 190-195
(Con su benevolencia, suponemos)
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