JEAN-MARC VIVENZA
A PROPÓSITO DE UN LIBRO DE JEAN
BORELLA1
Reseña publicada en
"Connaissance des Religions", n° 55-56, julio-diciembre de 1998.
1 Este libro es
un desarrollo de las tesis erróneas del mismo autor expuestas en unos previos
artículos
titulados "René Guénon y los
sacramentos de la iniciación cristiana" (Nota del Traductor)
Esotérisme guénonien et Mystére chrétien, Delphica / L'Age d'Hornrne, París,
1997,406
páginas.
Jean Borella es un autor del cual
se puede afirmar legítimamente que ocupa una plaza de primer orden en el seno
del pensamiento tradicional contemporáneo. La obra que acaba de publicar en
Editions L' Age d'Homme no es de naturaleza tal que permita contradecir esta
primera afirmación, pero es cierto, por el contrario, que este volumen es
susceptible de provocar numerosas reacciones, puesto que el tema abordado por
el autor proviene de una problemática delicada y sensible. Ciertamente, la
seriedad con la que J ean Borella ha tratado su tema, la calidad de su estudio,
la riqueza de sus referencias, lo sitúa muy lejos de
las críticas caricaturescas de las tesis guénonianas que se vienen lanzando
desde hace ya muchos años, muy particularmente las que provienen de ciertos
medios católicos de los que, por lo demás, el mismo Jean Borella ha sido
igualmente blanco. Sin embargo, dada la orientación de
su trabajo, y al proponerse el autor nada
menos que interrogarse sobre la validez de las posiciones de René Guénon
concernientes al esoterismo en general y al Cristianismo en particular, entra dentro de lo normal que nos
veamos obligados a estar muy atentos a las tesis expresadas por este vasto y
ambicioso proyecto, y que le consagremos un estudio profundo, puesto que toca
directamente la esencia misma del Cristianismo y la pertinencia de los análisis
guénonianos.
Si en su introducción general Jean
Borella no discute el inestimable servicio realizado por Guénon a los hombres
de hoy, y en particular a sus lectores cristianos, es decir, el haberles
recordado con una fuerza excepcional que la religión era poseedora de un conocimiento
en comparación con el cual toda ciencia y toda filosofia moderna no son más que
un saber ignorante (p. 9), enseguida pone en
guardia a esos mismos cristianos contra la autoridad determinante que pudiesen
atribuir a la obra de Guénon sobre su propia religión. Y, sobre todo, se
inquieta el autor contra que la doctrina guénoniana pueda constituir la regla
de interpretación definitiva de la fe católica, de tal manera que los datos de
la fe sólo puedan ser comprendidos en todo su verdadero valor a la luz de los
principios y de las categorías de esta doctrina, particularmente a la luz de la
distinción real entre esoterismo y exoterismo (p. 9-10). La cuestión es
efectivamente de la mayor importancia, puesto que no es de recibo en
ningún caso una guénonización del Cristianismo sobre todo si, como el autor nos
indica, esta guénonización consiste justamente en erigir la doctrina guénoniana
en hermenéutica suprema del Cristianismo (p. 10). ¿Pero ha existido alguna vez
tal intención en René Guénon? ¿No es otra cosa completamente distinta la
perspectiva guénoniana? Sin responder directamente a estos interrogantes, que parece no querer
plantearse puesto que cree ya haberlos resuelto, lo cual constituye un enfoque
apriorístico lamentable para la continuación de su exposición, Jean Borella nos
indica que el problema fundamental, en el caso de Guénon, es el de la relación esencial entre la universalidad
natural de la inteligencia hermenéutica y la singularidad sobrenatural de la
revelación (ibid.).
Si el autor conviene en que todo lenguaje religioso, todo dato
revelado (el revelatum) requiere para ser comprendido, para devenir
espíritu y vida en aquellos que lo reciben y
lo hablan ( ... ) una "hermenéutica especulativa" (p. 11), no admite
que una doctrina metafísica pueda convertirse en normativa para las demás
doctrinas. No existe, dice, doctrina metafísica universal, ya sea ésta la del
Vedanta (p. 13). Si le parece legítimo que se rechace tal o cual teología o filosofía para pensar el revelatum,
se rebela contra el hecho de que pueda utilizarse la doctrina guénoniana
para pensar la enseñanza de la Iglesia, so pena de negar a la vez el revelatum,
la revelación y el Revelador (p. 14). No vemos, no vacila en escribir Jean
Borella, cómo es posible rechazar de igual
manera el lenguaje mismo del revelatum
y el de la Iglesia encargada por Cristo de transmitirlo (los concilios). Es Dios mismo quien se ha revelado
así. Es éste el único medio que
tendríamos para llegar a su conocimiento (ibid.). Es evidente, desde las
primeras páginas de su libro, que existe una honda discrepancia entre el
análisis de Jean Borella y la perspectiva guénoniana, una perspectiva que no se
sitúa en absoluto, nos parece, sobre el plano en que quiere colocarla la
crítica borelliana. Ciertamente, es muy loable querer reconocer a la doctrina
de la fe, tal como la han formulado la Escritura y los Padres de la Iglesia, su
primacía respecto a toda hermenéutica que la tome por objeto, aunque es
necesario en ese caso precisar previamente cuál es el sentido y el verdadero
objeto de tal hermenéutica, so pena desgraciadamente de confundir dos órdenes
de autoridad, y por esta confusión primera equivocarse sobre la validez
respectiva de los órdenes mismos.
Sin embargo, para asentar su tesis, Jean Borella ha estructurado su
obra en tres partes distintas aunque no obstante complementarias: I) Naturaleza
de la perspectiva esotérica, II) René Guénon y el Cristianismo: examen crítico,
III) El Cristianismo y su misterio. Veremos cómo al articular su discurso en
tres aspectos interdependientes, no sin una gran maestría evidente en la
dialéctica argumental, el autor construye un alegato, sin concesión, contra el
pensamiento guénoniano.
En su primera parte, Jean Borella comienza un examen conciso del
adjetivo "esotérico" que fue a menudo objeto de una transformación en
el sustantivo "esoterismo". Nos enteramos de que si el adjetivo se
encuentra desde el siglo I en los medios aristotélicos, el sustantivo no
aparece antes del siglo XIX y, el colmo de la sorpresa, proviene del
romanticismo socializante que inspirará la revolución de 1848: una nebulosa ideología donde la
religión de la Humanidad y el culto de la democracia se conjugan con confusas
especulaciones sobre la Trinidad, la Mujer y el progreso industrial y social
(p. 21.). Sin embargo, una cosa es localizar el origen de una palabra y otra
comprender lo que significa esa palabra para nosotros. Jean Borella lo sabe bien puesto
que dice estar muy lejos de rechazar el uso de un término que se ha vuelto tan
corriente (p. 24). No obstante, después de este paréntesis etimológico, el autor busca lo que
verdaderamente puede distinguir claramente el esoterismo del exoterismo; sobre
este punto no discute la legitimidad de una distinción de las perspectivas
exotéricas y esotéricas, en la medida en que es relativa a la existencia de una
diversidad de grados en la comprensión humana de la revelación divina (p. 28).
Pero si la distinción toma su
legitimidad de la existencia de una escala de grados de comprensión del mensaje
revelado, entonces necesariamente esta distinción es en sí misma de naturaleza
hermenéutica y debe apreciarse en el seno del dominio general de la
hermenéutica (p. 29). Lo que significa para Jean Borella -y esto sin graves
consecuencias para el resto de su exposición- que hablar de exoterismo y de
esoterismo, salvo derivación eventual de estas nociones, no tiene sentido
preciso y legítimo más que a título de modos hermenéuticos diferentes de un
solo y mismo objeto cultural: el mensaje revelado (ibid.). El autor percibe
inmediatamente que se le puede objetar que reducir el modo hermenéutico
únicamente al mensaje revelado, deja completamente de lado la cuestión
del estatuto de las ciencias sagradas tales como la alquimia, la música, la arquitectura, la
numerología, la gramática, etc., que no parecen poder ser situadas en un cuadro
hermenéutico, puesto que no están, en tanto que tales, ordenadas a un mensaje
revelado particular ( ... ) así, prosigue, como la metafísica calificada de
grado último de la hermenéutica especulativa (ibid.). Prevé, pues, que
responder a esas objeciones lo llevaría demasiado lejos, y sería impropio del
tema del presente libro. A pesar de que el autor nos indica que proyecta, por
lo demás, publicar sobre este problema una próxima obra, no se puede por menos
que lamentar que, sobre un punto tan fundamental, la reflexión sea tan
brutalmente detenida, en provecho de una conclusión tan cortante como inexacta
respecto a la naturaleza real de la perspectiva guénoniana. Si bien Jean
Borella nos ofrece algunas ilustraciones para apuntalar su propósito, a fin de
mostrar la estrecha y constante correlación entre la revelación y la
hermenéutica tomadas del Veda, la Kábala y el dominio religioso, dividido entre
exoterismo-esoterismo, pero con una concepción triangular (p. 33), hubiera sido
quizá más prudente -pensamos-, considerar
la cosa un poco más de cerca sobre este particular, mientras que sostener, como
lo hace Jean Borella, que la ausencia de una exposición ex-cathedra sintética y deductiva en Shankara,
a la manera de Aristóteles o de Proclo, señala el buen fundamento de la tesis
sostenida por él, es paradójicamente no darse cuenta de que, en el maestro indio, aunque el
discurso metafisico procede de una referencia a la revelación del Veda, se
sitúa sin embargo bajo la dependencia de un principio "inexpresable"
que transciende esa revelación. Entre las numerosas obras de Shankara pensamos ciertamente
en el Viveka-Cuda-Mani, texto significativo de esta
dependencia a ese principio transcendente, puesto de relieve por René Guénon,
que constituye además, para él, la esencia del esoterismo: existe
particularmente en toda doctrina metafísica algo que siempre será esotérico y
es la parte inexpresable que conlleva toda concepción verdaderamente metafísica
(René Guénon, Introducción
general al estudio de las doctrinas hindúes, p. 136). En efecto, lo propio de la
inteligencia metafísica es que se distingue del revelatum por el hecho de que no tiene como finalidad un alcance
teológico. Su intención propia es específica, la de una aproximación cognitiva,
que persigue un objetivo de conocimiento, de "gnosis". Siendo el
objeto asignado a esta "gnosis" el de una "revelación de la
Revelación", como lo expresa Joseph de Maistre, insistiendo sobre el aspecto
original de esta Tradición que "nació el día que nacieron los días" (Memoria al duque de Brusnwick, 1782). Nos parece evidente que sólo
se comprende bien el alcance de la perspectiva guénoniana sobre este tema si se
la sitúa en la continuidad del pensamiento maistreniano: de Maistre es
extrañamente, por lo demás, el gran ausente de la obra de Jean Borella.
Sea como fuere, la revisión de la díada exoterismo/esoterismo es la ocasión que
aprovecha el autor para proponer una hipótesis relativamente original, puesto
que modifica totalmente la pareja de complementarios clásicos en provecho de
una tríada nueva: Si el verdadero lugar tanto del esoterismo como del
exoterismo es la hermenéutica, entonces, y contrariamente a lo que se imagina
ordinariamente, no entran en juego en esta cuestión dos términos sino tres:
está por una parte el mensaje revelado, y por otra, las dos dimensiones de su
hermenéutica (p. 37). A primera vista, se podría fácilmente estar de
acuerdo sobre esto, si el autor no intentase, por ese lado, llegar a una verdadera descalificación
respecto al esoterismo. Si, dice Jean Borella, toda perspectiva esotérica es
relativa al revelatum
que la funda, y, como
consecuencia, a la perspectiva exotérica de la que se distingue, no podría
concebirse, más allá de este esoterismo relativo, un esoterismo pretendidamente
absoluto o total, y que se querría independiente de toda forma religiosa determinada
(p. 38). Cierto, pero eso es olvidar la esencia del
esoterismo que, precisamente, tiene por objeto una esencia indeterminada, por
encima de toda determinación. Ésta es, además, la ocasión elegida por el autor
para volver sobre un aspecto mayor de la escolástica medieval: la relación
entre la existencia y la esencia. Detenerse sobre esta cuestión, que dividió a los teólogos tomistas
y escotistas durante siglos, permite a Jean Borella afirmar la imposibilidad de
una capacidad en el hombre para formarse una intuición intelectual de las
esencias que sea clara y verdadera, sería ilusorio creer, dice, que nuestra capacidad intelectiva
para concebir el esoterismo pueda ponemos en presencia efectiva del esoterismo
esencial o absoluto (p. 45). Desplegando su análisis, muy agustiniano, el autor
precisa: Nuestra visión intelectual puede ser de una suprema belleza, ella no
tiene menos lugar en un ser creado y contingente. Es él quien debe ser salvado, y quien no puede serlo más que si
se compromete él mismo, en tanto que tal, en la vía de su salvación (p. 46). Después Jean Borella insinúa el
inciso de conclusión: ¿y qué significa en tanto que tal, sino con su ser
desnudo, es decir, con su ser despojado de todas sus potencias, incluso de la
potencia intelectiva? Es por ello que, para un ser singular y contingente, no
existe otra vía que la que pasa por la singularidad y la contingencia de un revelatum (ibid.). ¿Por qué razón esta
precisión? Somos rápidamente informados: es ¡ay! para plegar la noción de
esoterismo en el interior de las categorías propias de la teología, identificando la gnosis de la
metafísica integral con la teología ectípica (o teología de las criaturas). Es
confundir de nuevo, nos parece, dos órdenes no
comparables, la metafísica, había precisado René
Guénon, es un conocimiento supra-racional intuitivo e inmediato ( ... ) y no es
en tanto que hombre que el hombre puede alcanzarlo (R. Guénon, La metafísica oriental, p. 11). Incluso si Jean Borella no
rechaza completamente toda intuición de las esencias fuera del conocimiento
humano, hay por lo demás en su capítulo consagrado a La intuición de las esencias
como experiencia semántica (p. 47) proposiciones muy justas y de una gran
profundidad, lo que no impide que mantenga su convicción íntima, a saber, que la universalidad
intrínseca de la intelección es de suyo extraña a la singularidad del ser creado
(p. 51). Sabiendo que Guénon ha afirmado claramente: el esoterismo es
esencialmente otra cosa distinta a la religión, y no la parte interior de una
religión como tal, incluso cuando toma a ésta como base y punto de apoyo (R.
Guénon, Apreciaciones sobre la Iniciación, p. 27), Jean Borella pretende que
esta observación no tiene el sentido que se le quiere dar, pues Guénon, dice, pensaba que el esoterismo no podía
ser independiente de una forma religiosa tradicional. Esto es cierto si se entiende por independiente
"no-ligado", sino ciertamente no "sometido" a la forma
exotérica. La relación de dependencia no es una relación de nivel jerárquico,
sino de complementaria coherencia. Guénon, sobre este punto, siempre ha precisado:
una función de orden exotérico, sea la que fuere, no podría conferir ninguna
infalibilidad, ni por consiguiente ninguna autoridad, respecto al orden
esotérico; y aún aquí, toda pretensión
contraria, que implicaría además una inversión
de las relaciones jerárquicas normales, no podría tener más que un valor
rigurosamente nulo (R. Guénon, Apreciaciones
sobre la iniciación, p.
296). No se podría ser más claro, y por ello creemos fundada con rigor de
términos la reflexión de Guénon, citada por Jean Borella, y no pensamos que sea
legítimo negarle su sentido obvio. Incluso si convenimos, de forma evidente,
que el esoterismo consiste
en penetrar el sentido profundo de la tradición, nos parece sin embargo
imposible poder suscribir la aserción borelliana: el esoterismo sólo es tal
respecto al exoterismo ( ... ) y ambos son mutuamente relativos respecto a
aquello de lo cual constituyen la doble hermenéutica, de lo cual dependen y que
los norma (p. 53); esto es reducir al esoterismo dentro de un límite que sobrepasa
de manera cierta. Retengamos, a pesar de todo, esta bella imagen que revela
bastante bien el debate interior que preocupa visiblemente a lean Borella: Sin
duda se llega a que la hermenéutica metafísica sufre por tener que someterse a
la contingencia de una forma revelada singular. Pero este sufrimiento, incluso
esta pasión, es salvador: sólo él permite a la inteligencia hacer el
aprendizaje del ser al crucificar los conceptos sobre la cruz de las realidades
sagradas (ibid.). Pero ya había dicho en sustancia René Guénon, el esoterismo,
si bien toma su base en las formas religiosas, pertenece a una realidad de
orden diferente (R. Guénon, Apreciaciones sobre la iniciación, p. 60),
es esta realidad específica la que parece, desgraciadamente, escapar a Jean
Borella.
En el tercer capítulo de esta
primera parte, el autor prosigue su razonamiento sobre las bases que acaba de
definir precedentemente, encontrándonos al hilo de su discurso excelentes
definiciones como ésta: la ley fundamental de todo esoterismo es que debe hacer
visible la existencia de lo invisible, revelar que existe un cubrimiento (p.
60). Pero forzando la distinción de esencialidad que encuentra en Guénon: el
esoterismo es esencialmente algo distinto a la religión, infiere entonces que
esto es pretender que no tienen nada esencial en común (lo que Guénon no ha
dicho); tienen en común, prosigue Borella, al menos el revelatum, salvo concluir, evidentemente, que el revelatum no es nada esencial (p. 56).
Nos volvemos a encontrar precisamente aquí frente a lo que le parece difícil de
concebir al autor: en efecto, para Guénon el revelatum tiene su perfecta necesidad sobre un cierto orden, pero
como Eckhardt mismo pensaba, estando Dios más allá de Dios, el esoterismo
procede de una supraesencialidad más allá de la ontología común de lo revelado
y que, bajo cierto aspecto, lo sobrepasa sin negarlo. Notamos no obstante, en
el seno de este capítulo, una muy justa y muy pertinente aproximación al límite
del decir metafísico respecto al silencio de lo no-manifestado; un alegato a
favor de la teología apofática que merece ser subrayado (p. 60-61). Sin
embargo, aparece en el mismo capítulo una cuestión a partir de la cual se va a
acalorar toda la continuación de la obra, es decir, que juega un papel
importante en este punto de la reflexión de lean Borella. Todo se articula a
partir de la distinción efectuada por el autor entre esoterismo formal
(esoterismo institucional, jerarquizado y estructurado) y esoterismo real. Pasemos sobre una concepción un
poco estrecha del esoterismo formal: no es la búsqueda de la interioridad
espiritual lo que definió al esoterismo, es la exclusión de los no iniciados, la
cerrazón del grupo y su naturaleza secreta (p. 70), para descubrir una nueva división de este esoterismo
formal en dos sub-formas diferentes: una de orden religioso, directamente
ordenada a la hermenéutica espiritual del revelatum,
la otra de orden cosmológico y que engloba no
solamente las ciencias del macrocosmos (angelología, astrología, alquimia, etc.) sino también las del
microcosmos humano (psicología, medicina, etc.) (p. 70-71). De esta distinción nueva,
el autor llega a su tesis fundamental: no hay, en la religión cristiana, esoterismo formal del primer orden,
al menos en el sentido de una estructura general permanente y reconocida. Nunca
lo ha habido. Vamos a consagrar para demostrarlo, precisa Jean Borella, el
conjunto de este libro (p. 71). Sin embargo Guénon, en muy numerosas ocasiones,
ha afirmado lo contrario: la existencia del esoterismo cristiano es una cosa
absolutamente cierta: las pruebas de todo género abundan y las negativas
debidas a la incomprensión moderna ( ... ) no pueden nada contra este
hecho (R. Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, p. 38).
Pero, prosigue el autor, cuando Guénon precisa que, por esoterismo cristiano, entiende
el lado interior de la tradición cristiana, no podemos seguirle, y por una
razón importante y del todo decisiva: las pruebas alegadas no son precisamente
nada esencialmente cristiano (ibid.). Efectivamente, los datos aportados por
Guénon como signos de presencia de una tradición esotérica en el seno del
Cristianismo son: el ciclo artúrico, el Roman
de la Rose, el Santo Grial, que provienen
todos, más o menos, de la tradición céltica. Pero se
impone una pregunta: a este respecto, ¿no estamos autorizados a preguntamos de
dónde provienen las fuentes mismas del Cristianismo? ¿No está el Cristianismo
original indirectamente relacionado con un conjunto de fuentes sumerias, mesopotámicas, egipcias, griegas,
romanas, y por un substrato religioso judío, él mismo encrucijada de muy
numerosas influencias paganas? ¿Qué quedaría pues de específicamente cristiano
en esta aritmética tan poco católica y que descubre una sorprendente
tendencia de religión reformada en Jean Borella? Es un argumento difícilmente
admisible; pero vayamos más lejos aún, la distinción entre la Iglesia de
Pedro y la Iglesia de Juan, y cómo encontrar
mejor fuente, cuando se trata de una fuente
cristiana, que ésta: Pedro, volviéndose, vio siguiéndoles, al discípulo que
Jesús amaba, el que durante la Cena había reposado sobre el pecho de Jesús ...
Pedro entonces al verlo dijo a Jesús: " ¿Y éste, Señor, que será de
él?", Jesús le dijo: "Si quiero que permanezca hasta que yo venga,
¿qué te importa? Tú sígueme" (Jn. XXI, 20-23). ¿No es sorprendente, quizá, que
dentro de un conjunto muy importante de citas de la Sagrada Escritura, que son además objeto de un índice
escriturario detallado al final de la obra (p. 387-389), esta última cita de
san Juan no figure?
En la segunda parte de su libro, Jean Borella pretende proseguir la
crítica de las tesis guénonianas y, para hacerlo, se inclina por una forma de refutación que llama
refutación indirecta, en la que la tesis no es tomada en cuenta en tanto que
tal, sino que se considera la conclusión a la que lleva y, desarrollando esta conclusión en sí misma, se establece por ello que la tesis en
cuestión la ignora en su realidad propia y
efectiva (p.81). El autor nos indica que es a esta refutación indirecta a la
que consagrará la última parte de su obra. Para
no ser acusado de haber ignorado los elementos de la tesis guénoniana, el autor
nos informa que, después de haberla recordado brevemente, tiene la intención de someterla directamente a la prueba. Si ese recordatorio se
debe a una loable intención de objetividad, no se puede
sino lamentar, sin embargo, que en el conjunto de una obra de casi 400
páginas solamente se consagren, por toda exposición, dos páginas para explicar la concepción propia de Guénon. Dicho esto, se sabe que Guénon defendía la
tesis de un descenso exotérico del Cristianismo, el cual primitivamente fue, según él, de esencia esotérica.
Para Guénon, los ritos instaurados por Cristo fueron en su origen puramente
iniciáticos y constituyeron la iniciación crística, estando reservados
únicamente a personas cualificadas.
Después de haber descartado la hipótesis de un Cristianismo
identificado al esenismo, Jean Borella se inclina más
particularmente sobre el problema del
Concilio de Nicea, que para Guénon representó la fecha
simbólica de la transformación de la naturaleza misma de la Iglesia,
acontecimiento providencial que evitó, según él, a Occidente caer desde esa época en
un estado que hubiera sido comparable al que se sufre en la actualidad (R.
Guénon, "Cristianismo e iniciación", p. 293). Para Jean Borella, el
hecho de que Guénon haya podido hablar de formulaciones dogmáticas respecto a Nicea le parece que
contiene un tono peyorativo. Por eso, se dedica, no sin cierta atención escrupulosa, a mostrar la especificidad de Nicea
y la necesidad en la que se encontraron los Padres del Concilio de legislar
frente a la crisis arriana. El autor reconoce que
fue inevitable -y sobre este punto Guénon no se equivoca- que al superar esa
crisis, algo cambiase en la presentación de la fe (p. 109). Jean Borella
aprovecha para criticar el concepto modernista que defiende la necesaria
evolución de las formulaciones dogmáticas, y nos alineamos sin problema a su
lado cuando rechaza las posiciones de Juan XXIII en la apertura del Concilio
Vaticano II (p. 111-112). Guénon pensaba, no
sin una pertinencia real, que las formulaciones dogmáticas no estaban destinadas
a dar la menor explicación, sino que estaban
determinadas a convertirse en misterios, así pues el autor aprovecha para mostrar el carácter
indisociablemente mistérico y misterioso de la revelación cristiana (la cual) no es
propia de la era constantiniana (p. 116). También podemos estar de
acuerdo sin problemas respecto a la cuestión del bautismo cuando subraya: la
nueva Alianza presenta los caracteres de un verdadero esoterismo -pero de un
esoterismo intrínseco o esencial- tal como se deduce de la enseñanza misma de
Cristo. Por una parte pone el acento sobre
la interiorización de la fe y de la relación con Dios frente a las formas
exteriores y las prescripciones de la ley mosaica; por otra parte,
ciertas de sus enseñanzas son dadas en secreto y cubiertas durante un tiempo
por la obligación de silencio, pero, añade Jean Borella, anuncia también que no
hay nada oculto que no haya de descubrirse, ni nada secreto que no deba ser
reconocido y puesto de manifiesto (Le. VIII, 17) (ibid.). El autor aprovecha pues
para indicar: Por eso el argumento guénoniano del bautismo dispensado a todos, en particular a los niños, no
prueba nada en cuanto a la naturaleza esotérica o exotérica del rito (117).
Efectivamente, Guénon había indicado que un bautismo ofrecido a niños recién
nacidos ya no podía tener un carácter iniciático, signo para él evidente y
preciso de una exteriorización de los sacramentos. Jean Borella hace una
observación: se puede preguntar si este argumento no plantea un difícil
problema metafísico puesto que es el exterior circunstancial el que es erigido
en criterio del interior esencial. Pero, prosigue, tropieza con otra objeción
decisiva, ya planteada por reconocidos guénonianos: pensamos en particular en
Jean Toumiac que ha subrayado con pertinencia que, según los Hechos de los Apóstoles,
el bautismo fue administrado, el día de Pentecostés, a una multitud de tres mil
personas que ciertamente incluía a niños (ibid.). Existe pues una dificultad
incontestable que Guénon no niega, de la que da testimonio la correspondencia
que intercambió con Jean Toumiac sobre este asunto (nota 62, p. 18). Según Jean Borella, emergen dos
posibilidades, o bien cohabitaron desde el principio en el seno del
Cristianismo dos tipos de ritos, una dualidad de ritos iniciáticos y de ritos
religiosos (ibid.), o hay que abandonar la tesis de una exoterización, como
hicieron Jean Reyor y Michel Válsan. Frente a esta disyuntiva, la
posición de Michel Válsan, citada
por Jean Borella, en respuesta al estudio de Marco Pallis publicado en los
"Études Traditionnelles" (julio-diciembre 1964; y marzo-abril 1965)
con el título de El velo del Templo, estudio que postulaba que el desgarramiento del velo
del Templo, a la muerte de Cristo, acabó con
la separación entre esoterismo y exoterismo en el Cristianismo, nos parece,
contrariamente a lo que piensa el autor, digna de interés. Michel Válsan, rechaza esta interpretación y
piensa que existen dos líneas de transmisión de las influencias espirituales, una puramente iniciática y otra
simplemente religiosa, que se remontan hasta la misma fuente ( ... ) (p. 119).
Apoyándose en Orígenes, que hizo valer la
existencia de dos velos en el Templo y el hecho de que sólo el velo exterior
fue rasgado, Michel Válsan sostiene que el velo interior
continúa, pues, marcando la separación entre los
dominios religioso e iniciático. En cuanto a Jean
Borella, rechaza esta interpretación: el
hecho, dice, de que el segundo velo no se haya
rasgado, si se opta con Orígenes por esta
solución y si se acepta la interpretación que da, no podría valer contra la
tesis de Marco Pallis. Por el contrario, ésta se ve confirmada, puesto que el desgarramiento del
primer velo hace visible al segundo, lo que significa que el esoterismo es en
adelante revelado como tal a la multitud (p. 123). No obstante, Orígenes, incluso si se rechaza, como hace Jean Borella, su
separación entre dos categorías de cristianos, ha dejado escrito, se quiera o no: "existen en la
Escritura misterios inefables, demasiado grandes para encontrar una expresión
humana o para ser entendidos por el oído de un mortal. Exponerlos en su integridad, es imposible ( ... ). No sé ni siquiera si esos misterios
son completamente divulgados por los santos apóstoles; no digo que no sean
plenamente conocidos, sino que no son alcanzados completamente por aquel que
fue elevado hasta el tercer cielo (. .. ) Pablo lo sabe y comprende todo
en espíritu, pero no le fue permitido divulgar
los secretos a los hombres ( ... ). Pero sin duda
los reveló a quienes no caminaron según el hombre (1 Co., XV, 9) (Orígenes, Homilías sobre Josué, XXIII, 4, 467) (p. 124). Jean Borella añade que encuentra un
poco "surrealistas" las observaciones de Michel Válsan concernientes a la prudencia que
debió observar Orígenes en sus declaraciones de esoterismo, puesto que este texto es un sermón predicado a todo el mundo (p.
125), lo que por una parte nos parece lejos de ser evidente y, por otra, no es un criterio formal para una
calificación de exoterismo respecto a un escrito o a un dicho. Para acabar este estudio sobre el
"Velo del Templo", Jean Borella propone que meditemos sobre la muerte
de Cristo que es su causa (p. 125). Para el autor, el cuerpo de Cristo
es la síntesis de toda revelación, el cuerpo de Cristo, en la pasión, deviene cuerpo entregado, cuerpo abandonado: todo lo
revelable, todo lo que, del misterio de Dios, es enseñable en cualquier grado,
comunicable, todo es librado, abandonado por nosotros, entre nuestras manos, como el
cadáver de Jesús entre las manos de su Madre. Más aún, prosigue, ha dado toda su sangre, hasta el
corazón traspasado: no ha guardado nada para él. Así pues, no es solamente la forma exterior del
cuerpo de revelación, sino también su secreto más Íntimo representado por la
sangre derramada ( ... ) el que es desocultado, descubierto; y no solamente descubierto y
traspasado, sino incluso expuesto,
descuartizado en su desnudez y erigido sobre la cruz a la vista de todos los
hombres, hasta el fin del mundo (p. 127). Para Jean Borella, la muerte de Cristo constituye pues
un acontecimiento único y decisivo que modifica radicalmente la economía de la
tradición. Evidentemente, tiene el significado de una ruptura
con la economía antigua y universal que repartía los grados de conocimiento
sagrado y de participación en la gracia divina según la distinción de los
órdenes exotéricos y esotéricos (ibid.). Además del Cristocentrismo tan
marcado de esta aproximación demasiado "borelliana" de la Tradición, el autor conviene que esta ruptura
es una realización anticipada de lo que sólo
se cumplirá perfectamente al final de los tiempos, cuando cesará definitivamente la
distinción entre el interior y el exterior; por eso, dice, Orígenes o Tomás refieren el
desgarramiento del segundo velo al horizonte escatológico de la humanidad
(ibid.). Es de esto, justamente, de lo que quizá no se ha dado cuenta Jean
Borella que, en su visión sagrada de una modificación radical de la Tradición
por la muerte de Cristo, anticipa el advenimiento de la Parusía que
acabará los tiempos al final de los siglos. Parusía que siempre permanece en
espera; si la religión cristiana sólo es una imagen de esta Parusía futura,
debe ciertamente reflejarla por adelantado en su forma misma, pero este reflejo
sólo es una imagen e importa que, en tanto la hora no haya llegado, y nadie la
conoce (Mt., XXIV, 36), sea respetada la
distinción entre los diversos órdenes y dominios. Para terminar esta segunda
parte de su obra, Jean Borella se libra a un nuevo examen de la tesis guénoniana
de un descenso de los ritos primitivamente esotéricos en el orden exotérico, lo
que le da la ocasión de incrementar su crítica, puesto que sabe que con esta
cuestión de la exoterización de los ritos, posee uno de los mejores argumentos
contra Guénon.
No duda tampoco en escribir: Cuando uno se esfuerza en tener en cuenta
los hechos se ve obligado, para permanecer fiel a la doctrina de Guénon, a
realizar una verdadera acrobacia de hipótesis altamente improbables y casi
indefinidas (p. 123). Convenimos con el autor en que existe un problema
respecto a este asunto. Guénon mismo ha reconocido que la palabra sacramento designa
sin lugar a dudas algo para lo que no se encuentra equivalente exacto en otra
parte (R. Guénon. Apreciaciones sobre la iniciación, p. 159). Pero considerar a
los sacramentos, como hace Guénon, como ritos de agregación a una comunidad
tradicional, en tanto que se trata de una comunidad sagrada que representa al
cuerpo místico de Cristo aquí abajo, le parece quizá demasiado limitado a Jean
Borella, pero sin embargo es reconocerles una perfecta capacidad como elementos
necesarios de salvación y, por lo que respecta a la economía espiritual del
Cristianismo, ello es lo que constituye innegablemente la razón de la Pasión
de Jesús e, igualmente, la misión principial y única de la Iglesia: la
salvación de las almas.
En la tercera y última parte de su
libro, Jean Borella anuncia que aspira a situar al Cristianismo en su lugar
propio, considerándolo, desde el punto de vista de su hermenéutica propia (p.
155). Ciertamente, previene, entre los
elementos formales de los que se reviste el revelatum se encontrarán
muchos que son susceptibles de una interpretación universal porque son tomados
de la tradición universal de la humanidad (ibid.). Y ese es el caso, precisa, de los elementos simbólicos que pueden
ser objeto de una extracción del contexto religioso que les es propio, respecto
a esto, parece que la obra de Guénon es realmente irremplazable; de todas
maneras, quien dice formas de expresión dice formas cósmicas: sin embargo el
mundo es uno y el mismo para todos los hombres (ibid.). No obstante, añade, la manifestación de las formas
creadas no es el único Libro de la revelación divina que Adán tenía por misión
deletrear (ibid.). En el espíritu de Jean Borella, conocer el lugar
hermenéutico del Cristianismo es tener en cuenta la figura general de sus
elementos formales. Así pues, previene: nos ha parecido necesario ir a lo esencial,
puesto que no se trata ahora de rectificar las perspectivas de un autor sobre
algunos puntos más o menos secundarios, sino de entrar en la inteligencia de la
esencia misma del revelatum cristiano
tal corno se nos da a ver y entender
(p. 159). Es partiendo del hecho de que un término, la palabra misterio,
surgido de la terminología paleo-cristiana, resume la integralidad del mensaje
evangélico, por lo que decide convertirlo en el terna central de la última
parte de su obra.
Así pues, es
estudiado el sentido del misterio desde sus orígenes paganos hasta el
Cristianismo (p. 161-203), mostrando lo que acerca y distingue al Cristianismo de la tradición
antigua. Quizá podríamos sobresaltamos al leer la nota 45, p. 173, en la que
Jean Borella escribe: "se está en el derecho de preguntarse si existe una
doctrina de la Masonería, puesto que esta organización no impone otro dogma que
el de un humanismo particularmente acomodaticio y especulativamente poco
consistente" (sic). Nos preguntamos aquí con sorpresa si el autor ha hecho
algún esfuerzo por informarse seriamente sobre esta materia, o bien quizá
confunde, no sin cierta complaciente ignorancia por su parte, la imagen moderna
relativamente reciente de una masonería humanista y social, con la verdadera
esencia de esta sociedad iniciática que hunde sus raíces muy lejos en la
historia de la Tradición. Por lo demás, se observará igualmente una cierta confesión
del carácter esotérico del contenido de la enseñanza de Cristo: sólo entran en
la interioridad más esencial de esta Palabra, en su interioridad mistérica y misteriosa, aquellos en cuya interioridad
ha penetrado la Palabra. Ahora bien, a
aquellos, Cristo comunica indudablemente una enseñanza reservada, secreta si se
quiere. Este secreto es aquel del que habla el Evangelio de Juan, si se acepta
verlo como un eco revelador del diálogo inefable que el Padre y el Hijo
intercambian en la eternidad y que Juan ha entendido cuando su cabeza reposaba
sobre el pecho del Salvador (p. 183- 184). El autor añade: En este sentido,
suscribimos la tesis del P. Bouyer cuando declara: es necesario aceptar, quizá
incluso con más rigor que el que él mismo empleaba, la observación de Jeremías
acerca de que Jesús, junto a su enseñanza exotérica, destinada a la multitud,
había dado igualmente una enseñanza esotérica, reservada a los Doce, y quizá a
algunos otros discípulos de confianza (p. 184). El mysterion, nos dice Jean Borella, está oculto en el silencio de los
siglos eternos, es decir en Dios mismo, en el corazón de su Esencia ( ... ) el
silencio en el cual está envuelto este mysterion,
es el Abismo de la Esencia divina (p. 186). Es interesante, del mismo modo,
leer las afirmaciones del autor cuando señala que, si Cristo no fue
evidentemente un maestro de filosofía, no obstante, es imposible que no haya
dado, a aquellos que podían utilizarlas, algunas claves especulativas propias
para situar intelectualmente los dogmas sagrados del revelatum (p. 193). Jean Borella tiene cuidado en precisar que la
hermenéutica crística no prolonga la tradición rabínica de la ciencia
hermenéutica sino para transformarla dándole cumplimiento (p. 194), lo que indudablemente es
reconocer esta filiación primitiva, y además precisa: El Evangelio de Juan y
sobre todo su Apocalipsis son testimonios irrecusables de ello: utilizan
símbolos precisos y técnicos, tales como los números, mostrando con ello que el
simbolismo cosmológico y aritmológico formaba parte del lenguaje de la
revelación (p. 195). Se puede preguntar, observa con pertinencia Jean Borella,
si la célebre "Clave" de Melitón de Sardes no constituía un
testimonio de esta tradición hermenéutica (nota 93, p. 195); plantear la pregunta
es ya responderla, añadiríamos, pues innegablemente hay ahí una identidad
tradicional sobre la que no cabe sombra de duda.
El autor desarrolla su estudio mostrando cuáles son las tres
componentes del mysterion doctrinal
cristiano: la Escritura, océano de misterios, el Canon de verdad, misterio de
fe, la interpretación de las Escrituras
y la inteligencia de la fe, misterio de la gnosis (ibid.). Confiesa sin embargo
que este mysterion plantea un
problema particular. La ciencia de la
hermenéutica especulativa así como la de la hermenéutica sagrada no es,
propiamente hablando, una revelación y no podría tener el valor y la autoridad
de una verdad real (ibid.). Ésta proviene en efecto de un conocimiento, de una
"gnosis" que preexiste a la revelación. En el quinto capítulo de esta
tercera parte: El misterio cristiano y las tradiciones esotéricas del rabinismo
(p. 196), Jean Borella recuerda con acierto
la existencia de diversas corrientes esotéricas en el judaísmo ( ... ) los escritores cristianos han
conocido estas doctrinas (escritas y orales) y han recogido muchas enseñanzas,
muchas tradiciones exegéticas, que han llegado a ser en cierta forma modos más
o menos canónicos de interpretación propios para aclarar los misterios de la
Escritura (ibid.). El autor prosigue precisando que está establecido que en la
época de Cristo, el esoterismo vivió en el seno del judaísmo rabínico en
estrecha conexión con él; se trata además de un esoterismo cuyos orígenes son
muy antiguos y que se ordena, y esta es una preciosa indicación, alrededor de
dos temas: por una parte el conocimiento del misterio de la creación mediante
la interpretación del libro del Génesis (Bereshit) y, por otra parte, la revelación de
los secretos de la ascensión espiritual del alma mediante la interpretación de
la visión del "carro" (Merkabah) ... (p. 197). Se apreciará, siempre dentro del
mismo capítulo, la juiciosa indicación del autor mostrando la influencia de la
tradición esotérica rabínica sobre Orígenes: en los dos tercios de los casos en
los que Orígenes emplea la palabra paradosis se refiere a antiguas tradiciones
judías o rabínicas. Esto prueba, evidentemente, la influencia del pensamiento
judío y de su terminología sobre el gran Alejandrino (ibid.). Después, y esto
es muy interesante en lo que respecta al tema de la obra: Esta manera de situar el mysterion doctrinal cristiano en su
relación con el judaísmo antiguo y rabínico y con el esoterismo que trasmite no
es solamente propia de Orígenes. Ya era la de los Apóstoles, e incluso, si se mira bien, la de san Juan Bautista, quien, muy
ciertamente, estuvo bastante próximo a los Esenios ( ...
). En la época en que vivieron
Cristo, san Juan Bautista, los Apóstoles, san Pablo, los presbíteros y los
primeros cristianos en general, tuvieron necesariamente numerosos contactos
con los sabios de Israel, las ideas cosmológicas y los saberes
hermenéuticos que circulaban en Palestina. Nicodemo, "doctor de
Israel" (Jn., III, 1-14), a quien Jesús revela
-de noche- una de sus enseñanzas más misteriosas, ¿no era uno de esos
sabios? El primer Cristianismo ha estado profundamente impregnado de
esta cultura, esto está fuera de discusión (p. 199).
Jean Borella deduce de ello que: Resulta de estos análisis
que, si hubo en el Cristianismo algo que se pueda
considerar eventualmente como doctrinas formalmente esotéricas, esto
concierne particularmente a la ciencia de la simbólica sagrada y a los
elementos del mundo (los stoikeia
tou kosmou, Gal., IV, 3 y 9), así como a los grados
cosmológicos (los cielos y los órdenes angélicos) que esta ciencia pone en
juego (p. 202). Esta ciencia de origen judío, pero no
exclusivamente se debería añadir, pues existen elementos tomados de
orígenes muy diversos injertados en el tronco judío, es objeto de una
transmisión reservada, pero, se interroga el autor, ¿ha
subsistido este esoterismo? Estaríamos inclinados a estimar que no
desapareció con la paz constantiniana, y
que incluso ha perdurado hasta nuestros días. Depositario de la
antigua ciencia de las formas simbólicas ( ...
) este saber no ha cesado de ser transmitido, ya
sea en el seno de diversas cofradías de
oficios (constructores, imagineros, tejedores, etc.), ya
sea en organizaciones de naturaleza más intelectual, principalmente
en los monasterios (p. 202-203). Es sorprendente encontrar
a la vez, de la pluma del autor, un
reconocimiento de la existencia de estructuras que permiten
la transmisión de un saber esotérico, y paralelamente un rechazo
a admitir la realidad de un esoterismo cristiano formal. ¿Cómo
explica, pues, la continuidad y la transmisión de un
saber, negando la formalidad estructural concreta que
encarna el instrumento real de su
perennidad? Hay en ello un punto que permanece oscuro.
El capítulo sexto, que trata
sobre Las tradiciones secretas en Clemente de
Alejandría (p. 203), ofrece la
ocasión a Jean Borella para hacer un desarrollo más que
esencial a animadas controversias en ciertas capillas
cristianas, controversias que zahieren a menudo, injusta
y equivocadamente, al autor de La Charité Profanée. Este desarrollo permite a Jean
Borella volver no solamente sobre una
apelación sujeta a la incomprensión,
sino también
precisar la
concepción del esoterismo
cristiano de Clemente de Alejandría: el clima de esoterismo, escribe, que
se desprende de la obra de Clemente nos enseña al
menos una cosa, a nosotros hijos de un siglo democrático, ideológicamente igualitario, y
para quienes todo el mundo tiene derecho a todo: que la verdad
es preciosa, incluso que no tiene
precio ( ... ) (p. 211). El
estudio "Esoterismo y conocimiento en Orígenes"
(cap. VII. p. 212), es, en cierto modo, aún más explícito
en su examen de la relación de Orígenes con el esoterismo, puesto que no cabe
hoy ninguna duda de que la exégesis rabínica, como demuestra el autor más
arriba, jugó un papel de la mayor importancia en la obra origeniana. Orígenes
habla de tradiciones secretas. Del mismo modo tuvo un buen conocimiento de la
exégesis filoniana así como de los apócrifos del
Antiguo Testamento (ibid.). Es significativo
observar que Orígenes es precisamente uno de los primeros en llamar al bautismo
una teléte, es decir una iniciación (p. 213). Evidentemente, el autor
precisa inmediatamente que los términos de iniciados y no iniciados no deben
ser tomados en su sentido verdadero, y recuerda la importancia de la distinción
que él propone entre esoterismo formal y esoterismo real, única que evita las
confusiones. Lo que es evidente, escribe lean Borella, es que Orígenes posee en
el más alto grado el "sentido del secreto": los misterios del
Evangelio son tan elevados que no pueden ser enseñados más que "en el
silencio de la casa" (p. 217). Sin embargo, Jean Borella precisa: La
insistencia casi excesiva con la que Orígenes subraya la existencia de diversos
grados de comprensión y la diferencia que separa la letra del espíritu no
podría valer como prueba de un esoterismo formal (p. 219). Se vuelve a
encontrar aquí el argumento central del autor, para el que un esoterismo formal
sólo puede ser discreto, no puede hacer saber "fuera" que existen
enseñanzas reservadas "al
interior" ( ... ). Por definición, un esoterismo
formal (del cual no negamos la existencia, incluso en Orígenes) sólo puede
pasar desapercibido, incluso si se supone su presencia: así como al contemplar una catedral
vemos la belleza del edificio, no la ciencia de los números y las proporciones
que ha presidido su construcción (ibid.). Pero si la ciencia está quizá por
esencia oculta, el lenguaje, la forma expresiva, los símbolos, son todos sin
embargo perfectamente visibles en una catedral. ¿Y por qué razón no ocurriría lo mismo con las
catedrales del pensamiento, las catedrales metafísicas? No vemos por qué se trataría aquí
de otra cosa (ibid.). Además, ¿cómo no comprenderlo así cuando en
boca del mismo Orígenes se encuentra la distinción entre los que son de fuera y
los que son de dentro (p. 220)7 Si las palabras tienen un significado es
necesario ajustarse a él. lean Borella quiere
encontrar en el Contra Celso una confirmación de su tesis, texto en el
que paradójicamente Orígenes se expresa de la manera más clara posible respecto
a la separación entre esoterismo y exoterismo; que ciertos puntos sean
inaccesibles a la multitud, dice Orígenes, no es propio únicamente de la
doctrina de los cristianos, sino que también es
el caso de los filósofos, para los que ciertas
doctrinas eran exotéricas y otras esotéricas (Contra Celso, 1, 7; S.e. 132, p. 93) (p. 221). Más
lejos, el autor cita este bellísimo pasaje
que trata sobre el acceso a la interioridad: Intenta pues, tú que me escuchas, tener un pozo
en ti y una fuente en ti ( ... ). En el interior de ti mismo está el principio
del "agua viva" (Gen. XXVI, 19) (p. 222). Y que esto fuese predicado
públicamente o no, no cambia en nada la esencia Íntima de este discurso. Los
más elevados, entre el conjunto de los sermones del Maestro Eckhart, han sido
objeto también de prédicas abiertas a un público popular de los más comunes, y ello no modifica en nada el
sentido propio de las palabras del maestro renano. Si, como sostiene Jean
Borella, Clemente de Alejandría y Orígenes están lejos de ser los únicos en
predicar lo que el Padre Crouzel llama una "tradición de esoterismo",
a saber, "la idea de una comprensión más profunda de lo que es dado a
todos, la Biblia", y, añade el autor,
podríamos citar numerosos autores, y entre los más ortodoxos, tales como san Basilio de Cesarea, san Gregorio
Nazianceno, o san Gregorio de Nisa (p. 223), se
entiende mal entonces cómo estos grandes espirituales habrían podido proponer una práctica de naturaleza
"esotérica" sin que haya existido una forma real de este esoterismo,
por tenue que fuese, en el interior de la cual aquellos que estuviesen
destinados o cualificados para ella hubiesen podido vivir esta invitación a la
doctrina secreta. Puesto que Jean Borella concede que hubo formas
institucionales esotéricas, para todo lo que
procede de un esoterismo de naturaleza más bien cosmológica, de origen ya sea
principalmente rabínico en el caso de ciertas prácticas exegéticas, ya más ampliamente
judeo-helenístico o mediterráneo cuando se trata de elaborar las formas
sagradas de la liturgia ( ... ). ¿Cómo dar cuenta
de tal elaboración ( ... ) sin presuponer la
existencia de conocimientos precisos sobre las propiedades simbólicas de los diferentes momentos del ciclo anual, transmitidas en el seno de
comunidades monásticas en relación con
cofradías artesanales? (p. 224). Ahora bien, es necesario que este saber haya sido enseñado, transmitido, estudiado, y ¿cómo habría podido serIo sin las
formas que precisamente le dieron la posibilidad misma de su transmisión, de su enseñanza y de su estudio? Sobre este punto
Jean Borella permanece en silencio y su distinción entre esoterismo formal y esoterismo real parece
una vez más difícilmente operativa.
Seguramente, y estamos de acuerdo con ello sin
problema, este magisterio no constituye un esoterismo formal e
institucional, una organización jerárquicamente
superpuesta a la jerarquía ( ... ), pero no se podría no obstante negar
la realidad de los didascales gnósticos desde los orígenes al siglo IV. En su
nota 206, p. 231, Jean Borella precisa además que el griego didaskaléion significa "Escuela";
"didascalia" (didaskalia) designa la enseñanza en general. A la cabeza del didascalio se encuentra un didascal o "Maestro de
Escuela". Eusebio de Cesarea puede presentar el
didascalio de Alejandría como una institución de la Iglesia que se remonta a los orígenes; observemos que se trata, no obstante, de una semi-institución que no será oficial
precisamente hasta Orígenes (ibid.). Prosiguiendo su demostración, Jean Borella aborda la cuestión de
la iniciación sacramental y de la disciplina del arcano, constatando que los sacramentos de la iniciación cristiana parecen
presentar ciertas huellas de esoterismo formal (p. 239). Más lejos, el autor
nota que el arcano cristiano testimonia a favor de una especie de esoterización
general de los ritos sacramentales (en el momento en que Guénon data justamente
la exoterización visible del Cristianismo) (p. 240). Sigue un excelente análisis
del sacramentum y de su dimensión esotérica, en el que está claramente
mostrado el sentido de los misterios sacramentales. La atención es llevada a la "disciplina del
arcano" (disciplina
arcani) y a su historia, lo
que da al autor la posibilidad de presentar la extrema originalidad de esta
disciplina, verdadero esoterismo de la Iglesia. Pensamos, no obstante, que Jean
Borella fuerza un poco su demostración, cuando interpreta la ausencia de lengua
sagrada en el Cristianismo original como una prueba de trascendencia absoluta,
si no hay lengua original, es porque su lengua no tiene origen ( ... ). Así pues, privada de cultura
propia, sin ligamen de principio con un mundo humano determinado ( ... ). (p. 268). Esto es olvidar el
inmenso caudal de fuentes múltiples que participaron en la Revelación, es hacer
poco caso de las luces preparatorias que precedieron a la Encarnación, es no
ver que Jesús es hijo de la tribu real de Judá, que está sometido a la
circuncisión, que es sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Heb., VII,
18), además es por eso que los Magos, cuando nació, manifestaron por la entrega
simbólica de los poderes profético, sacerdotal y real el reconocimiento de la
Tradición a Aquel de quien el evangelista Mateo formula, en el preámbulo de su
texto, su genealogía precisa constituida por tres veces catorce generaciones.
El esclarecimiento de la doctrina
sacramental lleva a Jean Borella a un rodeo por la teología dionisiana de la
iniciación cristiana (p. 279), rodeo que es la ocasión de una comprensión
renovada del espíritu de esoterismo, o de la consciencia mistérica de la
Iglesia de los seis primeros siglos. Debemos aún, una vez más, recalcar cuán
lamentable es comprobar que el autor, utilizando el argumento de que el
corpus dionisiano no dice nada nuevo de los sacramentos (y de lo sacramental),
distinto a lo que la Iglesia conoce y enseña desde siempre, concluye
perentoriamente que esto basta para arruinar la tesis guénoniana y debería constreñir
a todo espíritu objetivo a su abandono (p. 299). Esto es despreciar la extrema
prudencia que manifestó Guénon sobre este tema, en particular en sus últimas
correspondencias en 1950 a Jean Tourniac, en las que tuvo cuidado en precisar:
Sobre la cuestión del Cristianismo, creo que existen desgraciadamente muchos
puntos que nunca se llegarán a aclarar completamente. Lo que es singular es
que, cuanto más se busca examinar de cerca todo esto, más complicaciones
inesperadas se descubren. ( ... ) La exteriorización ha debido comenzar muy
pronto, más pronto de lo yo había supuesto; además es posible que no hubiera
habido uniformidad a este respecto en todas las Iglesias. (René Guénon, carta a
Jean Tourniac, 9 de febrero de 1950). Incluso si, prosiguiendo su demostración, lean Borella nos indica que
el abandono de la tesis guénoniana no podría llegar hasta el rechazo del
"espíritu de esoterismo" del que esta tesis es portadora (ibid.), no
mide aparentemente que este espíritu, del que espera conservar su existencia a
fin de preservar el sentido de lo sagrado y del misterio, rechazado por lo que
hay de moderno en el Cristianismo actual (ibid.), está nutrido precisamente de
lo que Guénon percibió en el Cristianismo original, y esta percepción, sea cual
fuere su exactitud formal, es huella de una real e irremplazable intuición para
la comprensión del verdadero Cristianismo. El apéndice VII, p. 310, que trata
sobre la naturaleza de la consagración monástica', merecería ciertamente un estudio
más profundo, pues la cuestión de la consagración, a pesar de la opinión del
autor, presenta las características de un rito iniciático (muerte simbólica,
cambio de nombre, etc.). Considerar que sea siempre posible romper sus votos a
quien ha entrado en la vía religiosa como un criterio del carácter no
iniciático de este camino es, quizá, una forma de confusión entre lo legal y lo
espiritual respecto a un estado que presenta numerosos rasgos comunes con las
iniciaciones tradicionales.
El capítulo X, que corona y acaba la obra de lean Borella, propone una
mirada histórica y teológica sobre la vía mística. Muy juiciosamente, el autor
vuelve sobre la cuestión de la contemplación adquirida y la contemplación
infusa, cuestión que provocó los más vivos debates cuando se planteó el problema
del quietismo en el siglo XVII, y de la que se puede decir que tuvo
desgraciadamente consecuencias desastrosas sobre la vida mística en el seno de
la Iglesia hasta hoy. Un problema, cada vez cristocéntrica de la teoría
borelliana. Todo cristiano, ya sea el más grande de los místicos o de los
iniciados, no tiene otra elección que seguir a Cristo y beneficiarse de su
gracia uniéndose a Él, en cuanto sea posible, o renunciar a ser cristiano (p.
354), dice, ¿qué iniciado cristiano osará pretender que su elevación espiritual
es superior, en grado o en modo, a la de san Pablo? ( ... ) si Guénon tenía razón, no es
sólo a la vía mística a lo que debería oponerse el camino iniciático, es,
lógicamente, a toda forma de espiritualidad cristiana. Recíprocamente, sería necesario
concluir en la incompatibilidad pura y simple entre el "guénonismo" y el Cristianismo (p.
354). Nos preguntamos cómo se puede anatematizar en este punto el pensamiento
guénoniano, el cual, si bien no se deja someter a los imperativos de un exoterismo
cristocéntrico devocional, participa sin embargo, con los mayores espirituales
cristianos, en una conquista de la nada
2 Caracterizada, entre otras cosas, por la imposición del gran escapulario, el "manto de Elías" según la interpretación de la
Iglesia de Oriente para los monjes del Gran Hábito (megaloschemes) (NDLR).
supraesencial, en una unión con
El ser desnudo sin forma de la unidad divina que es el Ser supraesencial que
reposa impasible en sí mismo (Maestro Eckhart). ¿Cómo se puede reducir la
aspiración hacia el infinito de Dios, que caracteriza la perspectiva
guénoniana, a un modo comparativo de elevación espiritual entre la vía del amor
y
la vía de la
gnosis? El autor prosigue escribiendo: Aquí se acusan los contrastes entre el
iniciado según Guénon y el místico cristiano. Forzando un poco la situación,
se podría emblematizar esta diferencia recurriendo a las figuras opuestas del
Conde de Saint- Gennain y san Francisco de Asís (p. 356-357). Ahora bien, esto
no es forzar un poco la situación, es verdaderamente manchada, es oscurecer
voluntariamente la esencia de la perspectiva guénoniana, que sigue los pasos de
quienes fecundaron la metafísica cristiana en
lo que tiene de más íntima, de más original, perspectiva que se sitúa
precisamente en la continuidad de las escuelas que nutrieron al Cristianismo
primitivo judaizante, el primer Cristianismo, el que conservó hasta el año 49
el culto del Templo y las observancias mosaicas, el que asoció el signo de
la cruz, la unción y la Sphragis, el sello místico de los elegidos
designado por la Tau hebraica. Los tres bellos textos de místicos cristianos
que sirven de conclusión a la obra de Jean Borella (p. 366-380) Y que tienen
por función reforzar la tesis del autor así como mostrar la riqueza propia de
la experiencia de unión transformante, si bien revelan que la mística cristiana
no está limitada a una relación afectiva de simple dulía -y somos prácticamente del mismo
parecer que el autor en este punto- no vienen a contradecir que pueda existir
otra aproximación, otra vía hacia el más allá del Uno. Otra vía que no se opone
a la de la mística, pero que viene por el contrario a responder a la aspiración
de aquellos para los que, según la expresión
de ciertos mutacawwufin, "incluso el Paraíso es una prisión" (René
Guénon, Apreciaciones sobre el esoterismo cristiano, p. 40).
Como conclusión de este estudio
es evidente que se debe, a la vez, reconocer y saludar el esfuerzo de
investigación desplegado por Jean Borella para la redacción de su obra;
indudablemente, estamos en presencia de un libro de una gran calidad. No
obstante, nos parece que el autor ha permanecido como "hermético" a
la esencia de la perspectiva guénoniana en lo que toca a su especificidad
intrínseca. Del pensamiento de Guénon, Jean Borella ha percibido evidentemente
sus cimientos íntimos, nos lo había demostrado ampliamente, por lo demás, en sus anteriores trabajos, y por ello sería faltar a la objetividad
negado, pero subsiste a lo largo de todo su trabajo como una especie de
fractura constante entre su legítima adhesión a las luces de la
"salvación", dispensadas por la
Iglesia, y
la vía propia del
esoterismo orientada hacia la "liberación", vía hecha de nuevo
inteligible en Occidente gracias a la obra, pensamos que irreemplazable, de
René Guénon. Una incomprensión se cierne, pues, desde las primeras páginas, y prosigue a lo largo de todo este
texto extremadamente denso y documentado. Un libro, ciertamente, de un excepcional nivel argumental,
más que necesario para una clarificación de las situaciones propias de la vía
espiritual, y
para una conciencia
exacta del lugar de la Tradición y del esoterismo en el seno del
Cristianismo, pero un libro problemático, de naturaleza innegablemente y sin duda inútilmente polémica,
tanto más cuanto que trata sobre un terna que hubiera merecido una aproximación
manifiestamente mucho más mesurada.
Reseña publicada en
"Connaissance des Religions", n° 55-56, julio-diciembre de
1998.
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