A LA LUZ DE UNA CANDELA/ JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, Premio Cervantes
(Diario de Ávila1 febrero 2009 )
Karamazov en autobús
Este asunto del anuncio en autobuses de una improbable existencia de Dios, y de una invitación al disfrute de la vida, como si se tratase de una consecuencia necesaria, no es otra cosa, al fin y al cabo, que un intento de fastidiar, si se puede, a las gentes cristianas europeas, ya que esto se hace en capitales europeas, pero no en Ryad, pongamos por caso. Pero hay que reconocer que este trágala, que se supone un producto de la democracia avanzada es puro pensamiento débil, y casi tan divertido como aquella votación de los años previos a la Guerra Civil en los que, en la sede del Ateneo de Madrid se votó tranquilamente la inexistencia de Dios, sin que aquellas grandes cabezas tuvieran ni barrunto, al parecer, de la tremenda página de Nietzsche del anuncio de la muerte de Dios, hecho por boca de un loco, en el mercado.
Pero es que estos anuncios publicitarios de los autobuses no se prestan a mucho discurso, ciertamente, y es seguro que no va a desasosegar á nadie con filosofías hacia las tesis sartrianas, pascalianas, o materialistas de varias clases, estos asuntos son muchas y muy molestas cavilaciones por estas fechas. Pero lo que nos recuerdan inevitablemente, y como yendo de suyo, es la vieja escena del viejo Karamazov hablando con sus hijos, Iván y Aliosha, después de la comida familiar, en el momento en que pregunta a Iván: «Por última vez y decididamente, ¿hay Dios o no lo hay? ¡Por última vez te lo pregunto!
- Y por última vez te contesto que no lo hay.
- ¿Quién se burla así de los hombres, Iván?
- El diablo debe de ser - rió Iván Fiodorovich.
- Pero ¿hay diablo?
- No, tampoco hay diablo.
- Lástima. El demonio sabe lo que yo haría con el primero que inventó a Dios. Ahorcarle sería poco.
- Civilización no habría en absoluto si no se hubiera inventado a Dios.
- ¿Qué no habría? ¿Si no hubiese Dios?
- Ni coñac tampoco habría. Y el coñac, a pesar de todo, le gusta a usted tomarlo.
- Detente, detente, querido, una copita más».
Así es de divertida y seria la escena de Los hermanos Karamazov a la que me refiero; y, desde luego, podemos imaginarnos a Iván Karamazov viajando en esos autobuses, y siguiendo el juego: «Pero si no hay Dios, no hay coñac, señores». Quienes le escuchan se quedan perplejos, aunque no del mismo modo que quienes oían al loco del mercado de Nietzsche, porque la gran cuestión transcendente, ahora, ya sólo es el coñac.
Un ateo serio, precisamente porque parte de que no hay Dios, sabe que tampoco puede haber ninguna realidad que sea entitativa y no accidental; y, si vive en una cristiandad mundana, posee un espíritu más profundo –decía Kierkegaard -, y advierte a esa cristiandad que no puede tratar de acordar su fe con «el uso delicioso y criminal del mundo».
Lo demás son politiquerías y agnosticismos, a los que no parece importar mucho el destino humano, sino asuntos de venta de productos de última ocurrencia; probables o improbables es lo mismo.
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