¿QUÉ ES CIVILIZACIÓN?
ANANDA K.
COOMARASWAMY
CAPÍTULO UNO
Por los
propios escritos de Albert Schweitzer es evidente que, junto a su activísima
vida de buenas obras, su interés teórico se centra en las preguntas: ¿qué es
civilización? ¿y cómo puede ser restaurada? Pues, por supuesto, ve muy
claramente que el mundo moderno, un mundo que se autoproclama «civilizado», no
es realmente un mundo civilizado, sino como él lo llama, un mundo de
«epígonos», que son herederos, más bien que creadores de bienes positivos.
En cuanto a la pregunta: ¿qué es civilización?,
propongo el aporte de una consideración de los significados intrínsecos de las
palabras «civilización», «política» y «purusa». La raíz de
«civilización» es kei, como en
el griego keisthai, en el
sánscrito, «yacer», «yacer tendido», «estar localizado en». Una ciudad es así
una «guarida», donde el ciudadano «hace la cama» en la que debe yacer. Ahora
preguntaremos ¿«quién» habita y «economiza» así? La raíz de «política» es pla, como en el griego pimplcmi,
en el sánscrito , «llenar», en el griego polis, en el sánscrito pur, «ciudad», «ciudadela», «fortaleza», en el latín plenum,
en el sánscrito pram, y en el inglés «fill», «llenar». Las raíces de purusa
son éstas dos, y por consiguiente, el significado intrínseco es el de
«ciudadano», ya sea como «hombre» (este hombre, Fulano) o como el Hombre (en
este hombre, y absolutamente); en ambos casos, el purusa es la «persona»
que ha de distinguirse, por sus facultades de previsión y de comprensión, del
hombre animal , gobernado sólo por su «hambre y su sed».
En el pensamiento de Platón hay una ciudad cósmica
del mundo, la ciudad del estado, y hay un cuerpo político individual, y ambos
son comunidades. «Las mismas castas, iguales en número, se han de encontrar en
la ciudad y en el alma (o sí mismo) de cada uno de nosotros»;
el principio de justicia es el mismo en todo, a saber, que cada miembro de la
comunidad cumpla las tareas para las que está dotado por la naturaleza; y el
establecimiento de la justicia y el bienestar de la totalidad depende, en cada
caso, de la respuesta a la pregunta, ¿Quién gobernará, lo mejor o lo peor, es
decir, una única Razón y Ley Común, o la multitud de los hombres adinerados en
la ciudad exterior, y de los deseos en el individuo (República 441, etc.)?
¿Quién llena, o puebla, estas ciudades? ¿De quién
son estas ciudades, «nuestras» o de Dios? ¿Cuál es el significado del «gobierno
de sí mismo»? (una pregunta que, como muestra Platón, implica una distinción
entre el gobernante y el gobernado). Filón dice que «En lo que concierne al
poder, Dios es el único ciudadano», y esto es casi idéntico a las palabras de
la Upanisad, «Este Hombre es el ciudadano en todas las ciudades», y no debe
considerarse como contradicho por esta otra afirmación de Filón, a saber, que
«Adam (no «este hombre», sino el Hombre verdadero) es el único ciudadano del
mundo». Nuevamente, «Esta ciudad es estos mundos, la Persona es el Espíritu, a
quien, porque habita esta ciudad, se le llama el “Ciudadano” ». «Al que conoce
la ciudad de Brahma, por cuyo motivo la Persona se llama así, ni la visión ni
el soplo de la vida le abandonan en la vejez», aunque ahora la «ciudad» es la
de este cuerpo, y los «ciudadanos» son sus facultades dadas por Dios.
Estos puntos de vista macrocósmico y microcósmico
son interdependientes; pues, como la llama Platón, la «acrópolis» de la ciudad
está dentro de vosotros y literalmente en el «corazón» de la ciudad. Lo que hay
dentro de esta Ciudad de Dios es un templo,
y lo que hay dentro (del templo) es el Cielo y la Tierra, el Fuego y el Viento,
el Sol y la Luna, todo lo que se posee o no se posee; todo lo que hay aquí está
ahí dentro». Entonces surge la pregunta, ¿Qué queda (qué sobrevive) cuando esta
“ciudad” muere de vejez o es destruida? y la respuesta es que lo que sobrevive
es Eso que no envejece con nuestro envejecimiento, y que no es matado cuando
“nosotros” somos matados: Eso es la “verdadera Ciudad de Dios”;
Eso (y no esta ciudad perecedera que nosotros consideramos como “nuestro” sí
mismo) es nuestro Sí mismo, que no envejece y que es inmortal,
a quien no afecta «el hambre ni la sed»), «Eso eres tú» ; y Ciertamente, el que
ve Eso, el que contempla Eso, el que discrimina Eso, y cuyo juego y expansión,
y cuyo deleite y beatitud están en ese Sí mismo y con ese Sí mismo , ese es
autónomo, y se mueve a voluntad en todos los mundos;
pero aquellos cuyo conocimiento es de lo que es otro-que-Eso, son heterónomos,
y no se mueven a voluntad en ningún mundo».
Así pues, en el corazón de esta Ciudad de Dios
habita el Sí mismo inmortal y omnisciente, «este Sí mismo y Duque inmortal del
sí mismo», como el Señor de todo, el Protector de todo, el Regidor de todos los
seres y el Controlador Interno de los poderes del alma, por los cuales está
rodeado como por sus súbditos,
y «a Él (Brahma), que procede así en Persona , cuando yace ahí extendido , y
entronizado , los poderes del alma , la voz, la mente, la visión, el oído y el
olfato, le traen tributo»
La palabra «extendido» expresa aquí un significado
ya implícito en la etimología de la «ciudad», que incluye el sentido de yacer
completamente extendido.
No sólo estos mundos son una ciudad, o «yo» soy una
ciudad, sino que estas ciudades son ciudades pobladas, y no tierras yermas,
porque Él las llena; puesto que Él es «uno como es en sí mismo allí, y muchos
como es en sus hijos aquí». «Eso, dividiéndose a sí mismo inmensurables veces
llena
estos mundos… de Ello proceden continuamente todos los seres animados». O con
referencia específica a los poderes del alma dentro de la ciudad individual,
«Él, dividiéndose a sí mismo quíntuplemente, está oculto en la caverna (del corazón)
… Desde ahí, habiendo abierto las puertas de los poderes de los sentidos,
procede a la fruición de la experiencia… Y de esta manera, este cuerpo es
levantado en la posesión de la consciencia, y Él es su conductor» .
Sin embargo, esta «división» es sólo una manera de hablar, pues Él permanece
«indiviso en los seres divididos», «ininterrumpido», y así ha de comprenderse
como una presencia divina y total.
En otras palabras, la «división» no es una
segmentación, sino una extensión, como si se tratara de radios desde un centro
o de rayos de luz desde una fuente luminosa con la que son continuos.
Ciertamente, la Continuidad y la intensidad son una cualidad necesaria en todo
lo que puede tensarse y extenderse pero, como el Espíritu inmanente mismo, «no
puede cortarse», —«ninguna parte de eso que es divino se corta a sí misma y
deviene separada, sino que solo se extiende» (Filón, Det. 90). Así pues, decir que la Persona «llena» estos mundos es la misma
cosa que decir que Indra vio a esta Persona «como el Brahman máximamente
extendido. De esta manera, todos los poderes del alma, proyectados por la mente
hacia sus objetos, son «extensiones» de un principio invisible, y éste es el
«poder tónico» por el que se hace posible percibirlos (Filón, Leg. Alleg. I.30,
37). Nuestra «constitución» es una habitación que el Espíritu se hace para sí
mismo «de la misma manera que un orífice saca para sí mismo otra forma del oro».
Éste es un aspecto esencial de la doctrina del «hilo
del espíritu», y como tal es la base inteligible de la doctrina de la
omnisciencia y de la providencia divinas, a las que son análogos nuestro
conocimiento y nuestra previsión parciales. El Sol espiritual (no ese «sol que
ven todos los hombres» sino el «que pocos conocen con la mente»,
es el Sí mismo de todo el universo y está conectado a todas las cosas en él por
medio del «hilo» de sus luminosos rayos pneumáticos, en los cuales está tejido
la totalidad del «tejido» del universo —«todo este universo está encordado en
Mí, como filas de gemas en un hilo» ; y como ya hemos visto, las últimas puntas
de este hilo, que atraviesa nuestro intelecto, son sus poderes sensoriales.
Así, de la misma manera que el sol del mediodía «ve» todas las cosas bajo el
sol a la vez, la «Persona en el Sol», la Luz de las luces, en el punto y centro
exaltado «donde todo donde y todo cuando tienen su foco» (Paradiso XXIX.23),
está simultáneamente presente a la totalidad de la experiencia, ya sea aquí o
allí, ya sea pasada o futura, y «ni un gorrión cae al suelo» ni ha caído nunca
ni nunca caerá sin su conocimiento presente. Él es, de hecho, el único veedor,
pensador, etc., en nosotros, y quienquiera que ve o piensa, etc., ve o piensa
por su «rayo».
Así pues, en la Ciudad de Dios humana que estamos
considerando, como un modelo político, los poderes sensoriales y
discriminativos, por así decir, forman un cuerpo de guardia por el que la Razón
Real es conducida a la percepción de los objetos sensibles, y el corazón es la
sala de guardia donde reciben sus órdenes (Platón, Timeo 70B, , etc.). Estos
poderes —aunque se les llama Dioses,
Ángeles, Eones, Maruts, Soplos,
Daimones, etc. —son el pueblo del reino celestial, y se relacionan con su
Capataz como la hueste con su Mayor o
los ministros con su Rey; son un tropa de «los Propios del rey» , por los
cuales el Rey está rodeado como por una corona de gloria —«sobre cuya cabeza
los Eones son una corona de gloria que emite rayos» , y «por “tu gloria” yo
entiendo los poderes que forman tu cuerpo de guardia» .
Se trata enteramente de una relación de lealtad feudal, donde los súbditos
traen el tributo y reciben la largueza —«Tú eres nuestro y nosotros somos
tuyos» , «Seamos nosotros tuyos para que tú nos des el tesoro» .
Lo que no debe olvidarse nunca es que todos
«nuestros» poderes no son nuestros «propios», sino poderes y ministros delegados
a través de los cuales se «ejerce» el Poder real; los poderes del alma «son
sólo los nombres de Sus actos».
No deben servir a su interés propio o al interés de otro —cuyo único resultado
será la tiranía de la mayoría, y una ciudad dividida contra sí misma, hombre
contra hombre y clase contra clase— sino servir a Aquel cuyo único interés es
el del cuerpo político común. De hecho, en los numerosos relatos que tenemos de
una contienda por la precedencia entre los poderes del alma, siempre se
encuentra que ninguno de los miembros o poderes es indispensable para la vida
de la ciudad corporal, exceptuados únicamente su Cabeza, el Soplo y el Espíritu
inmanente.
Así pues, de la misma manera que un hombre trae las
ofrendas sacrificiales a un altar, la vida justa y natural de los poderes del
alma es precisamente su función de traer tributo a su cabeza fuente, a saber,
la mente y verdadero Sí mismo que ejerce el control, guardando para sí mismos
sólo lo que queda. La tarea de cada uno es cumplir las funciones para las que
está dotado por naturaleza, a saber, la tarea del ojo es ver, la del oído oír,
etc., las cuales funciones son todas necesarias para el bienestar de la
comunidad de la totalidad del hombre, pero deben ser coordinadas por un poder
desinteresado que cuida de todas. Pues a no ser que esta comunidad actúe
unánimemente, como un único hombre, trabajará en todo tipo de propósitos
cruzados. El concepto es el de una corporación en la que los distintos miembros
de una comunidad trabajan juntos, cada uno según su propia manera; y una tal
sociedad vocacional es un organismo, no un agregado de intereses que compiten,
y que, por consiguiente, constituirían un «equilibrio de poder» inestable.
Así pues, la Ciudad de Dios humana contiene dentro
de sí misma el modelo de todas las demás sociedades y de una verdadera
civilización. El hombre será un hombre «justo» cuando cada uno de sus miembros
cumple su tarea propia y está sometido a la Razón gobernante que ejerce la
providencia en beneficio de todo el hombre; y de la misma manera la ciudad
pública será justa cuando hay acuerdo en cuanto a quién gobernará, y no hay
ninguna confusión de funciones, sino que cada ocupación es una responsabilidad
vocacional. Así pues, no donde no hay «clases» o «castas», sino donde cada uno
es un agente responsable en algún campo especial.
Una ciudad que carece de esta «justicia» no puede llamarse una «buena» ciudad,
como tampoco puede llamarse una buena ciudad si carece de sabiduría, sobriedad
o coraje; y éstas cuatro son las grandes virtudes cívicas. Donde las
ocupaciones son así vocaciones «se hará más, y se hará mejor, y con más
facilidad que de ninguna otra manera» (República 370C). Pero «si el que por
naturaleza es un artesano o algún tipo de comerciante, se deja tentar y
envanecer por la riqueza o por su dominio de los votos o por su propia fuerza o
por cualquier otra cosa, e intenta manejar los asuntos militares, o si un soldado
intenta ser un consejero o un guardián, para lo cual no está dotado, y si estos
hombres intercambian sus herramientas y honores, o si uno y el mismo hombre
intenta manejar todas estas funciones a la vez, entonces, yo entiendo, y tú
estarás conmigo en que este tipo de perversión y de aprendiz de todo y maestro
de nada será la ruina de la ciudad»; y esto es «injusticia», (República 434B).
Así pues, la sociedad ideal se considera como un
tipo de taller cooperativo en el que la producción ha de ser para el uso y no
para el provecho, y donde se ha de proveer para todas las necesidades humanas,
tanto las del cuerpo como las del alma. Además, si ha de cumplirse el mandato,
«Sed perfectos como vuestro Padre en el cielo es perfecto», la obra debe
hacerse perfectamente . Las artes no se dirigen a la ventaja de nada excepto la de su objeto (República
432B), y esto quiere decir que la cosa que se hace debe ser tan perfecta como
sea posible para el propósito que se hace. Este propósito es satisfacer una
necesidad humana (República 369B, C); y así el perfeccionismo requerido, aunque
no está motivado «altruistamente», «sirve efectivamente» a la humanidad de una
manera que es imposible donde los bienes se hacen para la venta más bien que
para el uso, y en cantidad más bien que en cualidad. A la luz de la definición
de la «justicia» por Platón, como ocupación vocacional, podemos comprender
mejor las palabras, «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas
estas cosas se os darán por añadidura» (San Mateo 6:33).
La filosofía india del trabajo es idéntica. «Sabe
que la acción viene de Brahma. Aquel que en la tierra no sigue en su giro a la
rueda que así gira, vive en vano; por consiguiente, sin apego a sus
recompensas, haz siempre lo que debe hacerse, pues, ciertamente, el hombre gana
así lo Último. No hay nada que yo necesite hacer, ni nada que alcanzar que no
sea ya mío: y sin embargo, yo no me mezclo en la acción. Por consiguiente,
actúa con miras al bienestar del mundo; pues todo lo que hace el superior, también
lo harán otros; establecido el modelo, el mundo lo seguirá. Es mejor la propia
norma de uno,
por deficiente que sea, que la de otro, por bien que se haga; es mejor morir en
el puesto propio de uno, pues el de otro está lleno de temor… Las vocaciones
están determinadas por la propia naturaleza de uno. El hombre alcanza la
perfección a través de la devoción a su trabajo propio. ¿Cómo? Alabando en su
trabajo propio a Aquel de quien procede la expresión de todos los seres y por
quien es extendido todo este universo. Es mejor hacer el trabajo propio de uno,
incluso con sus faltas, que hacer bien el trabajo de otro; el que hace la tarea
que su naturaleza propia dispone que haga no incurre en pecado; uno no debe
abandonar nunca su vocación
heredada».
Por una parte, la tradición inspirada rechaza la
ambición, la competición y los modelos cuantitativos; por otra, nuestra
«civilización» moderna se basa en las nociones del progreso social, de la libre
empresa y de la producción cuantitativa. La primera considera las necesidades
del hombre, que «son pocas aquí abajo»; la otra considera sus apetitos, a los
cuales no puede ponerse ningún límite, y cuyo número se multiplica
artificialmente con la propaganda. Ciertamente, el manufacturero para el
provecho debe crear un mercado mundial siempre creciente para los excedentes
producidos por aquellos a quienes el dr. Schweitzer llama los «hombres
sobreocupados». Fundamentalmente, es la obsesión del comercio mundial, que hace
de las «civilizaciones» industriales una «maldición para la humanidad», y la
obsesión del concepto del progreso industrial, «en línea con la empresa de la
civilización manufacturera», lo que ha provocado y provocará el surgimiento de
las guerras modernas; sobre este mismo miserabilizado suelo han crecido
imperios, y por esta misma codicia inclemente han sido destruidas innumerables
civilizaciones —por los españoles en Sudamérica, por los japoneses en Korea y
por «las sombras blancas en los Mares del Sur».
El dr. Schweitzer mismo escribe que «es muy difícil
llevar a su plenitud una colonización que signifique al mismo tiempo una
verdadera civilización… La edad de la máquina ha traído a la humanidad unas
condiciones de existencia que hacen difícil la posesión de una civilización…
La agricultura y la artesanía son el fundamento de la civilización… Siempre que
el comercio de la madera es bueno, una hambruna permanente reina en la región
de Ogowe…
Ellos viven de arroz importado y de alimentos en conserva importados que
compran con los ingresos de su trabajo… haciendo imposible con ello la
industria hogareña… Como están las cosas, el comercio mundial que les ha
alcanzado es un hecho contra el que nosotros y ellos somos impotentes».
Yo no estoy de acuerdo con este cuadro de un deus, o
más bien de un diabolus ex maquina, emparejado así con una confesión de
impotencia.
Ciertamente, si nuestro industrialismo y nuestra práctica del comercio son la
marca de nuestra civilización, ¿cómo, entonces, osamos proponernos ayudar a
otros a «alcanzar una condición de bienestar»?
El «peso» (de nuestra «incivilización») lo hemos hecho nosotros y pesa
sobre nuestros propios hombros primero. ¿Acaso vamos a decir que debido a la
«determinación económica» somos impotentes para sacudírnoslo de encima y
ponernos derechos? Eso sería aceptar la condición de «epígonos» de una vez por
todas, y admitir que nuestra influencia sólo puede rebajar a los demás a
nuestro nivel.
Como hemos visto, en una verdadera civilización, laborare
est orare. Pero el industrialismo —«el mammon de la injusticia» —y la civilización son incompatibles. A
menudo se ha dicho que uno puede ser un buen cristiano incluso en una factoría;
no es menos cierto que uno podría ser un cristiano aún mejor en la arena del
circo. Pero ninguno de estos hechos significa que las factorías o las arenas
sean instituciones cristianas o deseables. A nosotros no nos incumbe considerar
si puede ganarse o no alguna vez una batalla de la religión contra el
industrialismo y el comercio mundial; nuestra incumbencia es la tarea, no su
recompensa; nuestra incumbencia es cerciorarnos de que en cualquier conflicto
nosotros estamos del lado de la Justicia.
Incluso como están las cosas, el dr. Schweitzer encuentra su mejor excusa para
el gobierno colonial en el hecho de que en alguna medida (por pequeña que sea)
tales gobiernos protegen a sus pueblos colonizados «del mercader». ¿Por qué no
nos protegen a nosotros mismos (los «conejillos de indias» de un libro bien
conocido) del mercader? ¿No sería mejor que, en lugar de pensar en las
consecuencias inevitables del «comercio mundial», consideráramos su causa, y
emprendiéramos la reforma de nuestra propia «civilización»? ¿O acaso los
incivilizados van a pretender siempre sus «misiones civilizadoras?
Reformar lo que se ha deformado significa que
debemos tomar en cuenta una «forma» original, y eso es lo que hemos intentado
hacer con el análisis histórico del concepto de civilización, basado en fuentes
orientales y occidentales. Las formas son por definición invisibles para los
sentidos. La forma de nuestra Ciudad de Dios es una forma «que existe sólo en
las palabras, y en ninguna parte de la tierra; pero, al parecer, está guardada
en el cielo para quien quiera contemplarla, y si la contempla, para habitarla;
sólo puede ser vista por los verdaderos filósofos que dirigen sus energías
hacia esos estudios que alimentan el alma más bien que el cuerpo, y que nunca
se dejan arrastrar por las congratulaciones de las turbas ni por el aumento sin
medida de su riqueza, que es la fuente de innumerables males,
sino que más bien fijan sus ojos sobre su propia política interior, sin pretender
nunca ser políticos en la ciudad de su nacimiento» (República 591E, F).
¿No está Platón completamente acertado cuando
propone confiar el gobierno de las ciudades «al remanente incorrupto de los
verdaderos filósofos que han de soportar ahora el estigma de la inutilidad»,
o incluso a aquellos que están ahora en el poder, «si por alguna inspiración
divina
tomara posesión de ellos un genuino amor de la filosofía»? ¿y no está
enteramente acertado cuando mantiene que «ninguna ciudad puede ser feliz nunca
a no ser que su diseño lo hayan trazado esos pintores que hacen uso del modelo
divino» (República 499, 500) —a saber, el de la Ciudad de Dios que está en el
cielo y «dentro de vosotros»?.