domingo, 3 de marzo de 2024

DEL ESTADO (N. Berdiaev)

 

N. Berdiaev. De la destination de l’homme.

Editions L’Age d’Homme. S.A. Lausanne 1979

 

 DEL ESTADO

 

El examen del Estado en su esencia va más allá del alcance de este libro. Consideraré, únicamente desde el punto de vista de la ética, su naturaleza y nuestra actitud hacia él. Este problema será necesariamente también el de sus relaciones con la libertad y la persona humana.

 

Por su origen, su esencia y su fin, el Estado no está más animado por el pathos de la libertad que por el del bien, o el de la persona humana, aunque esté en relación con ellos. Es, ante todo, el organizador del caos natural, cuyo pathos es e l del orden, la fuerza, la expansión y la formación de grandes entidades históricas. Si mantiene coactivamente un mínimo de bondad y justicia, nunca lo hace p o r q u e sea naturalmente bueno o justo -estos sentimientos le son ajenos-, sino sólo porque sin un mínimo se produciría una confusión general, que amenazaría con disociar los entes históricos ; porque  correría el riesgo de perder él mismo todo poder y estabilidad. El principio del Estado es ante todo la fuerza, y la prefiere al derecho, a la justicia y al bien. El crecimiento del poder es su destino. Conduce a la conquista, a la extensión, a la prosperidad, pero también puede conducir a su pérdida. En el conflicto entre fuerzas reales y derecho ideal, el Estado opta siempre por las primeras, y no es el mismo más que la expresión de sus correlaciones (1). No puede revestir ninguna forma ideal -todas las utopías que lo sugieren son fundamentalmente defectuosas-, sólo es susceptible de mejoras relativas, y éstas están generalmente ligadas a los límites que se le imponen. El Estado siempre aspira siempre a transgredir sus límites y a devenir absoluto, sea bajo la forma de monarquía, de democracia, o de comunismo. El mundo antiguo grecorromano no conocía límites para la Ciudad-Estado. Éstos fueron establecidos por el cristianismo que llegó a sustraer la persona del poder de este mundo. Fue él quien dio al alma humana la primacía sobre todos los reinos del mundo. Introdujo un dualismo, que se intenta resolver en los nuevos tiempos a favor de la dominación del Estado, pero que es, en realidad, insuperable. El Estado pertenece al mundo pecaminoso y no tiene analogía con el Reino de Dios. Hay en él una profunda paradoja, pues mientras lucha contra las consecuencias del pecado, imponiendo límites externos a la manifestación de la mala voluntad, él mismo está contaminado por ella y refleja en él esta decadencia.

Las tentativas hechas de dar al reino del César un carácter sagrado y teocrático fueron una de las mayores tentaciones en la vida de la Iglesia y del cristianismo. Se remonta a Constantino el Grande. Las monarquías cristianas, tanto imperiales como papales, confundieron de forma monstruosa el reino del César y el reino de Dios, en la cual el primero tuvo la prioridad. Se atribuyó al Estado sagrado, al poder del monarca, la dirección de las almas humanas y el cuidado de su salvación; en otras palabras, se le encargaba una tarea que pertenece exclusivamente a la Iglesia. Pero ese tiempo ya pasó.

 

La relación entre la Iglesia y el Estado se establece de forma paradójica, pues puede decirse que el Estado forma parte de la Iglesia, como puede decirse que la Iglesia forma parte del Estado. Ciertamente, la Iglesia espiritual y mística es el cosmos cristianizado, el alma del mundo llena de gracia, y, visto desde este ángulo, el Estado es sólo su parte subordinada y menos cristiana, por ser la más sometida a l a influencia del pecado y, en consecuencia, a la

(1) El discurso de Lasalle, De la Constitution, contiene mucha verdad.

de la ley. Pero histórica y socialmente hablando, la Iglesia considerada en el plan empírico, resulta ser parte del Estado, está sometida a su ley y e s protegida u oprimida por ella. Y ése es el origen de la tragedia de su vida. El Estado es la esfera de la vida social cotidiana, en la que se cuela una voluntad demoníaca de poder. Ya sea democrático o monárquico, es siempre un reino del César. También es mentira atribuir a la una u otra de sus formas un valor absoluto o sagrado. El Estado tiene una misión positiva en el mundo natural y pecador. "No en vano el magistrado lleva la espada ; el poder es indispensable en el mundo caído. Pero si e l E s t a d o , aun el más defectuoso, cumple en parte esta misión, también la distorsiona y desfigura por su tiranía, por su tendencia a violar sus límites, por las pasiones a que está expuesto. El amor al poder y a la tiranía, el desprecio de la persona humana y de la libertad, se manifiestan en el Estado democrático, como en el Estado monárquico, y alcanzan su paroxismo en el Estado comunista. El Estado se erige bajo el signo de la ley y no de la gracia. Es cierto que , además de la ley, s e manifiesta en él la creación humana, pero ésta está desprovista de gracia y no significa la penetración en el Reino de Dios.

No puede haber Estado ideal perfecto, porque todo Estado representa necesariamente la dominación del hombre sobre el hombre; y como el principio de esta dominación es producto del pecado, no puede como tal entrar en el Reino de Dios, que sólo conoce relaciones d e amor. La vida ideal y perfecta marca el fin de esta dominación, de toda dominación impuesta, de manera general, incluso la de Dios, pues sólo en un mundo pecador puede aparecer Dios como una autoridad. En este sentido, el anarquismo contiene algo de verdad, pero no es adaptable a nuestro mundo, sometido a la ley, y su utopía es una mentira y una seducción. Sin embargo, la vida perfecta sólo puede concebirse desde el ángulo anarquista, que corresponde al pensamiento apofático, el único verdadero, porque es el único en el que se elimina toda analogía con el reino del César y en el que se produce el desapego. La mentira, el carácter no sagrado del poder del Estado, consiste en lo que desmoraliza libera las pasiones y vuelve a poner en libertad los instintos inconscientes que se han acumulado. Desde un punto de vista ético, el poder debe reconocerse como una necesidad y una carga, no como un derecho y una reivindicación. El poder es tan pecaminoso como cualquier otra codicia. Desgraciadamente, todo poder lo provoca, y es necesaria una excepcional elevación moral y espiritual para que la persona que ejerce la autoridad no tenga concupiscencia. Ahora bien, el poder pertenece a esta vida social cotidiana, en la que rara vez se encuentra la elevación moral y espiritual. Así es imposible ver en sus manifestaciones una teofanía y sostener que el hombre debe soportar su tiranía.

Hay dos principios éticos auténticos: o el amor y la transfiguración de la vida por la gracia, o la libertad y la ley que la protege. El Estado no es un reino de gracia y amor, y sólo está parcialmente vinculado p o r la libertad y la ley, que está eternamente tentado de violar. Su problema ético fundamental es su relación con el individuo. Y aquí, más que en ninguna otra parte, se manifiesta su naturaleza no sagrada y sin gracia, su origen y esencia no cristianos. El Estado no conoce ninguna individualidad concreta e insustituible; su mundo interior y su destino permanecen cerrados para él. Este es su límite infranqueable. Sólo conoce lo general y lo abstracto. E incluso la personalidad no es para él más que una generalidad. De hecho, esta tendencia corresponde al carácter distintivo de la vida social cotidiana. El Estado sigue aceptando reconocer los derechos abstractos del hombre y del ciudadano, aunque sea a regañadientes, pero no quiere nunca reconoce derechos individuales no sustituibles, e incluso es imposible exigirle que lo haga. El destino personal no le interesa y no puede tenerlo en cuenta. Entre él y el individuo existe una lucha secular, un conflicto trágico y su relación, desde un punto de vista ético, representan una paradoja irremediable. La gente no puede vivir sin el Estado, le reconoce cierto valor y se siente dispuesta a sacrificarse por él, al tiempo que se levanta contra ese "monstruo frío" (1) que aplasta toda existencia individual

(1) Expresión de Nietzsche.

El círculo del ser de la persona y el del estado no se corresponden jamás y no se tocan más sobre segmentos muy restringidos. El valor de la personalidad representa jerárquicamente un valor superior al del Estado. Pues la persona pertenece a la eternidad, lleva la imagen divina, se dirige al Reino de Dios y puede entrar en él, mientras que el Estado pertenece al tiempo, no tiene imagen divina y nunca formará parte del Reino de Dios. En la vida social cotidiana de nuestro mundo pecador, el Estado, su fuerza y su gloria pueden constituir un valor suprapersonal y dar lugar a un heroísmo en la personalidad. Pero, éticamente, el personalismo cristiano seguirá siendo siempre el principio supremo, que tiene la tarea de juzgar al Estado. Todas las formas de poder son relativas y transitorias, por lo que es inadmisible absolutizar una de ellas y atribuirle un valor sagrado. El único principio del Estado que está vinculado a una verdad absoluta es el de los derechos subjetivos de la persona humana, el de la libertad de la mente, la libertad de conciencia, la libertad de pensamiento y de palabra, que todas las formas de poder tienden a violar. Las formas de gobierno más hostiles a la libertad de la persona humana son las formas monistas, desde las de la monarquía absoluta hasta las del comunismo total, y las menos dañinas de éstas son las formas mixtas y pluralistas, porque son menos propensas a la tiranía. Sociológicamente hablando, la persona y la sociedad son correlativas: la persona no puede pensarse fuera de la sociedad, y la sociedad implica necesariamente la existencia de la persona. La propia sociedad constituye una cierta realidad; no es simplemente la suma de individuos (1). Tiene un núcleo de ser, al que el Estado no puede pretender, y el Reino de Dios constituye una sociedad, una verdadera comunión ontológica de personalidades. En la jerarquía de los valores espirituales el primer lugar retorna a la persona, él segundo a la sociedad y el tercero sólo al Estado.  Pero en el mundo de la cotidianidad social, la fuerza se le concede en razón inversa a la jerarquía de valores. La libertad de la mente es un valor supremo, pero la fuerza de que goza no le es equivalente.

(1) Hay, muchos pensamientos interesantes en el Sοciοlogie de Zimmel.Pero no tiene fundamento ontológico.

Este trágico conflicto, debido a la desproporción entre fuerza y valor, es insoluble en el mundo pecador, donde la cantidad siempre primará sobre la calidad. Desde el punto de vista ético, debemos aspirar a un orden de vida en el que el principio personal, el principio social y el principio estatista actúen y se limiten mutuamente, y que conceda al primero la máxima libertad en la vida espiritual y creadora. Existe una incompatibilidad entre la infinita vida espiritual, que se revela en las profundidades de la personalidad, y el Estado, para el que la infinitud del espíritu permanece impenetrable. Pero esta vida espiritual no debe entenderse desde un ángulo individualista; es también una vida en sociedad, en catolicidad; metafísicamente social, está implantada en el Reino de Dios. La personalidad vive en una sociedad espiritual, es decir, en la Iglesia. Desde el punto de vista ético, el estatismo, es decir, la afirmación de la soberanía y del absolutismo del Estado, es un principio erróneo e inmoral, tan censurable como el comunismo, que socializa al hombre en su totalidad y rechaza, si no al individuo, al menos a la persona.

O.c. Pp 253-258

El Estado es el destino de las sociedades pecadoras, que viven por debajo del umbral del bien y del mal, y que están destinadas a sufrir no sólo la ley propuesta a la voluntad humana como un deber, sino también la que nos obliga a observarla. En el Estado, sin embargo, las personas no se limitan a cortar las manifestaciones de su mala voluntad , sino que realizan su potencial vital. Y el Estado aspira a poner toda la vida bajo su signo, incluida la vida religiosa y la cultura espiritual. Al final, las personas se encariñan con el Estado; se dejan seducir por su poder y su crecimiento, y se interesan por protegerlo o mejorarlo. Le dedican sus instintos creativos. Le dan lo que hay de bueno en ellos y lo que hay de malo. Y un día lo malo acaba superando a lo bueno. El Estado es un fenómeno ambiguo: tiene una misión positiva que, lejos de ser inútil, es incluso providencial, pero que, desgraciadamente, está desfigurado por el ansia de poder y por innumerables mentiras. En ciertos momentos, se considera sagrado no sólo el principio del poder en general, sino incluso una forma particular de gobierno con exclusión de todas las demás. monarquía en particular puede ser dotada, como puede serlo más tarde la democracia. Pero todas las formas de poder son sagradas sólo mientras se les dé ese carácter. Cuando se sienten obligadas a usar la fuerza para mantenerse, y la fe en su santidad desaparece de la conciencia, la hora de su muerte es inminente. Porque si se mantienen por la fuerza, mucho más se mantienen por la fe. Y cuando ésta se desvanece, aquélla se muestra impotente.

O.c. Pp.258-259

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