jueves, 16 de noviembre de 2023

IGLESIA DE JUAN O JOÁNICA (Nicolás Berdiaev)

 

IGLESIA DE JUAN O JOÁNICA


El sentido de la creación

Nicolás Berdiaev

Ediciones Caos Lohlé. Buenos Aires 1978. Capítulo XIV Pp 401-405


En su esencia profunda, secreta, la creación, evidentemente, es religiosa. El cuerpo de la divino-humanidad tiene que elaborarse en la creación religiosa. Y el pasaje mismo a través de la ausencia y el abandono de Dios, a través de la disgregación, representa el camino de la vida divina. El Cristo llego con el grito: " Dios mío ¿por qué me has abandonado?" Solo en la creación se manifiestan definitiva y completamente la cosmología y la antropología de la Iglesia. En la Iglesia histórica que corresponde al grado más bajo de desarrollo del hombre nuevo, no podía haber revelación auténtica del hombre. Y la revelación creadora acerca del hombre es el camino único a cuyo término podrá regenerarse y revivificarse la vida esclerosada de la Iglesia. El cristianismo dejo inacabado el descubrimiento de significación absoluta y de la misión del hombre. La revelación antropológica de la era creadora será el descubrimiento cumplido de la divino-humanidad, el descubrimiento completo de la vida mundanal del Cristo, unido al a humanidad. En el curso de la historia, el cristianismo se

diό con frecuencia en el pecado más grave, el pecado contra el espíritu sagrado. La humanidad cristiana inculpó al espíritu cada vez que admitió a la Iglesia como edificada, el cristianismo como cumplido y la creación como inútil y peligrosa. Porque la vida del espíritu no puede ser sino eternamente creadora, y toda detención y toda pausa en la dinámica creadora de la Iglesia cons­tituye ya un pecado contra el espíritu. La Iglesia estática es una Iglesia muerta, en la que no existe ya el espíritu. De la tradición sagrada de la Iglesia, que quiere que ésta cree en espíritu, la humanidad cristiana hizo algo estático y exterior al hombre. La vida de la Iglesia se extinguió, se petrifico y no puede renacer más que en la creación religiosa del hombre en una época mun­danal. El cristianismo ha envejecido, se ha marchitado: es un viejo de dos mil años. Pero lo que es eterno no puede envejecer, la religión eterna del Cristo no enve­jece. El sacrificio redentor del Gólgota se cumple eterna­mente en el cosmos, y el cuerpo místico del Cristo está vivo. Solo lo que es transitorio envejece en el cristianis­mo, lo único superado es la época ya cumplida del cristianismo. La época menor de la educación de la hu­manidad, cuando ésta tiene miedo y se refugia bajo la tutela de la Iglesia, ha envejecido y perdido su vitali­dad. Y este envejecimiento de su primera etapa tiene, en el cristianismo, algo de monstruoso. La Iglesia de Pedro, la Iglesia tutelar de los pequeños, de los débiles, de los que tienen miedo, mantuvo su papel en el mundo y sal­vaguarde la santidad cristiana entre las masas populares hasta los tiempos en que la humanidad alcanzara la ma­durez. La conciencia religiosa, todavía en su infancia, entrevé un abismo entre Dios y el mundo, entre el creador y la creación. La Iglesia no era solamente espi­ritual; era psico-corporal, se manifestaba en el plano físico del ser. La historia eclesiástica, en su esencia, se desarrolla entonces fuera del espíritu y hasta fuera de la religión. Pero, en la actualidad, el hombre se dirige no ya a la carne física sino a la carne espiritual de la Iglesia. El renacimiento cristiano de una humanidad nueva, madurada en el espíritu, salida de la época de los terrores y de la tutela infantil, se sitúa no bajo el signo de la Iglesia de Pedro sino bajo el de la Iglesia Juan y de la tradición de Juan. La Iglesia de Juan no es la tutora de los pobres, adaptada a la debilidad del pecador, a la mediocridad del hombre en general; es la Iglesia eterna y misteriosa del Cristo, que descubre el verdadero rostro del hombre y su éxtasis en las cimas. Hoy, la humanidad está madura para una vida religiosa nueva, no porque ella se haya vuelto perfecta e impecable; no porque ella haya cumplido los mandamientos de la Iglesia de Pedro, sino porque la conciencia del individuo en la cima de la cultura ha llegado al punto extremo de su acuidad y porque la naturaleza humana se ha desdoblado hasta el punto de reunirse con sus elementos iniciales. El adulto no es mejor que el adolescente, pero ha madurado. El hombre salió definitivamente de las condiciones de la infancia, apareció madurez con sus vicios y virtudes. El hombre contemporáneo rompió con su juventud, para bien y para y a aquella religiosidad infantil que era la suya, a ese refugio bajo una Iglesia tutelar, no volverá jamás. No son solamente los hombres cultivados, sino también el pueblo mismo, quienes se esfuerzan por alcanzar vida espiritual nueva. La Iglesia histórica de Pedro es impotente para satisfacer al hombre contemporáneo, no puede medirse con su tragedia religiosa, responder preguntas, aplacar su tormento, restañar sus heridas, tiene capacidad para ayudar a los seres menores a salvarse del pecado, pero carece de poder para liberar adultos, no quiere reconocer lo que hay de nuevo en el hombre. Para responder al tormento de esta alma nueva de la humanidad sólo vale el descubrimiento del secreto del Cristo según la Iglesia eterna y mística de Juan. Bajo este rostro nuevo, la Iglesia descubre al hombre, maduro por fin, aunque contraído por la angustia religiosa, la libertad ilimitada de la creación en el espíritu y la pluralidad de los caminos que pueden llevar a Dios. Al hombre se le revela un secreto que permanece oculto para los infantes que aún están bajo tutela, a saber, que la obediencia no es la palabra última de la experiencia religiosa, sino un método temporario; que en la era del sacrificio y del coraje hay que superar la seguridad infantil, y que el pecado finalmente será vencido por el movimiento de la creación. Las Iglesias han disimulado al hombre el camino del heroísmo, del orgullo y del sacrificio seguido por el propio Cristo, le han quitado de sus espaldas el fardo de la responsabilidad y le garantizaron una vida espiritual de la que "se ha apartado el cáliz". Y todo esto se obtuvo a costa de la obediencia y de la humildad. Pero la humildad en el mundo cristiano degenera pronto en servilismo y en oportunismo; lejos de vivificar, mata. Una de las primeras tareas del renacimiento cristiano debe ser la de vencer este servilismo religioso, esta confianza heterónoma. El hombre, religiosamente, no debe conocerse como esclavo de Dios sino como un libre participante del proceso divino. Llegamos allí bajo el signo del descubrimiento definitivo del "Yo" humano.

El cristianismo no se reveló sino hasta el final como religión del amor. Fue la religión de la salvación de los débiles y de la tutela extendida sobre los sufrientes. En el curso de su historia, la humanidad cristiana no realizó el amor, la vida bienaventurada en espíritu; vivió bajo el signo del mundo de la naturaleza, y sus grandes ascetas le enseñaron a sacrificar su corazón para triunfar sobre las pasiones culpables 3 No cabe duda de que el apóstol Juan enseñó el amor místico y san Francisco realizó el amor en su vida. Pero éstas son flores raras de la mística. La religión cristiana, tal como aparece en la historia universal, democrática, popular, es la religión de la obediencia, que enseña a llevar el peso de las consecuencias del pecado. Los starets no enseñaron el amor sino la obediencia y la preocupación formal por salvarse de la pérdida. Aun en la vida de los santos, las flores del amor místico son raras, y el tema de la obediencia reviste en ella una fuerza particular. Leontiev se mostró genialmente perspicaz cuando vio en el cristianismo ortodoxo menos una religión del amor que una religión de miedo. El amor no se mostró en la Iglesia más que manera simbólica, no real, en la liturgia y no en la vida. El culto eclesiástico, que poseía el secreto del amor, fracasó en el dominio del amor místico, como toda cultura fracasaba en la realización de un ser nuevo. Y una Iglesia esclerosada, moribunda, iba tan lejos en su odio contra el espíritu del amor, que estaba lista para calificar de pecado hasta el deseo mismo de amar. La vida eclesiástica transformó el amor en una palabra fatal. Y la idea del amor cristiano suscita el disgusto y la hostilidad con el mismo título que la mentira o la hipocresía. El amor es una vida nueva, creadora. Es la vida bienaventurada en espíritu. No puede ser un objeto de análisis y de estudio de las costumbres. No es una ley, nada puede ser sometido a ella por la coacción. El hombre contemporáneo no debe retornar a estas concepciones del amor. La religión del amor tiene que desarrollarse en el mundo, tiene que ser la religión de la libertad ilimitada del espιrítu.4 La Iglesia del amor es la Iglesia de Juan, la Iglesia eterna, mística, que oculta en sí la plenitud de la verdad, sobre el Cristo y, a la vez, sobre el hombre.

 

Notas del Capítulo XIV

 

3. La significación de Meister Eckhart, y sobre todo Boehme, es universal.

4. Isaac de Antíoquia dice: "Quien ama a todos los seres sin distinciόn y con la misma simpatía, éste alcanza la perfección.

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