domingo, 19 de noviembre de 2023

DECADENCIA DEL BARROCO (Titus Burckhardt)

 

DECADENCIA DEL BARROCO

Titus Burckhardt

Principios y métodos del arte sagrado.

Edicioes Lidiun. Buenos Aires 1982.Pp. 136-139

 

III

Al igual que la ruptura de una represa, el Renacimiento produjo una catarata de potencias creadoras cuyos diferentes grados son los niveles psíquicos: en lo bajo, la cascada se ensancha y pierde al mismo tiempo unidad y vigor.

En cierto sentido, la caída se anuncia antes del Renacimiento propiamente dicho, en el arte gótico. El estado de equilibrio es el arte románico en Occidente y el bizantino en el Oriente cristiano. El arte gótico, sobre todo en su fase avanzada, representa un desarrollo unilateral, un predominio del elemento volitivo sobre el intelectual, un ímpetu más que un estado de contemplación: el Renacimiento puede considerarse como una reacción, racional y latina, contra el desarrollo precario del estilo gótico. Sin embargo, el paso del arte románico al arte gótico es continuo, sin ruptura, y los métodos de este último siguen siendo tradicionales, pues se fundan en el simbolismo y la intuición; en el Renacimiento, en cambio, la ruptura es casi total. Es verdad que todas las ramas del arte no van parejas; así, la arquitectura gótica permanece tradicional hasta su desaparición; la pintura y la escultura del gótico tardío en cambio sucumben ante la influencia naturalista.

El Renacimiento rechaza, entonces, la intuición, trasmitida por el símbolo, en favor de la razón discursiva, lo cual no le impide, evidentemente, ser pasional; muy por el contrario, el racionalismo armoniza muy bien con la pasión. Una vez abandonado u oscurecido el centro del hombre, el intelecto contemplativo o el corazón, las otras facultades se escinden, las antítesis psicológicas aparecen; y así el arte del Renacimiento es a la vez racionalista —tal como lo expresa su empleo de la perspectiva y su teoría arquitectónica— y pasional, la pasión reviste un carácter global: es la afirmación del ego en general, la sed de la grandeza y lo ilimitado. Como la unidad fundamental de las formas vitales subsiste todavía, la antítesis de las facultades conserva la apariencia de un juego libre; no parece irreductible, como en épocas ulteriores, en que la razón y el sentimiento se alejan de tal manera que el arte no los puede abarcar. En el Renacimiento las ciencias todavía reciben el nombre de artes, y el arte se presenta como una ciencia.

Sin embargo, la caída había comenzado. El Barroco reacciona contra el racionalismo del Renacimiento, la fijación de las fórmulas grecorromanas y su disociación consiguiente; pero en lugar de vencer a ésta por medio del retorno a las fuentes suprarracionales de la tradición, el Barroco busca fundir las formas establecidas del clasicismo renacentista en el dinamismo de una imaginación sin límites; se relaciona voluntariamente con las últimas fases de arte helénico, cuya imaginación es, sin embargo, mucho más mesurada, más calma y más concreta; el Barroco está animado de una inquietud psíquica que la Antigüedad no conocía.

El arte barroco, mundano o místico, no traspone jamás el dominio del sueño; sus orgías sensuales y sus memento mori macabros no son sino fantasmagorías. Shakespeare, que vivió en el umbral de esta época, señaló que el mundo estaba formado de la sustancia "de la cual están hechos los sueños"; Calderón de la Barca, en "La vida es sueño", dijo implícitamente lo mismo, trascendiendo, al igual que Shakespeare, el plano de lo meramente artístico.

El poder proteico de la imaginación juega un cierto papel en la mayor parte de las artes tradicionales, especialmente en las de la India: corresponde simbólicamente al poder generador de Maya, la ilusión cósmica; para el hindú, el proteismo de las formas no es una prueba de su realidad, sino, al contrario, de su irrealidad con respecto a lo Absoluto. No ocurre lo mismo en el arte barroco, que ama la ilusión: los interiores de las iglesias barrocas, como Il Gesù o San Ignacio, en Roma, tienen algo de alucinante; sus cúpulas, con hiladas ocultas y curvas irracionales, escapan a toda medida inteligible. La mirada es como absorbida por una falsa infinitud, en lugar de detenerse en una forma simple y perfecta; las pinturas del techo parecen abrirse sobre un cielo lleno de ángeles sensuales y dulzones... Una forma imperfecta puede ser un símbolo, pero la ilusión o la mentira no son símbolos de nada. Las mejores creaciones plásticas del estilo barroco se sitúan fuera del ámbito religioso; son las plazas y las fuentes; aquí, el arte barroco es, simultáneamente, original e ingenuo, porque tiene algo de la naturaleza del agua, como la imaginación; ama las conchas y la fauna marina.

Se ha querido trazar paralelismo entre la mística de Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz y la pintura barroca de su época, la del Greco, por ejemplo; pero dichos paralelismos se justifican a lo sumo por las condiciones psicológicas de la época y, más particularmente, por el ambiente religioso del momento. Es verdad que la pintura barroca, con su magia de iluminación, se presta a la descripción de estados afectivos extremos y excepcionales; pero este hecho no guarda relación con los estados contemplativos; el lenguaje del arte barroco, su identificación con el mundo psíquico, con todo el espejismo del sentimiento y de la imaginación, le impide apoderarse del contenido cualitativo de un estado espiritual.

Mencionemos, sin embargo, dentro del estilo barroco, la extraña realidad de algunas Vírgenes religiosas: generalmente están trasformadas, presentan un aspecto "moderno", por las vestimentas hieráticas con que el pueblo las cubre: inmensos triángulos de seda rígida, coronas pesadas; sólo el rostro conserva el estilo renacentista o barroco; el realismo, llevado al extremo por la coloración de los trazos y animado por la luz vacilante de los cirios, adquiere las características de una máscara trágica. Hay rasgos más propios del teatro sagrado que de la escultura, y el pueblo lo ha reconstituido instintivamente a través del arte de la época, y a pesar de él.

Para algunos, el arte barroco representa la última gran manifestación de la visión cristiana del mundo. Y ello es, sin duda, porque el Barroco aspira siempre a la síntesis; es también el último ensayo, sobre una amplia base, de una síntesis de la vida en Occidente. Sin embargo, la unidad que realiza procede más de una voluntad totalitaria, que funde todas las cosas en su molde subjetivo, que de una coordinación objetiva de las cosas con vistas a un principio trascendente, como en el caso de la civilización medieval.

En el arte del siglo XVII, la fantasmagoría barroca se fija en formas racionalmente definidas pero vacías de sustancia: como sí la lava de la pasión se coagulara superficialmente en mil formas endurecidas. Las fases estilísticas siguientes oscilan entre los dos polos de la imaginación pasional y del determinismo racional; pero la oscilación más amplia se registra del Renacimiento al Barroco, las siguientes son menores. Por otra parte, en el Renacimiento y el Barroco las reacciones contra la herencia tradicional se manifiestan con la mayor violencia; a medida que el arte se aleja históricamente de esta fase crítica, recupera cierta calma, una disposición, muy relativa por otra parte, a la "contemplación". Se observará, sin embargo, que la experiencia estética es más fresca, inmediata y auténtica donde está más alejada de los temas religiosos: por ejemplo, en una "crucifixión" renacentista es el paisaje, y no el drama sagrado, el que manifiesta las mayores calidades artísticas; y en un "Enterramiento" barroco, el verdadero protagonista de la obra es el juego de la iluminación —es decir, aquello que revela el corazón del artista—, mientras que los personajes representados serán secundarios; en una palabra, se disloca la jerarquía de valores.

En este proceso de decadencia no está forzosamente en cuestión la calidad individual de los artistas; el arte es ante todo un fenómeno colectivo, y los genios que emergen de la masa no pueden detener la rueda del proceso general; a lo sumo, lo aceleran o aminoran ritmos. Es innecesario aclarar que el juicio que formulamos sobre el arte de los siglos posteriores a la Edad Media no toma jamás como punto de comparación el arte de nuestro tiempo; el Renacimiento y el Barroco poseen una gama incomparablemente más rica de valores artísticos y humanos que éste. Y buena prueba de ello es la destrucción progresiva de la belleza de nuestras ciudades.

En cada etapa de la decadencia inaugurada por el Renacimiento se revelan bellezas parciales y se manifiestan virtudes; pero todo esto no puede compensar la pérdida de lo esencial. ¿De qué nos sirve toda esta grandeza humana sí nuestra nostalgia innata de lo Infinito queda sin respuesta?

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