Tras las huellas de la religión perenne.
Frithjof Schuon.
ESPECULACIÓN CONFESIONAL:
INTENCIONES Y DIFICULTADES
El hecho de que las opiniones confesionales se refieran, en
cuanto a la substancia, al mismo orden trascendente del que se ocupa la
Sabiduría perenne nos permite abordarlas sin salir del marco de nuestro tema
general; y si vemos un interés en abordar opiniones que son dudosas, y que lo
son incluso en su propio terreno, es por la simple razón de que rectificar un
error es hacer manifiesta una verdad. Éste es, por lo demás, un medio
dialéctico que se encuentra en muchas exposiciones doctrinales de Occidente y
de Oriente, bajo la pluma de un Asharî, así como de un Santo Tomás; es decir,
que no innovamos nada en este aspecto.
Una primera cuestión que quisiéramos considerar aquí es la
siguiente: muchos teólogos del Islam, y no de los menores, estiman que Dios
quiere el mal porque, dicen, si no lo quisiera, el mal no se produciría; pues
bien, si Dios no quisiera el mal mientras que el mal se produce a pesar de
ello, Dios sería débil o impotente; ahora bien, Dios es todopoderoso. Lo que
estos pensadores ignoran manifiestamente es, por una parte, la distinción entre el «mal como tal» y
«determinado mal», y, por otra parte,
entre la subjetividad de la divina Esencia y la de la divina Persona: pues la
divina Persona es todopoderosa con respecto al mundo, pero no con respecto a su
propia Esencia; no puede impedir lo que Ésta exige, a saber, la irradiación
cosmogónica y las consecuencias que trae aparejadas, es decir, el alejamiento,
la diferenciación, el contraste y, a fin
de cuentas, el fenómeno del mal; lo que equivale a decir —lo repetimos— que
Dios tiene poder sobre determinado mal, pero no sobre el mal como tal. Si se
nos objeta, con Asharî, que en ese caso Dios sería «débil» o «impotente»,
responderemos que esto no es en absoluto una objeción, y por dos razones: en
primer lugar, porque una limitación metafísica —con las imposibilidades que
trae consigo— no es «debilidad» ni «impotencia» en el sentido humano de estos
términos 1, y, en segundo lugar, porque,
precisamente, en el caso de que
1 En ciertos casos, se puede reprochar al débil el que no
sea fuerte, pero no se puede, sin caer en lo absurdo, reprochar a lo relativo
el que no sea absoluto; un modo ontológico no es una tara moral.
se trata hay imposibilidad metafísica por parte del
Dios-Persona, siendo así que —nunca se subrayará bastante.— la Omnipotencia de
la Persona divina se refiere a la Manifestación universal y en modo alguno a las raíces in divinis de esta
Manifestación ni, por consiguiente, a las consecuencias principales de estas
raíces, por ejemplo, el mal. Según un error particularmente malsonante, y en el
fondo, blasfemo. Dios no «quiere» que pequemos puesto que prohíbe el pecado,
pero al mismo tiempo «quiere» que ciertos hombres pequen, pues si no lo
quisiera no pecarían 2 ; error que se refiere a
la subjetividad de Dios, así como a su voluntad. Por lo demás, el mal surge de
la Omniposibilidad a título de «posibilidad de lo imposible», o de «posibilidad
de la nada»: la privación de ser está revestida, muy paradójicamente, de un
cierto ser, y esto en función de la ilimitación de lo Posible divino; pero
«Dios» no puede «querer» el mal como tal.
Contrariamente al Corán, que declara en más de una ocasión
que «Dios no rompe los compromisos» (lâ yukhlifu’l-mi’âd) o «su «promesa»
(wa’dahu), ciertos exégetas insisten, por el contrario, en la idea de que Dios
no debe nada al hombre, de que es absolutamente libre con respecto a él, de que
no debe rendirle cuentas; preocupados, a fuerza de «piedad», por atribuir a
Dios una independencia llevada hasta el absurdo, arruinan la noción del hombre,
así como la de Dios, y olvidan que si Dios ha creado al hombre es porque
deseaba la existencia de un ser a quien pudiera deber algo, lo que implica la
expresión «creado a su imagen». Además, si Dios desea algo, lo hace de
conformidad con su naturaleza, la cual coincide con su voluntad sin ser
producto de ella, es decir, la voluntad resulta de la naturaleza y no inversamente;
los defensores del «Derecho divino» no pueden ignorarlo, pero no sacan las
consecuencias de ello, desde el momento en que creen deber defender la libertad
de Dios, o su sublimidad o su realeza. Especifiquemos que estos defensores no
son del todo inexcusables por atribuir a Dios una independencia moral
ilimitada, pero esta suerte de independencia pertenece a la Esencia, al Sobre-Ser —que precisamente no legisla—, y no al Ser
creador, legislador y retribuidor; luego no al Dios personal. La confusión
viene del hecho de que la teología —que no posee la noción de Mâyâ— no
considera ninguna distinción eficaz entre los grados hipostáticos en el Orden
divino, preocupada como está por la «unidad» a todo precio; sin hablar del
antropomorfismo, que atribuye a Dios una subjetividad prácticamente humana.
El dilema de los exoterismos en un clima monoteísta es en
suma el siguiente: o Dios es uno, y entonces es injusto —quod absit— y hay que
ocultar esta aparente injusticia,
2 Las expresiones tales como la frase cristiana de que
«Dios permite el mal», y que lo hace «con vistas a un mayor bien», aunque sus
vías puedan no ser comprensibles para nosotros, son moralmente satisfactorias
sin no obstante ser intelectualmente suficientes. Obsérvese que en el Islam se
precisa a veces que Dios «induce en error» no de una manera activa, sino
«abandonando» al hombre, o «dándole la espalda».
ya sea por una declaración de incompetencia, ya por una
referencia al misterio, o aun por un piadoso absurdo; o Dios es justo, y
entonces su subjetividad es compleja a pesar de su simplicidad y a despecho del
dogma de la Unidad, y hay que ocultar esta complejidad con las mismas
estratagemas. En realidad, la unidad intrínseca no excluye una diversidad
extrínseca, necesaria por lo demás, puesto que el mundo existe; y la justicia intrínseca
no excluye una apariencia de injusticia o al menos de contradicción, apariencia
inevitable puesto que, precisamente, el Orden divino es complejo; y lo es en
función de la tendencia existenciadora y porque la existencia no puede dejar de
implicar antinomias. Por una parte, la complejidad del Orden divino prefigura
la diversidad y las antinomias del orden cósmico; por otra, éstas reflejan a su
manera la complejidad —condicionada por Mâyâ— del Orden divino, el mal se
encuentra, pues, englobado en el principio de Relatividad, de modo que sólo la Esencia permanece absolutamente
ajena a la rueda universal. Esta gloria de la Esencia, el exoterismo no puede
evitar atribuirla a la Mâyâ divina —es decir, a todo lo que él llama «Dios»—,
de donde sus dificultades y sus apuros; la piedad obliga a un sublimismo
simplificador, y esto a costa de la coherencia.
Por lo demás, si por un afán de coherencia dogmática se
quiere mantener la unidad del Sujeto divino —lo que con toda evidencia es
legítimo desde el punto de vista de la Naturaleza divina en sí—,se está
obligado a admitir una diferencia de modos en la Voluntad del Dios uno: a
saber, un querer que es activo y directo y otro que es pasivo e indirecto, si
se puede decir así; es distinguir entre lo que Dios «quiere» con miras a un bien
inmediato o al menos previsible, y lo que «permite» en función de una necesidad
principal, cuyo fin es por lo demás forzosamente un «mayor bien» en razón de la
Naturaleza divina. Sin duda, el mecanismo total de este «permiso» escapa las
más de las veces a la imaginación humana, que en este caso no capta más que el
detalle, pero sin embargo es aprehensible para la inteligencia, y esto es
suficiente. La capacidad intelectual se mide no sólo por la calidad de la
necesidad de causalidad, sino también por sus límites, con la condición, claro
está, de que estos límites estén en función de esta calidad.
* * *
«Sólo Dios es el Agente», puesto que es Él quien «crea» las
acciones de los hombres. Muy bien; pero si uno se equivoca al creer que somos
nosotros quienes actuamos —como lo quieren ciertos sufíes—, se equivoca
igualmente al creer que somos nosotros los que existimos; si la acción humana
es en realidad la Acción divina, entonces el yo humano es en realidad el Yo
divino. Si el hombre «adquiere» el acto que en realidad pertenece a Dios, como
lo enseña Asharî, «adquiere» asimismo el ego que en realidad pertenece a Dios;
y nos gustaría saber dónde está aquí el error o el pecado: en la injusticia de
la acción, como lo quiere el sentido común, o en la idea de que «soy yo quien actúa»,
o aun en la « adquisición» de un acto «creado» por el único Señor, como lo quiere
algún sufí o algún teólogo. Si hay ilusión, ésta no está en nuestra convicción
de que somos nosotros quienes actuamos, sino en nuestra existencia misma 3, de la que no somos evidentemente responsables
moralmente; si somos nosotros los que existimos, somos también nosotros los que
actuamos. Existentes, somos libres; nuestros actos son los de Dios tan sólo en
la medida en que, metafísicamente, no existimos, porque sólo Él es.
Si Dios ha dado a los hombres la convicción de ser los
autores de sus acciones, no es en absoluto —como algún sufí lo ha imaginado-
para que no puedan acusar a Dios de ser el creador de sus pecados, es
únicamente porque, desde el momento en que el hombre existe, él es ipso facto
el autor de sus acciones buenas o malas, y esto con la misma realidad o
irrealidad con la que existe, tal como hemos dicho más arriba. La conciencia concreta
de que Dios es metafísicamente el Agente subyacente no es realizable más que en
función de la calidad moral, o la rectitud en cierto modo ontológica, de
nuestras acciones 4 ; hay que preocuparse a
priori por esta calidad moral y no por la idea de que es Dios solo el que
actúa. Dios no nos ha engañado al crearnos, y tampoco nos engaña en nuestra
convicción de actuar libremente; sin duda, Él es la fuente de nuestra capacidad
de pensar y de actuar como es la fuente de nuestra existencia, pero no puede ser
el autor responsable de nuestros actos morales 5,
sin lo cual no seríamos nada; y Él
sería hombre. Es evidente que la Actividad divina subyacente es la misma en las
acciones buenas y en las malas, en cuanto se trata de la actividad como tal;
esta reserva significa que las acciones buenas, aparte su participación en la
Actividad divina, en primer lugar son conformes al Soberano Bien —que es la
substancia de esta actividad— y en segundo lugar son necesarias para la liberación del Agente divino en el alma,
precisamente en razón de
3 «No hay pecado mayor que la existencia», según una
fórmula tan audaz como elíptica atribuida a Râbi’ah Adawiyah; y según otra
fórmula de este género, sólo Dios tiene derecho a decir «yo», y el pecado de
Iblîs fue precisamente el de haberse atribuido este derecho.
4 Se trata aquí de moralidad intrínseca, conforme a la
naturaleza de las cosas, coincida o no con tal o cual moral formal e
institucional.
5 Si el Corán especifica que «Allâh os ha creado, a
vosotros y a lo que hacéis», no puede ser con la intención de quitar al hombre
la responsabilidad moral, sino que es para indicar la total dependencia
ontológica de las criaturas; la prueba de ello está en que, en el mismo Corán,
Dios prescribe y prohíbe, promete y amenaza, lo que no tiene sentido si no es a
la vista de una responsabilidad otra que la suya. Por una parte, el Corán
declara que «Dios induce en error a quien Él quiere» —no hay que olvidar que,
según la Biblia, Dios «endureció el corazón de Faraón»—, y por otra parte, el Corán
especifica que «Dios no quería hacerles ningún daño, pero ellos se han hecho
daño a sí mismos», y otras expresiones de este género.
su conformidad con el Agathon; con la divina Perfección, que
es la razón de ser de la Actividad en sí.
Por tanto, es impropio decir, sin poner en ello el matiz
indispensable, que Dios es el Agente de nuestros actos. Por el contrario, si
decimos que «sólo Dios es el Conocedor» pensando en el conocimiento metafísico
—como tal y no como traducción mental—, estamos en lo cierto, pues este
Conocimiento no pertenece a la subjetividad específica-mente humana; es propio
del «Espíritu Santo» y él es lo que nos une, sin por ello divinizamos, con el
Orden divino; sin él, o sin su
virtualidad, el hombre no sería el hombre. El ser humano, por su
naturaleza, está condenado a lo sobrenatural.
* * *
«Así pues, Él tiene misericordia de quien quiere, y endurece
a quien quiere. Pero me dirás: Entonces ¿por qué reprende? ¿Quién resiste, en
efecto, a su voluntad? ¡Oh hombre! en verdad, ¿quién eres tú para querer
disputar con Dios? ¿Dirá la obra a quien la ha modelado: por qué me has hecho
así? ¿Acaso el alfarero no es dueño de su barro para fabricar con la misma
pasta un vaso honorable o un vaso vil?» (Epístola a los Romanos, IX, l8-21) 6 . Este pasaje enuncia una idea que se encuentra
también en el Islam: Dios tiene todos los derechos, no porque es santo o porque
es el Soberano Bien, sino porque es todopoderoso; argumento de conquistador y
de monarca sin duda 7, que cierra de entrada la
discusión pero no explica nada, desde el punto de vista metafísico que el
Apóstol, precisamente, no ha querido abordar. Yendo al fondo de las cosas se
podría, evidentemente, responder que el hombre tiene derecho a la necesidad de
casualidad que Dios le ha conferido, tanto más cuanto que la pregunta de qué se
trata se impone con una lógica imperiosa; sin olvidar que una pregunta no es
todavía una «disputa». En el fondo, el rechazo que el Apóstol opone a nuestra
necesidad de casualidad y a nuestro sentido común significa que quiere velar la
complejidad del Orden divino a fin de salvaguardar la imagen antropomorfa del
Dios monoteísta; pero también es, más profundamente, un rechazo opuesto a la pregunta absurda en sí: ¿por qué
determinada posibilidad es posible? 8
6 «¿Acaso el alfarero es como la arcilla? ¿Puede una obra
decir de su autor: Yo no soy su obra? ¿Y un vaso de su alfarero: Él es
estúpido?» (Isaías, XXIX, 16). Lógica voluntarista y fideísta que, en su
contexto, tiene forzosamente su razón de ser.
7 En el nivel de la Historia sagrada, naturalmente, pero no
por ello la psicología de que se trata conserva menos su particularidad.
8 La misma observación vale para el giro coránico: «Él crea
lo que quiere» (yakhluqu mâ yashâ).
Sea lo que fuere, según la doctrina paulina el mal es
necesario para la manifestación de la «Gloria» de Dios: los «vasos de Cólera»,
a saber, las criaturas destinadas al castigo, están ahí para permitir la
aparición de esta Cualidad divina que es, precisamente, la Cólera o la
Justicia. Es decir, el pecado que hay que castigar, o el desequilibrio que hay que
rectificar, es el aspecto complementario negativo, o el soporte providencial,
de la Cualidad divina de que se trata; pues ésta no podría irradiar sin la
ayuda de causas ocasionales que son posibilidades negativas incluidas en la Infinitud del Principio.
Pero también hay que considerar lo siguiente: el hombre de bien no piensa en
preguntar a Dios: ¿Por qué me has hecho piadoso y honrado?, como tampoco el
pecador endurecido preguntará: ¿Por qué me has hecho pecador?, pues el hombre
de bien no tiene ninguna razón para quejarse, y en cuanto al pecador, si
encontrara un motivo para su pregunta —si sufriera por el hecho de ser
pecador—, no pecaría más, pues nada obliga al hombre a pecar. La pregunta: ¿Por
qué me has hecho así? no tiene sentido más que para una situación irremediable;
ahora bien, no es el estado de pecador lo que es irremediable, es la voluntad
deliberada, luego orgullosa, de pecar; y nadie puede negar que el hombre hace lo
que quiere. Sin duda, esto no impide al hombre malo hacer lógicamente la
pregunta de que se trata; pero aquello le prohíbe hacerla moralmente, puesto
que él desea ser lo que es.
El problema de la predestinación se resuelve metafísicamente
por la doctrina de la Posibilidad: toda cosa posible es con toda evidencia
«idéntica a sí misma», es decir, «quiere» ser lo que es, ontológica e
inicialmente 9; no es el Dios personal, creador
y legislador, el que «quiere» el mal, Él transfiere simplemente en la
Existencia la Omniposibilidad diferenciada y diferenciadora que reside en la
divina Esencia, de la que Él, el Dios personal, no es sino la primera Hipóstasis. En cuanto al hombre, podríamos
decir que la «condenación» es en cierto modo el lado pasivo del individuo substancialmente
perverso, es decir, cuya substancia misma es pecadora, siendo el lado activo el
pecado, precisamente; queriendo el mal —queriéndolo en su misma substancia—,
este individuo se «condena» a sí mismo, mientras que el pecado «por accidente»,
luego exterior a la substancia individual, sólo conduce al «purgatorio»10. Obsérvese que el «pecado mortal»
9 Esto es lo que expresa el Corán con otros términos: «Pero
si ellos (los condenados) fueran devueltos (a la tierra), volverían a lo que
les estaba prohibido...» (Sura Los Rebaños, 28).
10 En el Cristianismo, la teología es indecisa en lo que
concierne a la predestinación, no en sí, sino en cuanto a la intención de Dios,
que según unos es independiente de los méritos humanos y según otros depende,
más o menos, de estos últimos, o lo hace en algunos casos; pero la primera de
estas opiniones, sostenida por lo demás por San Agustín y Santo Tomás, es la
que ha prevalecido finalmente, o al menos es la que predomina sobre las demás.
Los católicos reprochan a los protestantes el que estén seguros de su salvación;
aparte que la mayoría de los católicos, que ignoran la teología, no tienen otra actitud, esta certidumbre
es, de hecho, un elemento más metódico que dogmático —al menos en las personas
piadosas—y se acerca curiosamente a la certidumbre análoga de los amidistas.
no está en la sola acción —un hecho temporal no puede
acarrear para el agente una consecuencia intemporal—, sino que está ante todo
en el carácter, luego en la substancia; es decir, un mismo acto puede tener un
alcance ya accidental, ya substancial, según resulte de la corteza o del núcleo
de la persona. Cuando el hombre mejora su carácter, Deo juvante, Dios ya no
tiene en cuenta los pecados pasados cuyas raíces han desaparecido del alma: un
pecado que ya no se cometería es un pecado borrado, mientras que el hombre debe
pagar por una antigua transgresión que todavía podría cometer. Huelga decir que
en todo esto se trata, no de lo que aparece como pecado por su forma, sino de lo
que es pecado por una tara intrínseca, pues la acción vale por la intención.
* * *
Según Cristo, es necesario que «la Escritura se cumpla»; y
el Corán habla asimismo de un «Libro» en el que los menores hechos están
consignados de antemano, y también de una «Tabla Guardada» en la que está
inscrito el porvenir, o mejor, todo lo que es posible y todo lo que se
realizará. Este libro divino no es otro que la Omniposibilidad, en diferentes
grados: en primer lugar, es el Infinito mismo, que pertenece a la Esencia o al Sobre-Ser, y cuyos elementos el
Ser —el Dios personal— no puede dejar de aceptar; en segundo lugar, es la
Infinitud en cuanto pertenece al Ser, y es entonces la Omniposibilidad en el
grado, no puramente principial y potencial, sino arquetípico y virtual; en tercer
lugar, es la Ilimitación de la Existencia, luego la Omniposibilidad
manifestadora y manifestada, o el Logos que proyecta las posibilidades y el
mundo que las realiza.
Dios no puede no
aceptar los elementos que resultan de la Esencia, hemos dicho; sin embargo, no
puede, Él que es personal, querer todos los males de una manera positiva y expresa;
pero quiere, y «debe querer» por su propia naturaleza, que «la Escritura se cumpla».
No obstante, puede determinar las modalidades de este cumplimiento: pues otro
misterio es la relatividad de ciertas posibilidades inscritas en el «Libro». Es
decir, hay cosas que deben ser de una manera absoluta y otras que pueden no
ser, al menos en cuanto al modo, y que por consiguiente pueden cambiar de forma
o de nivel, sin lo cual sería inútil pedir favores a Dios; la costumbre
islámica de rogar a Dios, en una noche de Ramadán, que cambie en bien el mal
que está inscrito en la «Tabla guardada» no tendría ningún sentido. Dios es
soberanamente libre, lo que implica que hay un margen de libertad incluso en la
fijación de los destinos.
* * *
Así pues, contrariamente a lo que parecen entender los
celadores omnipotencialistas —los que quieren explicarlo todo por el Poder
divino—, la Omnipotencia de Dios no coincide con la suprema Omniposibilidad; la
Omnipotencia —ya relativa, puesto que está situada en el grado del Ser y está
comprendida por ello en Mâyâ— tiene todos los poderes sobre las manifestaciones
de la Posibilidad suprema, pero ésta
—que precisamente pertenece al Absoluto- escapa por eso mismo a la jurisdicción
ontológica de dicho Poder 11. Dios tiene todo el
poder sobre un determinado mal, pero no sobre el mal como tal; puede no crear
un determinado mundo, pero no puede dejar de crear el mundo como tal; no puede
hacer que el Absoluto no sea absoluto, que el Infinito no sea infinito, que el
mundo no sea el mundo; que Dios no sea Dios. Si «Yo hago gracia a quien hago gracia,
y tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Éxodo, XXXIII, 19) es porque
las cosas y las criaturas son lo que son, por su posibilidad. La actitud de
Dios hacia una criatura es, en último término, un aspecto de esa criatura.
Desde el punto de vista de la Verdad total, hay una
interdependencia entre la persona humana y el Dios personal, que se explica por
su solidaridad en Mâyâ; los exoteristas cometen, lógicamente, el error —pero,
¿acaso pueden obrar de otro modo?— de prestar a la Divinidad-Mâyâ las
características del puro Atmâ, del puro Absoluto. De dónde la imagen de un Dios
a la vez antropomorfo e incomprensible
por ser forzosamente contradictorio; imagen emparejada con la de un hombre
considerado incapaz de un conocimiento que no sea el sensorial, y mantenido en
los límites de una piadosa ininteligencia mediante argumentos fundamentalmente
moralistas.
Por lo demás, una cosa es la legítima necesidad de
causalidad del hombre disciplinado e intuitivo, y otra, la insaciable
curiosidad del hombre mundano y escéptico; es a este último al que hay que
oponer una negativa haciendo referencia a la grandeza de Dios y a la pequeñez
del hombre, por cuanto el espíritu exteriorizado y exteriorizador nunca estará
satisfecho y no tiene siquiera interés por estarlo. Sea como fuere, la Biblia y
el Corán nos enseñan que los antiguos cercano-orientales tenían
indiscutiblemente, junto a sus cualidades de hombres enteros, algo de prosaico,
de versátil y de rebelde —no fueron, ciertamente, los únicos en tener estas
debilidades—, lo que añade una justificación a los argumentos
omnipotencialistas por parte de las Escrituras.
11 Lo hemos señalado, sin duda, más de una vez y volveremos
quizá todavía sobre ello, pero en el enmarañamiento de las informaciones
doctrinales no es posible acordarse de todo lo que ya se ha expresado, desde el
doble punto de vista del contenido y la forma; tanto más cuanto que es grande
la tentación intelectual de precisar lo que exige un máximo de claridad.
* * *
Según la lógica de los celadores obediencialistas, el hombre
es «esclavo» (abd) de la misma manera incondicional en que Dios es «Señor»
(Rabb); según esta forma de ver, el hombre no tiene su inteligencia más que
para reconocer, por el estudio de la Revelación, lo que Dios ha declarado bueno
o malo, no para comprender lo que es bueno o malo en sí y que, por
consiguiente, Dios ha declarado tal. Por exceso de piedad —de una piedad que
pretende dar un carácter absoluto a algo forzosamente relativo y condicional, a
saber, la obediencia— no se siente siquiera que es absurdo decirnos que Dios es
justo o compasivo proclamando, al mismo tiempo, que es Dios quien decide lo que
es la justicia y la compasión.
Una consecuencia de la antropología por así decirlo
esclavista de algunos es la exageración, no del infierno, sino del riesgo de
caer en él, riesgo atribuido incluso a los hombres más piadosos; y esto a pesar
de una acentuación correlativa igualmente intensa del motivo de esperanza, de
perdón, de divina Clemencia. Sin duda, la perspectiva de Misericordia
restablece el equilibrio en la doctrina escatológica global, pero no por ello suprime
los excesos de la perspectiva opuesta, ni la incompatibilidad entre las dos
tesis; pues si es cierto que Dios ha creado a los pecadores para poder
perdonarlos, como lo afirma Ghazâli, y que desesperar de la Misericordia es un
pecado más grande que todos los demás pecados acumulados, como lo quiere el
califa Alî, no puede ser cierto igualmente que hombres santos como Abu Bakr y
Omar hayan tenido razón —suponiendo que la información sea exacta— en lamentar su nacimiento humano a causa
del rigor del Juicio. Una misma doctrina no puede citarnos como ejemplo un
santo que se hubiera sentido feliz de no pasar más que mil años en el infierno,
y al mismo tiempo asegurarnos que Dios perdona al creyente arrepentido aun si
la masa de los pecados se extiende hasta el cielo; y una misma moral no puede
en buena lógica abrumarnos con amenazas escatológicas objetivamente
desesperantes a la vez que nos prescribe gozar de determinados placeres
«lícitos» de la vida, y no de los menores.
En lo que concierne a
la atribución, al ser humano, de un carácter exclusivamente «obediente» —en un
grado que equivale a desposeerlo
prácticamente de su prerrogativa de hombre—, diremos en primer lugar que el
hombre debe obedecer cuando debe aceptar un destino, o un dogma a priori
incomprensible —pero siempre garantizado por otros dogmas, comprensibles y
fundamentales éstos—, o cuando debe someterse a una ley o a una regla; pero no
obedece cuando distingue una cosa de otra o cuando ve que dos y dos son cuatro.
Como quiera que sea, el argumento decisivo en esta cuestión es el siguiente: el
hecho de que el hombre pueda concebir el Sobre-Ser prueba que no puede ser un
«servidor» (abd) desde todos puntos de vista, y que hay algo en él —ya sea en principio
tan sólo, ya sea también de hecho— que le permite no reducir su actividad espiritual
a la obediencia pura y simple; esto es lo que expresa el título de «vicario» (khalîfah)
dado al hombre por el Corán, y esto es lo que expresa igualmente el hecho de que,
siempre según el Corán, Dios insufló al hombre «algo de su espíritu» (min
Rûhihi), concediéndole así una participación real en el Espíritu divino, lo
cual, como el fenómeno general de la deiformidad humana, excluye una naturaleza capaz únicamente de sumisión, luego de
servidumbre 12. En otros términos, el espíritu
humano está esencialmente dotado de objetividad; el hombre es capaz —mal que
les pese a los relativistas— de salir de su subjetividad, y esto está en
relación con su capacidad de concebir el Sobre-Ser, luego de trascender el régimen del Ser creador,
revelador y legislador: de trascender
intelectual y contemplativamente el «Yo» divino, la autodeterminación del
supremo Sí.
Esta última observación nos permite mencionar el siguiente
aspecto del problema: el Sí inmanente comprende el Ser y el Sobre-Ser; ahora
bien, transcender el régimen del Ser en virtud de una consciencia concreta y
suficiente del Sobre-Ser —consciencia
rarísima y por definición unitiva en un grado cualquiera— es por ello mismo
transcender la ley, producto del Ser
legislador; no despreciarla de facto, sino entrever sus límites formales 13. Conviene subrayar aquí, aunque la cosa sea
evidente, que el Sí inmanente es transcendente con respecto al yo, sin lo cual
el ego sería divino, mientras que el Principio transcendente —concebido
objetivamente— es inmanente a todo lo que existe, sin lo cual no habría
existencia. Y al igual que el Sí no deja de ser inmanente y virtualmente accesible
a causa de su transcendencia, tampoco el Principio objetivo deja de ser
trascendente a causa de su inmanencia ontológica en la creación.
* * *
Lo que los partidarios de un determinismo absoluto no ven,
es que, al abolir las causas segundas en provecho de una sola Causa —o no
admitiendo más que ésta en detrimento de aquéllas—, comprometen la noción de
Libertad divina, pues un mundo sin
12 otro ejemplo de lo que se puede llamar con razón y sin
abuso de lenguaje la «dignidad humana» es el título de «amigo de Dios» (khalîl
Allâh) conferido por el Islam a Abraham. Y cuando Jesús habla de «nuestro Padre
que estás en los Cielos» es precisamente para indicar que, si el hombre es
«servidor» en cierto aspecto, es «hijo» o «heredero» en otro.
13 La interiorización de la Ley por parte de Cristo, y
después por San Pablo, corresponde a este misterio; interiorización de la
«letra que mata», operada en virtud del «espíritu que vivifica». Obsérvese que
en la intención de Cristo esta transferencia de la forma a la esencia no es una
«abolición» sino un «cumplimiento». El hecho de que el Cristianismo, siendo una
religión, se haya convertido a su vez en una «Ley», pertenece a una dimensión
completamente distinta.
libertad alguna,
luego sin causalidad que le sea propia, no podría derivar de una Divinidad
libre. El poder causativo de los seres y de las cosas da fe del Poder uno, no
lo anula; la libertad del hombre da fe de la de Dios, en el sentido de que el
hombre es responsable de sus actos porque Dios es soberanamente libre. El
Universo no es un mecanismo de relojería, es un misterio vivo; afirmar lo
contrario equivale a negar la inmanencia, que en último término es un efecto de
la trascendencia. Y es por lo menos contradictorio mantener furiosamente la
dualidad absoluta «Señor y servidor» declarando al mismo tiempo que sólo existe
el primero.
Pero hay más: un Dios que exige la obediencia debe Él mismo
obedecer a algo, si está permitido expresarse así; este Dios que obedece es el
«no-supremo» (apara) de los vedantistas, el cual está ya comprendido en Mâyâ.
Un Dios que no tiene que obedecer a nada no exige la obediencia; y éste es la
Divinidad «suprema» (Paramâtmâ), la Esencia «no-cualificada» (nirguna). Dios
sólo puede obedecer a su propia naturaleza; no se trata de que obedezca a algo
que se situaría fuera de Él mismo.
O también: Dios-Esencia está más allá del bien y el mal, y
no es un interlocutor; Dios-Persona es un interlocutor, y ama el bien y nos
pide que lo amemos. Un Dios que, siendo el «Soberano Bien», ama y ordena el
bien, no podría estar «por encima
del bien y el mal», como tampoco un Dios que posee esta indiferencia puede ordenar ni prohibir nada 14.
En lugar de decir: «Es imposible que Dios, que es el
Soberano Bien y prohibe el mal, quiera, cree y haga el mal», los
omnipotencialistas prefieren decir: «Es imposible que existan cosas que Dios,
que es el Todopoderoso, no quiera y no cree, aunque fuera un mal». Por una
parte, se «personaliza» la Esencia divina, que es impersonal, y por otra parte
se «deshumaniza» al Dios personal.
* * *
El gran enigma —desde el punto de vista humano— es la
cuestión de saber, no por qué el mal como tal es posible, sino qué significa la
posibilidad de un determinado mal; se puede comprender el mal abstractamente, pero
no concretamente —salvo en ciertas categorías de casos cuya lógica es
transparente 15—, mientras que se puede
comprender concretamente el bien en todas sus formas, es decir, se capta sin
ninguna dificultad su
14 Esta indiferencia amoral —no inmoral— aparece en la
noción hindú de Lila, el «Juego divino» en y por Mâyâ.
15 No hay que olvidar que ciertos males, los azotes de la
naturaleza, por ejemplo, no son males en sí, puesto que los elementos, que los
provocan, son bienes; esto no impide que los daños, en el plano humano, no
manifiesten nada de positivo, aun sin constituir un mal intrínseco.
posibilidad o necesidad. Es que en el mal está todo el
misterio del absurdo, y éste coincide con lo ininteligible; sólo nos queda
entonces referirnos a la noción de Omniposibilidad, pero en ese caso estamos de
nuevo en lo abstracto; fenomenológicamente hablando, no desde el punto de vista
de la intelección y de la contemplación. La Omniposibilidad es una cosa, sus
contenidos son otra.
Precisemos todavía, aunque en resumidas cuentas esto resulte
de lo que acabamos de decir, que el mal se vuelve incomprensible en la medida
en que es particular: la posibilidad de lo feo, por ejemplo, es comprensible,
pero no es evidente el por qué pueda haber tal o cual fealdad, ya sea física o
moral. Lo que explica, sin embargo, en cierta forma «tal o cual tara», es
decir, la posibilidad —y de hecho la necesidad— de un defecto particular,
concreto y no principial tan sólo, es la ilimitación de lo Posible, la cual debe realizar posibilidades anormales
destinadas a desmentir imposibilidades; lo que la Posibilidad no puede realizar
—so pena de absurdo ontológico— en las cosas en sí, lo realiza al menos en las
apariencias; en este plano, nada es «absolutamente imposible», por más anodino
que fuera el «suplente» de la imposibilidad.
Una clave para el enigma del mal en general es esta fatalidad cosmogónica: allí donde hay
forma, no sólo hay diferencia, sino también posibilidad de oposición efectiva, según
el nivel mismo de coagulación formal; la caída de Adán, se dice, ha traído
consigo la de todas las criaturas terrenas, ha actualizado, por consiguiente,
oposiciones latentes e introducido en el mundo la lucha y el odio, luego el mal
en cuanto privación de caridad, a veces combinada con un exceso de derecho,
como en el caso de una justa venganza que sobrepasa sus límites.
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Un ejemplo típico de teología obediencialista es la teoría
asharí, que en substancia niega que Dios ordene lo que está bien y prohíba lo
que está mal; por el contrario, expone —y hemos aludido a ello más arriba— que
el bien es lo que Dios ordena, y el mal lo que prohíbe; ahora bien, si esto
fuera así, Dios no tendría ningún motivo para ordenar ni prohibir nada, pues no
se ordena por ordenar y no se prohíbe por prohibir, como tampoco se permite por
permitir. La idea de Asharî es que Dios «crea» el bien y el mal, lo que es
cuando menos insuficiente, puesto que la causa del bien, y por tanto de la
distinción entre el bien y el mal, no está en el acto arbitrario de un Sujeto
divino ya teñido de Relatividad o de Mâyâ —a saber, el Ser creador y
legislador—, sino en la Naturaleza misma de Dios o en su Esencia; es en este sentido en el que el Corán declara que
Dios «se ha prescrito la Misericordia» o que «le incumbe ayudar a los
creyentes»; no dice que Dios «cree» la Misericordia junto con su contrario o su
ausencia, sin que se pueda comprender el contenido de estas «creaciones», o sin
que se pueda comprender otra cosa que el hecho de la decisión divina.
Estrategia teológica, podríamos decir: se trata, en efecto, en el espíritu del
teólogo, de subrayar que «Dios» —el Sujeto divino que «quiere» esto o aquello—
lo determina todo y no es determinado por nada; habría bastado, sin embargo, con
decir que Dios ordena o bendice lo que es conforme a su Naturaleza, que es el
Soberano Bien y nos es comprensible, precisamente, por sus reflejos en la
creación. Dos y dos son cuatro, no porque Dios lo «quiere», sino porque ello
resulta de su Esencia 16; y es por esto por lo
que lo «quiere» con respecto a los hombres, en el sentido de que se lo hace
evidente otorgándoles la inteligencia. Dios quiere hacernos participar en su
Naturaleza porque Él es el Soberano Bien y por ninguna otra razón.
Se podría destacar a este respecto que, si bien Dios está
«ligado» por su propia naturaleza a que una causa determinada engendre un
efecto determinado, es libre, por el contrario, de elegir un tipo de operación,
por una parte, y sus términos, por otra; la elección depende de su Infinitud,
mientras que la coherencia en la aplicación de esta misma elección depende de
su Absolutidad. Podríamos señalar igualmente —y nos repetimos subrayándolo una
vez más —que la libertad está en la elección y no en las consecuencias de ésta,
que el buen uso de la libertad presupone, pues, el conocimiento de lo que nuestra
opción implica; esto es cierto incluso para Dios, no obstante el hecho de que
su Omnipotencia —su Libertad precisamente— implica la capacidad de obrar
excepciones milagrosas que, sin embargo, «confirman la regla»; el hombre, en
cambio, no puede en ninguna circunstancia escoger un cristal y escoger luego
que éste no sea duro ni transparente. Sea como fuere, no se trata de negar que
las consecuencias o las modalidades derivan de la Voluntad divina, se trata
simplemente de señalar que derivan de ella de otro modo que las causas o las
substancias: en cierta manera, cada gota de lluvia está ligada al Orden divino
por el hecho de que es una posibilidad, pero no lo está de la misma forma que
el agua en sí, la cual determina todas sus modalidades posibles por su
naturaleza misma, y ésta es con toda evidencia «querida por Dios».
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Lo que los celadores de un «Derecho divino» mal entendido
parecen no comprender es que, al crear al hombre, Dios se compromete; ya no es, pues, absolutamente libre como lo
es en sí, y es un error decir que es incondicionalmente libre con respecto
al hombre porque es incondicionalmente
libre en su propia naturaleza; o que habiendo
16 Por esto la palabra Haqq, que significa a la vez
«Verdad» y «Realidad», es uno de los Nombres de Dios.
creado al hombre según una determinada intención y, por
tanto, según una cierta lógica, no se ha comprometido. Hemos leído en un gran
teólogo que el hombre lo debe todo a Dios, pero que Dios no debe nada al
hombre, lo que equivale a decir que no hay ninguna relación lógica entre el
Creador y la criatura; que al crear el agua, por ejemplo, habría creado algo
que en cualquier instante podría dejar de ser agua; o que Dios no actúa
justamente porque es justo, sino que un acto es justo porque es realizado por
Dios.
La sobreacentuación de la trascendencia divina conduce al
mismo callejón sin salida que la de la Libertad o la Omnipotencia: pues si hay
Trascendencia exclusiva, luego absolutamente separativa, no hay ningún medio de saber que Dios es trascendente, o incluso
simplemente que Él es; al igual que, si Dios es libre o todopoderoso en todos
los aspectos posibles —no lo es sino en relación con los modos de su creación—,
es libre también de no tener las Cualidades que lo caracterizan e incluso de no
ser Dios, quod absit, como hemos hecho notar más arriba. Pero para el pensador
de tipo asharí, el hombre no tiene elección: puesto que no puede conocer lo
absolutamente Trascendente, debe limitarse a creer y a someterse; pues bien,
nos gustaría saber por qué. Harto afortunadamente, el sentimiento religioso,
que es innato al hombre, no depende de los piadosos excesos de una determinada teología,
aun si los acepta en el plano de las abstracciones mentales, por simple piedad
precisamente.
Si existe un mundo frente a Dios y además este mundo es
diferenciado, luego múltiple, es necesario que haya en Dios mismo un principio
de proyección y de diferenciación, y por ello de relatividad, que establezca
los grados hipostáticos en el orden divino o los grados de realidad a secas, en
suma, un «precedente metafísico» in divinis que haga posible el mundo y las
cosas. Cuando, por afán de unitarismo ontológico, se niega esta Mâyâ universal,
se desemboca en el absurdo de una subjetividad divina a la vez despiadadamente trascendente y
paradójicamente antropomorfa; luego en el absurdo de un Dios que, por
unitarismo, está obligado a encargarse de todo; que en ausencia de las leyes
naturales debe crear el ardor de un fuego cada vez que haya uno; de un Dios que
«crea» los pecados de los hombres y que, al mismo tiempo, los castiga, excepto
cuando decide no hacerlo. Todo esto debemos admitirlo por la simple razón de
que «Dios nos ha informado de ello», lo que para los fideístas hace las veces
de explicación metafísica, a pesar del hecho de que Dios ha creado nuestra
inteligencia y con ella nuestras legítimas necesidades de causalidad; la razón
de ser de la creación del hombre es precisamente el prodigio de una inteligencia capaz de participar en la
naturaleza de Dios y sus misterios, y que, por participar en ellos —y en la
medida en que lo hace realmente— es la primera en saber que «el comienzo de la
sabiduría es el temor de Dios».
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De hecho, no sólo hay una lógica racional, hay también una
lógica moral; y ésta, en sus expresiones, puede violar aquélla. La idea de un
infierno eterno, por ejemplo, es metafísicamente absurda; si ha sido eficaz
durante más de dos milenios es porque siempre ha sido considerada según la
lógica moral; esta eternidad se convierte entonces en la sombra de la Majestad
divina menospreciada. Ya se trate de condenación o de salvación, el absurdo no reside sino en la idea de
un alma inmortal que comienza en el nacimiento y que pasará su eternidad
acordándose de su situación terrenal, y así sucesivamente; no reside en un
simbolismo que es moralmente plausible y eficaz por basarse, por una parte, en
lo que hay de cuasi absoluto en la condición humana y, por otra, en lo que hay
de definitivo, desde el punto de vista de esta condición, en los destinos de
ultratumba.
Podríamos también expresarnos de este modo: lo que la
religión quiere obtener, por así decirlo, «a cualquier precio», luego eventualmente
en detrimento de la lógica, es que el hombre se someta en toda circunstancia a
lo que podemos llamar la «voluntad de Dios»: ya sea el Misterio divino en
cuanto puede ser incomprensible para nosotros, o cierto destino que nos turba,
o, en general, los aspectos de ininteligibilidad del mundo. Y esto da al
lenguaje religioso o a la formulación teológica un cierto derecho a lo excesivo, incluso al absurdo,
siendo el hombre lo que es 17; si hay un plano
en el que «el fin santifica los medios», es el de la vida espiritual en todos
los grados. «Bienaventurados los que no han visto y han creído.»
Recordemos aquí una vez más la diferencia entre el «hombre
de fe» y el «hombre de gnosis»: entre el creyente, que en todo busca tan sólo
la eficacia moral y mística hasta el punto de violar a veces sin necesidad las
leyes del pensamiento, y el gnóstico, que vive ante todo de certidumbres
principiales y está hecho de tal forma que estas certidumbres determinan su
comportamiento y contribuyen poderosamente a su transformación alquímica. Pues
bien, sean cuales sean nuestras predisposiciones vocacionales, debemos forzosamente
realizar un cierto equilibrio entre las dos actitudes, pues no hay piedad perfecta
sin conocimiento, y no hay conocimiento perfecto sin piedad.
Sin duda, hay hombres que sólo se salvan cojeando, y
ciertamente no hay motivo para reprochárselo ni impedírselo; pero esto no puede
significar que sólo ellos se salven y que todo el mundo deba cojear para
salvarse. Esta observación vale independientemente del hecho de que, en ciertos
aspectos, todos cojeamos, aunque sólo sea a causa de los azares de nuestra
condición terrenal.
17 Lo que nos hace pensar en el koan de los zenistas; en
fórmulas a la vez insensatas y explosivas, y destinadas a hacer estallar la corteza
de los hábitos mentales, que impide la visión de lo Real.
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Hemos recurrido más de una vez a la noción budista del
upâya, de la «estratagema salvadora»: pues bien, el upâya, por el hecho mismo
de que es un medio «santificado por el fin», tiene un cierto derecho a
sacrificar la verdad a la oportunidad, es decir, tiene este derecho en la
medida en que una determinada verdad queda aparte de su propia verdad
fundamental y de la estrategia espiritual correspondiente.
El upâya, para ser eficaz, debe excluir; la vía de «Dios en
sí» debe excluir la de «Dios hecho hombre» —a la vez que conserva un reflejo de
ella, reflejo cuya función será secundaria— e inversamente; el Islam, so pena
de ser ineficaz, o de ser otra cosa que él mismo, debe excluir el dogma cristiano;
el Cristianismo, por su parte, debe excluir el axioma característico del Islam,
como ha excluido desde sus orígenes el axioma del Judaísmo, el cual coincide
con el del Islam desde el punto de vista considerado. Las Epístolas de San
Pablo muestran cómo el Apóstol simplifica el Mosaísmo con la intención de
apoyar el Cristianismo en el doble aspecto doctrinal y metódico; de modo
análogo, todo lo que en la imaginería musulmana choca a los cristianos debe
interpretarse como un simbolismo destinado a despejar el terreno con vistas a
la eficacia del upâya muhammadiano. Para comprender una religión es inútil
pararse en su polémica extrínseca; su intención fundamental está en su
afirmación intrínseca, que da testimonio de Dios y conduce a Dios. La imaginería
no es nada, la geometría subyacente lo es todo.