domingo, 27 de marzo de 2022

El fenómeno del mal (Frithjoft Schuon)

 

Tras las huellas de la religión perenne.

Frithjof Schuon.

 

ESPECULACIÓN CONFESIONAL:

INTENCIONES Y DIFICULTADES

 

El hecho de que las opiniones confesionales se refieran, en cuanto a la substancia, al mismo orden trascendente del que se ocupa la Sabiduría perenne nos permite abordarlas sin salir del marco de nuestro tema general; y si vemos un interés en abordar opiniones que son dudosas, y que lo son incluso en su propio terreno, es por la simple razón de que rectificar un error es hacer manifiesta una verdad. Éste es, por lo demás, un medio dialéctico que se encuentra en muchas exposiciones doctrinales de Occidente y de Oriente, bajo la pluma de un Asharî, así como de un Santo Tomás; es decir, que no innovamos nada en este aspecto.

Una primera cuestión que quisiéramos considerar aquí es la siguiente: muchos teólogos del Islam, y no de los menores, estiman que Dios quiere el mal porque, dicen, si no lo quisiera, el mal no se produciría; pues bien, si Dios no quisiera el mal mientras que el mal se produce a pesar de ello, Dios sería débil o impotente; ahora bien, Dios es todopoderoso. Lo que estos pensadores ignoran manifiestamente es, por una parte, la distinción entre el «mal como tal» y «determinado mal», y, por otra parte, entre la subjetividad de la divina Esencia y la de la divina Persona: pues la divina Persona es todopoderosa con respecto al mundo, pero no con respecto a su propia Esencia; no puede impedir lo que Ésta exige, a saber, la irradiación cosmogónica y las consecuencias que trae aparejadas, es decir, el alejamiento, la diferenciación, el contraste y, a fin de cuentas, el fenómeno del mal; lo que equivale a decir —lo repetimos— que Dios tiene poder sobre determinado mal, pero no sobre el mal como tal. Si se nos objeta, con Asharî, que en ese caso Dios sería «débil» o «impotente», responderemos que esto no es en absoluto una objeción, y por dos razones: en primer lugar, porque una limitación metafísica —con las imposibilidades que trae consigo— no es «debilidad» ni «impotencia» en el sentido humano de estos términos 1, y, en segundo lugar, porque, precisamente, en el caso de que

 

1 En ciertos casos, se puede reprochar al débil el que no sea fuerte, pero no se puede, sin caer en lo absurdo, reprochar a lo relativo el que no sea absoluto; un modo ontológico no es una tara moral.

se trata hay imposibilidad metafísica por parte del Dios-Persona, siendo así que —nunca se subrayará bastante.— la Omnipotencia de la Persona divina se refiere a la Manifestación universal y en modo alguno a las raíces in divinis de esta Manifestación ni, por consiguiente, a las consecuencias principales de estas raíces, por ejemplo, el mal. Según un error particularmente malsonante, y en el fondo, blasfemo. Dios no «quiere» que pequemos puesto que prohíbe el pecado, pero al mismo tiempo «quiere» que ciertos hombres pequen, pues si no lo quisiera no pecarían 2 ; error que se refiere a la subjetividad de Dios, así como a su voluntad. Por lo demás, el mal surge de la Omniposibilidad a título de «posibilidad de lo imposible», o de «posibilidad de la nada»: la privación de ser está revestida, muy paradójicamente, de un cierto ser, y esto en función de la ilimitación de lo Posible divino; pero «Dios» no puede «querer» el mal como tal.

Contrariamente al Corán, que declara en más de una ocasión que «Dios no rompe los compromisos» (lâ yukhlifu’l-mi’âd) o «su «promesa» (wa’dahu), ciertos exégetas insisten, por el contrario, en la idea de que Dios no debe nada al hombre, de que es absolutamente libre con respecto a él, de que no debe rendirle cuentas; preocupados, a fuerza de «piedad», por atribuir a Dios una independencia llevada hasta el absurdo, arruinan la noción del hombre, así como la de Dios, y olvidan que si Dios ha creado al hombre es porque deseaba la existencia de un ser a quien pudiera deber algo, lo que implica la expresión «creado a su imagen». Además, si Dios desea algo, lo hace de conformidad con su naturaleza, la cual coincide con su voluntad sin ser producto de ella, es decir, la voluntad resulta de la naturaleza y no inversamente; los defensores del «Derecho divino» no pueden ignorarlo, pero no sacan las consecuencias de ello, desde el momento en que creen deber defender la libertad de Dios, o su sublimidad o su realeza. Especifiquemos que estos defensores no son del todo inexcusables por atribuir a Dios una independencia moral ilimitada, pero esta suerte de independencia pertenece a la Esencia, al Sobre-Ser —que precisamente no legisla—, y no al Ser creador, legislador y retribuidor; luego no al Dios personal. La confusión viene del hecho de que la teología —que no posee la noción de Mâyâ— no considera ninguna distinción eficaz entre los grados hipostáticos en el Orden divino, preocupada como está por la «unidad» a todo precio; sin hablar del antropomorfismo, que atribuye a Dios una subjetividad prácticamente humana.

El dilema de los exoterismos en un clima monoteísta es en suma el siguiente: o Dios es uno, y entonces es injusto —quod absit— y hay que ocultar esta aparente injusticia,

2 Las expresiones tales como la frase cristiana de que «Dios permite el mal», y que lo hace «con vistas a un mayor bien», aunque sus vías puedan no ser comprensibles para nosotros, son moralmente satisfactorias sin no obstante ser intelectualmente suficientes. Obsérvese que en el Islam se precisa a veces que Dios «induce en error» no de una manera activa, sino «abandonando» al hombre, o «dándole la espalda».

ya sea por una declaración de incompetencia, ya por una referencia al misterio, o aun por un piadoso absurdo; o Dios es justo, y entonces su subjetividad es compleja a pesar de su simplicidad y a despecho del dogma de la Unidad, y hay que ocultar esta complejidad con las mismas estratagemas. En realidad, la unidad intrínseca no excluye una diversidad extrínseca, necesaria por lo demás, puesto que el mundo existe; y la justicia intrínseca no excluye una apariencia de injusticia o al menos de contradicción, apariencia inevitable puesto que, precisamente, el Orden divino es complejo; y lo es en función de la tendencia existenciadora y porque la existencia no puede dejar de implicar antinomias. Por una parte, la complejidad del Orden divino prefigura la diversidad y las antinomias del orden cósmico; por otra, éstas reflejan a su manera la complejidad —condicionada por Mâyâ— del Orden divino, el mal se encuentra, pues, englobado en el principio de Relatividad, de modo que sólo la Esencia permanece absolutamente ajena a la rueda universal. Esta gloria de la Esencia, el exoterismo no puede evitar atribuirla a la Mâyâ divina —es decir, a todo lo que él llama «Dios»—, de donde sus dificultades y sus apuros; la piedad obliga a un sublimismo simplificador, y esto a costa de la coherencia.

Por lo demás, si por un afán de coherencia dogmática se quiere mantener la unidad del Sujeto divino —lo que con toda evidencia es legítimo desde el punto de vista de la Naturaleza divina en sí—,se está obligado a admitir una diferencia de modos en la Voluntad del Dios uno: a saber, un querer que es activo y directo y otro que es pasivo e indirecto, si se puede decir así; es distinguir entre lo que Dios «quiere» con miras a un bien inmediato o al menos previsible, y lo que «permite» en función de una necesidad principal, cuyo fin es por lo demás forzosamente un «mayor bien» en razón de la Naturaleza divina. Sin duda, el mecanismo total de este «permiso» escapa las más de las veces a la imaginación humana, que en este caso no capta más que el detalle, pero sin embargo es aprehensible para la inteligencia, y esto es suficiente. La capacidad intelectual se mide no sólo por la calidad de la necesidad de causalidad, sino también por sus límites, con la condición, claro está, de que estos límites estén en función de esta calidad.

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«Sólo Dios es el Agente», puesto que es Él quien «crea» las acciones de los hombres. Muy bien; pero si uno se equivoca al creer que somos nosotros quienes actuamos —como lo quieren ciertos sufíes—, se equivoca igualmente al creer que somos nosotros los que existimos; si la acción humana es en realidad la Acción divina, entonces el yo humano es en realidad el Yo divino. Si el hombre «adquiere» el acto que en realidad pertenece a Dios, como lo enseña Asharî, «adquiere» asimismo el ego que en realidad pertenece a Dios; y nos gustaría saber dónde está aquí el error o el pecado: en la injusticia de la acción, como lo quiere el sentido común, o en la idea de que «soy yo quien actúa», o aun en la « adquisición» de un acto «creado» por el único Señor, como lo quiere algún sufí o algún teólogo. Si hay ilusión, ésta no está en nuestra convicción de que somos nosotros quienes actuamos, sino en nuestra existencia misma 3, de la que no somos evidentemente responsables moralmente; si somos nosotros los que existimos, somos también nosotros los que actuamos. Existentes, somos libres; nuestros actos son los de Dios tan sólo en la medida en que, metafísicamente, no existimos, porque sólo Él es.

Si Dios ha dado a los hombres la convicción de ser los autores de sus acciones, no es en absoluto —como algún sufí lo ha imaginado- para que no puedan acusar a Dios de ser el creador de sus pecados, es únicamente porque, desde el momento en que el hombre existe, él es ipso facto el autor de sus acciones buenas o malas, y esto con la misma realidad o irrealidad con la que existe, tal como hemos dicho más arriba. La conciencia concreta de que Dios es metafísicamente el Agente subyacente no es realizable más que en función de la calidad moral, o la rectitud en cierto modo ontológica, de nuestras acciones 4 ; hay que preocuparse a priori por esta calidad moral y no por la idea de que es Dios solo el que actúa. Dios no nos ha engañado al crearnos, y tampoco nos engaña en nuestra convicción de actuar libremente; sin duda, Él es la fuente de nuestra capacidad de pensar y de actuar como es la fuente de nuestra existencia, pero no puede ser el autor responsable de nuestros actos morales 5, sin lo cual no seríamos nada; y Él sería hombre. Es evidente que la Actividad divina subyacente es la misma en las acciones buenas y en las malas, en cuanto se trata de la actividad como tal; esta reserva significa que las acciones buenas, aparte su participación en la Actividad divina, en primer lugar son conformes al Soberano Bien —que es la substancia de esta actividad— y en segundo lugar son necesarias para la liberación del Agente divino en el alma, precisamente en razón de

3 «No hay pecado mayor que la existencia», según una fórmula tan audaz como elíptica atribuida a Râbi’ah Adawiyah; y según otra fórmula de este género, sólo Dios tiene derecho a decir «yo», y el pecado de Iblîs fue precisamente el de haberse atribuido este derecho.

4 Se trata aquí de moralidad intrínseca, conforme a la naturaleza de las cosas, coincida o no con tal o cual moral formal e institucional.

5 Si el Corán especifica que «Allâh os ha creado, a vosotros y a lo que hacéis», no puede ser con la intención de quitar al hombre la responsabilidad moral, sino que es para indicar la total dependencia ontológica de las criaturas; la prueba de ello está en que, en el mismo Corán, Dios prescribe y prohíbe, promete y amenaza, lo que no tiene sentido si no es a la vista de una responsabilidad otra que la suya. Por una parte, el Corán declara que «Dios induce en error a quien Él quiere» —no hay que olvidar que, según la Biblia, Dios «endureció el corazón de Faraón»—, y por otra parte, el Corán especifica que «Dios no quería hacerles ningún daño, pero ellos se han hecho daño a sí mismos», y otras expresiones de este género.

su conformidad con el Agathon; con la divina Perfección, que es la razón de ser de la Actividad en sí.

Por tanto, es impropio decir, sin poner en ello el matiz indispensable, que Dios es el Agente de nuestros actos. Por el contrario, si decimos que «sólo Dios es el Conocedor» pensando en el conocimiento metafísico —como tal y no como traducción mental—, estamos en lo cierto, pues este Conocimiento no pertenece a la subjetividad específica-mente humana; es propio del «Espíritu Santo» y él es lo que nos une, sin por ello divinizamos, con el Orden divino; sin él, o sin su virtualidad, el hombre no sería el hombre. El ser humano, por su naturaleza, está condenado a lo sobrenatural.

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«Así pues, Él tiene misericordia de quien quiere, y endurece a quien quiere. Pero me dirás: Entonces ¿por qué reprende? ¿Quién resiste, en efecto, a su voluntad? ¡Oh hombre! en verdad, ¿quién eres tú para querer disputar con Dios? ¿Dirá la obra a quien la ha modelado: por qué me has hecho así? ¿Acaso el alfarero no es dueño de su barro para fabricar con la misma pasta un vaso honorable o un vaso vil?» (Epístola a los Romanos, IX, l8-21) 6 . Este pasaje enuncia una idea que se encuentra también en el Islam: Dios tiene todos los derechos, no porque es santo o porque es el Soberano Bien, sino porque es todopoderoso; argumento de conquistador y de monarca sin duda 7, que cierra de entrada la discusión pero no explica nada, desde el punto de vista metafísico que el Apóstol, precisamente, no ha querido abordar. Yendo al fondo de las cosas se podría, evidentemente, responder que el hombre tiene derecho a la necesidad de casualidad que Dios le ha conferido, tanto más cuanto que la pregunta de qué se trata se impone con una lógica imperiosa; sin olvidar que una pregunta no es todavía una «disputa». En el fondo, el rechazo que el Apóstol opone a nuestra necesidad de casualidad y a nuestro sentido común significa que quiere velar la complejidad del Orden divino a fin de salvaguardar la imagen antropomorfa del Dios monoteísta; pero también es, más profundamente, un rechazo opuesto a la pregunta absurda en sí: ¿por qué determinada posibilidad es posible? 8

6 «¿Acaso el alfarero es como la arcilla? ¿Puede una obra decir de su autor: Yo no soy su obra? ¿Y un vaso de su alfarero: Él es estúpido?» (Isaías, XXIX, 16). Lógica voluntarista y fideísta que, en su contexto, tiene forzosamente su razón de ser.

7 En el nivel de la Historia sagrada, naturalmente, pero no por ello la psicología de que se trata conserva menos su particularidad.

8 La misma observación vale para el giro coránico: «Él crea lo que quiere» (yakhluqu mâ yashâ).

Sea lo que fuere, según la doctrina paulina el mal es necesario para la manifestación de la «Gloria» de Dios: los «vasos de Cólera», a saber, las criaturas destinadas al castigo, están ahí para permitir la aparición de esta Cualidad divina que es, precisamente, la Cólera o la Justicia. Es decir, el pecado que hay que castigar, o el desequilibrio que hay que rectificar, es el aspecto complementario negativo, o el soporte providencial, de la Cualidad divina de que se trata; pues ésta no podría irradiar sin la ayuda de causas ocasionales que son posibilidades negativas incluidas en la Infinitud del Principio. Pero también hay que considerar lo siguiente: el hombre de bien no piensa en preguntar a Dios: ¿Por qué me has hecho piadoso y honrado?, como tampoco el pecador endurecido preguntará: ¿Por qué me has hecho pecador?, pues el hombre de bien no tiene ninguna razón para quejarse, y en cuanto al pecador, si encontrara un motivo para su pregunta —si sufriera por el hecho de ser pecador—, no pecaría más, pues nada obliga al hombre a pecar. La pregunta: ¿Por qué me has hecho así? no tiene sentido más que para una situación irremediable; ahora bien, no es el estado de pecador lo que es irremediable, es la voluntad deliberada, luego orgullosa, de pecar; y nadie puede negar que el hombre hace lo que quiere. Sin duda, esto no impide al hombre malo hacer lógicamente la pregunta de que se trata; pero aquello le prohíbe hacerla moralmente, puesto que él desea ser lo que es.

El problema de la predestinación se resuelve metafísicamente por la doctrina de la Posibilidad: toda cosa posible es con toda evidencia «idéntica a sí misma», es decir, «quiere» ser lo que es, ontológica e inicialmente 9; no es el Dios personal, creador y legislador, el que «quiere» el mal, Él transfiere simplemente en la Existencia la Omniposibilidad diferenciada y diferenciadora que reside en la divina Esencia, de la que Él, el Dios personal, no es sino la primera Hipóstasis. En cuanto al hombre, podríamos decir que la «condenación» es en cierto modo el lado pasivo del individuo substancialmente perverso, es decir, cuya substancia misma es pecadora, siendo el lado activo el pecado, precisamente; queriendo el mal —queriéndolo en su misma substancia—, este individuo se «condena» a sí mismo, mientras que el pecado «por accidente», luego exterior a la substancia individual, sólo conduce al «purgatorio»10. Obsérvese que el «pecado mortal»

9 Esto es lo que expresa el Corán con otros términos: «Pero si ellos (los condenados) fueran devueltos (a la tierra), volverían a lo que les estaba prohibido...» (Sura Los Rebaños, 28).

10 En el Cristianismo, la teología es indecisa en lo que concierne a la predestinación, no en sí, sino en cuanto a la intención de Dios, que según unos es independiente de los méritos humanos y según otros depende, más o menos, de estos últimos, o lo hace en algunos casos; pero la primera de estas opiniones, sostenida por lo demás por San Agustín y Santo Tomás, es la que ha prevalecido finalmente, o al menos es la que predomina sobre las demás. Los católicos reprochan a los protestantes el que estén seguros de su salvación; aparte que la mayoría de los católicos, que ignoran la teología, no tienen otra actitud, esta certidumbre es, de hecho, un elemento más metódico que dogmático —al menos en las personas piadosas—y se acerca curiosamente a la certidumbre análoga de los amidistas.

no está en la sola acción —un hecho temporal no puede acarrear para el agente una consecuencia intemporal—, sino que está ante todo en el carácter, luego en la substancia; es decir, un mismo acto puede tener un alcance ya accidental, ya substancial, según resulte de la corteza o del núcleo de la persona. Cuando el hombre mejora su carácter, Deo juvante, Dios ya no tiene en cuenta los pecados pasados cuyas raíces han desaparecido del alma: un pecado que ya no se cometería es un pecado borrado, mientras que el hombre debe pagar por una antigua transgresión que todavía podría cometer. Huelga decir que en todo esto se trata, no de lo que aparece como pecado por su forma, sino de lo que es pecado por una tara intrínseca, pues la acción vale por la intención.

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Según Cristo, es necesario que «la Escritura se cumpla»; y el Corán habla asimismo de un «Libro» en el que los menores hechos están consignados de antemano, y también de una «Tabla Guardada» en la que está inscrito el porvenir, o mejor, todo lo que es posible y todo lo que se realizará. Este libro divino no es otro que la Omniposibilidad, en diferentes grados: en primer lugar, es el Infinito mismo, que pertenece a la Esencia o al Sobre-Ser, y cuyos elementos el Ser —el Dios personal— no puede dejar de aceptar; en segundo lugar, es la Infinitud en cuanto pertenece al Ser, y es entonces la Omniposibilidad en el grado, no puramente principial y potencial, sino arquetípico y virtual; en tercer lugar, es la Ilimitación de la Existencia, luego la Omniposibilidad manifestadora y manifestada, o el Logos que proyecta las posibilidades y el mundo que las realiza.

 Dios no puede no aceptar los elementos que resultan de la Esencia, hemos dicho; sin embargo, no puede, Él que es personal, querer todos los males de una manera positiva y expresa; pero quiere, y «debe querer» por su propia naturaleza, que «la Escritura se cumpla». No obstante, puede determinar las modalidades de este cumplimiento: pues otro misterio es la relatividad de ciertas posibilidades inscritas en el «Libro». Es decir, hay cosas que deben ser de una manera absoluta y otras que pueden no ser, al menos en cuanto al modo, y que por consiguiente pueden cambiar de forma o de nivel, sin lo cual sería inútil pedir favores a Dios; la costumbre islámica de rogar a Dios, en una noche de Ramadán, que cambie en bien el mal que está inscrito en la «Tabla guardada» no tendría ningún sentido. Dios es soberanamente libre, lo que implica que hay un margen de libertad incluso en la fijación de los destinos.

 

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Así pues, contrariamente a lo que parecen entender los celadores omnipotencialistas —los que quieren explicarlo todo por el Poder divino—, la Omnipotencia de Dios no coincide con la suprema Omniposibilidad; la Omnipotencia —ya relativa, puesto que está situada en el grado del Ser y está comprendida por ello en Mâyâ— tiene todos los poderes sobre las manifestaciones de la Posibilidad suprema, pero ésta —que precisamente pertenece al Absoluto- escapa por eso mismo a la jurisdicción ontológica de dicho Poder 11. Dios tiene todo el poder sobre un determinado mal, pero no sobre el mal como tal; puede no crear un determinado mundo, pero no puede dejar de crear el mundo como tal; no puede hacer que el Absoluto no sea absoluto, que el Infinito no sea infinito, que el mundo no sea el mundo; que Dios no sea Dios. Si «Yo hago gracia a quien hago gracia, y tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Éxodo, XXXIII, 19) es porque las cosas y las criaturas son lo que son, por su posibilidad. La actitud de Dios hacia una criatura es, en último término, un aspecto de esa criatura.

Desde el punto de vista de la Verdad total, hay una interdependencia entre la persona humana y el Dios personal, que se explica por su solidaridad en Mâyâ; los exoteristas cometen, lógicamente, el error —pero, ¿acaso pueden obrar de otro modo?— de prestar a la Divinidad-Mâyâ las características del puro Atmâ, del puro Absoluto. De dónde la imagen de un Dios a la vez antropomorfo e incomprensible por ser forzosamente contradictorio; imagen emparejada con la de un hombre considerado incapaz de un conocimiento que no sea el sensorial, y mantenido en los límites de una piadosa ininteligencia mediante argumentos fundamentalmente moralistas.

Por lo demás, una cosa es la legítima necesidad de causalidad del hombre disciplinado e intuitivo, y otra, la insaciable curiosidad del hombre mundano y escéptico; es a este último al que hay que oponer una negativa haciendo referencia a la grandeza de Dios y a la pequeñez del hombre, por cuanto el espíritu exteriorizado y exteriorizador nunca estará satisfecho y no tiene siquiera interés por estarlo. Sea como fuere, la Biblia y el Corán nos enseñan que los antiguos cercano-orientales tenían indiscutiblemente, junto a sus cualidades de hombres enteros, algo de prosaico, de versátil y de rebelde —no fueron, ciertamente, los únicos en tener estas debilidades—, lo que añade una justificación a los argumentos omnipotencialistas por parte de las Escrituras.

11 Lo hemos señalado, sin duda, más de una vez y volveremos quizá todavía sobre ello, pero en el enmarañamiento de las informaciones doctrinales no es posible acordarse de todo lo que ya se ha expresado, desde el doble punto de vista del contenido y la forma; tanto más cuanto que es grande la tentación intelectual de precisar lo que exige un máximo de claridad.

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Según la lógica de los celadores obediencialistas, el hombre es «esclavo» (abd) de la misma manera incondicional en que Dios es «Señor» (Rabb); según esta forma de ver, el hombre no tiene su inteligencia más que para reconocer, por el estudio de la Revelación, lo que Dios ha declarado bueno o malo, no para comprender lo que es bueno o malo en sí y que, por consiguiente, Dios ha declarado tal. Por exceso de piedad —de una piedad que pretende dar un carácter absoluto a algo forzosamente relativo y condicional, a saber, la obediencia— no se siente siquiera que es absurdo decirnos que Dios es justo o compasivo proclamando, al mismo tiempo, que es Dios quien decide lo que es la justicia y la compasión.

Una consecuencia de la antropología por así decirlo esclavista de algunos es la exageración, no del infierno, sino del riesgo de caer en él, riesgo atribuido incluso a los hombres más piadosos; y esto a pesar de una acentuación correlativa igualmente intensa del motivo de esperanza, de perdón, de divina Clemencia. Sin duda, la perspectiva de Misericordia restablece el equilibrio en la doctrina escatológica global, pero no por ello suprime los excesos de la perspectiva opuesta, ni la incompatibilidad entre las dos tesis; pues si es cierto que Dios ha creado a los pecadores para poder perdonarlos, como lo afirma Ghazâli, y que desesperar de la Misericordia es un pecado más grande que todos los demás pecados acumulados, como lo quiere el califa Alî, no puede ser cierto igualmente que hombres santos como Abu Bakr y Omar hayan tenido razón —suponiendo que la información sea exacta— en lamentar su nacimiento humano a causa del rigor del Juicio. Una misma doctrina no puede citarnos como ejemplo un santo que se hubiera sentido feliz de no pasar más que mil años en el infierno, y al mismo tiempo asegurarnos que Dios perdona al creyente arrepentido aun si la masa de los pecados se extiende hasta el cielo; y una misma moral no puede en buena lógica abrumarnos con amenazas escatológicas objetivamente desesperantes a la vez que nos prescribe gozar de determinados placeres «lícitos» de la vida, y no de los menores.

 En lo que concierne a la atribución, al ser humano, de un carácter exclusivamente «obediente» —en un grado que equivale a desposeerlo prácticamente de su prerrogativa de hombre—, diremos en primer lugar que el hombre debe obedecer cuando debe aceptar un destino, o un dogma a priori incomprensible —pero siempre garantizado por otros dogmas, comprensibles y fundamentales éstos—, o cuando debe someterse a una ley o a una regla; pero no obedece cuando distingue una cosa de otra o cuando ve que dos y dos son cuatro. Como quiera que sea, el argumento decisivo en esta cuestión es el siguiente: el hecho de que el hombre pueda concebir el Sobre-Ser prueba que no puede ser un «servidor» (abd) desde todos puntos de vista, y que hay algo en él —ya sea en principio tan sólo, ya sea también de hecho— que le permite no reducir su actividad espiritual a la obediencia pura y simple; esto es lo que expresa el título de «vicario» (khalîfah) dado al hombre por el Corán, y esto es lo que expresa igualmente el hecho de que, siempre según el Corán, Dios insufló al hombre «algo de su espíritu» (min Rûhihi), concediéndole así una participación real en el Espíritu divino, lo cual, como el fenómeno general de la deiformidad humana, excluye una naturaleza capaz únicamente de sumisión, luego de servidumbre 12. En otros términos, el espíritu humano está esencialmente dotado de objetividad; el hombre es capaz —mal que les pese a los relativistas— de salir de su subjetividad, y esto está en relación con su capacidad de concebir el Sobre-Ser, luego de trascender el régimen del Ser creador, revelador y legislador: de trascender intelectual y contemplativamente el «Yo» divino, la autodeterminación del supremo Sí.

Esta última observación nos permite mencionar el siguiente aspecto del problema: el Sí inmanente comprende el Ser y el Sobre-Ser; ahora bien, transcender el régimen del Ser en virtud de una consciencia concreta y suficiente del Sobre-Ser —consciencia rarísima y por definición unitiva en un grado cualquiera— es por ello mismo transcender la ley, producto del Ser legislador; no despreciarla de facto, sino entrever sus límites formales 13. Conviene subrayar aquí, aunque la cosa sea evidente, que el Sí inmanente es transcendente con respecto al yo, sin lo cual el ego sería divino, mientras que el Principio transcendente —concebido objetivamente— es inmanente a todo lo que existe, sin lo cual no habría existencia. Y al igual que el Sí no deja de ser inmanente y virtualmente accesible a causa de su transcendencia, tampoco el Principio objetivo deja de ser trascendente a causa de su inmanencia ontológica en la creación.

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Lo que los partidarios de un determinismo absoluto no ven, es que, al abolir las causas segundas en provecho de una sola Causa —o no admitiendo más que ésta en detrimento de aquéllas—, comprometen la noción de Libertad divina, pues un mundo sin

12 otro ejemplo de lo que se puede llamar con razón y sin abuso de lenguaje la «dignidad humana» es el título de «amigo de Dios» (khalîl Allâh) conferido por el Islam a Abraham. Y cuando Jesús habla de «nuestro Padre que estás en los Cielos» es precisamente para indicar que, si el hombre es «servidor» en cierto aspecto, es «hijo» o «heredero» en otro.

13 La interiorización de la Ley por parte de Cristo, y después por San Pablo, corresponde a este misterio; interiorización de la «letra que mata», operada en virtud del «espíritu que vivifica». Obsérvese que en la intención de Cristo esta transferencia de la forma a la esencia no es una «abolición» sino un «cumplimiento». El hecho de que el Cristianismo, siendo una religión, se haya convertido a su vez en una «Ley», pertenece a una dimensión completamente distinta.

libertad alguna, luego sin causalidad que le sea propia, no podría derivar de una Divinidad libre. El poder causativo de los seres y de las cosas da fe del Poder uno, no lo anula; la libertad del hombre da fe de la de Dios, en el sentido de que el hombre es responsable de sus actos porque Dios es soberanamente libre. El Universo no es un mecanismo de relojería, es un misterio vivo; afirmar lo contrario equivale a negar la inmanencia, que en último término es un efecto de la trascendencia. Y es por lo menos contradictorio mantener furiosamente la dualidad absoluta «Señor y servidor» declarando al mismo tiempo que sólo existe el primero.

Pero hay más: un Dios que exige la obediencia debe Él mismo obedecer a algo, si está permitido expresarse así; este Dios que obedece es el «no-supremo» (apara) de los vedantistas, el cual está ya comprendido en Mâyâ. Un Dios que no tiene que obedecer a nada no exige la obediencia; y éste es la Divinidad «suprema» (Paramâtmâ), la Esencia «no-cualificada» (nirguna). Dios sólo puede obedecer a su propia naturaleza; no se trata de que obedezca a algo que se situaría fuera de Él mismo.

O también: Dios-Esencia está más allá del bien y el mal, y no es un interlocutor; Dios-Persona es un interlocutor, y ama el bien y nos pide que lo amemos. Un Dios que, siendo el «Soberano Bien», ama y ordena el bien, no podría estar «por encima del bien y el mal», como tampoco un Dios que posee esta indiferencia puede ordenar ni prohibir nada 14.

En lugar de decir: «Es imposible que Dios, que es el Soberano Bien y prohibe el mal, quiera, cree y haga el mal», los omnipotencialistas prefieren decir: «Es imposible que existan cosas que Dios, que es el Todopoderoso, no quiera y no cree, aunque fuera un mal». Por una parte, se «personaliza» la Esencia divina, que es impersonal, y por otra parte se «deshumaniza» al Dios personal.

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El gran enigma —desde el punto de vista humano— es la cuestión de saber, no por qué el mal como tal es posible, sino qué significa la posibilidad de un determinado mal; se puede comprender el mal abstractamente, pero no concretamente —salvo en ciertas categorías de casos cuya lógica es transparente 15—, mientras que se puede comprender concretamente el bien en todas sus formas, es decir, se capta sin ninguna dificultad su

14 Esta indiferencia amoral —no inmoral— aparece en la noción hindú de Lila, el «Juego divino» en y por Mâyâ.

15 No hay que olvidar que ciertos males, los azotes de la naturaleza, por ejemplo, no son males en sí, puesto que los elementos, que los provocan, son bienes; esto no impide que los daños, en el plano humano, no manifiesten nada de positivo, aun sin constituir un mal intrínseco.

posibilidad o necesidad. Es que en el mal está todo el misterio del absurdo, y éste coincide con lo ininteligible; sólo nos queda entonces referirnos a la noción de Omniposibilidad, pero en ese caso estamos de nuevo en lo abstracto; fenomenológicamente hablando, no desde el punto de vista de la intelección y de la contemplación. La Omniposibilidad es una cosa, sus contenidos son otra.

Precisemos todavía, aunque en resumidas cuentas esto resulte de lo que acabamos de decir, que el mal se vuelve incomprensible en la medida en que es particular: la posibilidad de lo feo, por ejemplo, es comprensible, pero no es evidente el por qué pueda haber tal o cual fealdad, ya sea física o moral. Lo que explica, sin embargo, en cierta forma «tal o cual tara», es decir, la posibilidad —y de hecho la necesidad— de un defecto particular, concreto y no principial tan sólo, es la ilimitación de lo Posible, la cual  debe realizar posibilidades anormales destinadas a desmentir imposibilidades; lo que la Posibilidad no puede realizar —so pena de absurdo ontológico— en las cosas en sí, lo realiza al menos en las apariencias; en este plano, nada es «absolutamente imposible», por más anodino que fuera el «suplente» de la imposibilidad.

Una clave para el enigma del mal en general es esta fatalidad cosmogónica: allí donde hay forma, no sólo hay diferencia, sino también posibilidad de oposición efectiva, según el nivel mismo de coagulación formal; la caída de Adán, se dice, ha traído consigo la de todas las criaturas terrenas, ha actualizado, por consiguiente, oposiciones latentes e introducido en el mundo la lucha y el odio, luego el mal en cuanto privación de caridad, a veces combinada con un exceso de derecho, como en el caso de una justa venganza que sobrepasa sus límites.

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Un ejemplo típico de teología obediencialista es la teoría asharí, que en substancia niega que Dios ordene lo que está bien y prohíba lo que está mal; por el contrario, expone —y hemos aludido a ello más arriba— que el bien es lo que Dios ordena, y el mal lo que prohíbe; ahora bien, si esto fuera así, Dios no tendría ningún motivo para ordenar ni prohibir nada, pues no se ordena por ordenar y no se prohíbe por prohibir, como tampoco se permite por permitir. La idea de Asharî es que Dios «crea» el bien y el mal, lo que es cuando menos insuficiente, puesto que la causa del bien, y por tanto de la distinción entre el bien y el mal, no está en el acto arbitrario de un Sujeto divino ya teñido de Relatividad o de Mâyâ —a saber, el Ser creador y legislador—, sino en la Naturaleza misma de Dios o en su Esencia; es en este sentido en el que el Corán declara que Dios «se ha prescrito la Misericordia» o que «le incumbe ayudar a los creyentes»; no dice que Dios «cree» la Misericordia junto con su contrario o su ausencia, sin que se pueda comprender el contenido de estas «creaciones», o sin que se pueda comprender otra cosa que el hecho de la decisión divina. Estrategia teológica, podríamos decir: se trata, en efecto, en el espíritu del teólogo, de subrayar que «Dios» —el Sujeto divino que «quiere» esto o aquello— lo determina todo y no es determinado por nada; habría bastado, sin embargo, con decir que Dios ordena o bendice lo que es conforme a su Naturaleza, que es el Soberano Bien y nos es comprensible, precisamente, por sus reflejos en la creación. Dos y dos son cuatro, no porque Dios lo «quiere», sino porque ello resulta de su Esencia 16; y es por esto por lo que lo «quiere» con respecto a los hombres, en el sentido de que se lo hace evidente otorgándoles la inteligencia. Dios quiere hacernos participar en su Naturaleza porque Él es el Soberano Bien y por ninguna otra razón.

Se podría destacar a este respecto que, si bien Dios está «ligado» por su propia naturaleza a que una causa determinada engendre un efecto determinado, es libre, por el contrario, de elegir un tipo de operación, por una parte, y sus términos, por otra; la elección depende de su Infinitud, mientras que la coherencia en la aplicación de esta misma elección depende de su Absolutidad. Podríamos señalar igualmente —y nos repetimos subrayándolo una vez más —que la libertad está en la elección y no en las consecuencias de ésta, que el buen uso de la libertad presupone, pues, el conocimiento de lo que nuestra opción implica; esto es cierto incluso para Dios, no obstante el hecho de que su Omnipotencia —su Libertad precisamente— implica la capacidad de obrar excepciones milagrosas que, sin embargo, «confirman la regla»; el hombre, en cambio, no puede en ninguna circunstancia escoger un cristal y escoger luego que éste no sea duro ni transparente. Sea como fuere, no se trata de negar que las consecuencias o las modalidades derivan de la Voluntad divina, se trata simplemente de señalar que derivan de ella de otro modo que las causas o las substancias: en cierta manera, cada gota de lluvia está ligada al Orden divino por el hecho de que es una posibilidad, pero no lo está de la misma forma que el agua en sí, la cual determina todas sus modalidades posibles por su naturaleza misma, y ésta es con toda evidencia «querida por Dios».

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Lo que los celadores de un «Derecho divino» mal entendido parecen no comprender es que, al crear al hombre, Dios se compromete; ya no es, pues, absolutamente libre como lo es en sí, y es un error decir que es incondicionalmente libre con respecto al  hombre porque es incondicionalmente libre en su propia naturaleza; o que habiendo

16 Por esto la palabra Haqq, que significa a la vez «Verdad» y «Realidad», es uno de los Nombres de Dios.

creado al hombre según una determinada intención y, por tanto, según una cierta lógica, no se ha comprometido. Hemos leído en un gran teólogo que el hombre lo debe todo a Dios, pero que Dios no debe nada al hombre, lo que equivale a decir que no hay ninguna relación lógica entre el Creador y la criatura; que al crear el agua, por ejemplo, habría creado algo que en cualquier instante podría dejar de ser agua; o que Dios no actúa justamente porque es justo, sino que un acto es justo porque es realizado por Dios.

La sobreacentuación de la trascendencia divina conduce al mismo callejón sin salida que la de la Libertad o la Omnipotencia: pues si hay Trascendencia exclusiva, luego absolutamente separativa, no hay ningún medio de saber que Dios es trascendente, o incluso simplemente que Él es; al igual que, si Dios es libre o todopoderoso en todos los aspectos posibles —no lo es sino en relación con los modos de su creación—, es libre también de no tener las Cualidades que lo caracterizan e incluso de no ser Dios, quod absit, como hemos hecho notar más arriba. Pero para el pensador de tipo asharí, el hombre no tiene elección: puesto que no puede conocer lo absolutamente Trascendente, debe limitarse a creer y a someterse; pues bien, nos gustaría saber por qué. Harto afortunadamente, el sentimiento religioso, que es innato al hombre, no depende de los piadosos excesos de una determinada teología, aun si los acepta en el plano de las abstracciones mentales, por simple piedad precisamente.

Si existe un mundo frente a Dios y además este mundo es diferenciado, luego múltiple, es necesario que haya en Dios mismo un principio de proyección y de diferenciación, y por ello de relatividad, que establezca los grados hipostáticos en el orden divino o los grados de realidad a secas, en suma, un «precedente metafísico» in divinis que haga posible el mundo y las cosas. Cuando, por afán de unitarismo ontológico, se niega esta Mâyâ universal, se desemboca en el absurdo de una subjetividad divina a la vez despiadadamente trascendente y paradójicamente antropomorfa; luego en el absurdo de un Dios que, por unitarismo, está obligado a encargarse de todo; que en ausencia de las leyes naturales debe crear el ardor de un fuego cada vez que haya uno; de un Dios que «crea» los pecados de los hombres y que, al mismo tiempo, los castiga, excepto cuando decide no hacerlo. Todo esto debemos admitirlo por la simple razón de que «Dios nos ha informado de ello», lo que para los fideístas hace las veces de explicación metafísica, a pesar del hecho de que Dios ha creado nuestra inteligencia y con ella nuestras legítimas necesidades de causalidad; la razón de ser de la creación del hombre es precisamente el prodigio de una inteligencia capaz de participar en la naturaleza de Dios y sus misterios, y que, por participar en ellos —y en la medida en que lo hace realmente— es la primera en saber que «el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios».

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De hecho, no sólo hay una lógica racional, hay también una lógica moral; y ésta, en sus expresiones, puede violar aquélla. La idea de un infierno eterno, por ejemplo, es metafísicamente absurda; si ha sido eficaz durante más de dos milenios es porque siempre ha sido considerada según la lógica moral; esta eternidad se convierte entonces en la sombra de la Majestad divina menospreciada. Ya se trate de condenación o de salvación, el absurdo no reside sino en la idea de un alma inmortal que comienza en el nacimiento y que pasará su eternidad acordándose de su situación terrenal, y así sucesivamente; no reside en un simbolismo que es moralmente plausible y eficaz por basarse, por una parte, en lo que hay de cuasi absoluto en la condición humana y, por otra, en lo que hay de definitivo, desde el punto de vista de esta condición, en los destinos de ultratumba.

Podríamos también expresarnos de este modo: lo que la religión quiere obtener, por así decirlo, «a cualquier precio», luego eventualmente en detrimento de la lógica, es que el hombre se someta en toda circunstancia a lo que podemos llamar la «voluntad de Dios»: ya sea el Misterio divino en cuanto puede ser incomprensible para nosotros, o cierto destino que nos turba, o, en general, los aspectos de ininteligibilidad del mundo. Y esto da al lenguaje religioso o a la formulación teológica un cierto derecho a lo excesivo, incluso al absurdo, siendo el hombre lo que es 17; si hay un plano en el que «el fin santifica los medios», es el de la vida espiritual en todos los grados. «Bienaventurados los que no han visto y han creído.»

Recordemos aquí una vez más la diferencia entre el «hombre de fe» y el «hombre de gnosis»: entre el creyente, que en todo busca tan sólo la eficacia moral y mística hasta el punto de violar a veces sin necesidad las leyes del pensamiento, y el gnóstico, que vive ante todo de certidumbres principiales y está hecho de tal forma que estas certidumbres determinan su comportamiento y contribuyen poderosamente a su transformación alquímica. Pues bien, sean cuales sean nuestras predisposiciones vocacionales, debemos forzosamente realizar un cierto equilibrio entre las dos actitudes, pues no hay piedad perfecta sin conocimiento, y no hay conocimiento perfecto sin piedad.

Sin duda, hay hombres que sólo se salvan cojeando, y ciertamente no hay motivo para reprochárselo ni impedírselo; pero esto no puede significar que sólo ellos se salven y que todo el mundo deba cojear para salvarse. Esta observación vale independientemente del hecho de que, en ciertos aspectos, todos cojeamos, aunque sólo sea a causa de los azares de nuestra condición terrenal.

17 Lo que nos hace pensar en el koan de los zenistas; en fórmulas a la vez insensatas y explosivas, y destinadas a hacer estallar la corteza de los hábitos mentales, que impide la visión de lo Real.

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Hemos recurrido más de una vez a la noción budista del upâya, de la «estratagema salvadora»: pues bien, el upâya, por el hecho mismo de que es un medio «santificado por el fin», tiene un cierto derecho a sacrificar la verdad a la oportunidad, es decir, tiene este derecho en la medida en que una determinada verdad queda aparte de su propia verdad fundamental y de la estrategia espiritual correspondiente.

El upâya, para ser eficaz, debe excluir; la vía de «Dios en sí» debe excluir la de «Dios hecho hombre» —a la vez que conserva un reflejo de ella, reflejo cuya función será secundaria— e inversamente; el Islam, so pena de ser ineficaz, o de ser otra cosa que él mismo, debe excluir el dogma cristiano; el Cristianismo, por su parte, debe excluir el axioma característico del Islam, como ha excluido desde sus orígenes el axioma del Judaísmo, el cual coincide con el del Islam desde el punto de vista considerado. Las Epístolas de San Pablo muestran cómo el Apóstol simplifica el Mosaísmo con la intención de apoyar el Cristianismo en el doble aspecto doctrinal y metódico; de modo análogo, todo lo que en la imaginería musulmana choca a los cristianos debe interpretarse como un simbolismo destinado a despejar el terreno con vistas a la eficacia del upâya muhammadiano. Para comprender una religión es inútil pararse en su polémica extrínseca; su intención fundamental está en su afirmación intrínseca, que da testimonio de Dios y conduce a Dios. La imaginería no es nada, la geometría subyacente lo es todo.

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