Réne Guénon
El reino de la cantidad y los signos de los tiempos (1945)
CAPÍTULO XL
El fin de un mundo
Todo lo que hemos descrito en
el curso de este estudio constituye en suma, de una manera general, lo que se
puede llamar los «signos de los tiempos», según la expresión evangélica, es
decir, los signos precursores del «fin de un mundo» o de un ciclo, que no
aparece como el «fin del mundo», sin restricción ni especificación de ningún
tipo, más que para aquellos que no ven más allá de los límites de este ciclo
mismo, error de perspectiva muy excusable ciertamente, pero que, por ello, no
tiene consecuencias menos enojosas, por los terrores excesivos e injustificados
que hace nacer en aquellos que no están suficientemente desapegados de la
existencia terrestre; y, bien entendido, son justamente esos los que se hacen
con mucha facilidad esta concepción errónea, en razón de la estrechez misma de
su punto de vista. En verdad, puede haber así muchos «fines del mundo», puesto
que hay ciclos de duración muy diversa contenidos en cierto modo los unos en
los otros, y puesto que la misma noción puede aplicarse siempre analógicamente
a todos los grados y a todos los niveles; pero es evidente que son de
importancia muy desigual, como los ciclos a los cuales se refieren, y, a este
respecto, se debe reconocer que el que consideramos aquí tiene
in-contestablemente un alcance más considerable que muchos otros, puesto que es
el fin de un Manvantara todo entero, es decir, de la existencia temporal
de lo que se puede llamar propiamente una humanidad, lo que, todavía una vez
más, no quiere decir en modo alguno que sea el fin del mundo terrestre mismo,
puesto que, por el «enderezamiento» que se opera en el momento último, este fin
mismo devendrá inmediata-mente el comienzo de otro Manvantara.
A este propósito, hay todavía
un punto sobre el que debemos explicarnos de una manera más precisa: los
partidarios del «progreso» tienen costumbre de decir que la «edad de oro» no
está en el pasado, sino en el porvenir; la verdad, al contrario, es que, en lo
que concierne a nuestro Manvantara, está realmente en el pasado, puesto
que no es otra cosa que el «estado primordial» mismo. No obstante, en un
sentido está a la vez en el pasado y en el porvenir, pero a condición de no
limitarse al presente Manvantara
y de considerar la sucesión de los ciclos terrestres, ya que, en lo que
concierne al porvenir, es de la «edad de oro» de otro Manvantara de lo
que se trata necesariamente; así pues, está separada de nuestra época por una
«barrera» que es verdaderamente infranqueable para los profanos que hablan así,
y que no saben lo que dicen cuando anuncian la próxima venida de una «era
nueva» refiriéndola a la humanidad actual. Su error, llevado a su grado más
extremo, será el del Anticristo mismo al pretender instaurar la «edad de oro»
por el reino de la «contratradición», y al dar incluso su apariencia, de la
manera más engañosa y también más efímera, por la contrahechura de la idea
tradicional del Sanctum Regnum; con esto se puede comprender por qué,
en todas las «pseudotradiciones» que no son todavía más que «prefiguraciones»
muy parciales y muy débiles de la «contratradición», pero que tienden
inconscientemente a prepararla más directamente sin duda que cualquier otra
cosa, las concepciones «evolucionistas» desempeñan constantemente el papel
preponderan-te que hemos señalado. Bien entendido, la «barrera» de la que
hablábamos hace un momento, y que obliga en cierto modo a aquellos para quienes
existe a encerrarlo todo en el interior del ciclo actual, es un obstáculo más
absoluto todavía para los representantes de la «contrainiciación» que para los
simples profanos, ya que, al estar orientados únicamente hacia la disolución,
son verdaderamente aquellos para quienes nada podría existir más allá de este
ciclo, y así es para ellos sobre todo para quienes el fin del ciclo debe ser
realmente el «fin del mundo» en el sentido más integral que se pueda dar a esta
expresión.
Esto plantea
todavía otra cuestión conexa de la que diremos algunas palabras, aunque, a
decir verdad, algunas de las consideraciones precedentes le aportan ya una
respuesta implícita: ¿en qué medida esos mismos que representan más completamente
la «contrainiciación» son efectivamente conscientes del papel que desempeñan, y
en qué medida no son al contrario más que instrumentos de una voluntad que les
re-basa, y que, por lo demás, ignoran por eso mismo, aunque están
inevitablemente subordinados a ella? Según lo que hemos dicho más atrás, el
límite entre estos dos puntos de vista bajo los cuales se puede considerar su
acción está forzosamente determinado por el límite mismo del mundo espiritual,
en el cual no pueden penetrar de ninguna manera; pueden tener conocimientos tan
extensos como se quiera suponer en cuanto a las posibilidades del «mundo
intermediario», pero esos conocimientos no estarán siempre por ello menos
irremediablemente falseados por la ausencia del espíritu que es el único que
podría darles su verdadero sentido. Evidentemente, tales seres no pueden ser
nunca mecanicistas ni materialistas, y ni siquiera «progresistas» o
«evolucionistas» en el sentido vulgar de estas palabras, y, cuando lanzan en el
mundo las ideas que estas palabras expresan, le engañan deliberadamente; pero
esto no concierne en suma más que a la «antitradición» negativa, que no es
para ellos más que un medio y no un fin, y podrían, igual que los otros,
intentar excusar este engaño diciendo que «el fin justifica los medios». Su
error es de un orden mucho más profundo que el de los hombres a los que
influencian y «sugestionan» con tales ideas, ya que no es otra cosa que la
consecuencia misma de su ignorancia total e invencible de la verdadera
naturaleza de toda espiritualidad; por eso es por lo que es mucho más difícil
decir exactamente hasta qué punto pueden ser conscientes de la falsedad de la
«contratradición» que apuntan a constituir, puesto que pueden creer muy
realmente que en eso se oponen al espíritu, tal como se manifiesta en toda tradición
normal y regular, y que se sitúan al mismo nivel de aquellos que la representan
en este mundo; y, en este sentido, el Anticristo será ciertamente el más
«ilusionado» de todos los seres. Esta ilusión tiene su raíz en el error
«dualista» del que ya hemos hablado; y el dualismo, bajo una forma o bajo otra,
es el hecho de todos aquellos cuyo horizonte se detiene en ciertos límites,
aunque sean los del mundo manifestado entero, y que, al no poder resolver así,
reduciéndola a un principio superior, la dualidad que constatan en todas las
cosas en el interior de esos límites, la creen verdaderamente irreductible y
son llevados por eso mismo a la negación de la Unidad suprema, que para ellos
es efectivamente como si no existiera. Por eso es por lo que hemos podido decir
que los representantes de la «contrainiciación» son finalmente engañados por
su propio papel, y que su ilusión es incluso verdaderamente la peor de todas,
puesto que, en definitiva, es la única por la cual un ser pueda, no ser
simplemente extraviado más o menos gravemente, sino ser realmente perdido sin
retorno; pero evidentemente, si no tuvieran esta ilusión, no desempeñarían una
función que, no obstante, debe ser desempeñada necesariamente como toda otra
para el cumplimiento mismo del plan divino en este mundo.
Somos
conducidos así a la consideración del doble aspecto «benéfico» y «maléfico»
bajo el que se presenta la marcha misma del mundo, en tanto que manifestación
cíclica, y que es verdaderamente la «llave» de toda explicación tradicional de
las condiciones en las que se desarrolla esta manifestación, sobre todo cuando
se la considera, como lo hemos hecho aquí, en el periodo que lleva directamente
a su fin. Por un lado, si se toma simplemente esta manifestación en sí misma,
sin referirla a un conjunto más vasto, su marcha toda entera, desde el comienzo
hasta el fin, es evidentemente un «descenso» o una «degradación» progresiva, y
eso es lo que se puede llamar su sentido «maléfico»; pero, por otro lado, esta
misma manifestación, restituida al conjunto del que forma parte, produce
resultados que tienen un valor realmente «positivo» en la existencia universal,
y es menester que su desarrollo se prosiga hasta su término, comprendido ahí el
de las posibilidades inferiores de la «edad sombría», para que la «integración»
de estos resultados sea posible y devenga el principio inmediato de otro ciclo
de manifestación, y eso es lo que constituye su sentido «benéfico». Ello es
también así cuando se considera el fin mismo del ciclo: desde el punto de vista
particular de lo que entonces debe ser destruido, porque su manifestación está
acabada y como agotada, este fin es naturalmente «catastrófico», en el sentido etimológico
en el que esta palabra evoca la idea de una «caída» súbita e irremediable;
pero, por otra parte, desde el punto de vista en el que la manifestación, al
desaparecer como tal, se encuentra reducida a su principio en todo lo que tiene
de existencia positiva, este mismo fin aparece por el contrario como el
«enderezamiento» por el que, así como lo hemos dicho, todas las cosas son no
menos súbitamente restablecidas en su «estado primordial». Por lo demás, esto
puede aplicarse analógicamente a todos los grados, ya sea que se trate de un
ser o de un mundo: es siempre, en suma, el punto de vista parcial el que es
«maléfico», y el punto de vista total, o relativamente tal en relación al
primero, el que es «benéfico», porque todos los desórdenes posibles no son
tales sino en tanto que se les considera en sí mismos y «separadamente», y
porque estos desórdenes parciales se desvanecen enteramente ante el orden
total en el que entran finalmente, y del que, despojados de su aspecto
«negativo», son elementos constitutivos al mismo título que toda otra cosa; en
definitiva, no hay de «maléfico» más que la limitación que condiciona
necesariamente toda existencia contingente, y esta limitación misma no tiene en
realidad más que una existencia puramente negativa. Hemos hablado primeramente
como si los dos puntos de vista «benéfico» y «maléfico» fueran en cierto modo
simétricos; pero es fácil comprender que no hay nada de eso, y que el segundo
no expresa más que algo inestable y transitorio, mientras que lo que representa
el primero es lo único que tiene un carácter permanente y definitivo, de suerte
que el aspecto «benéfico» no puede no prevalecer finalmente, mientras que el
aspecto «maléfico» se desvanece enteramente, porque, en el fondo, no era más
que una ilusión inherente a la «separatividad». Solamente, a decir verdad,
entonces ya no se puede hablar propiamente de «benéfico», ni tampoco de «maléfico»
, en tanto que estos dos términos son esencialmente correlativos y marcan una
oposición que ya no existe, puesto que, como toda oposición, pertenece
exclusivamente a un cierto dominio relativo y limitado; desde que es rebasada,
hay simplemente lo que es, y no puede no ser, ni ser otro que lo que es; y es
así como, si se quiere llegar hasta la realidad del orden más profundo, se
puede decir con todo rigor que «el fin de un mundo» no es nunca y no puede ser
nunca otra cosa que el fin de una ilusión.
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