CAPÍTULO
XXXII
REALIZACIÓN
ASCENDENTE Y DESCENDENTE
(René Guenon . Iniciación y realización
espiritual (1952)
En la realización total de ser, hay lugar a considerar la unión de
dos aspectos que corresponden en cierto modo a las dos fases de ésta, una
«ascendente» y la otra «des-cendente». La consideración de la primera fase, en
la que el ser, partiendo de un cier-to estado de manifestación, se eleva hasta
la identificación con su principio no mani-festado, no puede suscitar ninguna
dificultad, puesto que eso es lo que, por todas par-tes y siempre, se indica
expresamente como el proceso y la meta esencial de toda iniciación,
desembocando ésta en la «salida del cosmos», como lo hemos explicado en
precedentes artículos, y, por consiguiente, en la liberación de las condiciones
limi-tativas de todo estado particular de existencia. Por el contrario, en lo
que concierne a la segunda fase, la de «descenso» a lo manifestado, parece que
no se haya hablado de ella sino más raramente y, en muchos casos, de una manera
menos explícita, a veces incluso, podríase decir, con una cierta reserva o una
cierta vacilación, que, por lo demás, las explicaciones que nos proponemos dar
aquí permitirán comprender; sin duda, ello se debe a que da lugar fácilmente a
malentendidos, ya sea porque se mire erradamente esta manera de considerar las
cosas como más o menos excepcionales, ya sea porque se equivoque el verdadero
carácter del «redescenso» de que se trata.
Consideraremos primero lo que se podría llamar la cuestión de
principio, es decir, la razón misma por la cual toda doctrina tradicional,
provisto que se presente bajo una forma verdaderamente completa, no puede, en
realidad, considerar las cosas de otro modo; y esta razón podrá comprenderse
sin dificultades si uno se remite a la enseñanza del Vêdânta sobre los
cuatro estados de Atmâ, tal como se describen con-cretamente en la Mândûkya
Upanishad1. En efecto, no hay solo los tres estados que están representados
en el ser humano por la vigilia, el sueño y el sueño profundo, y que
corresponden respectivamente a la manifestación corporal, a la manifestación
sutil y a lo no manifestado, sino que más allá de estos tres estados, y por
tanto más allá de lo no manifestado mismo, hay un cuarto, que puede decirse «ni
manifestado ni no manifestado», puesto que es el principio de uno y del otro,
pero que también, por eso mismo, comprende a la vez lo manifestado y lo no
manifestado. Ahora bien, aunque el ser alcanza realmente su propio «Sí mismo»
en el tercer estado, el de lo no
1 Notes on the Katha
Upanishad, 3ª parte.
2 Cf. Brihad-Aranyaka
Upanishad, II, 3.
manifestado,
sin embargo el término último no es éste, sino el cuarto, únicamente en el cual
se realiza plenamente la «Identidad Suprema», pues Brahma es a la vez
«ser y no ser» (sadasat), «manifestado y no manifestado» (vyaktâvyakta),
«sonido y silencio» (shabdâshabda), sin lo cual no sería verdaderamente
la Totalidad absoluta; y, si la realización se detuviera en el tercer estado,
no implicaría más que el segundo de los dos aspectos, el que el lenguaje no
puede expresar más que bajo una forma negativa. Así, como lo dice A. K.
Coomaraswamy en un reciente estudio1, «hay que pasar más allá de lo
manifestado (lo que se representa por el paso «más allá del Sol») para alcanzar
lo no manifestado (la «oscuridad» entendida en su sentido superior), pero el
fin último está aún más allá de lo no manifestado; el término de la vía no se
alcanza mientras no se conoce a Atmâ a la vez como manifestado y no
manifestado»; así pues, para llegar ahí, es menester pasar todavía «más allá de
la oscuridad», o, como lo expresan algunos textos, «ver la otra cara de la
oscuridad». Dicho de otro modo, Atmâ puede «brillar» en sí mismo, pero
no «irradia»; es idéntico a Brahmâ, pero en una sola naturaleza, no en
la doble naturaleza que está comprendida en Su esencia única2.
Aquí,
es necesario prevenir una objeción posible: en efecto, se podría hacer observar
que no hay ninguna medida común entre lo manifestado y lo no manifestado, de
tal suerte que lo primero es como nada frente a lo segundo, y, además, que lo
no manifestado, puesto que ya es en sí mismo el principio de lo manifestado, debe
con-tenerlo ya de una cierta manera. Todo eso es perfectamente verdadero,
ciertamente, pero no lo es menos que lo manifestado y lo no manifestado,
mientras se consideren así, aparecen todavía en un sentido como dos términos
entre los cuales existe una oposición; y esta oposición, incluso si no es más
que ilusoria (como por lo demás toda oposición lo es en el fondo), por eso no
debe menos ser finalmente resuelta; ahora bien, esta oposición no puede
resolverse más que pasando más allá de uno y otro de sus dos términos. Por otra
parte, si lo manifestado no puede decirse real en el sentido absoluto de esta
palabra, por eso no posee menos en sí mismo una cierta realidad, relativa y
contingente sin duda, pero que, sin embargo, es una realidad a algún grado, puesto
que no es una pura nada, y puesto que sería incluso inconcebible que lo fuera,
ya que eso lo excluiría de la Posibilidad universal. No se puede decir pues, en
definitiva, que lo manifestado sea estrictamente desdeñable, aunque parezca tal
en relación a lo no manifestado, y aunque sea eso, quizás, una de las razones
por las
1 A propósito de esto,
conviene agregar que algo semejante puede tener lugar también en un caso
diferente del de los «estados místicos», caso que es el de una realización
metafísica verdadera, pero que ha quedado incompleta y todavía virtual; la vida
de Plotino ofrece un ejemplo de ello que es sin duda el más conocido. Se trata
entonces, en el lenguaje del taçawwuf islámico, de un hâl o
estado transitorio que no ha podido ser fijado y transformado en maqâm,
es decir, en «estación» permanente, adquirida de una vez por todas, cualquiera
que sea por lo demás el grado de realización al cual co-rresponde.
que,
en la realización, todo lo que se refiere a ello puede encontrarse a veces
menos en evidencia y como relegado a la sombra. En fin, si lo manifestado está
comprendido en principio en lo no manifestado, es en tanto que conjunto de las
posibilidades de manifestación, pero no en tanto que manifestado efectivamente;
para que esté comprendido también bajo esta última relación, es menester
remontar, como lo hemos dicho, al principio común de lo manifestado y de lo no
manifestado, que es verdaderamente el Principio supremo del que procede todo y
en el que está contenido todo; y es menester que ello sea así, como se verá
mejor todavía después, para que haya realización plena y total del «Hombre
universal».
Ahora
bien, aquí se plantea otra cuestión: según lo que acabamos de decir, ahí se
trata de etapas diferentes en el recorrido de una sola y misma vía, o, más
exactamente, de una etapa y del término final de esta vía, y es bien evidente
que ello debe ser así en efecto, puesto que es la realización la que se
continúa así hasta su acabamiento último; ¿pero cómo se puede entonces hablar
en eso, como lo hacíamos al comienzo, de una fase «ascendente» y de una fase
«descendente»? No hay que decir que, si es-tas dos representaciones son
legítimas, la una y la otra, deben, para no ser contradictorias, referirse a
puntos de vista diferentes; pero, antes de ver como pueden conciliarse
efectivamente, podemos destacar ya que, en todo caso, esta conciliación no es
posible más que a condición de que el «redescenso» no se conciba en modo alguno
como una suerte de «regresión» o de «vuelta atrás», lo que, por lo demás, sería
in-compatible también con el hecho de que todo lo que es adquirido por el ser
en el curso de la realización iniciática lo es de una manera permanente y
definitiva. Así pues, aquí no hay nada comparable a lo que se produce en el
caso de los «estados místicos» pasajeros, tales como el «éxtasis», después de
los cuales el ser se encuentra pura y simplemente en la existencia humana
terrestre, con todas las limitaciones individuales que la condicionan, no
guardando de esos estados, en su consciencia actual, más que un reflejo
indirecto y siempre más o menos imperfecto1. Apenas hay necesidad de decir que el
«redescenso» en cuestión no es asimilable tampoco a lo que se designa como el
«descenso a los Infiernos»; como se sabe, éste tiene lugar previa-
1 El recorrido de una
tal vía «descendente», con todas las consecuencias que implica, no puede
si-quiera considerarse efectivamente, en toda la medida en que es posible, más
que en el caso extremo de los awliyâ es-Shaytân (cf. El Simbolismo de
la Cruz, p. 186 de la edición francesa).
mente
al comienzo mismo del proceso iniciático propiamente dicho, y, al agotar
algunas posibilidades inferiores del ser, juega un papel «purificador» que ya
no tendría manifiestamente ninguna razón de ser después, y sobre todo en el
nivel al que se refiere aquello de lo que se trata al presente. Para no pasar
bajo silencio ninguno de los equívocos posibles, agregaremos todavía que ahí no
hay absolutamente nada en común con lo que se podría llamar una «realización al
revés», que no tendría sentido más que si tomara esta dirección «descendente» a
partir del estado humano mismo, pero cuyo sentido, entonces, sería propiamente
«infernal» o «satánico», y que, por consecuencia, no podría depender más que
del dominio de la «contra-iniciación»1.
Dicho
eso, deviene fácil comprender que el punto de vista donde la realización
aparece toda entera como el recorrido de una vía en cierto modo «rectilínea» es
el del ser mismo que la cumple, puesto que, para este ser, jamás podría
tratarse de volver de nuevo atrás y de reentrar en las condiciones de algunos
de los estados que ya ha pasado. En cuanto al punto de vista donde esta misma
realización toma el aspecto de dos fases «ascendente» y «descendente», no es en
suma más que aquel bajo el cual puede aparecer a los demás seres, que la
consideran permaneciendo ellos mismos encerrados en las condiciones del mundo
manifestado; pero uno puede preguntarse todavía cómo un movimiento continuo
puede revestir así, aunque no sea más que exteriormente, la apariencia de un
conjunto de dos movimientos sucediéndose en direcciones opuestas. Ahora bien,
existe una representación geométrica que permite hacerse una idea de ello tan
clara como es posible: si se considera un círculo coloca-do verticalmente, el
recorrido de una de las mitades de la circunferencia será «ascen-dente», y el
de la otra mitad será «descendente», sin que el movimiento deje jamás de ser
continuo; además, en el curso de este movimiento, no hay ninguna «vuelta
atrás», puesto que no vuelve a pasar por la parte de la circunferencia que ya
ha sido recorrida. En eso hay un ciclo completo, pero, si se recuerda que no
podrían existir ciclos realmente cerrados, así como lo hemos explicado en otras
ocasiones, uno se da cuenta, por eso mismo, de que no es más que en apariencia
que el punto de conclusión coincide con el punto de partida o, en otros
términos, que el ser vuelve de nuevo al estado manifestado del cual había
partido (apariencia que existe para los demás seres, pero que no es la
«realidad» de ese ser); y, por otra parte, esta consideración del ciclo es aquí
tanto más natural cuanto lo que se trata tiene su correspondencia
«macrocósmica» exacta en las dos fases de
«aspir» y de «expir» de la manifestación universal. En fin, se puede destacar
que una línea recta es el «límite», en el sentido matemático de este término,
de una circunferencia que crece indefinidamente; y al estar la distancia
recorrida en la realización (o más bien lo que se figura por una distancia
cuando se emplea el simbolismo espacial) verdaderamente más allá de toda medida
asignable, no hay en realidad ninguna diferencia entre el recorrido de la
circunferencia de que acabamos de hablar y el de un eje que permanece siempre
vertical en todas sus partes sucesivas, lo que acaba de reconciliar las
representaciones que corresponden respectivamente a los dos puntos de vista
«interior» y «exterior» que hemos distinguido.
Por
estas diversas consideraciones, pensamos que se puede desde ahora comprender
suficientemente el verdadero carácter de la fase «descendente» o aparente-mente
tal; pero queda todavía preguntarse lo que puede ser, bajo la relación de la
jerarquía iniciática, la diferencia entre la realización detenida en la fase
«ascendente» y la que comprende además la fase «descendente», y sobre todo es
esto lo que tendremos que examinar más particularmente a continuación.
Mientras
que el ser que permanece en lo no manifestado ha cumplido la realización
únicamente «para sí mismo», el que «redesciende» después, en el sentido que
hemos precisado precedentemente, tiene desde entonces, con relación a la
manifestación, un papel que expresa el simbolismo de la «irradiación» solar por
la que todas las cosas son iluminadas. En el primer caso, como ya lo hemos
dicho, Atmâ «brilla» sin «irradiar»; pero, aquí todavía, es menester
disipar un equívoco: a este respecto, se habla con demasiada frecuencia de una
realización «egoísta», lo que es una verdadera sinrazón, puesto que ya no hay
más ego, es decir, individualidad, ya que las limitaciones que
constituyen la individualidad como tal han sido abolidas necesariamente, y de
una manera definitiva, para que el ser pueda «establecerse» en lo no
manifestado. Una tal equivocación implica evidentemente una confusión grosera
entre el «Sí mismo» y el «mí mismo»; hemos dicho que ese ser ha realizado «para
sí mismo», y no «para él mismo», y eso no es una simple cuestión de lenguaje,
sino una distinción completamente esencial en cuanto al fondo mismo de lo que
se trata. Hecha esta pre-cisión, por eso no permanece menos, entre los dos
casos, una diferencia cuyo verda-dero alcance puede comprenderse mejor
refiriéndose a la manera en la que diversas tradiciones consideran los estados
que se les corresponden, ya que, incluso si la realización «descendente», en
tanto que fase del proceso iniciático, no está generalmente indicada más que de
una manera más o menos velada, no obstante se pueden en-
1 El caso del Pratyêka-Buddha
es uno de aquellos a los cuales los intérpretes occidentales aplican de
buena gana este término de «egoísmo» cuya absurdidad acabamos de señalar.
contrar
fácilmente ejemplos que la suponen muy claramente y sin ninguna duda posible.
Para
tomar primero el ejemplo quizás más conocido, aunque no el mejor comprendido
habitualmente, la diferencia de que se trata es, en suma, la que existe entre
el Pratyêka-Buddha y el Bodhisattwa1; y es particularmente importante a este
res-pecto, destacar que la vía que tiene por término el primero de esos dos
estados se designa como una «pequeña vía» o, si se quiere, como una «vía menor»
(hînayâna), lo que implica que no está exenta de un cierto carácter
restrictivo, mientras que es la que conduce al segundo estado la que se
considera verdaderamente como la «gran vía» (mahâyâna), y por tanto la que
es completa y perfecta bajo todas las relaciones. Esto permite responder a la
objeción que podría sacarse del hecho de que, de una manera general, el estado
de Buddha se considera como superior al de Bodhisattwa; en el
caso del Pratyêka-Buddha, esta superioridad no puede ser más que
aparente, y se debe sobre todo al carácter de «impasibilidad» que,
aparentemente también, no tiene el Bodhisattwa; decimos aparentemente,
porque es menester distinguir en eso entre la «realidad» del ser y el papel que
tiene que desempeñar en relación al mundo manifestado, o, en otros términos,
entre lo que él es en sí mismo y lo que parece ser para los seres ordinarios;
por lo demás, encontraremos que hay que hacer la misma distinción en casos
pertenecientes a otras tradiciones. Es verdad que, exotéricamente, al Bodhisattwa
se lo representa como teniendo que efectuar todavía una última etapa para
alcanzar el estado de Buddha perfecto; pero, si decimos exotéricamente,
es por-que, precisamente, eso corresponde a la manera en que aparecen las cosas
cuando se consideran desde el exterior; y es menester que ello sea así para que
el Bodhisattwa pueda desempañar su función, en tanto que ésta es mostrar
la vía a los demás seres: él es «el que ha ido así» (tathâ-gata), y así
deben ir aquellos que pueden llegar como él a la meta suprema; así pues, para
ser verdaderamente «ejemplar», es menester que la existencia misma en la que
cumple su «misión» se presente en cierto modo como una recapitulación de la
vía. En cuanto a pretender que se trata realmente de un esta-do todavía
imperfecto o de un menor grado de realización, eso equivale a perder
enteramente de vista el lado «transcendente» del ser del Bodhisattwa, lo
que es quizás conforme con algunas interpretaciones «racionales» corrientes,
pero hace perfecta-mente incomprensible todo el simbolismo que concierne a la
vida del Bodhisattwa y que le confiere, desde su comienzo mismo, un
carácter propiamente avatârico, es
1 Se podría decir
también que un tal ser, cargado de todas las influencias espirituales
inherentes a su estado transcendente, deviene el «vehículo» por el cual estas
influencias son dirigidas hacia nuestro mundo; este «descenso» de las
influencias espirituales está indicado bastante explícitamente en el nombre de Avalokitêshwara,
y es también una de las significaciones principales y «benéficas» del triángulo
invertido. — Agregamos que es precisamente con esta significación como el
triángulo inver-tido se toma como símbolo de los grados más altos de la
Masonería escocesa; en ésta, por lo demás, puesto que el grado 30º se considera
como nec plus ultra, por eso mismo debe marcar lógicamente el término de
la «escalada», de suerte que los grados siguientes no pueden referirse
propiamente más que a un «redescenso», por el cual son aportadas a toda la
organización iniciática las influencias des-tinadas a «vivificarla»; y los
colores correspondientes, que son respectivamente el negro y el blanco, son
todavía muy significativos bajo la misma relación.
2 El rasûl manifiesta el atributo
divino de Er-Rahmân en todos los mundos (rahmatan lil-âlamîn), y
no solo en un cierto dominio particular. — Se puede destacar que, en otras
partes, la designación del Bodhisattwa como «Señor de compasión» se
refiere también a un papel similar, puesto que la «com-pasión» extendida a
todos los seres no es en el fondo más que otra expresión del atributo de rahmah.
3 Remitiremos aquí a lo
que ha sido dicho sobre la noción del barzakh, lo que permite compren-
decir, le muestra efectivamente
como un «descenso» (es el sentido propio de la pala-bra avatâra) por el
que un principio, o un ser que representa a éste porque se identifica con él,
se manifiesta en el mundo exterior, lo que, evidentemente no podría alterar de
ninguna manera la inmutabilidad del principio como tal1.
En
la tradición islámica, lo que acabamos de decir tiene su equivalente en una
amplia medida, teniendo en cuenta la diferencia de los puntos de vista que son
naturalmente propios a cada una de las diversas formas tradicionales: este
equivalente se encuentra en la distinción que se hace entre el caso del walî
y el del nabî. Un ser puede ser walî sólo «para sí mismo», si
es permisible expresarse así, sin manifestar nada al exterior; por el
contrario, un nabî sólo es tal porque hay una función que des-empeñar con
respecto de los demás seres; y, con mayor razón, la misma cosa es ver-dad del rasûl,
que es también nabî, pero cuya función reviste un carácter de
universalidad, mientras que la del simple nabî puede estar más o menos
limitada en cuanto a su extensión y en cuanto a su meta propia2. Podría parecer
incluso que aquí no de-be haber la ambigüedad aparente que hemos visto hace un
momento a propósito del Bodhisattwa, puesto que la superioridad del nabî
en relación al walî se admite gene-ralmente e incluso se considera
como evidente; y sin embargo a veces se ha sosteni-do también que la «estación»
(maqâm) del walî es, en sí misma, más elevada que la del nabî,
porque implica esencialmente un estado de «proximidad» divina, mientras que el nabî,
por su función misma, está necesariamente vuelto hacia la creación; pe-ro,
también aquí, eso no es ver más que una de las dos caras de la realidad, la
cara exterior, y no comprender que ella representa un aspecto que se agrega a
la otra sin destruirla ni afectarla verdaderamente3. En efecto, la
condición del nabî implica pri-
der sin esfuerzo cómo deben entenderse estas dos caras de
la realidad; la cara interior esta vuelta hacia El-Haqq, y la cara
exterior hacia El-khalq; y el ser cuya función es de la naturaleza del barzakh
debe unir necesariamente en él estos dos aspectos, estableciendo así un
«puente» o un «canal» por el que las influencias divinas se comunican a la
creación.
mero
en sí misma la del walî, pero es al mismo tiempo algo más; hay pues, en
el caso del walî, una suerte de «carencia» bajo un cierto aspecto, no en
cuanto a su naturaleza íntima, sino en cuanto a lo que se podría llamar su
grado de universalización, «carencia» que corresponde a lo que hemos dicho del
ser que se detiene en el estado no manifestado sin «redescender» hacia la
manifestación; y la universalidad alcanza su plenitud efectiva en el rasûl,
que así es verdadera y totalmente el «Hombre universal».
En
casos tales como los que acabamos de citar, se ve claramente que el ser que
«redesciende» tiene, frente a la manifestación, una función cuyo carácter en
cierto modo excepcional muestra bien que no se encuentra en ella en una
condición comparable a la de los seres ordinarios; estos casos son también los
de aquellos seres que se pueden decir «enviados» en el verdadero sentido de
esta palabra. En un cierto sentido, se puede decir también que todo ser
manifestado tiene su misión, si por ello se entiende simplemente que debe
ocupar su sitio propio en el mundo y que es así un elemento necesario del
conjunto del cual forma parte; pero no hay que decir que no es de esta manera
como lo entendemos aquí, y que se trata de una «misión» de un alcance
completamente diferente, que procede directamente de un orden transcendente y
principial y que expresa en el mundo manifestado algo de ese mismo orden. Como
el «redescenso» presupone la «escalada» previa, así también una tal «misión»
presupone necesariamente la perfecta realización interior; no es inútil
insistir en ello, sobre todo en una época donde tantas gentes se imaginan muy
fácilmente tener «mi-siones» más o menos extraordinarias, que a falta de esta
condición esencial, no pue-den ser más que puras ilusiones.
Después
de todas las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí, debemos insistir
todavía sobre un aspecto del «redescenso» que nos parece explicar, en muchos
casos, el hecho de que este tema haya pasado bajo silencio o haya sido rodeado
de reticencias, como si hubiera algo ahí de lo que no se quiere hablar
claramente: se trata de lo que se podría llamar su aspecto «sacrificial». Ante
todo, debe entenderse bien que, si empleamos aquí la palabra «sacrificio», no
es en el sentido simplemente «moral» que se le da vulgarmente, y que no es más
que uno de los ejemplos de la degeneración del lenguaje moderno, que
empequeñece y desnaturaliza todas las co-
1 Tenemos que precisar que lo que
decimos aquí señala al punto de vista específicamente moder-no de la «moral
laica»; incluso cuando ésta no hace en cierto modo, como ocurre frecuentemente
a pesar de sus pretensiones, más que «plagiar» preceptos tomados de la
religión, ella los vacía de toda significación real, suprimiendo todos los
elementos que permitían ligarlos a un orden superior y, más allá del exoterismo
simplemente literal, transponerlos como signos de verdades principiales; y a
veces incluso, aunque parece guardar lo que se podría llamar la «materialidad»
de estos preceptos, esa mo-ral, por la interpretación que da de ellos, llega
hasta «volverlos» verdaderamente en un sentido anti-tradicional.
2 A propósito de esto,
podemos hacer incidentalmente una precisión que no carece de importan-cia: la
vida de algunos seres, considerada según las apariencias individuales, presenta
hechos que están en correspondencia con los del orden cósmico y que son en
cierto modo, bajo el punto de vista exterior, una imagen o una reproducción de
éstos; pero, bajo el punto de vista interior, está relación debe ser invertida,
ya que, siendo estos seres realmente el Mahâ-Purusha, son los hechos
cósmicos los que verdaderamente se modelan sobre su vida o, para hablar más
exactamente, sobre aquello de lo cual esta vida es una expresión directa,
mientras que los hechos cósmicos en sí mismos no son más que su expresión por
reflejo. Agregaremos que es eso también lo que funda en la realidad y hace
váli-dos los ritos instituidos por seres «enviados», mientras que un ser que no
es nada más que un indivi-duo humano, por su propia iniciativa, jamás podrá más
que inventar «pseudoritos» desprovistos de toda eficacia real.
.
sas para rebajarlas a un nivel puramente humano y hacerlas entrar en los
cuadros convencionales de la «vida ordinaria». Por el contrario, tomamos esta
palabra en su sentido verdadero y original, con todo lo que ésta implica de
efectivo e incluso de esencialmente «técnico»; en efecto, no hay que decir que
el papel de seres tales como los que se trata en los casos que hemos citado
precedentemente no podría tener nada en común con el «altruismo», el
«humanitarismo», la «filantropía» y otras pequeñeces «ideales» celebradas por
los moralistas, y que no sólo están evidentemente des-provistas de todo
carácter transcendente o suprahumano, sino que incluso están perfectamente al
alcance del primer profano que llegue1
Una
vez que el ser ha realizado su identidad con Atmâ, y no siendo
efectivamente su «redescenso» a la manifestación, o lo que aparece como tal
bajo el punto de vista de ésta, más que la plena universalización de esta
identidad misma, ese ser no es entonces otro que «el “Atmâ” incorporado
en los mundos», lo que equivale a decir que el «redescenso» no es en realidad,
para él, nada diferente del proceso mismo de la manifestación universal. Ahora
bien, precisamente, a este proceso se le describe con frecuencia
tradicionalmente como un «sacrificio»: en el símbolo vêdico, es el sacrificio
del Mahâ-Purusha, es decir, del «Hombre universal», al cual, según lo
que ya hemos dicho, el ser de quien se trata es efectivamente idéntico; y este
sacrificio primordial no solo debe entenderse en el sentido estrictamente
ritual, y no en una acepción más o menos vagamente «metafórica», sino que es
esencialmente el prototipo mismo de todo rito sacrificial2 .
1 Es menester observar también que lo
que se trata no tiene ninguna relación con el uso que algu-nos místicos hacen
de buena gana de la palabra «víctima» o de «inmolación»; incluso en los casos
donde lo que ellos entienden por eso tiene una realidad propia y no se reduce a
simples ilusiones «subjetivas», siempre posibles en ellos en razón de la
«pasividad» inherente a su actitud, es una reali-dad cuyo alcance no rebasa en
modo alguno el orden de las posibilidades individuales.
2 Rig-Vêda, X, 51.
3 Esta expresión tiene también su
aplicación, en otro orden, en el «rechazo de los poderes»; pero, mientras que
esta actitud está no solo justificada, sino que es incluso la única enteramente
legítima, para el ser que, no teniendo ninguna «misión» que desempeñar, no
tiene que aparecer al exterior, es evidente que, por el contrario, una «misión»
sería inexistente como tal si no fuera manifestada exte-riormente.
4 Recordaremos, como
«ilustración» de lo que acaba de ser dicho, un hecho cuyo carácter históri-co o
legendario importa poco bajo nuestro punto de vista, ya que nos no entendemos
darle más que un
El «enviado», en el sentido en el
que hemos tomado esta palabra precedentemente, es pues literalmente una
«víctima»; por lo demás, entiéndase bien que esto no implica en modo alguno, de
una manera general, que su vida deba terminarse por una muerte violenta, puesto
que en realidad, es esta vida misma, en todo su conjunto, la que es ya la
consecuencia del sacrificio1. Se podrá destacar inmediatamente que es en eso donde
reside la explicación profunda de las vacilaciones y de las «tentaciones» que,
en todos los relatos tradicionales, y cualquiera que sea la forma más especial
que revistan según los casos, se atribuyen a los Profetas, e incluso a los Avatâras,
cuando se encuentran en cierto modo en presencia de la «misión» que tienen que
cumplir. En el fondo, estas vacilaciones no son otras que las de Agni a
aceptar devenir el conductor del «carro cósmico»2, así como lo dice A. K. Coomaraswamy en
el estudio que ya hemos citado, que vincula así todos estos casos al del «Avatâra
eterno», con el cual no forman más que uno en su «verdad» más interior; y,
ciertamente, la tentación de permanecer en la «noche» de lo no manifestado se
comprende sin esfuerzo, ya que nadie podría contestar que, en este sentido
superior, «la noche es mejor que el día»3. A. K. Coomaraswamy explica también de
este modo, y con justa razón, el hecho de que Shankarâchârya se esfuerce
siempre visiblemente en evitar la consideración del «redescenso», inclusive
cuando comenta textos cuyo sentido lo implica bastante claramente; en efecto,
sería absurdo, en un caso como ese, atribuir una tal actitud a una falta de
conocimiento o a una incomprensión de la doctrina; así pues, su actitud no
puede comprenderse más que como una suerte de retroceso ante la perspectiva del
«sacrificio», y, por consecuencia, como una voluntad consciente de no levantar
el velo que disimula «la otra cara de la oscuridad»; y, generalizando sobre
todo lo precedente, esa es la razón principal de la reserva que se guarda
habitualmente sobre esta cuestión4. Por lo demás, puede agregarse a eso, a
título de razón
valor exclusivamente simbólico: se cuenta que Dante no
sonreía jamás, y que las gentes atribuían esta tristeza aparente a que «volvía
del Infierno»; ¿no habría sido menester ver más bien la razón de ello en que
había «redescendido del Cielo»?
secundaria,
el peligro de que esta consideración, mal comprendida, sirva de pretexto a
algunos para justificar, ilusionándose ellos mismos sobre su verdadera
naturaleza, un deseo de «permanecer en el mundo», cuando no se trata en
absoluto de permanecer en él, sino, lo que es completamente diferente, de
volver a él después de haber salido ya, y cuando esta «salida» previa no es
posible más que para el ser en el que ya no subsiste ningún deseo, como tampoco
ningún otro apego individual cualquiera; es menester tener buen cuidado de no
equivocarse sobre este punto esencial, a falta de lo cual se correría el riesgo
de no ver diferencia alguna entre la realización última y un simple comienzo de
realización detenido en un estado que no rebasa siquiera los límites de la
individualidad.
Ahora,
para volver a la idea del sacrificio, debemos decir que implica todavía otro
aspecto, que es incluso el que expresa directamente la etimología de la
palabra: «sacrificar», es propiamente «sacrum facere», es decir, «hacer
sagrado» lo que es objeto del sacrificio. Este aspecto no conviene menos aquí
que el que se considera más ordinariamente, y que hemos tenido en vista
primeramente al hablar de la «víctima» como tal; en efecto, es el sacrificio el
que confiere a los «enviados» un carácter «sagrado», en el sentido más completo
de este término. Este carácter no solo es evidentemente inherente a la función
de la que su sacrificio es verdaderamente la investidura; sino que todavía, ya
que eso también está implícito en el sentido original del término «sagrado», es
eso lo que hace de ellos seres «aparte», es decir, esencialmente diferentes a
la vez del común de los seres manifestados y de los que, habiendo llegado a la
realización del «Sí mismo», permanecen pura y simplemente en lo no
manifestado. Su acción, incluso cuando es exteriormente semejante a la de los
seres ordinarios, no tiene en realidad ninguna relación con ella que llegue más
lejos que esta simple apariencia exterior; en su «verdad», ella es
necesariamente incomprensible a las facultades individuales, pues procede
directamente de lo inexpresable. Así mismo, este carácter muestra bien que se
trata como ya lo hemos dicho, de casos excepcionales, y de hecho, en el estado
humano, los «enviados» no son ciertamente más que una ínfima minoría en relación
a la inmensa multitud de los seres que no podrían pretender a un tal papel;
pero, por otra parte, puesto que los estados del ser son en multiplicidad
indefinida, ¿cuál razón puede haber que impida admitir que, en un estado o en
otro, todo ser tenga la posibilidad de llegar a este grado supremo de la
jerarquía espiritual?