Cuando se afirma, por el contrario, la idea de una
autoridad y de una unidad que no dominan la multiplicidad más que de una forma
material, directa y política, interviniendo por todas partes, aboliendo toda
autonomía de los grupos particulares, nivelando en un espíritu absolutista
todos los derechos y privilegios, desnaturalizando y oprimiendo a los
diferentes estratos étnicos, la imperialidad, en el sentido verdadero del
término, desaparece, y no nos encontramos ya en presencia de un organismo, sino
de un mecanismo. Tal es el tipo de los Estados modernos, nacionales y
centralizadores. Y veremos que por todas partes donde un monarca ha caido en
tal nivel, donde, renunciando a su función espiritual, ha promovido un
absolutismo y una centralización político‑material, emancipándose de todo lazo
respecto a la autoridad sagrada, humillando la nobleza feudal, apropiándose de
poderes que anteriormente se encontraban en la aristocracia, ha cavado su
propia tumba, provocando una reacción fatal: el absolutismo no es más que un
corto espejismo pues la nivelación prepara la demagogia, el ascenso del pueblo,
del demos, al trono profanado([5]). Tal es el caso de la tiranía que, en algunas
ciudades griegas, sucedió al régimen aristocrático‑sagrado anterior: tal es
también, en cierta medida, el caso de Roma y Bizancio, en las formas
niveladoras de la decadencia imperial; tal es, en fin, ‑como veremos más
adelante‑ el sentido de la historia política europea, desde la caida del ideal
espiritual del Sacro Imperio Romano y de la subsiguiente constitución de
monarquías nacionales secularizadas hasta el fenómeno final del
"totalitarismo".
Asi se analiza la degradación de la idea del
"reino" cuando esta, separada de su base espiritual tradicional, se
ha vuelto laica, exclusivamente temporal y centralizadora. Si pasamos ahora al
otro aspecto de la desviación, constatamos que lo propio de toda autoridad
sacerdotal que desconoce la función imperial ‑como fue la Iglesia de Roma durante
la lucha por las investiduras‑ es tender precisamente a una
"desacralización" del concepto del Estado y de realeza, hasta el
punto de contribuir ‑a menudo sin advertirlo‑ a la formación de la mentalidad
laica y "realista", que debía luego inevitablemente alzarse contra la
misma autoridad sacerdotal, y abolir toda ingerencia efectiva de la Iglesia en
el cuerpo del Estado. Tras el fanatismo de estos medios cristianos de los
orígenes que identificaban la "imperialidad" de los césares a una
satanocracia, la grandeza de la aeternitas Romae a la opulencia de la
prostituta de Babilonia, las conquistas de las legiones a un magnum
latrocinium; tras el dualismo agustiniano que frente a la civitas Dei,
veía en toda forma de organización del Estado una creación no solo
exclusivamente natural, sino también criminal ‑corpus diabuli‑, la tesis
gregoriana sostendrá precisamente la doctrina llamada del "derecho
natural", en virtud de la cual la autoridad real se encuentra desprovista
de todo carácter trascendente y divino, y reducida a un simple poder temporal
transmitido al rey por el pueblo, poder cuya utilización implica pues la
responsabilidad del rey respecto al pueblo, mientras que toda forma de
organización positiva del Estado es declarada contingente y revocable, en
relación a este "derecho natural"([6]). En efecto, desde que en el siglo XIII fue definida
la doctrina católica de los sacramentos, la unción real cesó de formar parte y
ser prácticamente asimilada, como en la concepción precedente, a una ordenación
sacerdotal. A continuación, la Compañía de Jesús no duda en intervenir a menudo
para acentuar la concepción laica y antitradicional de la realeza (concepción
que, en algunos casos, apoya el absolutismo de las monarquías sometidas a la
Iglesia y, en otros, llega incluso hasta el regicidio([7]) a fin de hacer prevalecer la idea según la cual la
Iglesia es la única en poseer un carácter sagrado y es pues a ella a quien
pertenece la primacía. Pero, ‑como ya hemos indicado‑ es exactamente lo
contrario lo que se producirá. El espíritu evocado derribará al evocador. Los
Estados europeos, transformados verdaderamente en creadores de la soberanía
popular y de los principios de pura economía y de asociación acéfala que la
Iglesía había sostenido indirectamente con ocasión de la lucha de las Comunas
italianas contra la autoridad imperial, constituyéndose como seres en sí,
secularizándose, relegaron todo lo que es "religión" a un plano cada
vez más abstracto, personal y secundario, cuando no la transformaron
simplemente en un instrumento a su servicio.
Conviene mencionar también la inconsecuencia de la
tesis guelfa, según la cual la función del Estado consistiría en reprimir la herejía
y defender la Iglesia, hacer reinar en el cuerpo social un orden conforme a los
principios mismos de la Iglesia. Esto presupone claramente, en efecto, una
espiritualidad que no es un poder y un poder que no es espiritualidad. ¿Cómo un
principio verdaderamente espiritual podría tener necesidad de un elemento
exterior para defender y sostener su autoridad? Y ¿qué puede ser una defensa y
una fuerza fundadas sobre un principio que no es él mismo directamente
espíritu, sino una defensa y una fuerza cuya sustancia es la violencia? Incluso
en las civilizaciones tradicionales donde predomina, en algunos momentos, una
casta sacerdotal distinta de la realeza, no se encuentra nada parecido. Ya hemos repetido a modo de
ejemplo, como los brahmana, en la India, impusieron directamente su autoridad
sin tener necesidad de nadie para "defenderles" y sin estar siquiera
organizados([8]). Esto se aplica igualmente a otras diversas
civilizaciones, así como a la forma de afirmar la autoridad sacerdotal en el
interior de muchas ciudades griegas antiguas.
JULIUS EVOLA
No hay comentarios:
Publicar un comentario