Durante los primeros siglos del Imperio cristianizado y en el período
bizantino, la Iglesia aparecía aun subordinada a la autoridad imperial; en los
concilios, los obispos dejaban la última palabra al príncipe, no solo en
materia de disciplina sino también de dogma. Progresivamente, se deslizó
siempre la idea de la igualdad de los dos poderes, de la Iglesia y del Imperio.
Las dos instituciones parecían poseer, una u otra, una autoridad y un destino
sobrenaturales y tener un origen divino. Si seguimos el curso de la historia,
constatamos que en el ideal carolingio subsiste el principio según el cual el
rey no gobierna solo al pueblo, sino también al clero. Por orden divina debe
velar para que la Iglesia realice su misión y su función. De ahí que no solo
sea consagrado por los mismos símbolos que los de la consagración sacerdotal,
sino que posea también la autoridad y el derecho de destituir al clero indigno.
El monarca aparece verdaderamente, según Catwulf, como el rey‑sacerdote según
la orden de Melkisedech, mientras que el obispo no es más que el vicario de
Cristo (2). Sin embargo, a pesar de la persistencia de esta alta y antigua
tradición, termina por prevalecer la idea de que el gobierno real debe ser
comparado al de un cuerpo y el gobierno sacerdotal al del alma. Se abandonaba
así implícitamente la idea misma de igualdad de los dos poderes y se preparaba
una inversión efectiva de las relaciones.
En realidad, si en todo ser razonable, el alma es el principio que decide
lo que el cuerpo ejecuta, ¿cómo concebir que aquellos que admitían que su
autoridad estuviera limitada al cuerpo social no debieran subordinarse a la
Iglesia a la cual reconocían un derecho exclusivo sobre las almas y su dirección?
Fue así como la Iglesia debía finalmente contestar y considerar prácticamente
como una herejía y una prevaricación del orgullo humano, la doctrina de la
naturaleza y del origen divino de la realeza y ver en el príncipe un laico
igual a todos los otros hombres ante Dios e incluso ante la Iglesia, algo así
como un simple funcionario instituido por el hombre, según el derecho natural,
para dominar al hombre, y que a través de las jerarquías eclesiásticas recibía
la consagración necesaria para que su gobierno no fuera el de una civitas
diaboli (3).
Es preciso ver en Bonifacio VIII ‑que no duda en ascender al trono de
Constantino con la espada, la corona y el cetro, declarar: "Soy Cesar y
Emperador"‑ la conclusión lógica de una orientación de carácter teocrático‑meridional:
se termina por atribuir al sacerdote las dos espadas evangélicas, la espiritual
y la temporal, y no se ve en el Imperio más que un simple beneficium
conferido por el Papa a alguien que a cambio debe vasallaje a la Iglesia e
incluso la misma obediencia que se exige a un feudatario a quien se ha
investido. Pero, aunque el jefe de la Iglesia romana podía encarnar
esencialmente, la función de los "servidores de Dios", este
guelfismo, lejos de significar la restauración de la unidad primordial y solar
de dos poderes, muestra solo hasta qué
punto Roma se había alejado de su antigua tradición y representaba en el mundo
europeo, el principio opuesto, la dominación de la verdad del Sur. En la
confusión que se manifestará en los símbolos, la Iglesia, al mismo tiempo que
se arrogaba, en relación al Imperio, el símbolo del Sol en relación a la Luna,
adoptaba por si misma el símbolo de la Madre, y consideraba al Emperador como
uno de sus hijos. En el ideal de supremacía guelfo se expresa pues un retorno a
la antigua visión ginecocrática: la autoridad, la superioridad y el derecho la
dominación espiritual del principio materno sobre el masculino, ligado a la
realidad temporal y caduca.
La coronación del rey de los francos comportaba ya la fórmula: Renovatio
romani Imperii; además, una vez fue asumida Roma como fuente simbólica de
su imperium y de su derecho, los principes germánicos debieron
finalmente agruparse contra la pretensión hegemónica de la Iglesia y
convertirse en el centro de una gran corriente nueva, tendiente a una
restauración tradicional.
El mundo feudal de la personalidad y de la acción no agotaba, sin embargo,
las posibilidades más profundas del hombre medieval. La prueba de esto es que
su fides supo también desarrollarse bajo una forma, sublimada y
purificada en lo universal, teniendo por centro el principio del Imperio,
sentido como una realidad ya supra‑política, como una institución de origen
sobrenatural formando un poder único con el reino divino. Mientras que
continuaban actuando en su espíritu formador unidades feudales y reales particulares,
tenía como cúspide al emperador, que no era simplemente un hombre, sino más
bien, según las expresiones características, deus‑homo totus deificatus et
sanctificatus, adorandum quia praesul princeps et summus est (16). El
emperador encarnaba también, en sentido eminente, una función de
"centro" y pedía a los pueblos y a los príncipes, contemplando la
realización de una unidad europea tradicional superior, un reconocimiento de
naturaleza tan espiritual como el que la Iglesia pretendía para sí misma. Y al
igual que dos soles no pueden coexistir en un mismo sistema planetario, imagen
que a menudo fue aplicada a la dualidad Iglesia‑Imperio, así mismo el contraste
entre estos dos poderes universales, referencias supremas de la gran ordinatio
ad unum del mundo feudal, no debía tardaren estallar.
La ética caballeresca y la articulación del régimen feudal, tan alejados
del ideal "social" de la Iglesia de los orígenes, el principio
resucitado de una casta guerrera ascética y sacralmente reintegrada, el ideal
secreto del imperio y de las cruzadas, imponen pues a la influencia cristiana
sólidos límites. La Iglesia los acepta en parte: se deja dominar ‑se
"romaniza"‑ para poder dominar, para poder mantenerse en la cresta de
la ola. Pero resiste en parte, quiere erosionar la cúspide, dominar el Imperio.
La ruptura subsiste. Las fuerzas suscitadas escapan aquí y allí a las manos de
sus evocadores. Luego ambos adversarios se separan y desprenden de la lucha y
uno y otro emprenden la senda de una decadencia similar. La tensión hacia la
síntesis espiritual se aminora. La iglesia renunciará cada vez más a la
pretensión real, y la realeza a la aspiración espiritual. Tras la civilización
gibelina ‑espléndida primavera de Europa, estrangulada en su nacimiento‑ el
proceso de caida se afirmará a partir de entonces sin encontrar obstáculos.
JULIUS EVOLA
Revuelta
contra el Mundo Moderno (II Parte) 11.
No hay comentarios:
Publicar un comentario