martes, 22 de enero de 2013

Conflicto Imperio y Papado 2


Durante los primeros siglos del Imperio cristianizado y en el período bizantino, la Iglesia aparecía aun subordinada a la autoridad imperial; en los concilios, los obispos dejaban la última palabra al príncipe, no solo en materia de disciplina sino también de dogma. Progresivamente, se deslizó siempre la idea de la igualdad de los dos poderes, de la Iglesia y del Imperio. Las dos instituciones parecían poseer, una u otra, una autoridad y un destino sobrenaturales y tener un origen divino. Si seguimos el curso de la historia, constatamos que en el ideal carolingio subsiste el principio según el cual el rey no gobierna solo al pueblo, sino también al clero. Por orden divina debe velar para que la Iglesia realice su misión y su función. De ahí que no solo sea consagrado por los mismos símbolos que los de la consagración sacerdotal, sino que posea también la autoridad y el derecho de destituir al clero indigno. El monarca aparece verdaderamente, según Catwulf, como el rey‑sacerdote según la orden de Melkisedech, mientras que el obispo no es más que el vicario de Cristo (2). Sin embargo, a pesar de la persistencia de esta alta y antigua tradición, termina por prevalecer la idea de que el gobierno real debe ser comparado al de un cuerpo y el gobierno sacerdotal al del alma. Se abandonaba así implícitamente la idea misma de igualdad de los dos poderes y se preparaba una inversión efectiva de las relaciones.

En realidad, si en todo ser razonable, el alma es el principio que decide lo que el cuerpo ejecuta, ¿cómo concebir que aquellos que admitían que su autoridad estuviera limitada al cuerpo social no debieran subordinarse a la Iglesia a la cual reconocían un derecho exclusivo sobre las almas y su dirección? Fue así como la Iglesia debía finalmente contestar y considerar prácticamente como una herejía y una prevaricación del orgullo humano, la doctrina de la naturaleza y del origen divino de la realeza y ver en el príncipe un laico igual a todos los otros hombres ante Dios e incluso ante la Iglesia, algo así como un simple funcionario instituido por el hombre, según el derecho natural, para dominar al hombre, y que a través de las jerarquías eclesiásticas recibía la consagración necesaria para que su gobierno no fuera el de una civitas diaboli (3).

Es preciso ver en Bonifacio VIII ‑que no duda en ascender al trono de Constantino con la espada, la corona y el cetro, declarar: "Soy Cesar y Emperador"‑ la conclusión lógica de una orientación de carácter teocrático‑meridional: se termina por atribuir al sacerdote las dos espadas evangélicas, la espiritual y la temporal, y no se ve en el Imperio más que un simple beneficium conferido por el Papa a alguien que a cambio debe vasallaje a la Iglesia e incluso la misma obediencia que se exige a un feudatario a quien se ha investido. Pero, aunque el jefe de la Iglesia romana podía encarnar esencialmente, la función de los "servidores de Dios", este guelfismo, lejos de significar la restauración de la unidad primordial y solar de dos  poderes, muestra solo hasta qué punto Roma se había alejado de su antigua tradición y representaba en el mundo europeo, el principio opuesto, la dominación de la verdad del Sur. En la confusión que se manifestará en los símbolos, la Iglesia, al mismo tiempo que se arrogaba, en relación al Imperio, el símbolo del Sol en relación a la Luna, adoptaba por si misma el símbolo de la Madre, y consideraba al Emperador como uno de sus hijos. En el ideal de supremacía guelfo se expresa pues un retorno a la antigua visión ginecocrática: la autoridad, la superioridad y el derecho la dominación espiritual del principio materno sobre el masculino, ligado a la realidad temporal y caduca.
La coronación del rey de los francos comportaba ya la fórmula: Renovatio romani Imperii; además, una vez fue asumida Roma como fuente simbólica de su imperium y de su derecho, los principes germánicos debieron finalmente agruparse contra la pretensión hegemónica de la Iglesia y convertirse en el centro de una gran corriente nueva, tendiente a una restauración tradicional.
El mundo feudal de la personalidad y de la acción no agotaba, sin embargo, las posibilidades más profundas del hombre medieval. La prueba de esto es que su fides supo también desarrollarse bajo una forma, sublimada y purificada en lo universal, teniendo por centro el principio del Imperio, sentido como una realidad ya supra‑política, como una institución de origen sobrenatural formando un poder único con el reino divino. Mientras que continuaban actuando en su espíritu formador unidades feudales y reales particulares, tenía como cúspide al emperador, que no era simplemente un hombre, sino más bien, según las expresiones características, deus‑homo totus deificatus et sanctificatus, adorandum quia praesul princeps et summus est (16). El emperador encarnaba también, en sentido eminente, una función de "centro" y pedía a los pueblos y a los príncipes, contemplando la realización de una unidad europea tradicional superior, un reconocimiento de naturaleza tan espiritual como el que la Iglesia pretendía para sí misma. Y al igual que dos soles no pueden coexistir en un mismo sistema planetario, imagen que a menudo fue aplicada a la dualidad Iglesia‑Imperio, así mismo el contraste entre estos dos poderes universales, referencias supremas de la gran ordinatio ad unum del mundo feudal, no debía tardaren estallar.

La ética caballeresca y la articulación del régimen feudal, tan alejados del ideal "social" de la Iglesia de los orígenes, el principio resucitado de una casta guerrera ascética y sacralmente reintegrada, el ideal secreto del imperio y de las cruzadas, imponen pues a la influencia cristiana sólidos límites. La Iglesia los acepta en parte: se deja dominar ‑se "romaniza"‑ para poder dominar, para poder mantenerse en la cresta de la ola. Pero resiste en parte, quiere erosionar la cúspide, dominar el Imperio. La ruptura subsiste. Las fuerzas suscitadas escapan aquí y allí a las manos de sus evocadores. Luego ambos adversarios se separan y desprenden de la lucha y uno y otro emprenden la senda de una decadencia similar. La tensión hacia la síntesis espiritual se aminora. La iglesia renunciará cada vez más a la pretensión real, y la realeza a la aspiración espiritual. Tras la civilización gibelina ‑espléndida primavera de Europa, estrangulada en su nacimiento‑ el proceso de caida se afirmará a partir de entonces sin encontrar obstáculos.
 
JULIUS EVOLA
Revuelta contra el Mundo Moderno (II Parte) 11.
 


 

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