SOBRE LA
«GLORIFICACIÓN DEL TRABAJO»
Está de moda, en
nuestra época, exaltar el trabajo, cualquiera que sea y de cualquier manera que
se haga, como si tuviera un valor eminente por sí mismo e independientemente de
toda consideración de un orden diferente; es el tema de innumerables
declamaciones tan vacías como pomposas, y eso no solo en el mundo profano, sino
incluso, lo que es más grave, en las organizaciones iniciáticas que subsisten
en occidente[1].
Es fácil comprender que esta manera de considerar las cosas se relaciona
directamente con la necesidad exagerada de acción que es característica de los
occidentales modernos; en efecto, el trabajo, al menos cuando se considera así,
no es evidentemente otra cosa que una forma de la acción, y una forma a la que,
por otra parte, el prejuicio «moralista» arrastra a atribuir todavía mayor
importancia que a toda otra, porque es la que se presta mejor a ser presentada
como constituyendo un «deber» para el hombre y como contribuyendo a asegurar su
«dignidad»[2]. A ello se agrega, lo más
frecuentemente, una intención claramente antitradicional, a saber, la de despreciar
la contemplación, que se quiere asimilar a la «ociosidad», mientras que, antes
al contrario, la contemplación es en realidad la actividad más alta concebible,
y cuando, además, la acción separada de la contemplación no puede ser más que
ciega y desordenada[3].
Todo eso no se explica sino harto fácilmente en el caso de hombres que declaran,
y sin duda sinceramente, que «su felicidad consiste en la acción misma»[4], y diríamos de buena gana
en la agitación, puesto que, cuando la acción se toma así por un fin en sí
misma, y cualesquiera que sean los pretextos «moralistas» que se invoquen para
justificarla, no es verdaderamente nada más que eso.
Contrariamente a
lo que piensan los modernos, no importa cuál trabajo, hecho indistintamente por
no importa quién, y únicamente por el placer de actuar o por necesidad de
«ganarse la vida», no merece ser exaltado de ninguna manera, y ni siquiera
puede ser considerado más que como una cosa anormal, opuesta al orden que debería
regir las instituciones humanas, hasta tal punto que, en las condiciones de
nuestra época, ocurre muy frecuentemente que el trabajo llega a tomar un
carácter que, sin ninguna exageración, se podría calificar de «infrahumano». Lo
que nuestros contemporáneos parecen ignorar completamente, es que un trabajo no
es realmente válido más que si es conforme a la naturaleza misma del ser que lo
hace, si se resulta de ella de una manera en cierto modo espontánea y
necesaria, de suerte que no es para esa naturaleza otra cosa que el medio de
realizarse tan perfectamente como es posible. En suma, esa es la noción misma
del swadharma, que es el verdadero fundamento
de la institución de las castas, sobre la cual hemos insistido suficientemente
en muchas otras ocasiones como para poder contentarnos con recordarla aquí sin
extendernos más en ella. A propósito de esto, se puede pensar también aquí en
lo que dice Aristóteles del cumplimiento por cada ser de su «acto propio», por
el cual es menester entender a la vez el ejercicio de una actividad conforme a
su naturaleza y, como consecuencia inmediata de esta actividad, el paso de la
«potencia» al «acto» de las posibilidades que están comprendidas en esa
naturaleza. En otros términos, para que un trabajo, de cualquier género que
sea, sea lo que debe ser, es menester ante todo que corresponda en el hombre a
una «vocación», en el sentido más propio de esta palabra[5]; Y, cuando ello es así, el
provecho material que puede sacarse legítimamente de él no aparece sino como un
fin completamente secundario y contingente, por no decir incluso desdeñable
frente a otro fin superior, que es el desarrollo y como el acabamiento «en acto»
de la naturaleza misma del ser humano.
No hay que señalar
que lo que acabamos de decir constituye una de las bases esenciales de toda
iniciación de oficio, puesto que la «vocación» correspondiente es una de las cualificaciones
requeridas para una tal iniciación, e incluso, podría decirse, que es la
primera y la más indispensable de todas[6]. Sin embargo, hay todavía
otra cosa sobre la que conviene insistir, sobre todo desde el punto de vista
iniciático, pues es eso lo que da al trabajo, considerado según su noción
tradicional, su significación más profunda y su alcance más alto, que rebasa la
consideración de la naturaleza humana solo para vincularla al orden cósmico
mismo, y por ahí, de la manera más directa, a los principios universales. Para
comprenderlo, se puede partir de la definición del arte como «la imitación de
la naturaleza en su modo de operación»[7], es decir, de la
naturaleza como causa (Natura naturans),
y no como efecto (Natura naturata);
en efecto, desde el punto de vista tradicional no hay ninguna distinción que
hacer entre arte y oficio, como tampoco entre artista y artesano, y ese es
también un punto sobre el cual ya hemos tenido la ocasión de explicarnos; todo
lo que es producido «conformemente al orden» merece ser considerado por eso
mismo, y al mismo título, como una obra de arte[8]. Todas las tradiciones
insisten sobre la analogía que existe entre los artesanos humanos y el Artesano
divino, puesto que tanto los unos como el otro operan «por un verbo concebido
en el intelecto», lo que, lo anotamos de pasada, marca tan claramente como es
posible el papel de la contemplación como condición previa y necesaria de la
producción de toda obra de arte; y esa es también una diferencia esencial con
la concepción profana del trabajo, que lo reduce a no ser sino acción pura y
simple, como lo decíamos más atrás, y que pretende oponerlo incluso a la contemplación.
Según la expresión de los Libros hindúes, «debemos construir como los Dêvas lo hicieron en el comienzo»; esto,
que se entiende naturalmente del ejercicio de todos los oficios dignos de este
nombre, implica que el trabajo tiene un carácter propiamente ritual, como deben
tenerlo por lo demás todas las cosas en una civilización integralmente
tradicional; y no es solo este carácter ritual el que asegura esta «conformidad
al orden» de la cual hablábamos hace un momento, sino que se puede decir
incluso que este carácter ritual no constituye verdaderamente más que uno con
esta conformidad misma[9].
Desde que el
artesano humano imita así en su dominio particular la operación del Artesano
divino, participa en la obra misma de éste en una medida correspondiente, y de
una manera tanto más efectiva cuanto más consciente es de esta operación; y cuanto
más realiza por su trabajo las virtualidades de su propia naturaleza, tanto más
crece al mismo tiempo su semejanza con el Artesano divino, y tanto más se
integran perfectamente sus obras en la armonía del Cosmos. Se ve cuan lejos
está eso de las banalidades que nuestros contemporáneos tienen el hábito de
enunciar creyendo hacer con eso el elogio del trabajo; éste, cuando es lo que
debe ser tradicionalmente, pero solamente en ese caso, está en realidad muy por
encima de todo lo que son capaces de concebir. Así, podemos concluir estas
pocas indicaciones, que sería fácil desarrollar casi indefinidamente, diciendo
esto: la «glorificación del trabajo» responde ciertamente a una verdad, e
incluso a una verdad de orden profundo; pero la manera en que los modernos la
entienden de ordinario no es más que una deformación caricatural de la noción
tradicional, deformación que llega a invertirla en cierto modo. En efecto, no
se «glorifica» el trabajo con discursos vanos, lo que ni siquiera tiene ningún
sentido plausible; sino que el trabajo mismo es «glorificado», es decir, «transformado»,
cuando, en lugar de no ser más que una simple actividad profana, constituye una
colaboración consciente y efectiva en la realización del plan del «Gran Arquitecto
del Universo».
[1] Se sabe que la «glorificación del trabajo» es concretamente, en
la Masonería, el tema de la última parte de la iniciación al grado de
Compañero; y desafortunadamente, en nuestros días, esta «glorificación» se
comprende ahí generalmente de esta manera completamente profana, en lugar de
ser entendida, como lo debiera, en el sentido legítimo y realmente tradicional
que nos proponemos indicar a continuación.
[2] A propósito de esto diremos seguidamente que, entre esta
concepción moderna del trabajo y su concepción tradicional, hay toda la
diferencia que existe de una manera general, así como lo hemos explicado
últimamente, entre el punto de vista moral y el punto de vista ritual.
[3] Recordaremos aquí una de las aplicaciones del apólogo del ciego y
del paralítico, en el que representan respectivamente la vida activa y la vida
contemplativa (Ver Autoridad Espiritual y
Poder temporal, capítulo V).
[4] Hemos encontrado esta frase en un comentario del ritual masónico
que sin embargo, bajo muchos aspectos, no es de los peores ciertamente, y
queremos decir con eso uno de los más afectados por las infiltraciones del
espíritu profano.
[5] Sobre este punto, y también sobre las otras consideraciones que
seguirán, remitimos, para desarrollos más amplios a los numerosos estudios que
A. K. Coomaraswamy ha consagrado más especialmente a estas cuestiones.
[6] Algunos oficios modernos, y sobre todo los oficios puramente
mecánicos, para los cuales no podría invocarse realmente la cuestión de la
«vocación», y que por consecuencia tienen en sí mismos un carácter anormal, no
pueden dar válidamente lugar a ninguna iniciación.
[7] Y no en sus producciones, como se imaginan los partidarios de un
arte llamado «realista», y que sería más exacto llamar «naturalista».
[8] Apenas hay necesidad de recordar que esta noción tradicional del
arte no tiene absolutamente nada de común con las teorías «estéticas» de los
modernos.
[9] Sobre todo esto, ver A. K.
Coomaraswamy, Is Art a Superstition or a
Way of Life?, en su obra titulada Why
exhibit Works of Art?
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