Oficios
antiguos e industria moderna
En el fondo, la oposición que existe
entre lo que eran los oficios antiguos y lo que es la industria moderna es
también un caso particular y como una aplicación de la oposición de los dos
puntos de vista cualitativo y cuantitativo, respectivamente predominantes en
los unos y en la otra. Para darse cuenta de ello, no es inútil notar en primer
lugar que la distinción entre las artes y los oficios, o entre el «artista» y
el «artesano», es ella misma algo específicamente moderno, como si hubiera
nacido de la desviación y de la degeneración que ha substituido, en todas las
cosas, la concepción tradicional por la concepción profana. Para los antiguos,
el artifex es, indiferentemente, el
hombre que ejerce un arte o un oficio; pero, a decir verdad, no es ni el
artista ni el artesano en el sentido que estas palabras tienen hoy día (y,
además, la de «artesano» tiende a desaparecer cada vez más del lenguaje
contemporáneo); el artifex es algo
más que uno y otro, porque originariamente al menos, su actividad está vinculada
a unos principios de un orden mucho más profundo. Si los oficios comprendían
así de alguna manera a las artes propiamente dichas, que no se distinguían de
ellos por ningún carácter esencial, es porque eran de naturaleza verdaderamente
cualitativa, ya que nadie podría negarse a reconocer una tal naturaleza al
arte, por definición en cierto modo; solamente que, a causa de eso mismo, los
modernos, en la concepción disminuida que se hacen del arte, le relegan a una
suerte de dominio cerrado, que ya no tiene ninguna relación con el resto de la
actividad humana, es decir, con todo lo que consideran como constituyendo lo
«real», en el sentido groserísimo que esta palabra tiene para ellos; llegan
incluso hasta calificar de buena gana a este arte, despojado así de todo
alcance práctico, de «actividad de lujo», expresión que es verdaderamente
característica de lo que, sin ninguna exageración, se podría llamar la
«necedad» de nuestra época.
En toda civilización tradicional, como ya
lo hemos dicho muy frecuentemente, toda actividad del hombre, cualquiera que
sea, siempre se considera como derivando esencialmente de los principios; eso,
que es concretamente verdad para las ciencias, lo es otro tanto para las artes
y los oficios, y por lo demás, hay entonces una estrecha conexión entre éstos y
aquellas, ya que, según la fórmula establecida como axioma fundamental por los
constructores de la Edad Media, ars sine
scientia nihil, por lo cual es menester entender naturalmente la ciencia
tradicional, y no la ciencia profana, cuya aplicación no puede dar nacimiento a
nada más que a la industria moderna. Por este vinculamiento a los principios,
la actividad humana, se podría decir, es como «transformada», y, en lugar de
ser reducida a lo que es en tanto que simple manifestación exterior (lo que es
en suma el punto de vista profano), es integrada en la tradición y, para el que
la cumple, constituye un medio de participar efectivamente en ésta, lo que
equivale a decir que reviste un carácter propiamente «sagrado» y «ritual». Por
eso es por lo que se ha podido decir que, en una tal civilización, «cada
ocupación es un sacerdocio»[1]; para
evitar dar a este último término una extensión algo impropia, si no
completamente abusiva, diríamos más bien que la actividad humana posee en sí
misma el carácter que, cuando se ha hecho una distinción de «sagrado» y de «profano»,
que no existía de ninguna manera en el origen, ya no ha sido conservado más que
por las funciones sacerdotales solo.
Para darse cuenta de este carácter
«sagrado» de toda la actividad humana entera, incluso desde el simple punto de
vista exterior o, si se quiere, exotérico, si se considera, por ejemplo, una
civilización tal como la civilización islámica, o la civilización cristiana de
la Edad Media, nada es más fácil de constatar que los actos más ordinarios de
la existencia siempre tienen en ellas algo de «religioso». En ellas, la
religión no es una cosa restringida y estrechamente limitada que ocupa un lugar
aparte, sin ninguna influencia efectiva sobre todo el resto, como lo es para
los occidentales modernos (para aquellos al menos que todavía consienten en
admitir una religión); al contrario, penetra toda la existencia del ser humano,
o, para decirlo mejor, todo lo que constituye esta existencia; y en particular
la vida social propiamente dicha, se encuentra como englobada en su dominio, de
suerte que, en tales condiciones, no puede haber en realidad nada de «profano»
en ella, salvo para aquellos que, por una razón o por otra, están fuera de la
tradición, y cuyo caso no representa entonces más que una simple anomalía. En
otras partes, donde el nombre de «religión» ya no puede aplicarse propiamente a
la forma de la civilización considerada, por ello no hay menos una legislación
tradicional y «sagrada» que, aunque tiene caracteres diferentes, desempeña
exactamente la misma función; así pues, estas consideraciones pueden aplicarse
a toda civilización tradicional sin excepción. Pero hay todavía algo más: si
pasamos del exoterismo al esoterismo (empleamos aquí estas palabras para mayor
comodidad, aunque no convienen con igual rigor a todos los casos), constatamos,
muy generalmente, la existencia de una iniciación ligada a los oficios y que
toma a éstos como base o como «soporte»[2]; es
menester pues que estos oficios sean susceptibles también de una significación
superior y más profunda, para poder proporcionar efectivamente una vía de
acceso al dominio iniciático, y, evidentemente, es también en razón de su
carácter esencialmente cualitativo como ello es posible.
Lo que permite comprenderlo mejor, es la
noción de lo que la doctrina hindú llama svadharma,
noción que es ella misma completamente cualitativa, puesto que es la del
cumplimiento por cada ser de una actividad conforme a su esencia o a su naturaleza
propia, y por eso mismo eminentemente conforme al «orden» (rita) en el sentido que ya hemos explicado; y es también por esta
misma noción, o más bien por su ausencia, como se marca claramente el defecto
de la concepción profana y moderna. En ésta, en efecto, un hombre puede adoptar
una profesión cualquiera, y puede incluso cambiarla a su gusto, como si esta
profesión fuera algo puramente exterior a él, sin ningún lazo real con lo que
él es verdaderamente, con lo que hace que él sea él mismo y no otro. En la
concepción tradicional, al contrario, cada uno debe desempeñar normalmente la
función a la que está destinado por su naturaleza misma, con las aptitudes
determinadas que ella implica esencialmente[3]; y no
puede desempeñar otra sin que haya en ello un grave desorden, que tendrá su
repercusión sobre toda la organización social de la que forma parte; es más, si
semejante desorden llega a generalizarse, ocurrirá que tendrá efectos sobre el
medio cósmico mismo, puesto que todas las cosas están ligadas entre sí por
rigurosas correspondencias. Sin insistir más por el momento sobre este último
punto, que podría encontrar también su aplicación a las condiciones de la época
actual, resumiremos así lo que acaba de ser dicho: en la concepción
tradicional, son las cualidades esenciales de los seres las que determinan su
actividad; en la concepción profana, al contrario, ya no se tienen en cuenta
estas cualidades, puesto que los individuos ya no se consideran más que como
«unidades» intercambiables y puramente numéricas. Esta última concepción no
puede desembocar lógicamente más que en el ejercicio de una actividad
únicamente «mecánica», en la que ya no subsiste nada verdaderamente humano, y
eso es, en efecto, lo que podemos constatar en nuestros días; no hay que decir
que estos oficios «mecánicos» de los modernos, que constituyen toda la
industria propiamente dicha, y que no son más que un producto de la desviación
profana, no podrían ofrecer ninguna posibilidad de orden iniciático, y que no
pueden ser incluso más que impedimentos al desarrollo de toda espiritualidad; a
decir verdad, ni siquiera pueden ser considerados como auténticos oficios, si
se quiere guardar a esta palabra el valor que le da su sentido tradicional.
Si el oficio es algo del hombre mismo, y
como una manifestación o una expansión de su propia naturaleza, es fácil
comprender que pueda servir de base a una iniciación, e incluso que sea, en la
generalidad de los casos, lo que hay de mejor adaptado a este fin. En efecto,
si la iniciación tiene esencialmente por meta rebasar las posibilidades del
individuo humano, por eso no es menos verdad que no puede tomar como punto de
partida más que a este individuo tal cual es, pero, bien entendido, tomándole
en cierto modo por su lado superior, es decir, apoyándose sobre lo que hay en
él de más propiamente cualitativo; de ahí la diversidad de las vías
iniciáticas, es decir, en suma, de los medios puestos en obra a título de
«soportes», en conformidad con la diferencia de las naturalezas individuales; y
esta diferencia interviene tanto menos después, cuanto más avance el ser en su
vía y cuanto más se aproxime así a la meta que es la misma para todos. Los
medios así empleados no pueden tener eficacia más que si corresponden realmente
a la naturaleza misma de los seres a los que se aplican; y, como es menester
necesariamente proceder desde lo más accesible a lo menos accesible, desde lo
exterior a lo interior, es normal tomarlos en la actividad por la que esta
naturaleza se manifiesta al exterior. Pero no hay que decir que esta actividad
no puede desempeñar semejante papel más que en tanto que traduce efectivamente
la naturaleza interior; así pues, en eso hay una verdadera cuestión de «cualificación»,
en el sentido iniciático de este término; y, en condiciones normales, esta
«cualificación» debería ser requerida para el ejercicio mismo del oficio. Esto
toca al mismo tiempo a la diferencia fundamental que separa la enseñanza
iniciática, e incluso más generalmente toda enseñanza tradicional, de la
enseñanza profana: lo que es simplemente «aprendido» desde el exterior aquí no
tiene ningún valor, cualquiera que sea por lo demás la cantidad de las nociones
acumuladas así (ya que, en eso también, el carácter cuantitativo aparece
claramente en el «saber» profano); de lo que se trata, es de «despertar» las
posibilidades latentes que el ser lleva en sí mismo (y eso es, en el fondo, la
verdadera significación de la «reminiscencia» platónica)[4].
Por éstas últimas consideraciones, se
puede comprender también, cómo la iniciación, al tomar el oficio como
«soporte», tendrá al mismo tiempo, e inversamente en cierto modo, una
repercusión sobre el ejercicio de ese oficio. En efecto, al haber realizado
plenamente las posibilidades de las que su actividad profesional no es más que
una expresión exterior, y al poseer así el conocimiento efectivo de lo que es
el principio mismo de esa actividad, el ser cumplirá desde entonces
conscientemente lo que primero no era más que una consecuencia completamente
«instintiva» de su naturaleza; y así, si el conocimiento iniciático, para él,
ha nacido del oficio, éste, a su vez, devendrá el campo de aplicación de ese
conocimiento, del que ya no podrá ser separado. Habrá entonces correspondencia
perfecta entre el interior y el exterior, y la obra producida podrá ser, no ya
solo su expresión a un grado cualquiera y de una manera más o menos
superficial, sino la expresión realmente adecuada de aquel que la haya
concebido y ejecutado, lo que constituirá la «obra maestra» en el verdadero
sentido de esta palabra.
Con esto, se ve sin esfuerzo cuan lejos
está el verdadero oficio de la industria moderna, hasta el punto que son por
así decir dos contrarios, y cuan verdad es desgraciadamente que, en el «reino
de la cantidad», el oficio es, como lo dicen de buena gana los partidarios del
«progreso», que naturalmente se felicitan por ello, una «cosa del pasado». En
el trabajo industrial, el obrero no tiene que poner nada de sí mismo, e incluso
se pone gran cuidado en impedirle que pueda tener la menor veleidad al respecto;
pero eso mismo es imposible, puesto que toda su actividad no consiste más que
en hacer que se mueva una máquina, y puesto que, por lo demás, se le hace perfectamente
incapaz de iniciativa por la «formación» o más bien la deformación profesional
que ha recibido, que es como la antítesis del antiguo aprendizaje, y que no tiene
como meta más que enseñarle a ejecutar algunos movimientos «mecánicamente» y
siempre de la misma manera, sin que tenga que comprender de ninguna manera su
razón de ser ni preocuparse del resultado, ya que no es él, sino la máquina, la
que fabricará en realidad el objeto; servidor de la máquina, el hombre debe
devenir máquina él mismo, y su trabajo ya no tiene nada de verdaderamente
humano, pues ya no implica la puesta en obra de ninguna de las cualidades que
constituyen propiamente la naturaleza humana[5]. Todo
eso desemboca en lo que se ha convenido llamar, en la jerga actual, la
fabricación en «serie», cuya meta no es más que producir la mayor cantidad de
objetos posibles, y objetos tan exactamente semejantes entre sí como es
posible, y destinados al uso de hombres a los que se supone todos semejantes
igualmente; eso es efectivamente el triunfo de la cantidad, como lo decíamos
más atrás, y es también, y por eso mismo, el de la uniformidad. A estos hombres
reducidos a simples «unidades» numéricas, se les quiere alojar, no diremos en
casas, pues esta palabra misma sería impropia, sino en «colmenas» cuyos
compartimentos estarán trazados todos sobre el mismo modelo, y amueblados con
esos objetos fabricados «en serie», de manera que se haga desaparecer, del
medio donde tendrán que vivir, toda diferencia cualitativa; basta examinar los
proyectos de algunos arquitectos contemporáneos (que califican ellos mismos a
esas casas como «máquinas para habitar») para ver que no exageramos nada; ¿qué
han devenido en todo eso el arte y la ciencia tradicionales de los antiguos
constructores, y las reglas rituales que presidían el establecimiento de las
ciudades y de los edificios en las civilizaciones normales? Sería inútil
insistir más en ello, ya que sería menester estar ciego para no darse cuenta
del abismo que separa de aquellas a la civilización moderna, y todo el mundo
estará de acuerdo sin duda en reconocer cuan grande es la diferencia;
únicamente, lo que la inmensa mayoría de los hombres actuales celebra como un
«progreso», eso es precisamente lo que nos parece muy al contrario como una
profunda decadencia, ya que no son manifiestamente más que los efectos del
movimiento de caída, sin cesar acelerado, que arrastra a la humanidad moderna
hacia los «bajos fondos» donde reina la cantidad pura.
[2]
Podemos destacar incluso que todo lo que subsiste todavía de organizaciones
auténticamente iniciáticas en Occidente, en cualquier estado de decadencia que
estén actualmente, no tiene otro origen que ese; las iniciaciones
pertenecientes a otras categorías han desaparecido completamente de Occidente
desde hace mucho tiempo.
[3]
Hay que notar que la palabra misma de «oficio» (métier en francés), según su derivación etimológica del latín ministerium, significa propiamente
«función».
[5]
Se puede destacar que, en un cierto sentido, la máquina es lo contrario del
útil, y no un útil «perfeccionado» como muchos se lo imaginan, ya que el útil
es en cierto modo un «prolongamiento» del hombre mismo, mientras que la máquina
reduce a éste a no ser más que su servidor; y, si se ha podido decir que «el
útil engendra el oficio», no es menos verdad que la máquina le mata; las
reacciones instintivas de los artesanos contra las primeras máquinas se
explicarán así por sí solas.
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