A LA LUZ DE UNA CANDELA
José Jiménez Lozano. Premio Cervantes
(Diario de Ávila 27 septiembre 200))
Lengua y cabeza reducidas
Lo que se viene observando en bastantes de las nuevas traducciones de libros, pero también en el español directamente empleado, es una incapacidad para emplear - o para conservar en el caso de las traducciones - el lenguaje simbólico que trata de sustituirse por una formulación vulgar, con lo que la poesía, los equívocos e ironías, y las dulzuras o contundencias de la lengua desaparecen.
Las gentes con algún barniz cultural hablan como los periódicos y los técnicos en el lenguaje de su disciplina, pero sin saber lo que dicen, utilizando conceptos como «traumas, complejos y represión que costaron años de pensares al doctor Freud - decía Bertrand Russell -, pero ahora se han abaratado del todo, y no significan nada. Y, en el lenguaje de la escuela, se emplean, por lo visto, palabros como «psicomotricidad» en lugar de «gimnasia», como si fueran sinónimas, y ojalá quedase la cosa en asunto tan divertido como expresión propia del «sector ocio» de las neopedagogías, pero es algo más serio.
Moliére se reía de que a la imposibilidad de hablar se la llamase «afasia», y también nos reímos nosotros leyendo esa escena en que la madre dice al médico que su hija no puede hablar y éste contesta que es que tiene «afasia»; pero nos reímos de la tautología y no de la palabra técnica
«afasia». Pero Moliére, sin embargo, no podría jugar hoy con estas ironías, porque su ironía resultaría ininteligible.
Y el caso es que el lenguaje - como la mente - se va reduciendo a lenguaje instrumental o «ahí-a-la-mano», como dice Heidegger, que es un lenguaje meramente comunicativo y por cierto muy menesteroso, porque en este proceso de reduccionismo se va haciendo equívoco y abstracto; liquidándose, verdaderamente. La cosa tiene mal remedio, o ninguno. La razón última de todo esto es muy simple; se inscribe en el proceso de desamor e indiferencia, cuando no de reniego y odio, hacia lo que llamamos España, su historia, su herencia artística y cultural; está muy avanzado, y ¿cómo iba a amarse la lengua española?
Pero quizás también, y sobre todo, ocurre todo eso con el español, porque por estos pagos nuestros nos ha fascinado casi siempre todo lo que es foráneo y nos suena a novedoso, y, por lo tanto a maravilloso; y sigue también ocurriéndonos lo que al portugués que fue a Francia, y admirado quedó de que todos los niños en Francia supieran hablar francés.
¿Y entonces? Entonces me parece que, en esta España nuestra, sólo las gentes, más bien iletradas, y las otras cuatro personas que se dedican a estudios lingüísticos o literarios, más seguramente quienes fueron educados en tiempos de tinieblas y ausencia de calidad de enseñanza, entienden y vibran, por ejemplo, con Cervantes, Azorín o Góngora.
Para los demás, textos son éstos llenos de palabras raras; y el universo que hay detrás de esas palabras es incomprensible, y entonces se decide que está periclitado, y que no tiene nada que decirnos a estas alturas de nuestras sabidurías
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