martes, 1 de julio de 2008

Tradición y autoridad. Dalmacio Negro

Tradición y autoridad

Dalmacio Negro

La Razón. Martes 11 de febrero de 2003


La crisis de la tradición es paralela a la de la autoridad. Su origen concreto es el principio del libre examen de la Reforma protestante: al rechazar la autoridad de la Iglesia rechazó la de la tradición y empezó a socavar las ideas en sí de tradición y autoridad. Por eso, los estados europeos, configurados en la época moderna heredando muchas cosas de la Iglesia, carecen de auctoritas y han tratado de compensarlo aumentando el poder.

El punto de inflexión en la crisis de la tradición y la autoridad es la Ilustración, cuyo espíritu, estrechamente vinculado a la ideología de la emancipación, primero de los individuos, luego de las naciones consideradas como personas morales y en el siglo XIX de las clases o las culturas y las razas, refleja muy bien el conocido párrafo de Kant: «La Ilustración es la salida del ser humano de su minoría de edad de la que es culpable. La minoría de edad expresa la incapacidad de servirse de su entendimiento sin la dirección de otro. Esta inmadurez o minoría de edad es autoculpable cuando su causa no radica en la falta de entendimiento, sino de la resolución y el valor de servirse de él sin la dirección de otro. ¿Sapere aude! ¿Ten valor para servirte por ti mismo de tu propio entendimiento! Pereza y cobardía constituyen las causas por las que una gran parte de la humanidad, a pesar de que la naturaleza les ha liberado hace tiempo de la dirección ajena, permanecen empero gustosamente en la minoría de edad toda su vida; por eso les resulta a los otros erigirse sus tutores...».

Kant se refería sobre todo a la libertad de pensamiento y de conciencia, como si la democracia se redujera a ellas. Suponía que al desaparecer así lo que llamaba pereza y cobardía, los hombres se atendrían a la verdad y se guiarían por el imperativo categórico: «Procede de manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en las demás, siempre como fin, nunca como simple medio». Este noble ideal, convertido en un principio práctico según el cual cada uno es autoridad -y no sólo en cuestiones bíblicas -, ha abocado al nihilismo en el siglo XX.

El nihilismo es una consecuencia de la destrucción de la tradición -usos, costumbres, hábitos de comportamiento, lenguaje, sentido del deber y en definitiva el sentido común - y de la autoridad en la familia, en el Estado, en la Iglesia, en la sociedad y las instituciones, en la educación, la política, el arte y la literatura... Se generalizaron así la desconfianza social compensada por un abstracto humanitarismo sentimental y el desinterés por la verdad, sustituida por la utilidad. Sólo se salva la búsqueda de la verdad en las ciencias naturales, donde la investigación no puede progresar sin la tradición y autoridad como ha mostrado T. Kuhn y, en parte, en la ciencia económica, que se acerca a aquellas al depender de un principio, el de la escasez, y de una ley, la de la oferta y la demanda, que son inexorables, deterministas. A eso deben su actual predominio, que, en el clima existente, no las libra de la degeneración cientificista y economicista.

En lo demás, al considerarse cada hombre autoridad, la opinión individual sustituye a la verdad, prevaleciendo la opinión pública convertida en juez absoluto de todo. Por eso dice el norteamericano R. Rorty, autor muy celebrado por el pensamiento actual: «La verdad es un tema superado en la investigación filosófica (lo que significa que en todos los demás ámbitos), que sólo debe concernir al fin práctico de construir un futuro mejor...».

En estas condiciones, el hombre común, que no es ni tiene por qué ser teólogo, filósofo o intelectual y constituye la inmensa mayoría, al no tener una tradición en que apoyarse ni autoridad personal o institucional en la que depositar su confianza, marcha solo por la vida lastrado por su particular autoridad, que como diría Habermas le incomunica con los demás. Sin embargo, aunque rechace cualquier otra autoridad, es víctima de la opinión que fabrican las minorías, los «otros» a los que se refería Kant, sin que haya que pensar que de mala fe (aunque también ocurre así), puesto que cada uno de estos «otros» considera asimismo autoridad su propia opinión. Es la opinión de las mal llamadas «masas».

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