ANANDA K. COOMARASWAMY
CAP
II
LA FILOSOFÍA DEL ARTE CRISTIANO Y ORIENTAL, O LA VERDADERA FILOSOFÍA DEL ARTE
I
He llamado a esta conferencia la filosofía del arte «cristiano y oriental»
porque vamos a considerar una doctrina católica o universal, con la que las
filosofías del arte humanistas no pueden compararse ni reconciliarse, sino
sólo contrastarse; y filosofía «verdadera» tanto por su autoridad como por su
consistencia. No estará fuera de lugar decir que creo en lo que voy a exponer:
pues el estudio de cualquier tema sólo puede vivir en la medida en que el
estudioso mismo se sostiene o cae con la vida del tema estudiado; la
interdependencia entre la fe y la comprensión se aplica tanto a la teoría del
arte como a cualquier otra doctrina. En el texto que sigue no voy a hacer
distinciones entre cristiano y oriental, ni voy a citar autoridades por
capítulo y versículo: he hecho esto en otras partes, y no temo que nadie
imagine que estoy exponiendo puntos de vista que considero como míos propios,
excepto en el sentido de que los he hecho míos propios. Lo que intentaré
explicar no es el punto de vista personal de nadie, sino la doctrina del arte
que es intrínseca a la Philosophia Perennis y que puede reconocerse
dondequiera que no se haya olvidado que la «cultura» se origina en el trabajo
y no en el juego. Si uso el lenguaje del escolasticismo más bien que un
vocabulario sánscrito, esto se debe a que estoy hablando en inglés, y debo
usar el tipo de inglés en el que las ideas puedan expresarse con claridad.
La
actividad del hombre consiste en un hacer o en un obrar. Estos dos aspectos de
la vida activa dependen para su corrección de la vida contemplativa. La
hechura de cosas es gobernada por el arte, el obrado de cosas es gobernado por
la prudencia . Se hace una distinción absoluta entre el arte y la prudencia
por razones de comprensión lógica ; pero al mismo tiempo que hacemos esta
distinción, no debemos olvidar que el hombre es un todo, y que no puede
justificarse como tal meramente por lo que hace; el artista trabaja «por arte
y voluntariamente» . Aun suponiendo que evite el pecado artístico, todavía es
esencial para él como hombre haber tenido una voluntad recta, y haber evitado
así el pecado moral . No podemos absolver al artista de esta responsabilidad
moral haciéndola recaer en el patrón, excepto en el caso de que el artista sea
obligado de alguna manera; pues, normalmente, o el artista es su propio patrón
y decide lo que ha de hacerse, o consiente formal y libremente a la voluntad
del patrón, que deviene la suya propia tan pronto como se acepta el encargo,
después de lo cual el artista es el único a quien concierne el bien de la obra
que ha de hacerse ; si algún otro motivo le afecta en su trabajo, deja de
tener un lugar propio en el orden social. La manufactura se hace con miras a
su uso, y no por provecho. El artista no es un tipo especial de hombre, sino
que todo hombre que no es un artista en algún campo, todo hombre sin una
vocación, es un haragán. El tipo de artista que un hombre debe ser
—carpintero, pintor, hombre de leyes, agricultor, o sacerdote— está
determinado por su propia naturaleza, en otras palabras, por su nacimiento. El
único hombre que tiene derecho a abstenerse de toda actividad constructiva es
el monje, que también ha renunciado a todos esos usos que dependen de las
cosas que se pueden hacer y que ya no es un miembro de la sociedad. Ningún
hombre que no es un artista tiene derecho a un estatuto social.
Así pues,
debemos dirigirnos primero al problema del uso del arte y de la dignidad del
artista en una sociedad seria. Este uso es en general el bien del hombre, el
bien de la sociedad y, en particular, el bien ocasional de un requerimiento
individual: Todas estos bienes corresponden a los deseos de los hombres: de
manera que lo que se hace efectivamente en una sociedad dada es una clave para
comprender qué concepción del propósito de la vida rige en esa sociedad,
sociedad que, en este sentido puede ser juzgada por sus obras, y mejor que de
cualquier otra manera. No puede caber ninguna duda acerca del propósito del
arte en una sociedad tradicional: cuando se ha decidido que debe hacerse tal o
cual cosa, sólo por arte puede hacerse correctamente. No puede haber ningún
buen uso sin arte : es decir, no puede haber ningún buen uso si las cosas no
están hechas correctamente. El artista está produciendo una utilidad, algo
para ser usado. Desde este punto de vista, el mero placer no es un uso. Puede
darse una ilustración de ello en nuestro gusto por el mueblario shaker u otro
mueblario sencillo, o por los bronces chinos u otras artes abstractas de
origen exótico, que no son alimentos sino delicadezas para nuestro paladar.
Nuestra apreciación «estética», esencialmente sentimental, porque
«sentimental» es justamente lo que significa la palabra «estética», es decir,
un tipo de sensación más bien que una comprensión, tiene poco o nada que ver
con su razón de ser. Si satisfacen nuestro gusto y están de moda, esto sólo
significa que nosotros estamos sobrealimentados de otros alimentos, no que
nosotros somos como aquellos que hicieron estas cosas y que hicieron «buen
uso» de ellas. «Disfrutar» de lo que no corresponde a ninguna necesidad vital
nuestra y que no hemos verificado en nuestra propia vida sólo puede
considerarse como un capricho consentido. Es un abuso convertir en adornos
para la repisa los artefactos de lo que nosotros llamamos pueblos
incivilizados o supersticiosos, cuya cultura, que nuestro contacto ha
destruido, consideramos muy inferior a la nuestra: por muy ignorante que
fuera, la actitud de los que solían calificar estas cosas de «abominaciones» y
de «detestables caprichos de los paganos», era mucho más sana. Lo mismo ocurre
si leemos las escrituras de cualquier tradición, o a autores tales como Dante
o Ashvaghosha que nos dicen francamente que escribieron con fines distintos de
los meramente «estéticos»; o si escuchamos música sacrificial sólo por
escucharla. Únicamente a través de nuestro uso comprensivo de estas cosas
tenemos derecho a ser complacidos por ellas. Nosotros ya tenemos suficientes
bienes propios «perceptibles por los sentidos»: si la naturaleza de nuestra
civilización es tal que falta una suficiencia de «bienes inteligibles»,
haremos mejor reformándonos a nosotros mismos que desviando los bienes
inteligibles de los demás hacia la multiplicación de nuestras propias
satisfacciones estéticas.
En la filosofía que estamos considerando, sólo se
reconocen humanas las vidas contemplativa y activa. La vida de placer sólo, la
vida cuyo fin es el placer, es subhumana; todos los animales «saben lo que les
agrada», y lo buscan. Esto no significa excluir de la vida el placer como si
el placer fuera malo en sí mismo; significa la exclusión de la búsqueda del
placer entendido como una «diversión», y aparte de «la vida». Es en la vida
misma, en la «operación correcta», donde el placer surge naturalmente, y de
este mismo placer se dice que «perfecciona la operación» . Esto es igualmente
válido en el caso de los placeres del uso o de la comprensión del uso.
Apenas
necesitamos decir que desde el punto de vista tradicional difícilmente podría
encontrarse una condena más rigurosa del presente orden social que el hecho de
que el hombre que trabaja ya no hace lo que más ama, sino más bien aquello a
lo que está obligado, así como la creencia general de que un hombre sólo puede
ser realmente feliz cuando «se evade» y se divierte. Pues aún en el caso de
que por «felicidad» entendamos el disfrute de «las cosas más elevadas de la
vida», es un cruel error pretender que esto puede hacerse en el ocio si no se
ha hecho en el trabajo. Pues «el hombre dedicado a su vocación encuentra la
perfección... El hombre cuya oración y alabanza a Dios están en la hechura de
su trabajo propio se perfecciona a sí mismo» . Este es el medio de vida que
nuestra civilización niega a la inmensa mayoría de los hombres, y en este
aspecto es notablemente inferior a las sociedades más primitivas o salvajes
con las que pueda compararse.
La manufactura, la práctica de un arte, es, así,
no sólo la producción de utilidades, sino también, y en el sentido más alto
posible, la educación de los hombres. La manufactura no puede ser nunca,
excepto para el sentimental que vive para el placer, un «arte por el arte», es
decir, una producción de objetos «finos» o inútiles sólo para que podamos
deleitarnos con «colores y sonidos finos»; tampoco podemos hablar de nuestro
arte tradicional como un arte «decorativo», pues considerar la decoración como
su esencia sería lo mismo que considerar la sombrerería como la esencia del
vestido, o la tapicería como la esencia del mobiliario. En su mayor parte,
nuestro jactancioso «amor al arte» no es nada más que el goce de sensaciones
confortables. Es mejor ser un artista que dedicarse a «amar el arte»; al igual
que es mejor ser un botánico que dedicarse a «amar los pinos».
En nuestra
visión tradicional del arte, en el arte folklórico o del pueblo, en el arte
cristiano y oriental, no hay ninguna distinción esencial entre un arte fino e
inútil y una artesanía utilitaria . En principio no hay ninguna distinción
entre el orador y el carpintero , sino sólo una distinción entre cosas hechas
bien y verdaderamente y cosas que no están hechas así, y entre lo que es bello
y lo que es feo en los términos de la formalidad y la informalidad. Pero —se
podría objetar— ¿no sirven algunas cosas a los usos del espíritu o el
intelecto, y otras a los del cuerpo? ¿no es más noble una sinfonía que una
bomba, un icono que un hornillo? Primero de todo, guardémonos de confundir el
arte con la ética. «Noble» es un valor ético, e incumbe a la censura previa lo
que debe o no debe hacerse. El juicio de las obras de arte desde este punto de
vista no es meramente legítimo, sino esencial para una vida buena y el bien de
la humanidad. Pero no es un juicio de la obra de arte como tal. La bomba, por
ejemplo, sólo es mala como una obra de arte si no llega a destruir y a matar
en la medida exigida. La distinción entre pecado artístico y pecado moral, que
se establece tan claramente en la filosofía cristiana, puede reconocerse
también en Confucio, que habla de una Danza de Sucesión como «belleza perfecta
y bondad perfecta al mismo tiempo», y de la Danza de Guerra como «belleza
perfecta pero no bondad perfecta» . Será obvio que no puede haber ningún
juicio moral del arte mismo, puesto que el arte no es en un acto, sino en un
tipo de conocimiento o poder por el que las cosas pueden hacerse bien, ya sea
para un uso bueno o ya sea para un uso malo: el arte por el que se producen
las utilidades no puede juzgarse moralmente, porque no es un tipo de voluntad
sino un tipo de conocimiento.
En esta filosofía, la belleza es el poder
atractivo de la perfección . Hay perfecciones o bellezas de tipos de cosas
diferentes o en contextos diferentes, pero no podemos ordenar estas bellezas
en una jerarquía, tal como podemos hacerlo con las cosas mismas: no podemos
decir que una catedral en tanto que catedral es «mejor» que un granero en
tanto que granero, de la misma manera que no podemos decir que una rosa en
tanto que rosa es «mejor» que una col en tanto que col; cada una de estas
cosas es bella en la medida en que es lo que da a entender que es y, en la
misma proporción, es buena . Decir que una catedral perfecta es una obra de
arte más grande que un granero perfecto significa asumir que pueden existir
grados de perfección, o asumir que el artista que hizo el granero trataba en
realidad de hacer una catedral. Vemos que esto es absurdo; y, sin embargo, es
justamente de esta manera como los que creen que el arte «progresa» comparan
los estilos artísticos más primitivos con las más avanzados (o decadentes),
como si los primitivos hubieran estado tratando de hacer lo que nosotros
tratamos de hacer, y hubieran dibujado como lo hicieron cuando en realidad
trataban de dibujar como dibujamos nosotros; y esto es imputar el pecado
artístico a los primitivos (cualquier pecado se define como una desviación del
orden hacia el fin). Así, lejos de esto, la única prueba de la excelencia en
una obra de arte es la medida en que el artista ha logrado hacer efectivamente
lo que se tenía intención de hacer.
Una de las implicaciones más importantes
de esta posición es que la belleza es objetiva, y que reside en el artefacto y
no en el espectador, que puede o no estar calificado para reconocerla . La
obra de arte es buena en su tipo, o no es buena en absoluto; su excelencia es
tan independiente de nuestras reacciones a sus superficies estéticas como lo
es de nuestra reacción moral a su tesis. De la misma manera que el artista
concibe la forma de la cosa que ha de hacerse sólo después de haber consentido
a la voluntad del patrón, así nosotros, si hemos de juzgar como juzgaba el
artista, debemos haber consentido ya a la existencia del objeto antes de que
podamos ser libres de comparar su figura efectiva con su prototipo en el
artista. No debemos asumir un aire de superioridad hacia las obras de los
«primitivos» diciendo que «eso era antes de saber nada sobre anatomía, o sobre
perspectiva», ni llamar a sus obras «innaturales» debido a su formalidad:
debemos aprender que estos primitivos no sentían nuestro tipo de interés por
la anatomía, ni trataban de decirnos lo que las cosas parecen; debemos haber
aprendido que, en comparación con el nuestro, su arte es más abstracto, más
intelectual, y mucho menos sólo una cuestión de mera reminiscencia o emoción,
debido a que ellos tenían algo definido que decir. Si las construcciones del
artista medieval correspondían a una cierta manera de pensar, es cierto que no
podemos comprenderlas excepto en la medida en que nos identifiquemos con esta
manera de pensar. «Cuanto mayor es la ignorancia de los tiempos modernos,
tanto más profunda se hace la oscuridad de la Edad Media» . La Edad Media y el
oriente son misteriosos para nosotros debido sólo a que no sabemos qué pensar,
a excepción de lo que nos agrada pensar. Como humanistas e individualistas,
nos halaga pensar que el arte es una expresión de sensaciones y de
sentimientos, de preferencia y de libre elección personales, sin compromiso
alguno con las ciencias matemáticas y cosmológicas. Pero el arte medieval no
era como el nuestro «libre» de ignorar la verdad. Para ellos, Arte sine
scientia nihil : por «ciencia», entendemos por supuesto, la referencia de
todos los particulares a los principios unificadores, no las «leyes» de la
predicción estadística.
La perfección del objeto es algo que el crítico no
puede juzgar, su belleza es algo que no puede sentir si, como el artista
original, no se ha hecho a sí mismo tal como la cosa misma debe ser; es de
esta manera como «la crítica es reproducción», y «el juicio la perfección del
arte». La «apreciación del arte» no debe confundirse con un psicoanálisis de
nuestros agrados y desagrados dignificado con el nombre de «reacciones
estéticas»: «la patología estética es una excrecencia en el genuino interés
por el arte que parece ser exclusivo de los pueblos civilizados» . Si el
estudio del arte ha de tener algún valor cultural, exigirá dos operaciones
mucho más difíciles que ésta: en primer lugar, una comprensión y aceptación de
la totalidad del punto de vista del que surgió la necesidad de la obra y, en
segundo lugar, una traída a la vida en nosotros mismos de la forma en que el
artista concibió la obra y por la cual la juzgó. El estudioso del arte, si
quiere hacer algo mas que acumular hechos, debe también sacrificarse a sí
mismo: cuanto más amplio sea el campo de su estudio en el tiempo y en el
espacio, tanto más debe cesar de ser un provinciano, tanto más debe
universalizarse, sea cual sea su propio temperamento y educación. Debe
asimilar culturas enteras que le parecen extrañas, y debe ser capaz también de
elevar sus propios niveles de referencia desde los de la observación hasta el
de la visión de las formas ideales. Más que sentirse curioso debe amar el tema
de su estudio. Y se pide tanto, debido justamente a que el estudio del «arte»
puede tener un valor cultural, es decir, puede devenir un medio de desarrollo.
¡Cuán a menudo los cursos de nuestras universidades exigen al estudiante mucho
menos que esto!
Así pues, una necesidad, o «indigencia», como la llama Platón,
es la primera causa de la producción de una obra de arte. Hemos hablado de
necesidades espirituales y físicas, y hemos dicho que las obras de arte pueden clasificarse según este criterio. Si esto nos resulta difícil de
admitir, ello se debe a que hemos olvidado lo que somos, a saber, que en esta
filosofía «hombre» denota un ser a la vez espiritual y psicofísico. Por
consiguiente, nosotros nos contentamos con un arte funcional, bueno en su tipo
en la medida en que la bondad no suponga un obstáculo a su vendibilidad, y
apenas podemos comprender el hecho de que cosas que han de usarse tengan
también un significado. Es cierto que lo que hemos venido a entender por
«hombre», a saber, «el animal racional y mortal» , puede vivir «sólo de pan»,
y que el pan sólo, sin ningún género de duda, es por consiguiente un bien; que
funcione es lo mínimo que puede esperarse de cualquier obra de arte. «Pan
sólo» es lo mismo que un «arte meramente funcional». Pero cuando se dice que
el hombre no vive sólo de pan, sino «de toda palabra que sale de la boca de
Dios» , lo que se entiende es la totalidad del hombre. Las «palabras de Dios»
son precisamente esas ideas y principios que pueden expresarse verbal o
visualmente por el arte; las palabras o formas visuales en las que se expresan
no son meramente sensibles, sino también significantes. Establecer, como lo
hacemos nosotros, una separación entre el arte funcional y el arte
significante, entre las artes aplicadas y unas supuestas bellas artes, es
exigir que la inmensa mayoría de los hombres vivan sólo del arte meramente
funcional, es decir, de un «pan sólo» que no es nada sino «las mondas que
comían los cerdos». La insinceridad e inconsistencia de toda esta situación se
ve en el hecho de que no esperamos del arte «significante» que sea
significante de nada, ni del arte «fino» que sea nada más que un placer
«estético»; si el artista mismo declara que su obra está cargada de
significado y que existe en razón de este significado, nosotros decimos que
eso no viene al caso, aunque decidimos que puede haber sido un artista a pesar
de ello . En otras palabras, si las artes meramente funcionales son las
mondas; las artes finas son el oropel de la vida, y el arte para nosotros
carece de toda significación.
El hombre primitivo, a pesar de la presión de su
lucha por la existencia, no sabía nada de tales artes meramente funcionales.
El hombre integral es de modo natural un metafísico, y sólo más tarde un
filósofo y psicólogo, un sistematizador. Su razonamiento es por analogía o, en
otras palabras, por medio de un «simbolismo adecuado». Como una persona, más
bien que como un animal, conoce las cosas inmortales a través de las cosas
mortales . Que «las cosas invisibles de Dios» (es decir, las ideas o razones
eternas de las cosas, por las que nosotros sabemos lo que las cosas deben ser)
han de verse en «las cosas que son hechas» , se aplicaba para él no sólo a las
cosas que hizo Dios, sino también a las que él mismo hacía. Nunca pudo haber
considerado el significado como algo que pudiera o no pudiera añadirse a
voluntad a los objetos útiles. El hombre primitivo no hacía ninguna distinción
real entre lo sagrado y lo secular: sus armas, sus vestidos, sus vehículos y
su casa eran todos ellos imitaciones de prototipos divinos, y para él eran aún
más lo que significaban que lo que eran en sí mismos; los hacía ser este «más»
mediante encantaciones y ritos . Así, luchaba con rayos, se ponía vestidos
celestiales, iba en un carro de fuego, veía en su techo el cielo estrellado, y
en sí mismo más que «este hombre», Fulano. Todas estas cosas pertenecían a los
«Misterios Menores» de los oficios, y al conocimiento del «Compañerazgo». De
ello no nos queda nada, excepto la transformación del pan en los ritos
sacrificiales, y, en la referencia a su prototipo de la veneración que se
tributa a un icono.
El actor indio se prepara para su actuación orando. Del
arquitecto indio se dice a menudo que visita el cielo y que allí toma nota de
las formas arquitectónicas imperantes, que imita aquí abajo. De hecho, toda
arquitectura tradicional sigue un modelo cósmico . Aquellos que consideran su
casa únicamente como una «máquina en la que vivir» deberían juzgar su punto de
vista comparándolo con el del hombre del neolítico, que también vivía en una
casa, pero una casa que incorporaba una cosmología. Nosotros tenemos un exceso
de sistemas de calefacción: sin duda, encontraríamos su casa incómoda; pero no
olvidemos que él identificaba la columna de humo que se elevaba desde su hogar
hasta desaparecer de la vista a través de un agujero en el techo con el Eje
del Universo, que veía en esta abertura una imagen de la Puerta Celestial, y
en su hogar el Ombligo de la Tierra, fórmulas que nosotros hoy en día apenas
somos capaces de comprender; nosotros, para quienes «un conocimiento que no es
empírico carece de significado» . La mayor parte de las cosas que Platón
llamaba «ideas», son para nosotros sólo «supersticiones».
No haber visto en
sus artefactos nada más que las cosas mismas, y en el mito una mera anécdota,
habría sido un pecado mortal, pues hubiera equivalido a no ver en uno mismo
nada más que el «animal racional y mortal», a no reconocer más que a «este
hombre», y nunca la «forma de la humanidad». En la medida en que ahora sólo
vemos las cosas como son en sí mismas, y a nosotros sólo como somos en
nosotros mismos, en esa misma medida hemos matado al hombre metafísico y nos
hemos encerrado en la caverna oscura del determinismo funcional y económico.
¿Se empieza a ver ahora lo que entiendo cuando digo que las obras de arte
congruentes con la Philosophia Perennis no pueden dividirse en las categorías
de lo utilitario y lo espiritual, sino que pertenecen a ambos mundos, al
funcional y al significante, al físico y al metafísico? .
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