APOCATASTASIS
Del sentimiento trágico de la vida.
Miguel de Unamuno
Editorial Losada S.A. Buenos Aires 1973
pp.212-227
¿Y no hay en la historia del
pensamiento, o si queréis, de la imaginación humana, algo que corresponda a ese
proceso de reducción de lo material, en el sentido de una reducción de todo a
conciencia?
Sí, la hay, y es del primer místico
cristiano, de San Pablo de Éfeso, del apóstol de los gentiles, de aquel que por
no haber visto con los ojos carnales de la cara al Cristo carnal y mortal, al
ético, le creó en sí inmortal y religioso, de aquél que fue arrebatado al
tercer cielo, donde vio secretos inefables (II Corintios, XIII). Y este primer
místico cristiano soñó también en un triunfo final del espíritu, de la
conciencia, y es lo que se llama técnicamente en teología la apocatástasis o
reconstitución.
Es en los versículos 26 al 28 del
capítulo XV de su primera epístola a los Corintios donde nos dice que el último
enemigo que ha de ser dominado será la muerte, pues Dios puso todo bajo sus
pies; pero cuando diga que todo le está sometido, es claro que excluyendo al
que hizo que todo se le sometiese, y cuando le haya sometido todo, entonces
también Él, el Hijo, se someterá al que le sometió todo para que Dios sea todo
en todos: ina h o
qeos hnanta
en pasin.
Es decir, que el fin es que Dios, la Conciencia, acabe siéndolo todo en todo.
Doctrina que se completa con cuanto el
mismo Apóstol expone respecto al fin de la historia toda del mundo en su
Epístola a los Efesios. Preséntanos en ella, como es sabido, a Cristo —que es
por quien fueron hechas las cosas todas del cielo y de la tierra, visibles e
invisibles (Col. I, 16)—, como cabeza de todo (I, 22), y en él, en esta cabeza,
hemos de resucitar todos para vivir en comunión de santos y comprender con
todos los santos cual sea la anchura, la largura, la profundidad y la altura, y
conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento (III, 18, 19). Y a
este recogernos
en Cristo, cabeza de la Humanidad, y
como resumen de ella, es a lo que el Apóstol llama recaudarse, recapitularse o
recogerse todo en Cristo,anacefalaiwsasqai ta
panta en Cristv. Y esta recapitulación
— anakefalaiwsis
, anacefaleosis—,
fin de la historia del mundo y del linaje humano, no es sino otro aspecto de la
apocatástasis. Esta, la apocatástasis, el que llegue a ser Dios todo en todos,
redúcese, pues, a la anacefaleosis, a que todo se recoja en Cristo, en la
Humanidad, siendo por lo tanto la Humanidad el fin de la creación. Y esta
apocatástasis, esta humanación o divinización de todo, ¿no suprime la materia?
¿Pero es que
suprimida la materia, que es el principio
de individuación —principium individuationis, según la Escuela—, no
vuelve todo a una conciencia pura, que en pura pureza, ni se conoce a sí, ni es
cosa alguna concebible y sentible? Y suprimida toda materia, ¿en qué se apoya
el espíritu?
Las mismas dificultades, las mismas
impensabilidades, se nos vienen por otro camino.
Alguien podría decir, por otra parte,
que la apocatástasis, el que Dios llegue a ser todo en todos, supone que no lo
era antes. El que los seres todos lleguen a gozar de Dios, supone que Dios
llega a gozar de los seres todos, pues la visión beatífica es mutua, y Dios se
perfecciona con ser mejor conocido, y de almas se alimenta y con ellas se
enriquece.
Podría en este camino de locos ensueños
imaginarse un Dios
inconsciente, dormitando en la materia,
y que va a un Dios consciente del todo, consciente de su divinidad; que el
Universo todo se haga consciente de sí como todo y de cada una de las
conciencias que le integran, que se haga Dios. Mas, en tal caso, ¿cómo empezó
ese Dios inconsciente? ¿No es la materia misma? Dios no sería así el principio,
sino el fin del Universo; pero, ¿puede ser fin lo que no fue principio? ¿O es
que hay fuera del tiempo, en la eternidad, diferencia entre principio y fin?
«El alma del todo no estaría atada por aquello mismo (esto es: la materia) que
está por ella atado», dice Plotino (Enn., II. IX, 7). ¿O no es más bien la
Conciencia del Todo que se esfuerza por hacerse de cada parte, y en que cada conciencia
parcial tenga de ella, de la total, conciencia? ¿No es un Dios monoteísta o
solitario que camina a hacerse panteísta? Y si no es así, si la materia y el
dolor son extraños a Dios se preguntará uno: ¿para qué creó Dios el mundo?
¿Para qué hizo la materia e introdujo el dolor? ¿No era
mejor que no hubiese hecho nada? ¿Qué
gloria le añade el crear ángeles u hombres que caigan y a los que tenga que
condenar a tormento eterno? ¿Hizo acaso el mal para curarlo? ¿O fue la
redención, y la redención total y absoluta, de todo y de todos, su designio?
Porque no es esta hipótesis ni más racional ni más piadosa que la otra.
En cuanto tratamos de representarnos la
felicidad eterna, preséntasenos una serie de preguntas sin respuesta alguna
satisfactoria, esto es, racional, sea que partamos de una suposición monoteísta
o de una panteísta o siquiera panenteísta.
Volvamos a la apocatástasis pauliniana.
Al hacerse Dios todo en todos, ¿no es
acaso que se completa, que acaba de ser Dios, conciencia infinita que abarca
las conciencias todas? ¿Y qué es una conciencia infinita? Suponiendo, como
supone, la conciencia, límite, o siendo más bien la conciencia conciencia de
límite, de distinción, ¿no excluye por lo mismo la infinitud? ¿Qué valor tiene
la noción de infinitud aplicada a la conciencia? ¿Qué es una conciencia toda
ella conciencia, sin nada fuera de ella que no lo sea? ¿De qué es conciencia la
conciencia en tal caso? ¿De su contenido? ¿O no será más bien que nos
acercamos a la apocatástasis o apoteosis
final sin llegar nunca a ella a partir de un caos, de una absoluta inconsciencia,
en lo eterno del pasado?
¿No será más bien eso de la
apocatástasis, de la vuelta de todo a Dios, un término ideal a que sin cesar
nos acercamos sin haber nunca de llegar a él, y unos a más ligera marcha que
otros? ¿No será la absoluta y perfecta felicidad eterna una eterna esperanza
que de realizarse moriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Y no cabe esperar
ya una vez realizada la posesión, porque ésta mata la esperanza, el ansia. ¿No
será, digo, que todas las almas crezcan sin cesar, unas en mayor proporción que
otras, pero habiendo todas de pasar alguna vez por un mismo grado cualquiera de
crecimiento, y sin llegar nunca al infinito, a Dios, a quien de continuo se acercan?
¿No es la eterna felicidad una eterna esperanza, con su núcleo eterno de pesar
para que la dicha no se suma en la nada?
Siguen las preguntas sin respuesta.
«Será todo en todos», dice el Apóstol.
¿Pero lo será de distinta manera en cada uno o de la misma en todos? ¿No será
Dios todo en un condenado? ¿No está en su alma? ¿No está en el llamado
infierno? ¿Y cómo está en él?
De donde surgen nuevos problemas, y son
los referentes a la oposición entre cielo e infierno, entre felicidad e
infelicidad eternas.
¿No es que al cabo se salvan todos,
incluso Caín y Judas, y Satanás mismo, como desarrollando la apocatástasis
pauliniana quería Orígenes?
Cuando nuestros teólogos católicos
quieren justificar racionalmente —o sea éticamente— el dogma de la eternidad de
las penas del infierno, dan unas razones tan especiosas, ridículas e infantiles
que parece mentira hayan logrado curso. Porque decir que siendo Dios infinito
la ofensa a Él inferida es infinita también, y exige, por lo tanto, un castigo
eterno, es, aparte de lo inconcebible de una ofensa infinita, desconocer que en
moral y no en policía humanas, la gravedad de la ofensa se mide, más que por la
dignidad del ofendido, por la intención del ofensor, y que una intención
culpable infinita es un desatino, y nada
más. Lo que aquí cabría aplicar son aquellas palabras del Cristo, dirigiéndose
a su Padre: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen!», y no hay
hombre que al ofender a Dios o a su prójimo sepa lo que se hace. En ética
humana, o si se quiere en policía —eso que llaman derecho penal, y que es todo
menos derecho— humana una pena eterna es un desatino.
«Dios es justo, y se nos castiga; he
aquí cuanto es indispensable
sepamos; lo demás no es para nosotros
sino pura curiosidad.» Así,
Lamennais (Essai, parte IV, cap. VII), y
así otros con él. Y así también Calvino. ¿Pero hay quien se contente con eso?
¡Pura curiosidad! ¡Llamar pura curiosidad a lo que más estruja el corazón!
¿No será acaso que el malo se aniquila
porque deseó aniquilarse, o que no deseó lo bastante eternizarse por ser malo?
¿No podremos decir que no es el creer en otra vida lo que le hace a uno bueno,
sino que por ser bueno cree en ella? ¿Y qué es ser bueno y ser malo? Esto es ya
del dominio de la ética, no de la religión. O más bien, ¿no es de la ética el hacer
el bien, aun siendo malo, y de la religión el ser bueno, aun haciendo mal?
¿No se nos podrá acaso decir, por otra
parte, que si el pecador sufre un castigo eterno es porque sin pecar cesa,
porque los condenados no cesan de pecar? Lo cual no resuelve el problema, cuyo
absurdo todo proviene de haber concebido el castigo como vindicta o venganza,
no como corrección; de haberlo concebido a la manera de los pueblos bárbaros. Y
así un infierno policíaco, para meter miedo en este mundo. Siendo lo peor que
ya no amedrenta, por lo cual habrá que cerrarlo.
Mas, por otra parte, en concepción
religiosa y dentro del misterio, ¿por qué no una eternidad de dolor, aunque
esto subleve nuestros sentimientos? ¿Por qué no un Dios que se alimenta de
nuestro dolor? ¿Es acaso nuestra dicha el fin del Universo? ¿o no alimentamos
con nuestro dolor alguna dicha ajena? Volvamos a leer en las Euménides del
formidable trágico Esquilo aquellos coros de las Furias, porque los dioses
nuevos, destruyendo las antiguas leyes, les arrebataban a Orestes de las manos;
aquellas encendidas invectivas contra la redención apolínea. ¿No es que la
redención arranca de las manos de los dioses a los hombres, su presa y
su juguete, con cuyos dolores juegan y
se gozan como los chiquillos
atormentando a un escarabajo, según la sentencia
del trágico? Y
recordemos aquello de: ¡Dios mío! ¡Dios
mío! ¿por qué me has
abandonado?
Sí, ¿por qué no una eternidad de dolor?
El infierno es una eternización del alma, aunque sea en pena. ¿No es la pena
esencial a la vida?
Los hombres andan inventando teorías
para explicarse eso que llaman el origen del mal. ¿Y por qué no el origen del
bien? ¿por qué suponer que es el bien lo positivo y originario, y el mal lo
negativo y derivado? «Todo lo que es en cuanto es, es bueno», sentenció San
Agustín; pero, ¿por qué? ¿qué quiere decir ser bueno? Lo bueno es bueno para
algo, conducente a un fin, y decir que todo es bueno, vale decir que todo va a
su fin. Pero ¿cuál es su fin? Nuestro apetito es eternizarnos, persistir, y
llamamos bueno a cuanto conspira a ese fin, y malo a cuanto tiende a
amenguarnos o destruirnos la conciencia. Suponemos que la conciencia humana es
fin y no medio para otra cosa que no sea conciencia, ya humana, ya sobrehumana.
Todo optimismo metafísico, como el de
Leibnitz, o pesimismo de igual orden, como el de Schopenhauer, no tienen otro
fundamento. Para Leibnitz, este mundo es el mejor, porque conspira a perpetuar
la conciencia y con ella la voluntad, porque la inteligencia acrecienta la voluntad
y la perfecciona, porque el fin del hombre es la contemplación de Dios, y para
Schopenhauer es este mundo el peor de los posibles, porque conspira a destruir
la voluntad, porque la inteligencia, la representación, anula a la voluntad, su
madre. Y así Franklin, que creía en otra vida, aseguraba que volvería a vivir
ésta, la vida que vivió, de cabo a rabo,from its beginning to the end; y
Leopardi, que no creía en otra, aseguraba que nadie aceptaría volver a vivir la
vida que vivió. Ambas doctrinas, no ya éticas, sino religiosas, y el sentimiento
del bien moral, en cuanto valor
teleológico, de origen religioso
también.
Y vuelve uno a preguntarse: ¿no se
salvan, no se eternizan, y no ya en dolor, sino en dicha, todos, lo mismo los
que llamamos buenos que los llamados malos?
¿En esto de bueno y de malo no entra la
malicia del que juzga? ¿La
maldad está en la intención del que
ejecuta el acto o no está más bien en la del que lo juzga malo? ¡Pero es lo
terrible que el hombre se juzga a sí mismo, se hace juez de sí propio!
¿Quiénes se salvan? Ahora otra
imaginación —ni más ni menos racional que cuantas van interrogativamente
expuestas—, y es que sólo se salven los que anhelaron salvarse, que sólo se
eternicen los que vivieron aquejados de terrible hambre de eternidad y de
eternización. El que anhela no morir nunca, y cree no haberse nunca de morir en
espíritu, es porque lo merece, o más bien, sólo anhela la eternidad personal el
que la lleva ya dentro. No deja de anhelar con pasión su propia inmortalidad, y
con pasión avasalladora de toda razón, sino aquel que no la merece, y porque no
la merece no la anhela. Y no es injusticia no darle lo que no sabe desear, porque
pedid y se os dará. Acaso se le dé a cada uno lo que deseó. Y acaso el pecado
aquel contra el Espíritu Santo, para el que no hay, según el Evangelio,
remisión, no sea otro que no desear a Dios, no anhelar eternizarse.
«Según es vuestro espíritu, así es
vuestra rebusca; hallaréis lo que
deseéis, y esto es ser cristiano», as
is your sort of mind — so is your sort of search; you’ll find — what you
desire, and that’s to be — a Christian,decía R. Browning (Christmas-Eve and
Easter-Day, VII).
El Dante condena en su Infierno a los
epicúreos, a los que no creyeron en otra vida, a algo más terrible que no
tenerla y es a la conciencia de que no la tienen, y esto en forma plástica,
haciendo que permanezcan durante la eternidad toda encerrados dentro de sus
tumbas, sin luz, sin aire, sin fuego, sin movimiento, sin vida. (Inferno, X,
10-15).
¿Qué crueldad hay en negar a uno lo que
no deseó o no pudo desear? Virgilio el dulce, en el canto VI de su Eneida
(426-429), nos hace oír las voces y vagidos quejumbrosos de los niños que
lloran a la entrada del infierno,
continuo
auditae voces, vagitus et ingens
infantumque
animae flentes in limine primo,
desdichados que apenas entraron en la
vida ni conocieron sus dulzuras, y a quienes un negro día les arrebató de los
pechos maternos para sumergirlos en acerbo luto,
quos
dulcis vitae exsortes et ab ubere raptos
abstulit
atra dies et funere mersit acerbo.
¿Pero qué vida perdieron, si no la
conocían ni la anhelaban? ¿O es que en realidad no la anhelaron?
Aquí podrá decirse que la anhelaron
otros por ellos, que sus padres les quisieron eternos, para con ellos recrearse
luego en la gloria. Y así entramos en un nuevo campo de imaginaciones, y es el
de la solidaridad y representatividad de la salvación eterna.
Son muchos, en efecto, los que se
imaginan al linaje humano como un ser, un individuo colectivo y solidario, y en
que cada miembro representa o puede llegar a representar a la colectividad toda
y se imaginan la salvación como algo colectivo también. Como algo colectivo el
mérito, y como algo colectivo también la culpa; y la redención. O se salvan
todos o no se salva nadie, según este modo de sentir y de imaginar; la
redención es total y es mutua; cada hombre un Cristo de su prójimo.
¿Y no hay acaso como un vislumbre de
esto en la creencia popular
católica de las benditas ánimas del
Purgatorio y de los sufragios que por ellas, por sus muertos, rinden los vivos
y los méritos que les aplican? Es corriente en la piedad popular católica este
sentimiento de trasmisión de méritos, ya a vivos, ya a muertos. No hay tampoco
que olvidar el que muchas veces se ha presentado ya en la historia del
pensamiento religioso humano la idea de la inmortalidad
restringida a un número de elegidos, de
espíritus representativos de los demás, y que en cierto modo los incluyen en
sí, idea de abolengo pagano —pues tales eran los héroes y semi-dioses— que se
abroquela a las veces en aquello de que son muchos los llamados y pocos los
elegidos.
En estos días mismos en que me ocupaba
en preparar este ensayo llegó a mis manos la tercera edición del Dialogue sur la vie et sur la mort, de Charles
Bonnefon, libro en que imaginaciones análogas a las que vengo exponiendo hallan
expresión concentrada y sugestiva. Ni el alma puede vivir sin el cuerpo, ni
éste sin aquélla, nos dice Bonnefon, y así no existen en realidad ni la muerte
ni el nacimiento, ni hay en rigor, ni cuerpo, ni alma, ni nacimiento, ni
muerte, todo lo cual son abstracciones o apariencias, sino
tan sólo una vida pensante, de que
formamos parte, y que no puede ni nacer ni morir. Lo que le lleva a negar la
individualidad humana, afirmando que nadie puede decir: «yo soy», sino más
bien, «nosotros somos», o mejor aún: «es en nosotros». Es la humanidad, la
especie, la que piensa y ama en nosotros. Y como se trasmiten los cuerpos se
trasmiten las almas. «El pensamiento vivo o la vida pensante que somos volverá
a encontrarse inmediatamente bajo una forma análoga a la que fue nuestro origen
y correspondiente a nuestro ser en el seno de una mujer fecundado.» Cada uno de
nosotros, pues, ha vivido ya y volverá a vivir, aunque lo ignore. «Si la
humanidad se eleva gradualmente por encima de sí misma, ¿quién nos dice que al
momento de morir el último hombre, que contendrá en sí a todos los demás, no
haya llegado a la humanidad superior tal como existe en cualquier otra parte,
en el cielo?... Solidarios todos, recogeremos todos poco a poco los frutos de
nuestros esfuerzos.» Según este modo de
imaginar y de sentir, como nadie nace
nadie muere, sino que cada alma no ha cesado de luchar y varias veces hase
sumergido en medio de la pelea humana «desde que el tipo de embrión correspondiente
a la misma conciencia se representaba en la sucesión de los fenómenos humanos».
Claro es que como Bonnefon empieza por negar la individualidad personal, deja
fuera nuestro verdadero anhelo, que es el de salvarla; mas como, por otra
parte, él, Bonnefon, es individuo personal y siente ese anhelo, acude a la
distinción entre llamados y elegidos, y a la noción de espíritus representativos,
y concede a un número de hombres esa inmortalidad individual representativa. De
estos elegidos dice que «serán un poco más necesarios a Dios que nosotros
mismos». Y termina este grandioso ensueño en que «de ascensión en ascensión no
es imposible que lleguemos a la dicha suprema, y que nuestra vida se funda en
la Vida perfecta como la gota de agua en el mar. Comprenderemos entonces —prosigue
diciendo— que todo era necesario, que cada filosofía o cada religión tuvo su
hora de verdad, que a través de nuestros rodeos y errores y en los momentos más
sombríos de nuestra historia, hemos columbrado el faro y que estábamos todos predestinados
a participar de la Luz Eterna. Y si el Dios que volveremos a encontrar posee un
cuerpo —y no podemos concebir Dios vivo que no le tenga—, seremos una de sus
células conscientes a la vez que las miríadas de razas brotadas en las miríadas
de soles. Si este ensueño se cumpliera, un océano de amor batiría nuestras playas,
y el fin de toda vida añadir una gota de agua a su infinito». ¿Y qué es este
ensueño cósmico de Bonnefon sino la forma plástica de la apocatástasis
pauliniana?
Sí, este tal ensueño, de viejo abolengo
cristiano, no es otra cosa, en el fondo, que la anacefaleosis pauliniana, la
fusión de los hombres todos en el Hombre, en la Humanidad toda hecha Persona,
que es Cristo, y con los hombres todo, y la sujeción luego de todo ello a Dios,
para que Dios, la Conciencia, lo sea todo en todos. Lo cual supone una
redención colectiva y una sociedad de ultratumba.
A mediados del siglo XVIII dos pietistas
de origen protestante, Juan
Jacobo Moser y Federico Cristóbal
Oetinger, volvieron a dar fuerza y valor a la anacefaleosis pauliniana. Moser
declaraba que su religión no consistía en tener por verdaderas ciertas
doctrinas y vivir virtuosamente conforme a ellas, sino en unirse de nuevo con
Dios por Cristo; a lo que corresponde el conocimiento, creciente hasta el fin
de la vida, de los propios pecados y de la misericordia y paciencia de Dios, la
alteración del sentido natural todo, la
adquisición de la reconciliación fundada
en la muerte de Cristo, el goce de la paz con Dios en el testimonio permanente
del Espíritu Santo, respecto a la remisión de los pecados; el conducirse según
el modelo de Cristo, lo cual sólo brota de la fe, el acercarse a Dios y tratar
con Él, y la disposición de morir en gracia y la esperanza del juicio que
otorga la bienaventuranza en el próximo goce de Dios y en trato con todos los
santos. (Ritschl:Geschichte des Pietismus, III, § 43.) El trato con todos los
santos, es decir, la sociedad eterna humana. Y Oetinger, por su parte,
considera la felicidad eterna, no como la visión de Dios en su infinitud, sino
basándose en la Epístola a los Efesios, como la contemplación de Dios en la
armonía de la criatura con Cristo. El trato con todos los santos era, según él,
esencial al contenido de la felicidad eterna. Era la realización del reino de
Dios, que resulta así ser el reino del Hombre. Y al exponer estas doctrinas de
los dos pietistas confiesa Ritschl (obra citada, III, § 46) que ambos testigos adquirieron
para el protestantismo con ellas algo de tanto valor como el método teológico
de Spener, otro pietista.
Vese, pues, cómo el íntimo anhelo místico cristiano, desde
San Pablo, ha sido dar finalidad humana, o sea divina, al universo, salvar la
conciencia humana y salvarla haciendo una persona de la humanidad toda. A ello responde
la anacefaleosis, la recapitulación de todo, todo lo de la tierra y el cielo,
lo visible y lo invisible, en Cristo, y la apocatástasis, la vuelta de todo a
Dios, a la conciencia, para que Dios sea todo en todo. Y ser Dios todo en todo
¿no es acaso el que cobre todo conciencia y resucite en ésta todo lo que pasó,
y se eternice todo cuanto en el tiempo fué? Y entre ello, todas las conciencias
individuales, las que han sido, las que son y las que serán, y tal como se
dieron, se dan y se darán, en sociedad y solidaridad.
Mas este resucitar a conciencia todo lo que alguna vez fue,
¿no trae necesariamente consigo una fusión de lo idéntico, una amalgama de lo semejante?
Al hacerse el linaje humano verdadera sociedad en Cristo, comunión de santos,
reino de Dios, ¿no es que las engañosas y hasta pecaminosas diferencias
individuales se borran, y queda sólo de cada hombre que fue lo esencial de él
en la sociedad perfecta? ¿No resultaría tal vez, según la suposición de
Bonnefon, que esta conciencia que vivió en el siglo XX en este rincón de esta
tierra se sintiese la misma que tales otras que vivieron en otros siglos y
acaso en otras tierras?
¡Y qué no puede ser una efectiva y real unión, una unión
sustancial e íntima, alma a alma, de todos los que han sido! «Si dos criaturas cualesquiera
se hicieran una, harían más que ha hecho el mundo.»
If any
two creatures grew into one
They
would do more than the world has done,
sentenció Browning (The flight of the Duchess), y el Cristo
nos dejó dicho que donde se reunan dos en su nombre, allí está Él.
La gloria es, pues, según muchos, sociedad, más perfecta
sociedad que la de este mundo, es la sociedad humana hecha persona. Y no falta
quien crea que el progreso humano todo conspira a hacer de nuestra especie un ser
colectivo con verdadera conciencia — ¿no es acaso un organismo humano
individual, una especie de federación de células?— y que cuando la haya
adquirido plena, resucitarán en ella cuantos fueron.
La gloria, piensan muchos, es sociedad. Como nadie vive aislado
nadie puede sobrevivir aislado tampoco. No puede gozar de Dios en el cielo quien
vea que su hermano sufre en el infierno, porque fueron comunes la culpa y el
mérito. Pensamos con los pensamientos de los demás, y con sus sentimientos
sentimos. Ver a Dios, cuando Dios sea todo en todos, es verlo todo en Dios y
vivir en Dios con todo.
Este grandioso ensueño de la solidaridad final humana es la
anacefaleosis y la apocatástasis paulinianas. Somos los cristianos, decía el
Apóstol (I Cor., XII, 27), el cuerpo de Cristo, miembros de él, carne de su
carne y hueso de sus huesos (Efesios, V, 30), sarmientos de la vid.
Pero en esta final solidarización, en ésta la verdadera y
suprema cristinación de las criaturas todas, ¿qué es de cada conciencia
individual? ¿qué es de mí, de este pobre yo frágil, de este yo esclavo del
tiempo y del espacio, de este yo que la razón me dice ser un mero accidente
pasajero; pero por salvar al cuál, vivo y sufro y espero y creo? Salvada la
finalidad humana del Universo, si al fin se salva; salvada la conciencia, ¿me resignaría
a hacer el sacrificio de este mi pobre yo, por el cual y sólo por el cual
conozco esa finalidad y esa conciencia?
Y henos aquí en lo más alto de la tragedia, en su nudo, en
la perspectiva de este supremo sacrificio religioso: el de la propia conciencia
individual en aras de la Conciencia Humana perfecta, de la Conciencia Divina.
Pero, ¿hay tal tragedia? Si llegáramos a ver claro esa
anacefaleosis; si llegáramos a comprender y sentir que vamos a enriquecer a
Cristo, ¿vacilaríamos un momento en entregarnos del todo a Él? El arroyico que entra
en el mar y siente en la dulzura de sus aguas el amargor de la sal oceánica,
¿retrocedería hacia su fuente? ¿querría volver a la nube que nació de mar? ¿no
es su gozo sentirse absorbido?
Y, sin embargo...
Sí, a pesar de todo, la tragedia culmina aquí.
Y el alma, mi alma al menos, anhela otra cosa, no
absorción, no quietud, no paz, no apagamiento, sino eterno acercarse sin llegar
nunca, inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva sin acabarse
del todo nunca. Y con ello un eterno carecer de algo y un dolor eterno. Un
dolor, una pena, gracias a la cual se crece sin cesar en conciencia y en
anhelo. No pongáis a la puerta de la Gloria como a la del Infierno puso el
Dante el: Lasciate ogni speranza! ¡No matéis el tiempo! Es nuestra vida una
esperanza que se está convirtiendo sin cesar en recuerdo, que engendra a su vez
a la esperanza. ¡Dejadnos vivir! La eternidad, como un eterno presente, sin recuerdo
y sin esperanza, es la muerte. Así son las ideas, pero así no viven los
hombres. Así son las ideas en el Dios-Idea; pero no pueden vivir así los
hombres en el Dios vivo, en el Dios-Hombre.
Un eterno Purgatorio, pues, más que una Gloria; una ascensión
eterna. Si desaparece todo dolor, por puro y espiritualizado que lo supongamos,
toda ansia, ¿qué hace vivir a los bienaventurados? Si no sufren allí por Dios, ¿cómo
le aman? Y si aun allí, en la Gloria, viendo a Dios poco a poco y cada vez de
más cerca sin llegar a Él del todo nunca, no les queda siempre algo por conocer
y anhelar, no les queda siempre un poso de incertidumbre, ¿cómo no se aduermen?
O en resolución, si allí no queda algo de la tragedia
íntima del alma, ¿qué vida es esa? ¿Hay acaso goce mayor que acordarse de la
miseria —y acordarse de ella es sentirla— en el tiempo de la felicidad? ¿No
añora la cárcel quien se libertó de ella? ¿No echa de menos aquellos sus
anhelos de libertad?
* * *
¡Ensueños mitológicos!, se dirá. Ni como otra cosa los
hemos presentado. Pero, ¿es que el ensueño mitológico no contiene su verdad?
¿Es que el ensueño y el mito no son acaso revelaciones de una verdad inefable,
de una verdad irracional, de una verdad que no puede probarse?
¡Mitología! Acaso; pero hay que mitologizar respecto a la
otra vida como en tiempo de Platón. Acabamos de ver que cuando tratamos de dar
forma concreta, concebible, es decir, racional, a nuestro anhelo primario, primordial
y fundamental de vida eterna consciente de sí y de su individualidad personal,
los absurdos estéticos, lógicos y éticos se multiplican y no hay modo de
concebir sin contradicciones y despropósitos la visión beatífica y la
apocatástasis.
¡Y sin embargo!...
Sin embargo, sí, hay que anhelarla, por absurda que nos parezca,
es más, hay que creer en ella, de una manera o de otra, para vivir. Para vivir,
¿eh?, no para comprender el Universo. Hay que creer en ella, y creer en ella es
ser religioso. El cristianismo, la única religión que nosotros, los europeos del
siglo XX, podemos de veras sentir, es, como decía Kierkegaard, una salida
desesperada (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, II, I, cap. I), salida que
sólo se logra mediante el martirio de la fe, que es la crucifixión de la razón,
según el mismo trágico pensador.
No sin razón quedó dicho por quien pudo decirlo aquello de
la locura de la cruz. Locura, sin duda, locura. Y no andaba del todo
descaminado el humorista yanqui —Oliver Wendell Holmes— al hacer decir a uno de
los personajes de sus ingeniosas conversaciones que se formaba mejor idea de
los que estaban encerrados en un manicomio por monomanía religiosa que no de
los que, profesando los mismos principios religiosos andaban sueltos y sin
enloquecer. Pero ¿es que realmente no viven éstos también, gracias a Dios,
enloquecidos? ¿Es que no hay locuras mansas, que no sólo nos permiten convivir
con nuestros prójimos sin detrimento de la sociedad, sino que más bien nos
ayudan a ello, dándonos como nos dan sentido y finalidad a la vida y a la
sociedad mismas?
Y después de todo, ¿qué es la locura y cómo distinguirla de
la razón no poniéndose fuera de una y de otra, lo cual nos es imposible?
Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el
misterio de ultratumba; locura querer sobreponer nuestras imaginaciones,
preñadas de contradicción íntima, por encima de lo que una sana razón nos
dicta. Y una sana razón nos dice que no se debe fundar nada sin cimientos, y
que es labor, más que ociosa, destructiva, la de llenar con fantasías el hueco de
lo desconocido. Y sin embargo...
Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más
allá de la tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada
uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse, con
las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay que creer en
esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla y darle sentido y finalidad. Y
hay que creer acaso en esa otra vida para merecerla, para conseguirla, o tal
vez ni la merece ni la consigue el que no la anhela sobre la razón y, si fuere
menester, hasta contra ella.
Y hay, sobre todo, que sentir y conducirse como si nos
estuviese reservada una continuación sin fin de nuestra vida terrenal después
de la muerte; y si es la nada lo que nos está reservado, no hacer que esto sea una
justicia, según la frase de Obermann.
Lo que nos trae como de la mano a examinar el aspecto
práctico o ético de nuestro único problema.