N. Berdiaev
De la destination de
l’homme (p. 253-255)
L’Age d’Homme. Lausanne.1979
6. - DEL ESTADO, DE LA GUERRA Y LA REVOLUCIÓN.
El examen del estado en su esencia no entra en el marco de
este libro. Consideraré, únicamente desde el punto de vista de la ética, su
naturaleza y nuestra actitud a su respecto. Este problema será necesariamente
también el de sus relaciones con la libertad y la persona humana.
El Estado por su origen, su esencia y su fin no está más
animado por el pathos de la libertad, que por el bien o por la de la persona
humana, cualquiera que sea relación con ellos. Por encima de todo, representa
al organizador del caos natural, cuyo pathos es el del orden, de la fuerza, de
la expansión, de la formación de grandes entidades históricas. Si mantiene de
manera coercitiva un mínimo del bien y la justicia, nunca lo hace porque es
naturalmente bueno o justo, - estos sentimientos son naturalmente buenos o
justos, - estos sentimientos son naturalmente buenos o justos, - estos
sentimientos le son extraños – sino únicamente porque sin éste mínimo habría
una confusión general, que amenazaría con disociar las entidades históricas;
porque se arriesgaría a perder el mismo todo potencia y toda estabilidad. El
principio del estado es sobre todo la fuerza y lo prefiere a la ley, la
justicia y la bondad. El aumento de la potencia es su destino. Lo lleva a las
conquistas, a la expansión, a la prosperidad, pero también puede llevarlo a su
pérdida. En el conflicto de las fuerzas reales y el derecho ideal el Estado
opta siempre por las primeras, él mismo no es más que la expresión de sus
correlaciones. No puede revestir ninguna forma ideal - todas las utopías que le
sugieren están viciadas de base – no es susceptible más que de mejoras
relativas, y éstas están generalmente relacionadas a los límites que se le impone.
El Estado siempre aspira a transgredir sus límites y convertirse en absoluto,
ya sea bajo la forma de monarquía, de democracia o de comunismo. El antiguo
mundo greco-romano no conocía límites al Estado-Ciudad. Estos fueron
establecidos por el cristianismo, que logró substraer a la persona del poder de
este mundo. Es él quien confirió al alma humana la primacía sobre todos los
reinos del mundo. Introdujo un dualismo, que se esforzó en resolver, en los
nuevos tiempos, a favor de la dominación del Estado, pero que es en realidad,
insuperable. El estado pertenece al mundo pecador y no tiene ninguna analogía
con el Reino de Dios. Hay en él una profunda paradoja, ya que si lucha contra
la consecuencias del pecado, imponiendo límites exteriores a las manifestaciones
de la mala voluntad, está contaminado el mismo y refleja en él esa degradación.
Los intentos realizados para conferir al reino de César un
carácter sagrado y teocrático, fueron una de las más grandes tentaciones en la
vida de la Iglesia y del cristianismo. Se remonta a Constantino el Grande. Las
monarquías cristianas, imperiales y papales, acusaron una confusión monstruosa del
reino del César y del Reino de Dios, en la cual el primero siempre obtuvo la
prioridad. Se atribuyó al estado sagrado, al poder del monarca, la dirección de
las almas humanas y el cuidado de su salvación, en otras palabras se le encargó
una tarea, que recae exclusivamente en la Iglesia. Pero esos días ya han
pasado.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado se establecieron
de una manera paradójica, porque se puede decir que el Estado forma una parte
de la Iglesia, como se puede decir que la Iglesia forma parte del estado.
Ciertamente, la Iglesia espiritual y mística es el cosmos cristianizado, el
alma del mundo llena de gracia y, considerado bajo este ángulo visto bajo esta
luz, el Estado es sólo la parte subordinada y menos cristiana, porque más
sujeto al imperio del pecado y, en consecuencia, al de la ley. Pero histórica y
socialmente hablando, la Iglesia considerada en el plano empírico, es una parte
del Estado, está sometida a su ley, y se ve o protegida u oprimida por él. Y
este es el origen de lo trágico de su vida. El Estado es la esfera de
cotidianidad social, en la se desliza una voluntad demoníaca de potencia. Ya
sea que sea democrático o monárquico, sigue siendo un reino de César. También
es cometer una misma mentira atribuir a una u otra de sus formas u valor
absoluto y sagrado. El Estado posee su misión positiva en el mundo natural y
pecador. "No es en vano que el magistrado lleva la espada", el poder
es indispensable en el mundo caído. Pero
si el estado, incluso el más imperfecto, cumple parcialmente esta misión, la
distorsiona y la distorsiona y la desfigura también por su tiranía, por su
tendencia a violar sus límites, por las pasiones a las cuales está expuesto. El
amor al poder y a la tiranía, el desprecio de
la persona humana y de la libertad, se manifiestan en el estado
democrático, como en el estado monárquico, y ellos alcanzan su paroxismo en el
estado comunista. El estado está bajo el signo de la ley y no de la gracia. Él verdad
que además de la ley, la creación humana se manifiesta también en él, pero está
desprovisto de gracia y no significa la penetración en el Reino de Dios.
No puede haber existir un estado ideal perfecto, ya que todo
Estado representa necesariamente una dominación del hombre sobre el hombre;
ahora siendo el principio de esta dominación el producto del pecado, no puede revelar
el Reino de Dios, que no conoce, él , más que relaciones de amor. La vida ideal
y perfecta marca el fin de esta dominación, de cualquier dominación impuesta,
en general, incluso la de Dios, porque sólo en un mundo pecaminoso Dios puede
aparecer como una autoridad. El anarquismo comporta, en este sentido, una parte
de verdad, pero no es adaptable a nuestro mundo, que está sometido a la ley, y
su utopía es una mentira y una seducción. No se puede sin embargo, concebir la
vida perfecta más que bajo el ángulo anarquista, que corresponde al pensamiento
apofático, el único verdadero, porque es el único en el cual toda analogía con
el reino del César es eliminada y en el cual se opera un desprendimiento.
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