(EXTRACTO DE: J. C.: ALGUNAS CONSIDERACIONES ACERCA DE LA OBRA DE RENÉ GUÉNON) (Etudes Traditionnelles, nº Especial -293-294-295- dedicado a R. Guénon,1951)
J. C.: RENÉ GUÉNON Y LA REENCARNACIÓN.
1.- Ninguna otra cuestión parecería haber provocado más malentendidos y controversias que la de la reencarnación (aparte de aquella del Atman y de Ishwara), no porque ella presente dificultades excepcionales,sino más bien porque para exponerla correctamente en todos sus diversos aspectos serían necesarios desarrollos bastante extensos acerca de nociones que resultan
completamente extrañas a los occidentales.
No podemos siquiera pensar en desarrollar aquí semejante exposición, y algunas explicaciones muy reducidas correrían el riesgo de aumentar aun más la confusión que impera en este dominio. No obstante nos parece que a pesar de tales inconvenientes no podemos dejar de presentar al menos algunas
consideraciones fundamentales sobre ciertos puntos esenciales.
2.- Ante todo, debe subrayarse el hecho (cuya importancia exigiría un estudio especial) de que mientras que las religiones occidentales niegan la reencarnación, en cambio los pueblos orientales, particularmente aquellos que se vinculan con la civilización india, creen en una sucesión de existencias bajo formas humana, animal, etc. ... (los cinco destinos). Esta
oposición es del mismo tipo que la que parece existir entre las tradiciones aparentemente "creacionistas" y aquellas otras aparentemente "emanacionistas", o entre las tradiciones que consideran basado el origen de la existencia separada en la "Atracción Original" (Nahash), y aquellas que lo hacen nacer de Avidyâ, la ignorancia o ilusión.
En efecto, como siempre sucede en estos casos, se trata de "puntos de vista" diferentes respecto a la "Realidad Total", la cual conlleva una "indefinidad" de los mismos, y no existe -ni puede existir- ninguna contradicción real entre ellos. Por el contrario, podría cometerse un grave error, si no se precisara a qué corresponde cada punto de vista especial, es decir, si no se establecen sus limitaciones (o sus límites) y sus relaciones
con los demás puntos de vista.
3.- Tal como decíamos al comenzar este escrito, René Guénon tuvo como cometido fundamental el de la exposición metafísicamente exacta de las doctrinas tradicionales, abordando sólo en la medida en que resultaba estrictamente indispensable a esta finalidad la descripción cosmológica de la Manifestación Universal en sus relaciones con el devenir humano.
Así es como, en su obra fundamental, "El hombre y su devenir según el Vêdânta", expuso completamente (si bien de manera abreviada) las diversas etapas que recorre aquello que es presentemente el hombre, cuando éste sigue uno de los caminos que conducen desde el estado humano a la Liberación; en cambio, dejó de abordar, salvo por una alusión a la teoría de los ciclos, la exposición del devenir del Ser en el pasaje desde un estado individual humano a otro estado individual.
4.- Desde luego que Guénon ha demostrado metafísicamente (Cap. VI de "El error espiritista") el carácter erróneo de lo que los occidentales entienden por "reencarnación", es decir, el pasaje de una misma substancia separada, de naturaleza espiritual, o alma (formando una especie de mónada), por una
sucesión de estados corporales (11).
Por otra parte, debemos añadir de inmediato que no conocemos ningún texto canónico, ya sea oriental u occidental, dónde la reencarnación -entendida de esta forma- se halle mencionada, y esto simplemente por la razón suficiente de que no conocemos ninguno dónde la noción de alma, tal cómo la consideran los occidentales modernos (substancia + unitaria + espiritual + individual) (12), se encuentre asociada ya sea a la idea de retorno a un mismo estado, ya sea también a la idea de una supervivencia después de la muerte.
Todo lo que ha sido dicho de contrario a esta afirmación descansa sobre errores de interpretación o de traducción, y es consecuencia de esta enfermedad de los hombres del Kali-Yuga que tanto les dificulta concebir las existencias sin formas o existencias que no se vean sostenidas por substancias separadas o irreductibles.
Ahora bien, ni el Judaísmo (dónde ni Néfesh, ni Rúaj, ni Neshamá corresponden a lo que los modernos denominan alma y espíritu), ni en el Cristianismo (dónde San Pablo naturalmente se limitó a transponer estos términos hebraicos), ni en el Brahmanismo (donde Atman no tiene nada en común con el alma de los modernos) ni en el Bhagavad-Gîta (dónde la fórmula
utilizada en el capítulo II, 22, designa a la serie causal individual que engendra una continuidad de vidas sobre vidas a través de la corriente de las formas), ni mucho menos en el Budismo o en el Lamaísmo (dónde el Alaya Vîjnana corresponde a la fórmula del Bhagavad-Gîta), ni en el Islam esotérico; en una palabra, en ninguna de las formas ortodoxas, jamás existió
nada parecido, y la concepción moderna occidental es a las concepciones metafísicas de oriente lo que la devoción visceral al Sagrado Corazón es al ardor del amor informal del verdadero cristiano por el Verbo Supremo, encarnado (luego manifestado) en Jesucristo, Aquel que es para el cristiano la fuente por la cual se produce en el hombre todo aquello que es Amor y por el cual subsisten y se mueven, en el Cosmos, el Sol y las demás Estrellas.
5- Pero, precisamente dado que las cuestiones propiamente metafísicas son tratadas ante todo en su rango primordial (ya sea que se trate del Mahâprajnâ Parâmita en el Lamaísmo, de los Brahma-Sûtras en el Brahmanismo, etc.), una sección importante de la enseñanza sagrada del oriente se refiere a la descripción cosmológica de la Manifestación Universal en sus relaciones
con el estado humano (Abidharma en el Lamaísmo, etc.) así como sobre los aspectos individuales y sobre las técnicas correspondientes (Tantras o Rgyud).
Ahora bien, esta descripción puramente fenoménica pone en juego todos los procesos englobados sumariamente dentro de lo que los antiguos pitagóricos llamaban metempsicosis y de la cual quisiéramos tratar de brindar, aunque más no fuera, una somera idea.
6.- El estado humano, caracterizado por la posesión de Manas (órgano mental)(simple participación, por lo demás, con el Manú cósmico) conlleva un cierto número de características psicológicas (13), entre las cuales figura la memoria.
Por una parte, la serie interna de los estados que recorre un hombre durante el transcurso de su existencia individual engendra la determinación del estado de existencia que le sucederá a este estado humano.
Por otra parte, la serie externa (correspondiente a la precedente) de sus actos durante el transcurso de la existencia presente ha engendrado, tanto en el mundo grosero como en el mundo sutil, una serie de causalidades, entre las cuales una gran parte pertenece a esos complejos psicomentales que
nosotros tenemos la costumbre metafísicamente errónea de considerar como constitutivos del ser individual humano que conocemos (mientras que no son más que elementos físicos que durante el transcurso de la existencia entran en la composición del cuerpo grosero y después se retiran del mismo).
Estas series de causalidades se despliegan después de la muerte, engendrando sucesiones de estados psicomentales, centralizados (o agregados) sobre una o más existencias individuales, que serán a éste respecto, dentro de este
límite y bajo esta forma, la continuación dentro del dominio psico-mental de la existencia psicológica del desaparecido.
Así se constituyen las "reencarnaciones" del muerto, que no tienen en realidad nada que ver con la reencarnación, puesto que se trata exclusivamente de una metempsicosis.
7.- Ésta es la oportunidad para indicar que, en ciertos casos, la concentración unificadora de la vida psicológica durante el transcurso de una existencia humana puede ser tal que casi todos los elementos psicológicos que estaban ligados a esta nueva existencia se ven conducidos a reagruparse dentro de una misma nueva existencia humana, de manera que tal continuidad serial así creada ofrece la ilusión de una transmisión substancial.
Del mismo modo, en el arco iris, algunas gotas de agua entran dentro de la zona dónde la ilusión del color parece localizada para un observador, y después salen de la misma sin que en realidad haya ningún color que subsista allí dónde se lo veía, apoyado en alguna substancia colorida.
8.-Por lo demás, en ciertos casos, la realización de un estado donde determinados elementos no-individuales, no-humanos, se manifiestan a través de la forma humana (ver lo que dijimos anteriormente a propósito de la realización metafísica) se acompaña precisamente de la realización de esta concentración unitaria que estábamos considerando. En este caso, la
continuidad serial considerada está acompañada por una análoga continuidad de la manifestación del elemento no-individual no-humano, y esto corresponde a lo que el Lamaísmo designa como Tûlkus (por ejemplo, el Dalai-Lama, Tûlku parcial de Soubhoti al mismo tiempo que de Avalokitêshwara, que continúa
además su existencia dentro de diversas formas y condiciones que corresponden a su definición y a sus funciones).
Por otra parte, es necesario aclarar que semejante transmisión permanece sujeta a muchas incertidumbres, ya que ella está subordinada a las condiciones cósmicas generales, y los agregados de elementos que así se suceden seriadamente pueden soportar cambios por adiciones, sustracciones, o
incluso modificaciones correlativas a las modificaciones de la biología humana sobre el conjunto de la Tierra durante todo el transcurso de la duración.
9.- Finalmente, para terminar con este tipo de cuestiones, debemos añadir que, tal como en nuestro mundo occidental muchos creyentes perfectamente incapaces de cualquier actividad propiamente intelectual toman al pie de la letra la terminología religiosa y, de hecho, adoran más o menos conscientemente algunas imágenes esculpidas o pintadas, o determinadas imágenes psicomentales, también en oriente el vulgo poco dotado desde el punto de vista metafísico o poco instruido ve fácilmente en aquellos fenómenos de continuación serial que acabamos de describir lo que los ocultistas y neoespiritualistas de todo tipo entienden por reencarnación.
Por lo demás, el potente esfuerzo de occidentalización del oriente, al que nos referíamos al comienzo de este estudio, se ejerce naturalmente sobre este punto tanto como en todos los otros, en el sentido más apropiado para destruir todo lo que constituye el espíritu tradicional, de manera tal de hacer posible, allí como en todas partes, la conquista del poder terrestre para todo aquello que hay de más bajo y más opuesto al orden jerárquico de los valores reales.
V. CONCLUSIÓN.
A modo de conclusión, insistiremos todavía sobre la extraordinaria potencia de sugestión, incesantemente creciente, de ese poder de engaño que llegará a dominar completamente al mundo exterior antes del final del ciclo. Sabemos que llegará un momento en el que cada uno, solo, privado de cualquier contacto material que pueda ayudarlo en su resistencia interior, deberá encontrar en sí mismo la forma de adherirse firmemente, a través del centro mismo de su existencia, al Señor de Toda la Verdad. No se trata de una imagen literaria sino de la descripción de un estado de cosas que quizás no esté tan lejano. Que cada uno pueda prepararse y armarse de una tal rectitud
interior para que todas las potencias de la ilusión y la corrupción carezcan de poder para hacerlo desviar. Y nada mejor que la obra de René Guénon para facilitar a los occidentales esta preparación.
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sábado, 4 de febrero de 2017
viernes, 3 de febrero de 2017
La muerte del intelecto ((Abbé Henri Stéphane 1907-1985)
TRATADO XII. 1
La muerte del intelecto
(Abbé Henri Stéphane 1907-1985, Introducción al esoterismo
cristiano, Capítulo XII. Comentarios de la Biblia)
Los trabajos de exégesis escrituraria tienen algo de monstruoso, como todas las producciones modernas. Se concibe que una tal desvergüenza mental no pudo nacer más que en las cabezas que ya nos había prodigado las elucubraciones nebulosas del idealismo, y debían a continuación aplastarnos bajo las montañas de erudición y de “cultura”. El protestantismo, que
había roto con la Tradición encontró aquí evidentemente su terreno de elección: el idealismo y el racionalismo habiendo destronado “el intelecto“, no quedaba más que escrutar las escrituras con métodos “científicos”. Pero los que han escapado al virus del cientifismo y del positivismo saben a qué atenerse sobre el valor de la ciencia moderna; puramente convencional y axiomática en el dominio de las matemáticas, empírico y conjetural en el de las ciencias de la naturaleza y las ciencias humanas, la ciencia moderna no constituye un conocimiento verdadero; no implica ninguna certeza, y no debe su éxito ante un público materialista y gamberro que a las aplicaciones técnicas o a los resultados deportivos para uso de “niños grandes”. Los “contemplativos”, si aún queda alguno, no pueden más que sonreír a la vista de semejante carnaval.
La aplicación de los métodos científicos modernos a la Escritura Santa no llega generalmente más que a conclusiones negativas o a lo sumo hipotéticas, del orden de las probabilidades,
y que no pueden más que engendrar la duda o el desorden en los espíritus. Cuando la Tradición enseña que la Tierra es plana y cuadrada y que el Cielo es redondo, que las estrellas son las “modalidades corporales“ de los Ángeles, etc., esta Cosmología constituye un cuadro perfectamente adaptado a la Teología, debido a su simbolismo natural y humano. No es “humano” creer que la Tierra gira en torno al Sol, y las teorías de Galileo y de Copérnico constituían una especie de “esotérismo” cuya vulgarización no podía sino perjudicar al alma del pueblo. No es más que demasiado fácil ¡juzgar el árbol a sus frutos! En la actualidad, algunos
escritores no dudan en decir que en presencia de la Televisión, del Ordenador y viajes a la Luna, el hombre ordinario no puede ya creer en Dios! No puede creer ya más que en el Hombre. Las pseudo-teologías de la “muerte de Dios” se inscriben perfectamente en este contexto psicológico.
Del mismo modo, cuando la Tradición enseña que el Pentateuco ha sido escrito por Moisés,
, que la Epístola a los Hebreos es de san Pablo, que el Corpus dionysiacun es de san Dionisio el Areopagita, etc., crea el clima de ingenuidad y credibilidad indispensables para la fe del simples, aquellos a quienes “estas cosas” han sido reveladas, mientras que ellas se ocultaron a los sabios (véase Mateo XI, 25).
Toda Escritura Santa, el Arte sagrado, la Leyenda dorada, el “folklore“, están por decirlo así, “tejidos de ingenuidad“, al contrario de la suficiencia pretenciosa de los sabios. Naturalmente hay diferentes “niveles” de ingenuidad: “Son prudentes como las serpientes y simples como las palomas“ dice el Evangelio (Mateo X, 16). Es necesario ser “ingenuo” respecto a lo espiritual y “prudente“ respecto del mundo. En otros términos, ¿Cuál es el más “ingenuo” aquél que cree que Moisés escribió el Pentateuco, o aquél que confía a los métodos de la ciencia moderna?
En cualquier caso, los Padres de la Iglesia no tenían necesidad de “ciencias humanas” para elevarse “ hasta la el más alto cima de las Escrituras místicas “(san Dionisio , Teología mística). Si el oscurecimiento del intelecto condena a los teólogos modernos al someter a la Escritura Santo a un tratamiento quirúrgico, al precio de un trabajo gigantesco, no hay el que felicitarse de ello. Es necesario saber reconocer que el “progreso” del pensamiento, que es de orden
humano, no ha podido hacerse más que en detrimento del intelecto, Santo Tomás de Aquino dice que el intelecto en nosotros nos es “nada más que una determinada participación de semejanza en la Luz increada en la cual están contenidas las razones eternas las cosas “ 1.
En un sentido, los teólogos que proclaman “la muerte de Dios” reconocen en efecto “la muerte del intelecto”, y en eso se muestran fieles continuadores de Kant 2.
Se objetará entonces, si eso es así, no hay más resignarse a utilizar los métodos de la ciencia moderna, lo que vuelve a presentar en particular a la Escritura Santa (tanto como la cosmología y la teología) en una lengua adaptada a la mentalidad actual.
Toda la cuestión consiste entonces en saber si este aggiornamento no implica una desnaturalización, una falsificación o al menos una devaluación de las “cosas santas “. La disección que se aplica a la Escritura Santa parece tan “sacrílega“ como si se examinara una hostia consagrada al microscopio en la esperanza de encontrar el ¡Cuerpo del Cristo! Una vez más, si estamos allí, no hay por qué glorificarse. La ingenuidad y la ignorancia “científicas” de la Edad Media permitían seguramente mejor el funcionamiento del intelecto. Por otra parte este no está “muerto“
1. La referencia de este texto capital es Summa Theologica, I, q 84, a. 5. ,
quaedam participata similitudo lurninis increati, in quo continentur rationes aleternae. Se atribuye al Maestro Eckhart la siguiente propuesta: “Hay en el alma algo que es increado e increable; si el alma entera fuera tal, ella sería increada e increable; y esto es el intelecto. “Esta proposición ha sido condenada como “herética” por la Bula In agro Dominico de Juan XXII,
que data del 27 de marzo de 1329. El Maestro Eckhart se había muerto, pero en una declaración hecha en la cátedra de Colonia el 13 de febrero de 1327, él se había defendido rigurosamente de decir similar cosa, en su defensa de Avignon, el Maestro Eckhart se limitó a negar aún esta propuesta como “insensata” (stultun). En efecto, la Bula condena la propuesta en apéndice sin afirmar sea necesario asignársela. Ver éd. Gandillac p. 266 y de J. ANCELET.HUSTACHE, Maestro Eckhart y la mística renana, p. 65, y sobre todo Maestro Eckhart, Sernons, vol. 1, p, 29-30.
2. En el origen, el hombre primordial (Adán) veía a Dios en la Naturaleza Virgen
con “el ojo del Corazón” (el intelecto); al “fin de los tiempos”, el intelecto obscurecido
por la “caída” implica la idolatría (Romanos, 1,18 ss.); la Revelación restablece
la “naturaleza virgen” María casa, hipóstasis de la Teotokos, y la Gracia regenera
el intelecto “que vuelve a ser capaz, en cierta medida, de la visión directa e intuitiva de los “primeros principios” (ej.: San Francisco de Asís); una nueva “recaída”, después de la Edad Media, implica la subversión moderna. En cuanto al Arte Sagrado, es un sustituto de la Naturaleza Virgen para el hombre caído.
más que en apariencia; está oculto en el corazón del hombre bajo una montaña de errores y de pasiones paralizantes, y no puede ser despertado más que por la Revelación y purificado por la Gracia. Más bien que ejercer el pensamiento humana, impotente para captar la verdad espiritual, ¿no valdría más “hacer penitencia “y “ preparar las sendas del Señor “, para abrir el camino de la Gracia? Si eI intelecto, purificado por la oración (cf Evagrio el Póntico) recobra al menos parcialmente la inocencia paradisíaca, nuestros exégetas no pensarían ni siquiera en identificar al autor del Génesis, y nuestros sabios se preocuparían poco de la rotación de la Tierra; volverían a aprender “a leer” con la inteligencia (intus legere) los primeros versículos de la Génesis, el Icono de Ia Teotokos, el portal Real de Chartres 3, la leyenda dorada, etc, y adquiriría así la certitud de la verdad.
jueves, 2 de febrero de 2017
LA ESPIRITUALIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO
HNO. FERNANDO DE
LA CRUZ, FMP:
LA ESPIRITUALIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO
Hablar de
"espiritualidad oriental" comporta la existencia de una
"espiritualidad occidental" y de
ciertas diferencias entre ellas,
de modo que podamos aislarlas y estudiarlas. Esta primera afirmación ya
resulta en sí problemática: en primer lugar, por
"espiritualidad cristiana '
entendemos la presencia y los dones
del Espíritu Santo.
Y para El no
hay distinción entre
"judío y gentil"
(Rm.1,14), no puede haber diferencias
sustanciales entre una y otra espiritualidad. En segundo lugar, nuestra vida
espiritual conlleva al mismo tiempo una
participación en la plenitud de Dios y una activa concurrencia
de nuestro ser hombres. Este elemento humano, con sus matices históricos,
culturales y étnicos el que origina las diversas corrientes
de espiritualidad, aunque ello no signifique que por
"Oriente" en tendamos simplemente un hecho geográfico. Antes bien, es un modo de vivir; por decirlo de alguna manera "Oriente no
está solamente en Oriente", sino que es una dimensión de la experiencia
eclesial total.
Conocer estas
tradiciones, profundizar en las que ordinariamente nos vemos inmersos y familiarizarnos con las menos cercanas, será de
gran interés para
ese "ser Iglesia" que
todos perseguimos.
Oriente es
conocido por su tradicionalismo. Un
estudio profundo nos exigiría acercarnos a las mismas fuentes que hoy siguen
citándose con el mismo sagrado respeto que en el pasado. Textos clásicos de San
Basilio, San Gregorio Nacianceno y Niseno, San Máximo el Confesor, San
Juan Clímaco, San Teodoro Estudita, San Efrén o San Isaac
el sirio; textos de los teólogos de la
época bizantina como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio el Sinaita,
Nicolás Cabasilas, Nicéforo el Solitario, y aun los mas recientes como Nicodemo
el Hagiorita (+ 1809),
son la clave de ese particular
modo que nuestros hermanos de
Oriente tienen de percibir a Dios,
al mundo y al hombre.
Internarnos en
los textos de los
Padres significaría, quizás, perdernos en un mundo demasiado
extenso. Veamos, entonces,
algunos de los distintos modos de acercamiento al único objeto de la
vida espiritual, con
la esperanza de que nos permitan
contemplar y comprender mejor como ven
nuestros hermanos de Oriente -el
geográfico y el espiritual- al
Dios bueno y amigo de los hombres que canta su Liturgia.
1. La conversión como iluminación del hombre.
Hablar de "conversión" significa considerarla
como algo más que un mero punto de partida de un camino progresivo; supone un cambio total
de actitud que supera
lo que conscientemente percibimos. Aporta mucho más de lo que, de momento, conocemos.
Y es que no se
trata de abandonar el pecado, cambiar la dirección de nuestros pasos y nuestra
existencia. Es, más
bien, penetrar en un mundo de
luz, ser deificados, bañados por la luz
del Tabor. Hablar de
conversión en Oriente es dejarse
envolver por la iniciativa
misericordiosa de Dios que
no pretende elevar el orden
natural a lo
sobrenatural, sino llevar a cabo
una compenetración entre Él y nosotros,
entre lo divino y lo humano.
Por el
hecho de ser más que un mero abandono del pecado, la conversión
le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la
necesidad de volverse indefensos
ante la iniciativa divina, de
"bajar barreras" ante ese Dios que nos envuelve con su
luz sin
pretender destruir nada de nuestro ser de hombres.
Pero el problema
no es sencillo. El hombre
cuenta con un gran enemigo: la agresividad innata ante
el dejarse hacer, ante el dejarse inundar por Dios. Los grandes textos
de espiritualidad volverán, una y
otra vez, sobre la libertad del hombre
caído y el "olvido de Dios", origen del pecado.
¿Qué hacer
ante este callejeo sin
salida? La única
respuesta nos la ofrece la vida de Cristo: el anonadamiento, el rebajamiento total para ser
nada, al igual que Cristo que "no retuvo ávidamente su condición
divina" (Flp.2, ó-11>. Anonadamiento
que no es
-como quizá sería para nosotros- castigo por el orgullo, sino esencial
condición para transparentar la gloria de Dios, para dejar espacio a la
total iniciativa divina. Anonadamiento
que no consiste en combatir lo humano,
sino en acabar con lo que ataca al hombre y que se concentra en las
pasiones.
Esta necesidad de
que "Él crezca y yo disminuya" (Jn.3, 30)
es experimentada e intuida por todos los místicos de Oriente, desde los
primeros Padres del Desierto hasta Juan
de Kronstadt o San Silvano
del Monte Athos. La hesychía, la gran tradición orante común a todo el Oriente,
va a ser la evidencia: “dejarse
vaciar", "rechazar todo pensamiento" son expresiones constantes.
Comprendemos,
pues, que la lucha contra las pasiones no es tanto exigencia cuanto fruto
de la conversión, fruto
que se experimenta a
través de la kenosis o anonadamiento, ternura
evangélica a la vez
que compasión divina que destruye el duro pedernal de las
pasiones. ¿Cómo es posible esto? Remontémonos de nuevo a Jesús: porque su
abajamiento fue una "no
resistencia", el nuestro debe serlo también.
Comprender tal
renuncia como algo que se nos da
y no como esfuerzo es la
gran diferencia con Occidente: frente
a nuestra progresividad, Oriente
nos habla de la sobreabundancia de la deificación que
viene a salvar el abismo entre el hombre
"limitado" y el Dios
"incontenible";
participación en la luz del Tabor que destruye nuestra lógica
opresora tentada de convertir al
Incognoscible en un ser al que
podemos acceder lógicamente
¿Cómo logrará el
hombre participar en semejante
deificación? ¿Cómo conseguirá' dejarse
hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental,
dada su simplicidad: el hombre participa
de la Plenitud Divina por la
visión, visión-escucha de la
Liturgia y la
Palabra y visión contemplación de
los iconos.
Sí, hemos
llegado al extremo. El hombre se "dejará salvar" en la
liturgia, en la escucha de la Palabra, ante
los iconos... La visión
será el remedio
para el hombre incapaz de reaccionar; al igual que Pedro, Santiago y Juan en el
Monte Tabor, una luz radiante
iluminará su ser
y el hombre verá salvado en él el abismo
antes imposible entre el mundo sensible y el espiritual
Es, pues,
imposible fiarse de estructuras
mentales como itinerario
de salvación como
gustara Occidente. La escucha
litúrgica, la contemplación iconográfica
serán los elementos que desbordaran al hombre
Fácil nos es
comprender que Oriente está lejos
del peligro de despreciar lo
humano, como ha ocurrido en ocasiones en Occidente: la
deificación del hombre introduce una
confianza sin reservas en la humanidad por parte de Dios.
2. Sumergirse en la transparencia divina.
Decíamos ya al
comienzo, que un único Espíritu
suscita una sola búsqueda para el hombre, aunque las respuestas y caminos
varíen. La única raíz de la vida espiritual
será, pues, acallar la agresividad permanente
del hombre frente
a Dios, frente
a Su iniciativa de irrumpir en lo humano
para que el hombre pueda vivir en apertura a Él. Pero
esta raíz suscitará diversas
respuestas. Occidente buscara que lo mejor del hombre sirva a Dios a través de métodos concretos: estructuras
eclesiales, sistematizaciones
teológicas, itinerarios de
santidad... Oriente se
esforzará en comprender que lo
más excelso de Dios sirve al hombre para
deificarlo. Es la respuesta -desconcertante al menos para Occidente- al eterno drama del
hombre, que busca alcanzar a su Dios aun cuando Este se
le hace presente.
Es la alternativa ante un mundo
de ruptura: el hombre está
inmerso en Dios aún sin saberlo.
Dios ni está
fuera ni más arriba del mundo: lo envuelve, el Incircunscribible lo
circunscribe, como gustarán afirmar los teólogos ortodoxos actuales.
Dejémonos convencer por tal afirmación.
Dejémonos atrapar por uno de los más famosos iconos rusos. Ante la
representación del misterio
de la Trinidad que el santo iconógrafo Andrei Rublev nos ha dejado, observaremos qué es lo
que en él representa al mundo: no es otra cosa
que el pequeño cuadrado (los cuatro puntos cardinales> situado ~n el centro del dialogo
intratrinitario. No es la casa, ni el árbol, ni cosa alguna exterior a la
escena, sino el punto central
de la composición, sumergido de ese modo en el misterio del
Amor.
Pero saberse en
Dios podría resultar insoportable para el
hombre. Dios lo sabe,
y por eso se empequeñece, se anonada
dejando al hombre hacer por
sí mismo el penoso camino de su
experiencia. Es la kenosis de Dios:
tornarse transparente para el hombre, evitar ser método ajeno para dejarse
implicar plenamente por él. El
misterio Inabarcable se torna cercano.
Occidente
propondrá al hombre el camino de la
Pasión y la Cruz como método para
asemejarse más a Cristo, para
llegar a ser, le propondrá el
ascenso hasta Dios ya sea comprendiendo que el hombre puede
conocer racionalmente la voluntad
de Dios, o bien reduciendo lo divino a
lo humano mediante la visión sensible.
Oriente propone
otra alternativa "fuera de lo razonable", basada en el
anonadamiento de Dios: ver místicamente,
comprender experimentalmente. Es
el camino del reposo -hesychia-, de
la quietud interior que nos torne
vulnerables al universo espiritual
quebrado cada día en
el perpetuo drama del
desgarro interior del hombre. Con esto llegamos, pues, a lo que
constituye el itinerario espiritual
de Oriente: la Oración de Jesús.
A través de una
sencilla fórmula repetitiva, el hombre se abandonará en Dios, llegará a ser
-como Él- transparente más allá de la
emotividad y de la racionalidad.
Superará el bloqueo
del "aquí y ahora" creado por las pasiones y
restablecerá en sí la unidad y la armonía de la Creación.
Aun con
toda limitación, nos atreveríamos a afirmar que se trata de un
camino negativo (apofático), en el
sentido de negación: superación de conceptos y métodos que, por ser
humanos -encerrados en la sola dimensión humana-, no concuerdan con
la iniciativa divina.
No se trata
de alcanzar cierta insensibilidad al
modo de la Grecia clásica, ni de
evadirse o evitar trabajar con empeño. Sí es,
por el contrario, la afirmación
profunda de que no puede existir
diálogo entre Dios
y el hombre si éste no rompe la
estrechez de sus planteamientos mentales o emotivos.
Lo que
parecían dos mundos herméticos -el
divino y el
humano- han estallado, el abismo está salvado: Dios se abaja y el hombre
ha encontrado el modo de romper la cerrazón
en sí mismo. Lo humano
ha sido inundado por lo divino y,
como un pequeño cascaron, el hombre flota ahora en el inmenso mar de Dios.
Tornando la expresión de Teófano el
Recluso:
"¿Qué ha
sucedido? No puedo explicarlo. No he visto nada, no comprendo lo que ha pasado,
pero me veo cambiado, transformado
por un poder inmenso. El Creador
ha obrado la restauración...".
Esta "imposible posibilidad" queda evidenciada en la
tradición rusa por dos figuras señeras: los locos por Cristo (Jurodivyie),
hombres y mujeres que asumen el papel
del "loco" en compañía de otros y con una oración ferviente en la
soledad, y los peregrinos (stranniki), perpetuamente en
camino de santuario en santuario.
Los locos en
Cristo rompen la hermeticidad de su ser hombres abrazando la kenosis de la
irrelevancia social y cultural. No siendo nada, en el nombre de Dios de
muestran el absurdo del
esfuerzo por parecer alguien. Con su vida ponen de
manifiesto la nada del hombre que
vive confiado en sus pretensiones. Es curioso comprobar la veneración
que se les tributó en Rusia,
tanto por parte
del pueblo como de
la nobleza. Un frío análisis Occidental calificaría
incluso de antitestimonio al hombre o mujer que, en el nombre de Dios, escupiera
ante un noble y
se postrara ante
un mendigo, o que penetrara en la Iglesia vestido de harapos... Pero el Espíritu sigue
siendo uno. Recordemos,
si no, el
testimonio de San Francisco de
Asís, girando como una peonza por los
caminos, o de su fiel fray Bernardo, columpiándose apaciblemente ante la
atónita mirada de toda la ciudad...
Los stranniki,
los eternos peregrinos, ponen de
manifiesto e constante esfuerzo
por no aferrarse a un status, por vivir vulnerables al universo de Dios
persiguiendo la libertad del Espíritu. Superando el "dar testimonio" o "interpelar al
mundo" se consagran a vivir
fuera de lo humanamente estable, acompañados por el rezo ininterrumpido de la
Oración de Jesús... No en vano, la mejor
representación iconográfica del Misterio
de la Trinidad
será la Filoxenia, la
hospitalidad que Abraham ofrece a
los tres ángeles peregrinos y que Rublev supo atrapar magistralmente sobre
una tabla. La irrelevancia social del peregrino, su indefensión frente a todo
peligro, brilla ante nuestros ojos
como la mejor expresión del
misterio vulnerable e
indefenso del Dios hecho hombre. Citamos, a modo de ejemplo, un
fragmento de El peregrino ruso: "...La Oración del corazón me hacia tan
dichoso que no creía yo se pudiera serlo tanto
en la tierra...
el mundo exterior me
parecía radiante y todo me movía a amar y alabar a Dios: los
hombres, los árboles, las
plantas, los animales;
todo me resultaba corno familiar y por todas partes yo me encontraba la
imagen de Jesucristo...".
Desde el
testimonio de los Jurodivyie y los stranniki, todo Oriente pone de manifiesto
la verdadera naturaleza de esa quietud (hesychia) que se anhela: no es un sueño,
sino el despertar del
adormecimiento que
el olvido de Dios,
el pecado, introduce en el hombre.
Por la
humilde repetición del Nombre de Aquel que es el lnnombrable,
el hombre interioriza
la "visión-escucha",
a la que
más arriba aludíamos, instaurando
la liturgia del corazón,
dejándose prender y salvar en su interior, volviéndose sensible
y abierto a Dios.
Este desbordamiento de Dios abarca al hombre total: su corazón, su mente
y también su cuerpo. El mandato bíblico de
amar al Señor "con
todo el ser" (cfr. Dt.6, 4-6) engloba un ritmo fisiológico respiratorio en la Oración de Jesús, de forma que hasta un acto tan cotidiano como
el respirar se convierte en un jadear con nostalgia de
amor. La irrupción de
la vida divina en el hombre, vibra aquí con sus notas más sutiles; el
aliento que Dios insuflara en Adán, sigue siendo hoy en Oriente el hálito de
vida que sostiene al hombre.
3. El hombre como imagen y semejanza de Dios.
Cuando Occidente
afirma que Dios "está
por encima de
todas las cosas" entiende
que está "arriba" de
todo y, por
tanto, fuera del alcance de todo. Ese es el modo por el
cual Dios es diverso,
"distinto" del hombre. Está más allá de él, aunque eso no le impide
irrumpir en el mundo y actuar según su omnipotencia.
Oriente va
a tratar de
"entrar" en lo que Dios es en sí para entender,
desde ahí, qué es para nosotros. Dios es, ante todo, el nosotros trinitario que Andrei Rublev nos muestra espléndidamente
en su
icono, la comunión
de personas que, en el culmen de la apacibilidad y disponibilidad, sale
de sí para abandonarse en el Otro.
Su Nombre es un
"no-Nombre", porque no podemos
abarcarlo con nuestro conocimiento, porque no es su Nombre el que es nuestro,
sino al contrario: Él nos
"nombró" al comienzo y, por ello, nuestro nombre es suyo. Aquí radica
nuestra incapacidad para conocer a Dios. No se trata de que el abismo entre los
dos mundos permanezca abierto -ya vimos que tal frontera estalla con la Encarnación y con la iniciativa de amor
que el hombre acoge-, sino que nuestro
conocer es demasiado pequeño para abarcarle.
Conocer al
Incognoscible no es, para
Oriente, problema de distancias, como si Él estuviera lejos o cerca, sino de
apreciación: nosotros somos los que estamos en Él. Dios es primero y, por ello, es quien señala su posición y la
nuestra, estar en Él.
La Trinidad
ha abierto los brazos. Los tres Ángeles del icono
de Rublev nos
envuelven y acogen, situándonos
en el centro del Misterio de Amor. Llega el tiempo de dejarnos acoger, de
reconocernos en ese Dios que es Comunión, y renunciar, por tanto, a la tarea de
encerrarle en un Nombre, en un concepto. El único esfuerzo
posible de nuestro conocimiento es el de percibir al Dios que nos en
vuelve porque nos
ha creado y salvado.
Estamos ya en
condiciones de afrontar la posibilidad
de que el hombre sea imagen de Dios. La humanidad es algo en sí misma, y esto no quita ni pone nada a Dios
Pero, decir que somos imagen de Dios, significa
afirmar que hay algo en nosotros -aunque ese algo no sea
una "parte" sino
nuestro todo- que no está replegado en si sino que hace referencia a lo que
representa. El hombre
es imagen de Dios porque algo en
él se escapa invariablemente a sus solas
posibilidades y habla
de Otro. ¿Qué es exactamente?
¿Cuál es la dimensión del hombre que desborda
sus límites humanos
y habla por sí misma de Dios? No es otra cosa que
su libertad, entendida como capacidad de ordenar su
existencia según una jerarquía coherente de valores. Esa posibilidad de orden, quiebra por sí
misma la anarquía a la que el pecado original sometió al hombre. Ser imagen de
Dios es, para Oriente, participar del manantial de la Libertad que es el
Nosotros Trinitario.
Libertad
que, por hacer referencia a
su "Modelo" no es
ser "libre de" o "con relación a" algo o a
todo, que, en definitiva, no sería más que aumentar el
desorden y la división de la Creación. Dios no es libre de nada, pues Él está implicado en todo lo que ha creado. Pero tampoco será libertad
para algo, que
significaría ser imagen de una unilateralidad o utilitarismo, y Dios no
es libre para algo sino para nada, que es como decir para todo. La libertad
del hombre como icono de Dios es el ser
libre con todo, poder acogerlo todo y vivir en la armonía en que vive el
"Nosotros" trinitario.
Nos es fácil
comprender que la libertad así entendida es una tarea a realizar, una meta a
alcanzar. En la medida que el hombre
acepta el reto de alcanzarla, la imagen se torna semejanza, puesta en camino
de llegar a ser como su "arquetipo". Es el empeño por alcanzar la santidad. El
sello inmóvil y estático que Dios ha
impreso en el hombre -capacidad de ser
libre como Él es libre-
se convierte en itinerario, "peregrinaje", cuando busca
encarnar en sí la trasparencia
de Dios. Es contemplar de nuevo el milagro de la
Creación: Dios modela un cuerpo inmóvil del barro ("a su imagen...")
y, al darle vida, se convierte en reflejo reconocible de su Autor ("... y
semejanza"). El empeño por alcanzar la santidad, es de este modo, el
"hálito de vida" que Dios insufla en el hombre, es su más profundo
modo de ser.
Hemos llegado al
fondo de la cuestión. El hombre tiene ya una razón última
para existir: ser santo, llegar a
ser reflejo reconocible de Dios. El más
profundo misterio del hombre
ha quedado desvelado y
hemos llegado a él
por la "visión mística". Esto quedará todavía más de manifiesto en la
contemplación de los iconos: el Santo lo es por la iluminación interior que
ha recibido y que el iconógrafo trata de plasmar. Por ella
el hombre de Dios participa en la
Luz e invita a todo el que lo
contemple a hacer
lo mismo. Prueba con su vida -al
igual que el iconógrafo lo hace con el
oro y los colores- que ha alcanzado la libertad
con todos, el
vivir en plena armonía con la Creación en el seno de la Trinidad y, por
ello, es Santo, semejante a Dios.
Por ser imagen de
Dios, en el hombre se reconoce al modelo, al menos como posibilidad. Llevando a cabo la imagen, se torna
semejanza, afinidad que participa en el
modelo. Dios aparece, entonces, "diverso" del hombre, no distinto.
Es la puerta que nos da entrada al misterio de la deificación: la diversidad
de Dios posibilita
en el hombre la
semejanza, que se lleva
a cabo por
la Iluminación del corazón, que
le da toda su dimensión de trascendencia, liberándole de sus propios límites.
4. Cristo es compenetración con el hombre más que triunfo sobre lo humano.
Cristo es punto
privilegiado de encuentro entre Dios y el hombre. Ante esta única
realidad Oriente afirmará que Cristo trata de llegar al hombre en lo más
específicamente suyo: la libertad.
Estamos ante el
núcleo del abajamiento de Cristo: para
hablar al hombre de su libertad renuncia a la suya propia, se anonada.
Occidente descubrirá el valor sacrificial subrayando lo útil de la renuncia, la
muerte como camino de Resurrección, como condición indispensable. Por ella lo
humano queda sometido a lo divino, que prevalecerá definitivamente. Oriente, por el contrario, verá en la kenosis
de Cristo el principio de la compenetración entre
Dios y el hombre: en la Cruz Dios se implica con
el hombre hasta
lo más profundo, su divinidad
anonadada se convierte en
su gloria más allá de victorias y poderes. La Cruz brilla corno máxima revelación del
misterio de Dios: no es victoria
sobre lo humano,
sino compenetración.
La dimensión
de sacrificialidad -un Hijo que
aplaca a un Padre ofendido- queda
superada. Cristo se anonada para hacer creíble la
verdad desarmada; es el Cordero sin mancha conducido al
matadero que nos revela la presencia de
un Dios que es todo humildad. En expresión
de Fedor Dostoievski "Cristo se convierte a todos más bien
que cada uno se convierte a él".
La tarea
de ser cristiano se descubre así
como un revestirse de
Cristo, que no
es tanto una conformidad literal
con su vida (la cruz como modelo de método y
ascenso), cuanto un
llegar a la compenetración
Cristo-nosotros: Dios ha querido locamente ser hombre más que conseguir de
nosotros cierta elevación a su gloria.
5. El Espíritu Santo "Es".
Oriente descubre a
la Iglesia y al hombre henchidos
del Espíritu Santo al contemplarse reflejados
en la Trinidad,
en el Dios que inunda al hombre. El Espíritu
es el entre del nosotros trinitario,
Aquel cuyo ser es pura transparencia de Dios hacia sí mismo y hacia el hombre,
sin pretensiones ni presiones de ningún tipo.
Para el hombre es
el sello de su libertad interior,
luz de Dios que se torna fuego capaz de derretir la frialdad de su mente. Sin
presionarle, al hombre
le resulta necesario para coger
la oferta de la salvación divina.
No añade, ni ajusta, ni empuja: precede y la hace posible,
defendiendo así la libertad del hombre.
Para Oriente, el
Espíritu Santo es el que vuelve a esbozar la imagen de
Dios en el
hombre más allá de
nuestro olvido, posibilitando la
plena semejanza, el ser santos. Su ser es unir para que el hombre
sea deificado desde Cristo.
6. La Iglesia
como esplendor del "Nosotros" trinitario.
La eclesiología
nos ofrece también diferentes perspectivas. Para Oriente la comunión supera la
estructura, del mismo modo que el Espíritu supera la letra.
La Iglesia
se revela, entonces,
en Oriente, con
unas notas precisas. Aparece,
ante todo, como el núcleo de lo humano acogido
ya conscientemente en
Dios, lugar donde la
penetración de Dios es
plenamente consciente y deseada.
Es comunidad eucarística,
puesto que la
Fracción del Pan obra
entre los miembros
la posibilidad de ser una persona
única en Cristo.
Por ser
comunión, reflejo de la Comunión
divina, la Iglesia se trasciende a sí
misma va más allá de sus fronteras, no
en cuanto a una conquista del mundo, sino en una penetración de todo el hombre.
Su fin va a ser acoger la libertad
que el Espíritu
Santo expande.
Habría mucho más
que decir sobre el -digamos-
concepto de la lglesia para Oriente,
pero excedería la finalidad
del presente articulo.
7. Obedecer a
Dios es colaborar con su
sabiduría.
Afirmar,
explícita o implícitamente, que no es
posible fiarse de la humanidad es otorgarle un papel que nada tiene de creativo (como preveer y proyectar), sino contentarse con
un rol ejecutivo (realizar puntualmente los designios divinos). Es el mejor camino
para anular la creatividad de la naturaleza
humana tan defendida en nuestro
sistema cultural y que quizá por ello
sigue un rápido proceso de separación de la Iglesia.
Frente a esta
realidad, Oriente ha desarrollado una
tercera vía alejada tanto
de "la razón
sin Dios" como de la "razón obligada y manipulada por Dios".
Se trata de vivir la sinergia o compenetración profunda entre Dios y el hombre, que supera el
inevitable fin de una victoria, un enfrentamiento entre vencedores
-Dios- y vencidos -los hombres-. Una mirada hacia
adelante -escatológica- es, para
Oriente, contemplar una realidad
dinámica, creativa. Dios y el hombre han
comenzado a inventar juntos el cumplimiento de la voluntad divina.
En Dios queda así
superada cada fragmentación, cada
cerrazón en sí mismo del hombre. En la sinergia de su Sabiduría queda
posibilitada la "semejanza" entre Dios
y el hombre,
que rompe la prisión aislante de
la humanidad. Es el triunfo de
la libertad del hombre, la vuelta al Paraíso perdido en el que el
hombre paseaba y conversaba con el Creador.
La deificación se transforma en una vuelta a
los orígenes, irrupción definitiva en el Paraíso.
CONCLUSION
Tras esbozar
algunos aspectos de la espiritualidad oriental, nos encontramos, al evaluarlos
en con junto, ante un
modo concreto de acercamiento al Evangelio complementario de
las intuiciones occidentales.
Tras un milenio de
separación, la realidad
actual es la que
esbozamos al principio: Oriente no es solo en Oriente. Y no se trata de convertir o excluir a
Occidente, sino de lograr cierta sinergia,
compenetración total del misterio de la Iglesia.
Subrayar valores
específicos nos debe llevar a sentir la necesidad de una plenitud de comunión, tal como la hemos
apuntado en el último apartado, al
tratar del "sueño" de
la reconciliación
divino-humana. Quizá sea esta la
aportación de la Rusia y de todo el
Oriente al Tercer Milenio, comprendida como un encuentro entre dos modos
complementarios de entender el misterio.
Creemos que el
fin estaría logrado si Oriente y Occidente coincidieran en el propósito de
iluminar la posibilidad de una humanidad deificada, traspasada por la
presencia de Dios.
Siguiendo la vía del
anonadamiento que Dios elije como testimonio
más creíble de sí, el hombre
logrará reconocer que Dios y la
humanidad no son concurrencialmente distintos ni se encuentran confrontadamente
especificados. Es la puerta abierta a nuevos horizontes para el camino
cristiano en la totalidad del género humano.
Publicado en
"Theophanía", sep.-octubre, 1989, Tángel (Alicante)
Hablar de
"espiritualidad oriental" comporta la existencia de una
"espiritualidad occidental" y de
ciertas diferencias entre ellas,
de modo que podamos aislarlas y estudiarlas. Esta primera afirmación ya
resulta en sí problemática: en primer lugar, por
"espiritualidad cristiana '
entendemos la presencia y los dones
del Espíritu Santo.
Y para El no
hay distinción entre
"judío y gentil"
(Rm.1,14), no puede haber diferencias
sustanciales entre una y otra espiritualidad. En segundo lugar, nuestra vida
espiritual conlleva al mismo tiempo una
participación en la plenitud de Dios y una activa concurrencia
de nuestro ser hombres. Este elemento humano, con sus matices históricos,
culturales y étnicos el que origina las diversas corrientes
de espiritualidad, aunque ello no signifique que por
"Oriente" en tendamos simplemente un hecho geográfico. Antes bien, es un modo de vivir; por decirlo de alguna manera "Oriente no
está solamente en Oriente", sino que es una dimensión de la experiencia
eclesial total.
Conocer estas
tradiciones, profundizar en las que ordinariamente nos vemos inmersos y familiarizarnos con las menos cercanas, será de
gran interés para
ese "ser Iglesia" que
todos perseguimos.
Oriente es
conocido por su tradicionalismo. Un
estudio profundo nos exigiría acercarnos a las mismas fuentes que hoy siguen
citándose con el mismo sagrado respeto que en el pasado. Textos clásicos de San
Basilio, San Gregorio Nacianceno y Niseno, San Máximo el Confesor, San
Juan Clímaco, San Teodoro Estudita, San Efrén o San Isaac
el sirio; textos de los teólogos de la
época bizantina como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio el Sinaita,
Nicolás Cabasilas, Nicéforo el Solitario, y aun los mas recientes como Nicodemo
el Hagiorita (+ 1809),
son la clave de ese particular
modo que nuestros hermanos de
Oriente tienen de percibir a Dios,
al mundo y al hombre.
Internarnos en
los textos de los
Padres significaría, quizás, perdernos en un mundo demasiado
extenso. Veamos, entonces,
algunos de los distintos modos de acercamiento al único objeto de la
vida espiritual, con
la esperanza de que nos permitan
contemplar y comprender mejor como ven
nuestros hermanos de Oriente -el
geográfico y el espiritual- al
Dios bueno y amigo de los hombres que canta su Liturgia.
1. La conversión como iluminación del hombre.
Hablar de "conversión" significa considerarla
como algo más que un mero punto de partida de un camino progresivo; supone un cambio total
de actitud que supera
lo que conscientemente percibimos. Aporta mucho más de lo que, de momento, conocemos.
Y es que no se
trata de abandonar el pecado, cambiar la dirección de nuestros pasos y nuestra
existencia. Es, más
bien, penetrar en un mundo de
luz, ser deificados, bañados por la luz
del Tabor. Hablar de
conversión en Oriente es dejarse
envolver por la iniciativa
misericordiosa de Dios que
no pretende elevar el orden
natural a lo
sobrenatural, sino llevar a cabo
una compenetración entre Él y nosotros,
entre lo divino y lo humano.
Por el
hecho de ser más que un mero abandono del pecado, la conversión
le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la
necesidad de volverse indefensos
ante la iniciativa divina, de
"bajar barreras" ante ese Dios que nos envuelve con su
luz sin
pretender destruir nada de nuestro ser de hombres.
Pero el problema
no es sencillo. El hombre
cuenta con un gran enemigo: la agresividad innata ante
el dejarse hacer, ante el dejarse inundar por Dios. Los grandes textos
de espiritualidad volverán, una y
otra vez, sobre la libertad del hombre
caído y el "olvido de Dios", origen del pecado.
¿Qué hacer
ante este callejeo sin
salida? La única
respuesta nos la ofrece la vida de Cristo: el anonadamiento, el rebajamiento total para ser
nada, al igual que Cristo que "no retuvo ávidamente su condición
divina" (Flp.2, ó-11>. Anonadamiento
que no es
-como quizá sería para nosotros- castigo por el orgullo, sino esencial
condición para transparentar la gloria de Dios, para dejar espacio a la
total iniciativa divina. Anonadamiento
que no consiste en combatir lo humano,
sino en acabar con lo que ataca al hombre y que se concentra en las
pasiones.
Esta necesidad de
que "Él crezca y yo disminuya" (Jn.3, 30)
es experimentada e intuida por todos los místicos de Oriente, desde los
primeros Padres del Desierto hasta Juan
de Kronstadt o San Silvano
del Monte Athos. La hesychía, la gran tradición orante común a todo el Oriente,
va a ser la evidencia: “dejarse
vaciar", "rechazar todo pensamiento" son expresiones constantes.
Comprendemos,
pues, que la lucha contra las pasiones no es tanto exigencia cuanto fruto
de la conversión, fruto
que se experimenta a
través de la kenosis o anonadamiento, ternura
evangélica a la vez
que compasión divina que destruye el duro pedernal de las
pasiones. ¿Cómo es posible esto? Remontémonos de nuevo a Jesús: porque su
abajamiento fue una "no
resistencia", el nuestro debe serlo también.
Comprender tal
renuncia como algo que se nos da
y no como esfuerzo es la
gran diferencia con Occidente: frente
a nuestra progresividad, Oriente
nos habla de la sobreabundancia de la deificación que
viene a salvar el abismo entre el hombre
"limitado" y el Dios
"incontenible";
participación en la luz del Tabor que destruye nuestra lógica
opresora tentada de convertir al
Incognoscible en un ser al que
podemos acceder lógicamente
¿Cómo logrará el
hombre participar en semejante
deificación? ¿Cómo conseguirá' dejarse
hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental,
dada su simplicidad: el hombre participa
de la Plenitud Divina por la
visión, visión-escucha de la
Liturgia y la
Palabra y visión contemplación de
los iconos.
Sí, hemos
llegado al extremo. El hombre se "dejará salvar" en la
liturgia, en la escucha de la Palabra, ante
los iconos... La visión
será el remedio
para el hombre incapaz de reaccionar; al igual que Pedro, Santiago y Juan en el
Monte Tabor, una luz radiante
iluminará su ser
y el hombre verá salvado en él el abismo
antes imposible entre el mundo sensible y el espiritual
Es, pues,
imposible fiarse de estructuras
mentales como itinerario
de salvación como
gustara Occidente. La escucha
litúrgica, la contemplación iconográfica
serán los elementos que desbordaran al hombre
Fácil nos es
comprender que Oriente está lejos
del peligro de despreciar lo
humano, como ha ocurrido en ocasiones en Occidente: la
deificación del hombre introduce una
confianza sin reservas en la humanidad por parte de Dios.
2. Sumergirse en la transparencia divina.
Decíamos ya al
comienzo, que un único Espíritu
suscita una sola búsqueda para el hombre, aunque las respuestas y caminos
varíen. La única raíz de la vida espiritual
será, pues, acallar la agresividad permanente
del hombre frente
a Dios, frente
a Su iniciativa de irrumpir en lo humano
para que el hombre pueda vivir en apertura a Él. Pero
esta raíz suscitará diversas
respuestas. Occidente buscara que lo mejor del hombre sirva a Dios a través de métodos concretos: estructuras
eclesiales, sistematizaciones
teológicas, itinerarios de
santidad... Oriente se
esforzará en comprender que lo
más excelso de Dios sirve al hombre para
deificarlo. Es la respuesta -desconcertante al menos para Occidente- al eterno drama del
hombre, que busca alcanzar a su Dios aun cuando Este se
le hace presente.
Es la alternativa ante un mundo
de ruptura: el hombre está
inmerso en Dios aún sin saberlo.
Dios ni está
fuera ni más arriba del mundo: lo envuelve, el Incircunscribible lo
circunscribe, como gustarán afirmar los teólogos ortodoxos actuales.
Dejémonos convencer por tal afirmación.
Dejémonos atrapar por uno de los más famosos iconos rusos. Ante la
representación del misterio
de la Trinidad que el santo iconógrafo Andrei Rublev nos ha dejado, observaremos qué es lo
que en él representa al mundo: no es otra cosa
que el pequeño cuadrado (los cuatro puntos cardinales> situado ~n el centro del dialogo
intratrinitario. No es la casa, ni el árbol, ni cosa alguna exterior a la
escena, sino el punto central
de la composición, sumergido de ese modo en el misterio del
Amor.
Pero saberse en
Dios podría resultar insoportable para el
hombre. Dios lo sabe,
y por eso se empequeñece, se anonada
dejando al hombre hacer por
sí mismo el penoso camino de su
experiencia. Es la kenosis de Dios:
tornarse transparente para el hombre, evitar ser método ajeno para dejarse
implicar plenamente por él. El
misterio Inabarcable se torna cercano.
Occidente
propondrá al hombre el camino de la
Pasión y la Cruz como método para
asemejarse más a Cristo, para
llegar a ser, le propondrá el
ascenso hasta Dios ya sea comprendiendo que el hombre puede
conocer racionalmente la voluntad
de Dios, o bien reduciendo lo divino a
lo humano mediante la visión sensible.
Oriente propone
otra alternativa "fuera de lo razonable", basada en el
anonadamiento de Dios: ver místicamente,
comprender experimentalmente. Es
el camino del reposo -hesychia-, de
la quietud interior que nos torne
vulnerables al universo espiritual
quebrado cada día en
el perpetuo drama del
desgarro interior del hombre. Con esto llegamos, pues, a lo que
constituye el itinerario espiritual
de Oriente: la Oración de Jesús.
A través de una
sencilla fórmula repetitiva, el hombre se abandonará en Dios, llegará a ser
-como Él- transparente más allá de la
emotividad y de la racionalidad.
Superará el bloqueo
del "aquí y ahora" creado por las pasiones y
restablecerá en sí la unidad y la armonía de la Creación.
Aun con
toda limitación, nos atreveríamos a afirmar que se trata de un
camino negativo (apofático), en el
sentido de negación: superación de conceptos y métodos que, por ser
humanos -encerrados en la sola dimensión humana-, no concuerdan con
la iniciativa divina.
No se trata
de alcanzar cierta insensibilidad al
modo de la Grecia clásica, ni de
evadirse o evitar trabajar con empeño. Sí es,
por el contrario, la afirmación
profunda de que no puede existir
diálogo entre Dios
y el hombre si éste no rompe la
estrechez de sus planteamientos mentales o emotivos.
Lo que
parecían dos mundos herméticos -el
divino y el
humano- han estallado, el abismo está salvado: Dios se abaja y el hombre
ha encontrado el modo de romper la cerrazón
en sí mismo. Lo humano
ha sido inundado por lo divino y,
como un pequeño cascaron, el hombre flota ahora en el inmenso mar de Dios.
Tornando la expresión de Teófano el
Recluso:
"¿Qué ha
sucedido? No puedo explicarlo. No he visto nada, no comprendo lo que ha pasado,
pero me veo cambiado, transformado
por un poder inmenso. El Creador
ha obrado la restauración...".
Esta "imposible posibilidad" queda evidenciada en la
tradición rusa por dos figuras señeras: los locos por Cristo (Jurodivyie),
hombres y mujeres que asumen el papel
del "loco" en compañía de otros y con una oración ferviente en la
soledad, y los peregrinos (stranniki), perpetuamente en
camino de santuario en santuario.
Los locos en
Cristo rompen la hermeticidad de su ser hombres abrazando la kenosis de la
irrelevancia social y cultural. No siendo nada, en el nombre de Dios de
muestran el absurdo del
esfuerzo por parecer alguien. Con su vida ponen de
manifiesto la nada del hombre que
vive confiado en sus pretensiones. Es curioso comprobar la veneración
que se les tributó en Rusia,
tanto por parte
del pueblo como de
la nobleza. Un frío análisis Occidental calificaría
incluso de antitestimonio al hombre o mujer que, en el nombre de Dios, escupiera
ante un noble y
se postrara ante
un mendigo, o que penetrara en la Iglesia vestido de harapos... Pero el Espíritu sigue
siendo uno. Recordemos,
si no, el
testimonio de San Francisco de
Asís, girando como una peonza por los
caminos, o de su fiel fray Bernardo, columpiándose apaciblemente ante la
atónita mirada de toda la ciudad...
Los stranniki,
los eternos peregrinos, ponen de
manifiesto e constante esfuerzo
por no aferrarse a un status, por vivir vulnerables al universo de Dios
persiguiendo la libertad del Espíritu. Superando el "dar testimonio" o "interpelar al
mundo" se consagran a vivir
fuera de lo humanamente estable, acompañados por el rezo ininterrumpido de la
Oración de Jesús... No en vano, la mejor
representación iconográfica del Misterio
de la Trinidad
será la Filoxenia, la
hospitalidad que Abraham ofrece a
los tres ángeles peregrinos y que Rublev supo atrapar magistralmente sobre
una tabla. La irrelevancia social del peregrino, su indefensión frente a todo
peligro, brilla ante nuestros ojos
como la mejor expresión del
misterio vulnerable e
indefenso del Dios hecho hombre. Citamos, a modo de ejemplo, un
fragmento de El peregrino ruso: "...La Oración del corazón me hacia tan
dichoso que no creía yo se pudiera serlo tanto
en la tierra...
el mundo exterior me
parecía radiante y todo me movía a amar y alabar a Dios: los
hombres, los árboles, las
plantas, los animales;
todo me resultaba corno familiar y por todas partes yo me encontraba la
imagen de Jesucristo...".
Desde el
testimonio de los Jurodivyie y los stranniki, todo Oriente pone de manifiesto
la verdadera naturaleza de esa quietud (hesychia) que se anhela: no es un sueño,
sino el despertar del
adormecimiento que
el olvido de Dios,
el pecado, introduce en el hombre.
Por la
humilde repetición del Nombre de Aquel que es el lnnombrable,
el hombre interioriza
la "visión-escucha",
a la que
más arriba aludíamos, instaurando
la liturgia del corazón,
dejándose prender y salvar en su interior, volviéndose sensible
y abierto a Dios.
Este desbordamiento de Dios abarca al hombre total: su corazón, su mente
y también su cuerpo. El mandato bíblico de
amar al Señor "con
todo el ser" (cfr. Dt.6, 4-6) engloba un ritmo fisiológico respiratorio en la Oración de Jesús, de forma que hasta un acto tan cotidiano como
el respirar se convierte en un jadear con nostalgia de
amor. La irrupción de
la vida divina en el hombre, vibra aquí con sus notas más sutiles; el
aliento que Dios insuflara en Adán, sigue siendo hoy en Oriente el hálito de
vida que sostiene al hombre.
3. El hombre como imagen y semejanza de Dios.
Cuando Occidente
afirma que Dios "está
por encima de
todas las cosas" entiende
que está "arriba" de
todo y, por
tanto, fuera del alcance de todo. Ese es el modo por el
cual Dios es diverso,
"distinto" del hombre. Está más allá de él, aunque eso no le impide
irrumpir en el mundo y actuar según su omnipotencia.
Oriente va
a tratar de
"entrar" en lo que Dios es en sí para entender,
desde ahí, qué es para nosotros. Dios es, ante todo, el nosotros trinitario que Andrei Rublev nos muestra espléndidamente
en su
icono, la comunión
de personas que, en el culmen de la apacibilidad y disponibilidad, sale
de sí para abandonarse en el Otro.
Su Nombre es un
"no-Nombre", porque no podemos
abarcarlo con nuestro conocimiento, porque no es su Nombre el que es nuestro,
sino al contrario: Él nos
"nombró" al comienzo y, por ello, nuestro nombre es suyo. Aquí radica
nuestra incapacidad para conocer a Dios. No se trata de que el abismo entre los
dos mundos permanezca abierto -ya vimos que tal frontera estalla con la Encarnación y con la iniciativa de amor
que el hombre acoge-, sino que nuestro
conocer es demasiado pequeño para abarcarle.
Conocer al
Incognoscible no es, para
Oriente, problema de distancias, como si Él estuviera lejos o cerca, sino de
apreciación: nosotros somos los que estamos en Él. Dios es primero y, por ello, es quien señala su posición y la
nuestra, estar en Él.
La Trinidad
ha abierto los brazos. Los tres Ángeles del icono
de Rublev nos
envuelven y acogen, situándonos
en el centro del Misterio de Amor. Llega el tiempo de dejarnos acoger, de
reconocernos en ese Dios que es Comunión, y renunciar, por tanto, a la tarea de
encerrarle en un Nombre, en un concepto. El único esfuerzo
posible de nuestro conocimiento es el de percibir al Dios que nos en
vuelve porque nos
ha creado y salvado.
Estamos ya en
condiciones de afrontar la posibilidad
de que el hombre sea imagen de Dios. La humanidad es algo en sí misma, y esto no quita ni pone nada a Dios
Pero, decir que somos imagen de Dios, significa
afirmar que hay algo en nosotros -aunque ese algo no sea
una "parte" sino
nuestro todo- que no está replegado en si sino que hace referencia a lo que
representa. El hombre
es imagen de Dios porque algo en
él se escapa invariablemente a sus solas
posibilidades y habla
de Otro. ¿Qué es exactamente?
¿Cuál es la dimensión del hombre que desborda
sus límites humanos
y habla por sí misma de Dios? No es otra cosa que
su libertad, entendida como capacidad de ordenar su
existencia según una jerarquía coherente de valores. Esa posibilidad de orden, quiebra por sí
misma la anarquía a la que el pecado original sometió al hombre. Ser imagen de
Dios es, para Oriente, participar del manantial de la Libertad que es el
Nosotros Trinitario.
Libertad
que, por hacer referencia a
su "Modelo" no es
ser "libre de" o "con relación a" algo o a
todo, que, en definitiva, no sería más que aumentar el
desorden y la división de la Creación. Dios no es libre de nada, pues Él está implicado en todo lo que ha creado. Pero tampoco será libertad
para algo, que
significaría ser imagen de una unilateralidad o utilitarismo, y Dios no
es libre para algo sino para nada, que es como decir para todo. La libertad
del hombre como icono de Dios es el ser
libre con todo, poder acogerlo todo y vivir en la armonía en que vive el
"Nosotros" trinitario.
Nos es fácil
comprender que la libertad así entendida es una tarea a realizar, una meta a
alcanzar. En la medida que el hombre
acepta el reto de alcanzarla, la imagen se torna semejanza, puesta en camino
de llegar a ser como su "arquetipo". Es el empeño por alcanzar la santidad. El
sello inmóvil y estático que Dios ha
impreso en el hombre -capacidad de ser
libre como Él es libre-
se convierte en itinerario, "peregrinaje", cuando busca
encarnar en sí la trasparencia
de Dios. Es contemplar de nuevo el milagro de la
Creación: Dios modela un cuerpo inmóvil del barro ("a su imagen...")
y, al darle vida, se convierte en reflejo reconocible de su Autor ("... y
semejanza"). El empeño por alcanzar la santidad, es de este modo, el
"hálito de vida" que Dios insufla en el hombre, es su más profundo
modo de ser.
Hemos llegado al
fondo de la cuestión. El hombre tiene ya una razón última
para existir: ser santo, llegar a
ser reflejo reconocible de Dios. El más
profundo misterio del hombre
ha quedado desvelado y
hemos llegado a él
por la "visión mística". Esto quedará todavía más de manifiesto en la
contemplación de los iconos: el Santo lo es por la iluminación interior que
ha recibido y que el iconógrafo trata de plasmar. Por ella
el hombre de Dios participa en la
Luz e invita a todo el que lo
contemple a hacer
lo mismo. Prueba con su vida -al
igual que el iconógrafo lo hace con el
oro y los colores- que ha alcanzado la libertad
con todos, el
vivir en plena armonía con la Creación en el seno de la Trinidad y, por
ello, es Santo, semejante a Dios.
Por ser imagen de
Dios, en el hombre se reconoce al modelo, al menos como posibilidad. Llevando a cabo la imagen, se torna
semejanza, afinidad que participa en el
modelo. Dios aparece, entonces, "diverso" del hombre, no distinto.
Es la puerta que nos da entrada al misterio de la deificación: la diversidad
de Dios posibilita
en el hombre la
semejanza, que se lleva
a cabo por
la Iluminación del corazón, que
le da toda su dimensión de trascendencia, liberándole de sus propios límites.
4. Cristo es compenetración con el hombre más que triunfo sobre lo humano.
Cristo es punto
privilegiado de encuentro entre Dios y el hombre. Ante esta única
realidad Oriente afirmará que Cristo trata de llegar al hombre en lo más
específicamente suyo: la libertad.
Estamos ante el
núcleo del abajamiento de Cristo: para
hablar al hombre de su libertad renuncia a la suya propia, se anonada.
Occidente descubrirá el valor sacrificial subrayando lo útil de la renuncia, la
muerte como camino de Resurrección, como condición indispensable. Por ella lo
humano queda sometido a lo divino, que prevalecerá definitivamente. Oriente, por el contrario, verá en la kenosis
de Cristo el principio de la compenetración entre
Dios y el hombre: en la Cruz Dios se implica con
el hombre hasta
lo más profundo, su divinidad
anonadada se convierte en
su gloria más allá de victorias y poderes. La Cruz brilla corno máxima revelación del
misterio de Dios: no es victoria
sobre lo humano,
sino compenetración.
La dimensión
de sacrificialidad -un Hijo que
aplaca a un Padre ofendido- queda
superada. Cristo se anonada para hacer creíble la
verdad desarmada; es el Cordero sin mancha conducido al
matadero que nos revela la presencia de
un Dios que es todo humildad. En expresión
de Fedor Dostoievski "Cristo se convierte a todos más bien
que cada uno se convierte a él".
La tarea
de ser cristiano se descubre así
como un revestirse de
Cristo, que no
es tanto una conformidad literal
con su vida (la cruz como modelo de método y
ascenso), cuanto un
llegar a la compenetración
Cristo-nosotros: Dios ha querido locamente ser hombre más que conseguir de
nosotros cierta elevación a su gloria.
5. El Espíritu Santo "Es".
Oriente descubre a
la Iglesia y al hombre henchidos
del Espíritu Santo al contemplarse reflejados
en la Trinidad,
en el Dios que inunda al hombre. El Espíritu
es el entre del nosotros trinitario,
Aquel cuyo ser es pura transparencia de Dios hacia sí mismo y hacia el hombre,
sin pretensiones ni presiones de ningún tipo.
Para el hombre es
el sello de su libertad interior,
luz de Dios que se torna fuego capaz de derretir la frialdad de su mente. Sin
presionarle, al hombre
le resulta necesario para coger
la oferta de la salvación divina.
No añade, ni ajusta, ni empuja: precede y la hace posible,
defendiendo así la libertad del hombre.
Para Oriente, el
Espíritu Santo es el que vuelve a esbozar la imagen de
Dios en el
hombre más allá de
nuestro olvido, posibilitando la
plena semejanza, el ser santos. Su ser es unir para que el hombre
sea deificado desde Cristo.
6. La Iglesia
como esplendor del "Nosotros" trinitario.
La eclesiología
nos ofrece también diferentes perspectivas. Para Oriente la comunión supera la
estructura, del mismo modo que el Espíritu supera la letra.
La Iglesia
se revela, entonces,
en Oriente, con
unas notas precisas. Aparece,
ante todo, como el núcleo de lo humano acogido
ya conscientemente en
Dios, lugar donde la
penetración de Dios es
plenamente consciente y deseada.
Es comunidad eucarística,
puesto que la
Fracción del Pan obra
entre los miembros
la posibilidad de ser una persona
única en Cristo.
Por ser
comunión, reflejo de la Comunión
divina, la Iglesia se trasciende a sí
misma va más allá de sus fronteras, no
en cuanto a una conquista del mundo, sino en una penetración de todo el hombre.
Su fin va a ser acoger la libertad
que el Espíritu
Santo expande.
Habría mucho más
que decir sobre el -digamos-
concepto de la lglesia para Oriente,
pero excedería la finalidad
del presente articulo.
7. Obedecer a
Dios es colaborar con su
sabiduría.
Afirmar,
explícita o implícitamente, que no es
posible fiarse de la humanidad es otorgarle un papel que nada tiene de creativo (como preveer y proyectar), sino contentarse con
un rol ejecutivo (realizar puntualmente los designios divinos). Es el mejor camino
para anular la creatividad de la naturaleza
humana tan defendida en nuestro
sistema cultural y que quizá por ello
sigue un rápido proceso de separación de la Iglesia.
Frente a esta
realidad, Oriente ha desarrollado una
tercera vía alejada tanto
de "la razón
sin Dios" como de la "razón obligada y manipulada por Dios".
Se trata de vivir la sinergia o compenetración profunda entre Dios y el hombre, que supera el
inevitable fin de una victoria, un enfrentamiento entre vencedores
-Dios- y vencidos -los hombres-. Una mirada hacia
adelante -escatológica- es, para
Oriente, contemplar una realidad
dinámica, creativa. Dios y el hombre han
comenzado a inventar juntos el cumplimiento de la voluntad divina.
En Dios queda así
superada cada fragmentación, cada
cerrazón en sí mismo del hombre. En la sinergia de su Sabiduría queda
posibilitada la "semejanza" entre Dios
y el hombre,
que rompe la prisión aislante de
la humanidad. Es el triunfo de
la libertad del hombre, la vuelta al Paraíso perdido en el que el
hombre paseaba y conversaba con el Creador.
La deificación se transforma en una vuelta a
los orígenes, irrupción definitiva en el Paraíso.
CONCLUSION
Tras esbozar
algunos aspectos de la espiritualidad oriental, nos encontramos, al evaluarlos
en con junto, ante un
modo concreto de acercamiento al Evangelio complementario de
las intuiciones occidentales.
Tras un milenio de
separación, la realidad
actual es la que
esbozamos al principio: Oriente no es solo en Oriente. Y no se trata de convertir o excluir a
Occidente, sino de lograr cierta sinergia,
compenetración total del misterio de la Iglesia.
Subrayar valores
específicos nos debe llevar a sentir la necesidad de una plenitud de comunión, tal como la hemos
apuntado en el último apartado, al
tratar del "sueño" de
la reconciliación
divino-humana. Quizá sea esta la
aportación de la Rusia y de todo el
Oriente al Tercer Milenio, comprendida como un encuentro entre dos modos
complementarios de entender el misterio.
Creemos que el
fin estaría logrado si Oriente y Occidente coincidieran en el propósito de
iluminar la posibilidad de una humanidad deificada, traspasada por la
presencia de Dios.
Siguiendo la vía del
anonadamiento que Dios elije como testimonio
más creíble de sí, el hombre
logrará reconocer que Dios y la
humanidad no son concurrencialmente distintos ni se encuentran confrontadamente
especificados. Es la puerta abierta a nuevos horizontes para el camino
cristiano en la totalidad del género humano.
Publicado en
"Theophanía", sep.-octubre, 1989, Tángel (Alicante)
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