jueves, 2 de febrero de 2017

LA ESPIRITUALIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO


HNO. FERNANDO DE LA CRUZ, FMP:

 LA ESPIRITUALIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO

Hablar de "espiritualidad oriental" comporta la existencia de una "espiritualidad occidental" y de   ciertas  diferencias entre ellas, de modo que podamos aislarlas y estudiarlas.  Esta primera afirmación   ya   resulta en sí problemática: en primer lugar,  por  "espiritualidad  cristiana ' entendemos la presencia y los dones  del  Espíritu  Santo.  Y para  El  no  hay  distinción entre "judío  y  gentil"  (Rm.1,14), no puede  haber  diferencias  sustanciales entre una y otra espiritualidad.  En segundo lugar, nuestra vida espiritual  conlleva al mismo tiempo  una  participación  en  la plenitud de Dios y una activa concurrencia de nuestro ser hombres. Este elemento humano, con sus matices  históricos,  culturales y étnicos el que origina las diversas  corrientes  de espiritualidad, aunque ello no signifique que por "Oriente"  en tendamos  simplemente un  hecho geográfico.  Antes bien, es un modo de vivir;  por decirlo de alguna manera "Oriente no está solamente en Oriente", sino que es una dimensión de la experiencia eclesial total.
Conocer estas tradiciones, profundizar en las que ordinariamente nos vemos  inmersos y familiarizarnos con  las menos cercanas, será  de  gran  interés  para  ese "ser  Iglesia" que todos perseguimos.

Oriente es conocido por su tradicionalismo.  Un estudio profundo nos exigiría acercarnos a las mismas fuentes que hoy siguen citándose con el mismo sagrado respeto que en el pasado. Textos clásicos de San Basilio, San Gregorio Nacianceno y Niseno, San Máximo el Confesor,  San  Juan  Clímaco,  San Teodoro Estudita, San Efrén o San Isaac el sirio; textos de los teólogos de  la época bizantina como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio el Sinaita, Nicolás Cabasilas, Nicéforo el Solitario, y aun los mas recientes como Nicodemo el Hagiorita  (+  1809),  son  la clave de ese particular modo que nuestros  hermanos  de  Oriente  tienen de percibir a Dios, al mundo y al hombre.

Internarnos  en  los  textos  de los  Padres  significaría,  quizás, perdernos en un mundo demasiado extenso.  Veamos,  entonces,  algunos de los distintos modos de acercamiento al único objeto de la vida  espiritual,  con  la  esperanza de que nos permitan contemplar y comprender mejor como ven  nuestros hermanos de Oriente -el  geográfico  y  el  espiritual-  al  Dios bueno y amigo de los hombres que canta su Liturgia.

1.   La conversión como iluminación del hombre.

Hablar  de "conversión" significa  considerarla  como  algo  más que un mero punto de partida de un  camino progresivo;  supone un cambio  total  de  actitud  que supera  lo que conscientemente percibimos. Aporta mucho más de  lo que, de momento, conocemos.

Y es que no se trata de abandonar el pecado, cambiar la dirección de nuestros pasos y nuestra existencia.  Es,  más  bien,  penetrar en un mundo de luz, ser deificados,  bañados por  la  luz del Tabor.  Hablar  de  conversión  en Oriente es dejarse envolver por la iniciativa  misericordiosa  de  Dios que  no  pretende elevar el orden natural  a  lo  sobrenatural,  sino llevar a cabo una compenetración entre Él  y nosotros, entre lo divino y lo humano.

Por  el  hecho de ser más que un mero abandono del pecado,  la conversión  le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la necesidad de volverse indefensos  ante  la  iniciativa divina,  de  "bajar  barreras"  ante ese Dios que nos envuelve con su luz  sin  pretender  destruir  nada de nuestro ser de hombres.

Pero el problema no es sencillo.  El  hombre  cuenta  con  un gran enemigo: la agresividad innata ante el  dejarse hacer, ante el  dejarse inundar por Dios. Los grandes  textos  de  espiritualidad volverán,  una  y otra vez,  sobre la libertad del hombre caído y el "olvido de Dios", origen del pecado.


¿Qué  hacer  ante este callejeo sin  salida?  La  única  respuesta nos  la ofrece  la vida de Cristo: el  anonadamiento, el rebajamiento total para ser nada, al igual que Cristo que "no retuvo ávidamente su condición divina" (Flp.2, ó-11>. Anonadamiento  que  no  es  -como quizá sería para nosotros- castigo por el orgullo, sino esencial condición para transparentar la gloria de Dios, para dejar espacio a la total  iniciativa divina. Anonadamiento que no consiste en combatir lo humano,  sino en acabar con lo que ataca al hombre y que se concentra en las pasiones.
Esta necesidad de que "Él crezca  y  yo disminuya"  (Jn.3, 30)  es experimentada e intuida por todos los místicos de Oriente, desde los primeros Padres del Desierto hasta Juan  de  Kronstadt o San Silvano del  Monte Athos. La hesychía,  la gran tradición orante común a todo el  Oriente,  va a ser  la evidencia: “dejarse vaciar", "rechazar todo pensamiento" son expresiones constantes.
Comprendemos, pues, que la lucha contra las pasiones no es tanto  exigencia cuanto  fruto  de  la conversión,  fruto  que  se experimenta  a  través  de  la kenosis o anonadamiento, ternura evangélica a  la  vez  que  compasión  divina que destruye el duro pedernal de las pasiones. ¿Cómo es posible esto? Remontémonos de nuevo a Jesús: porque  su  abajamiento  fue una  "no  resistencia",  el  nuestro debe serlo también.
Comprender  tal  renuncia  como algo que se nos da y no como esfuerzo  es  la  gran  diferencia  con Occidente:  frente  a  nuestra  progresividad,  Oriente  nos  habla  de la sobreabundancia de la deificación que viene a salvar el abismo entre  el  hombre  "limitado"  y  el Dios  "incontenible";  participación en la luz del Tabor que destruye nuestra  lógica  opresora  tentada de convertir  al  Incognoscible  en un ser al que podemos acceder lógicamente

¿Cómo logrará el hombre participar  en  semejante  deificación? ¿Cómo  conseguirá'  dejarse  hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental, dada su simplicidad: el hombre participa  de la Plenitud Divina por la  visión,  visión-escucha  de  la Liturgia  y  la  Palabra  y visión contemplación de los iconos.
Sí,  hemos  llegado al  extremo. El  hombre se "dejará salvar" en la liturgia,  en  la escucha de la Palabra,  ante  los  iconos...  La visión  será  el  remedio  para  el hombre  incapaz de reaccionar;  al igual que Pedro, Santiago y Juan en el Monte Tabor, una  luz radiante iluminará  su  ser  y  el  hombre verá salvado en él el abismo antes  imposible entre el  mundo sensible y el espiritual

Es,  pues,  imposible fiarse de estructuras  mentales  como  itinerario  de  salvación  como  gustara Occidente.  La  escucha  litúrgica, la  contemplación  iconográfica  serán los elementos que desbordaran al hombre
Fácil  nos es  comprender  que Oriente está lejos del  peligro de despreciar  lo  humano,  como  ha ocurrido en ocasiones en Occidente: la deificación del hombre introduce  una confianza sin reservas en la humanidad por parte de Dios.


2.   Sumergirse en la transparencia divina.

Decíamos  ya al  comienzo,  que un único Espíritu suscita una sola búsqueda para el hombre, aunque las respuestas y caminos varíen. La única raíz de la vida espiritual  será,  pues, acallar  la agresividad  permanente  del  hombre  frente  a  Dios,  frente  a  Su iniciativa  de irrumpir en  lo humano  para  que el  hombre pueda vivir en apertura a Él. Pero esta raíz  suscitará  diversas  respuestas. Occidente buscara que lo mejor del  hombre sirva a Dios a través  de métodos concretos: estructuras eclesiales,  sistematizaciones teológicas,   itinerarios  de  santidad...   Oriente  se  esforzará  en comprender que lo más excelso de Dios sirve al  hombre para deificarlo.  Es  la respuesta -desconcertante al  menos para Occidente- al eterno drama del hombre, que busca alcanzar a su Dios aun cuando Este  se  le  hace  presente.  Es  la alternativa ante un mundo de ruptura: el  hombre  está  inmerso en Dios aún sin saberlo.

Dios ni está fuera ni más arriba del mundo: lo envuelve, el Incircunscribible   lo   circunscribe, como gustarán afirmar los teólogos ortodoxos actuales. Dejémonos convencer  por tal  afirmación.  Dejémonos atrapar por uno de los más famosos iconos rusos. Ante la representación  del  misterio  de la Trinidad  que  el santo iconógrafo Andrei  Rublev nos ha dejado, observaremos qué es lo que en él representa al mundo: no es otra cosa  que el  pequeño cuadrado  (los cuatro puntos cardinales>  situado ~n el centro del dialogo intratrinitario.  No es la casa,  ni el árbol, ni cosa alguna exterior a la escena,  sino el  punto central  de la  composición,  sumergido de ese modo en el misterio del Amor.
Pero saberse en Dios podría resultar  insoportable  para el  hombre.  Dios  lo sabe,  y  por eso se empequeñece,  se anonada  dejando al  hombre hacer por sí  mismo el penoso camino de su experiencia. Es  la kenosis de Dios: tornarse transparente para el hombre, evitar ser método ajeno para dejarse implicar plenamente  por  él.  El misterio Inabarcable se torna cercano.
Occidente propondrá al  hombre el camino de la Pasión y la Cruz como método para  asemejarse más a  Cristo,  para  llegar a ser,  le propondrá  el  ascenso  hasta  Dios ya sea comprendiendo que el hombre  puede  conocer  racionalmente la voluntad de Dios, o bien reduciendo lo divino a  lo humano mediante la visión sensible.

Oriente propone otra alternativa "fuera de lo razonable", basada en  el  anonadamiento de  Dios: ver  místicamente,  comprender experimentalmente.  Es el camino del reposo  -hesychia-,  de  la  quietud interior que nos torne vulnerables al   universo  espiritual  quebrado cada  día  en  el  perpetuo  drama del  desgarro  interior del  hombre. Con esto llegamos, pues, a lo que constituye el  itinerario espiritual de  Oriente: la Oración de Jesús.
A través de una sencilla fórmula repetitiva,  el  hombre se abandonará en Dios, llegará a ser -como Él-  transparente más allá de la emotividad y de la racionalidad.  Superará  el  bloqueo  del  "aquí  y ahora" creado por las pasiones y restablecerá en sí la unidad y la armonía de la Creación.
Aun  con  toda  limitación,  nos atreveríamos a afirmar que se trata de un camino negativo (apofático), en el  sentido de negación: superación de conceptos y métodos que, por ser humanos -encerrados en la sola dimensión humana-, no concuerdan  con  la  iniciativa  divina.  No  se  trata  de  alcanzar cierta  insensibilidad  al  modo  de la Grecia clásica, ni de evadirse o evitar trabajar con empeño. Sí es,  por el contrario,  la afirmación profunda de que no puede existir  diálogo  entre  Dios  y  el hombre si éste no rompe la estrechez de sus planteamientos mentales o emotivos.
Lo  que  parecían  dos  mundos herméticos  -el  divino  y  el  humano- han estallado, el abismo está salvado: Dios se abaja y el hombre ha encontrado el modo de romper  la  cerrazón  en  sí mismo.  Lo humano  ha  sido inundado por lo divino y, como un pequeño cascaron,  el  hombre flota ahora en el inmenso mar de Dios. Tornando la expresión  de  Teófano el  Recluso:
"¿Qué ha sucedido? No puedo explicarlo. No he visto nada, no comprendo lo que ha pasado, pero me veo  cambiado,  transformado  por un poder inmenso.  El Creador ha obrado la restauración...".

Esta   "imposible   posibilidad" queda evidenciada en la tradición rusa por dos figuras señeras: los locos por Cristo (Jurodivyie), hombres y mujeres que asumen el papel  del "loco" en compañía de otros  y con una oración ferviente en  la  soledad,  y  los peregrinos (stranniki), perpetuamente en camino de santuario en santuario.
Los locos en Cristo rompen la hermeticidad de su ser hombres abrazando la kenosis de la irrelevancia social y cultural. No siendo nada, en el nombre de Dios de muestran  el  absurdo del  esfuerzo por parecer alguien. Con su vida ponen  de  manifiesto  la nada del hombre que vive confiado en sus pretensiones. Es curioso comprobar la  veneración  que se  les tributó en  Rusia,  tanto  por  parte  del pueblo  como  de  la  nobleza.  Un frío análisis Occidental calificaría incluso de antitestimonio al hombre o mujer que, en el nombre de Dios,  escupiera  ante  un  noble  y se  postrara  ante  un  mendigo,  o que penetrara en la  Iglesia vestido de harapos...  Pero el Espíritu  sigue  siendo  uno.  Recordemos,  si  no,  el  testimonio de San Francisco  de Asís,  girando como una peonza por los caminos, o de su fiel fray Bernardo, columpiándose apaciblemente ante la atónita mirada de toda la ciudad...

Los stranniki, los eternos peregrinos,  ponen  de  manifiesto  e constante esfuerzo por no aferrarse a un status, por vivir vulnerables al universo de Dios persiguiendo la  libertad del  Espíritu. Superando  el  "dar  testimonio"  o "interpelar  al  mundo"  se consagran a vivir fuera de lo humanamente estable, acompañados por el rezo ininterrumpido de la Oración de Jesús... No en vano,  la mejor representación   iconográfica   del Misterio  de  la  Trinidad  será  la Filoxenia,   la  hospitalidad  que Abraham ofrece a los tres ángeles peregrinos y que Rublev supo atrapar  magistralmente  sobre  una tabla.  La  irrelevancia social  del peregrino, su indefensión frente a todo peligro, brilla ante nuestros ojos  como  la mejor expresión del misterio  vulnerable  e  indefenso del Dios hecho hombre. Citamos, a modo de ejemplo, un fragmento de El peregrino ruso: "...La Oración del corazón me hacia tan dichoso que no creía yo se pudiera serlo tanto  en  la  tierra...  el  mundo exterior  me  parecía  radiante  y todo me movía a amar y alabar a Dios:  los  hombres,  los  árboles, las  plantas,  los  animales;  todo me resultaba corno familiar y por todas partes yo me encontraba la imagen de Jesucristo...".

Desde el testimonio de los Jurodivyie y los stranniki, todo Oriente pone de manifiesto la verdadera naturaleza de esa quietud (hesychia)  que se anhela: no es un  sueño,  sino el  despertar  del
adormecimiento  que  el  olvido  de Dios,  el  pecado,  introduce en el hombre.
Por  la  humilde repetición del Nombre de Aquel que es el  lnnombrable,  el  hombre  interioriza  la "visión-escucha",  a  la  que  más arriba  aludíamos,  instaurando  la liturgia  del  corazón,  dejándose prender y salvar en su interior, volviéndose  sensible  y  abierto  a Dios.  Este desbordamiento de Dios abarca al hombre total: su corazón, su mente y también su cuerpo.  El  mandato bíblico  de  amar al  Señor  "con  todo el  ser"  (cfr. Dt.6, 4-6)  engloba un ritmo fisiológico  respiratorio en  la Oración de Jesús,  de forma que hasta un acto tan cotidiano como el respirar se convierte en un jadear con nostalgia  de  amor.  La  irrupción de  la vida divina en el hombre, vibra aquí con sus notas más sutiles; el aliento que Dios insuflara en Adán, sigue siendo hoy en Oriente el hálito de vida que sostiene al hombre.


3.   El hombre como imagen y semejanza de Dios.

Cuando  Occidente  afirma  que Dios  "está  por  encima  de  todas las   cosas"   entiende   que   está "arriba"  de  todo  y,  por  tanto, fuera del alcance de todo. Ese es el  modo por el  cual  Dios es diverso, "distinto" del hombre. Está más allá de él, aunque eso no le impide irrumpir en el mundo y actuar según su omnipotencia.

Oriente  va  a  tratar  de  "entrar" en lo que Dios es en sí para  entender,  desde  ahí,  qué es para nosotros. Dios es, ante todo, el  nosotros trinitario  que Andrei Rublev nos muestra espléndidamente en  su  icono,  la  comunión  de personas que, en el culmen de la apacibilidad y disponibilidad, sale de sí para abandonarse en el Otro.
Su Nombre es un "no-Nombre", porque  no podemos abarcarlo con nuestro conocimiento, porque no es su Nombre el que es nuestro, sino al contrario: Él  nos "nombró" al comienzo y, por ello, nuestro nombre es suyo. Aquí radica nuestra incapacidad para conocer a Dios. No se trata de que el abismo entre los dos mundos permanezca abierto -ya vimos que tal frontera estalla con  la Encarnación y con la iniciativa de amor que el hombre acoge-,  sino que nuestro conocer es demasiado pequeño para abarcarle.

Conocer  al  Incognoscible  no es, para Oriente, problema de distancias, como si Él estuviera lejos o cerca, sino de apreciación: nosotros somos los que estamos en Él.  Dios es primero y,  por ello, es quien señala su posición y la nuestra, estar en Él.
La  Trinidad  ha  abierto  los brazos. Los tres Ángeles del icono de  Rublev  nos  envuelven  y acogen, situándonos en el centro del Misterio de Amor. Llega el tiempo de dejarnos acoger, de reconocernos en ese Dios que es Comunión, y renunciar, por tanto, a la tarea de encerrarle en  un  Nombre, en un concepto. El único esfuerzo posible de nuestro conocimiento es el de percibir al Dios que nos en vuelve  porque  nos  ha  creado  y salvado.

Estamos  ya  en condiciones de afrontar  la posibilidad de que el hombre sea imagen de Dios. La humanidad es algo en sí misma,  y esto no quita ni pone nada a Dios Pero,  decir que somos  imagen de Dios,  significa  afirmar  que  hay algo en nosotros -aunque ese algo no  sea  una  "parte" sino nuestro todo- que no está replegado en si sino que hace referencia a lo que representa.  El  hombre  es  imagen de Dios porque algo en él se escapa  invariablemente a sus solas posibilidades  y  habla  de  Otro. ¿Qué es exactamente? ¿Cuál es la dimensión del hombre que desborda  sus  límites  humanos  y habla por sí misma de Dios? No es otra cosa  que  su  libertad,  entendida como capacidad de ordenar su existencia según una jerarquía coherente de valores.  Esa posibilidad de orden, quiebra por sí misma la anarquía a la que el pecado original sometió al hombre. Ser imagen de Dios es, para Oriente, participar del manantial de la Libertad  que es el  Nosotros Trinitario.

Libertad que,  por hacer referencia  a  su  "Modelo"  no es  ser "libre de" o "con relación a" algo o a todo,  que,  en definitiva, no sería más que aumentar el desorden y la división de la Creación. Dios no es libre de nada, pues Él está  implicado en todo lo que ha creado.  Pero tampoco será  libertad  para  algo,  que  significaría ser imagen de una unilateralidad o utilitarismo, y Dios no es libre para algo sino para nada, que es como decir para todo. La libertad del  hombre como icono de Dios es el ser libre con todo, poder acogerlo todo y vivir en la armonía en que vive el "Nosotros" trinitario.
Nos es fácil comprender que la libertad así entendida es una tarea a realizar, una meta a alcanzar.  En la medida que el hombre acepta  el  reto de alcanzarla,  la imagen se torna semejanza, puesta en  camino  de  llegar  a ser como su "arquetipo".  Es el empeño por alcanzar la santidad. El sello inmóvil  y estático que Dios ha impreso en el hombre -capacidad de ser  libre  como  Él  es  libre-  se convierte en itinerario, "peregrinaje", cuando busca encarnar en sí  la  trasparencia  de  Dios.  Es contemplar de nuevo el milagro de la Creación: Dios modela un cuerpo inmóvil del barro ("a su imagen...") y, al darle vida, se convierte en reflejo reconocible de su Autor ("... y semejanza"). El empeño por alcanzar la santidad, es de este modo, el "hálito de vida" que Dios insufla en el hombre, es su más profundo modo de ser.

Hemos  llegado al  fondo de la cuestión.  El  hombre tiene ya una razón  última  para existir: ser santo,  llegar a ser reflejo reconocible de Dios.  El más profundo misterio  del  hombre  ha  quedado desvelado  y  hemos  llegado  a  él por la "visión mística". Esto quedará todavía más de manifiesto en la contemplación de los iconos: el Santo lo es por la iluminación interior  que  ha  recibido y  que el iconógrafo  trata de plasmar.  Por ella  el  hombre de Dios participa en la Luz e invita a todo el que lo  contemple  a  hacer  lo  mismo. Prueba con su vida -al igual que el  iconógrafo lo hace con el oro y los colores- que ha alcanzado la libertad  con  todos,  el  vivir en plena armonía con la Creación en el seno de la Trinidad y, por ello, es Santo, semejante a Dios.
Por ser imagen de Dios, en el hombre se reconoce al modelo, al menos  como posibilidad.  Llevando a cabo la imagen, se torna semejanza,  afinidad que participa en el modelo. Dios aparece, entonces, "diverso" del hombre, no distinto. Es  la puerta que nos da entrada al  misterio de la deificación:  la diversidad  de  Dios  posibilita  en el  hombre  la  semejanza,  que  se lleva  a  cabo  por  la  Iluminación del corazón,  que  le  da  toda su dimensión de trascendencia,  liberándole de sus propios límites.


4.   Cristo es compenetración con el hombre  más que triunfo sobre lo humano.

Cristo es punto privilegiado de encuentro entre Dios y el hombre. Ante esta  única  realidad Oriente afirmará que Cristo trata de llegar al hombre en lo más específicamente suyo: la libertad. 

Estamos ante el núcleo del abajamiento  de Cristo: para hablar al hombre de su libertad renuncia a la suya propia, se anonada. Occidente descubrirá el valor sacrificial subrayando lo útil de la renuncia, la muerte como camino de Resurrección, como condición indispensable. Por ella lo humano queda sometido a lo divino, que prevalecerá  definitivamente.  Oriente, por el contrario, verá en la kenosis de Cristo el  principio de  la compenetración  entre  Dios  y  el hombre: en la Cruz Dios se implica  con  el  hombre  hasta  lo  más profundo, su divinidad anonadada se  convierte  en  su  gloria  más allá de victorias  y poderes. La Cruz brilla  corno máxima revelación  del  misterio de Dios: no es victoria  sobre  lo  humano,  sino compenetración.

La  dimensión  de  sacrificialidad -un Hijo que aplaca a un Padre  ofendido-  queda  superada. Cristo se anonada para hacer creíble  la  verdad  desarmada;  es el Cordero sin mancha conducido al matadero que nos revela  la presencia de un Dios que es todo humildad.  En  expresión  de  Fedor Dostoievski  "Cristo se convierte a todos más bien que cada uno se convierte a él".
La  tarea  de  ser cristiano se descubre  así  como  un  revestirse de  Cristo,  que  no  es  tanto  una conformidad  literal  con  su  vida (la cruz como modelo de método y ascenso),  cuanto  un  llegar a  la compenetración Cristo-nosotros: Dios ha querido locamente ser hombre más que conseguir de nosotros cierta elevación a su gloria.

5.   El Espíritu Santo "Es".

Oriente  descubre a  la  Iglesia y al hombre henchidos del Espíritu Santo al contemplarse reflejados  en  la  Trinidad,  en  el  Dios que inunda al hombre. El Espíritu es  el entre del nosotros trinitario, Aquel cuyo ser es pura transparencia de Dios hacia sí mismo y hacia el hombre, sin pretensiones ni presiones de ningún tipo.
Para el hombre es el sello de su  libertad  interior,  luz de Dios que se torna fuego capaz de derretir  la frialdad de su mente. Sin presionarle,  al  hombre  le resulta necesario  para  coger  la  oferta de la salvación divina. No añade, ni  ajusta,  ni empuja: precede y la hace  posible,  defendiendo  así  la libertad del hombre.
Para Oriente, el Espíritu Santo es el que vuelve a esbozar la imagen  de  Dios  en  el  hombre  más allá  de  nuestro olvido,  posibilitando la plena semejanza, el ser santos. Su ser es unir para que el   hombre  sea  deificado  desde Cristo.

6.   La Iglesia  como esplendor del "Nosotros" trinitario.

La eclesiología nos ofrece también diferentes perspectivas. Para Oriente la comunión supera la estructura,  del  mismo modo que el Espíritu supera la letra.

La  Iglesia  se  revela,  entonces,  en  Oriente,  con  unas notas precisas.  Aparece, ante todo, como el núcleo de lo humano acogido  ya  conscientemente  en  Dios, lugar  donde  la  penetración  de Dios  es  plenamente  consciente  y deseada.  Es comunidad eucarística,  puesto  que  la  Fracción  del Pan  obra  entre  los  miembros  la posibilidad  de ser una persona única en Cristo.
Por  ser  comunión,  reflejo de la Comunión divina,  la Iglesia se trasciende a sí misma  va más allá de sus fronteras, no en cuanto a una conquista del mundo, sino en una  penetración de todo el  hombre.  Su  fin  va a ser acoger  la libertad  que  el  Espíritu  Santo expande.

Habría mucho más que decir sobre el  -digamos- concepto  de la lglesia para  Oriente,  pero excedería  la  finalidad  del  presente articulo.
    
7.   Obedecer a  Dios es  colaborar con su sabiduría.

Afirmar, explícita o implícitamente,  que  no es  posible  fiarse de  la humanidad es otorgarle un papel  que nada tiene de creativo (como  preveer y proyectar),  sino contentarse  con  un  rol  ejecutivo (realizar puntualmente  los designios divinos). Es el mejor camino para anular la creatividad de la naturaleza  humana  tan defendida en nuestro sistema cultural y que quizá  por  ello  sigue  un  rápido proceso de separación de la Iglesia.

Frente a esta realidad, Oriente ha  desarrollado  una  tercera  vía alejada  tanto  de  "la  razón  sin Dios" como de la "razón obligada y manipulada por Dios". Se trata de  vivir  la sinergia o compenetración  profunda entre Dios y el hombre,  que supera el  inevitable fin de una victoria, un enfrentamiento entre  vencedores  -Dios- y vencidos -los hombres-. Una mirada  hacia  adelante  -escatológica-  es,  para Oriente,  contemplar una realidad dinámica,  creativa. Dios y el hombre han comenzado a inventar juntos  el  cumplimiento de la voluntad divina.
En Dios queda así superada cada  fragmentación,  cada  cerrazón en sí mismo del hombre. En la sinergia de su Sabiduría queda posibilitada   la  "semejanza"  entre Dios  y  el  hombre,  que rompe  la prisión aislante de la humanidad. Es  el  triunfo de  la  libertad del hombre,  la vuelta al Paraíso perdido en el que el hombre paseaba y conversaba con el  Creador. La deificación  se  transforma en una vuelta  a  los  orígenes,  irrupción definitiva en el Paraíso.

CONCLUSION

Tras esbozar algunos aspectos de la espiritualidad oriental, nos encontramos, al evaluarlos en con junto,  ante  un  modo concreto de acercamiento al Evangelio complementario  de  las  intuiciones  occidentales.  Tras un  milenio de separación,  la  realidad  actual  es la  que  esbozamos  al  principio: Oriente no es solo en Oriente.  Y no se trata de convertir o excluir a Occidente, sino de lograr cierta sinergia,  compenetración total del misterio de la Iglesia.

Subrayar   valores   específicos nos debe llevar a sentir la necesidad  de  una  plenitud de comunión, tal como la hemos apuntado en el  último apartado,  al  tratar del  "sueño"  de  la  reconciliación divino-humana.  Quizá sea esta la aportación de la Rusia  y de todo el Oriente al Tercer Milenio, comprendida como un encuentro entre dos modos complementarios de entender el misterio.

Creemos que el fin estaría logrado si Oriente y Occidente coincidieran en el propósito de iluminar la posibilidad de una humanidad deificada, traspasada por la presencia  de  Dios.  Siguiendo  la vía  del  anonadamiento  que  Dios elije como  testimonio  más creíble de sí, el  hombre logrará reconocer que Dios y  la humanidad no son  concurrencialmente  distintos ni se encuentran confrontadamente especificados. Es la puerta abierta a nuevos horizontes para el camino cristiano en la totalidad del género humano.


Publicado en "Theophanía", sep.-octubre, 1989, Tángel (Alicante)


Hablar de "espiritualidad oriental" comporta la existencia de una "espiritualidad occidental" y de   ciertas  diferencias entre ellas, de modo que podamos aislarlas y estudiarlas.  Esta primera afirmación   ya   resulta en sí problemática: en primer lugar,  por  "espiritualidad  cristiana ' entendemos la presencia y los dones  del  Espíritu  Santo.  Y para  El  no  hay  distinción entre "judío  y  gentil"  (Rm.1,14), no puede  haber  diferencias  sustanciales entre una y otra espiritualidad.  En segundo lugar, nuestra vida espiritual  conlleva al mismo tiempo  una  participación  en  la plenitud de Dios y una activa concurrencia de nuestro ser hombres. Este elemento humano, con sus matices  históricos,  culturales y étnicos el que origina las diversas  corrientes  de espiritualidad, aunque ello no signifique que por "Oriente"  en tendamos  simplemente un  hecho geográfico.  Antes bien, es un modo de vivir;  por decirlo de alguna manera "Oriente no está solamente en Oriente", sino que es una dimensión de la experiencia eclesial total.
Conocer estas tradiciones, profundizar en las que ordinariamente nos vemos  inmersos y familiarizarnos con  las menos cercanas, será  de  gran  interés  para  ese "ser  Iglesia" que todos perseguimos.

Oriente es conocido por su tradicionalismo.  Un estudio profundo nos exigiría acercarnos a las mismas fuentes que hoy siguen citándose con el mismo sagrado respeto que en el pasado. Textos clásicos de San Basilio, San Gregorio Nacianceno y Niseno, San Máximo el Confesor,  San  Juan  Clímaco,  San Teodoro Estudita, San Efrén o San Isaac el sirio; textos de los teólogos de  la época bizantina como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio el Sinaita, Nicolás Cabasilas, Nicéforo el Solitario, y aun los mas recientes como Nicodemo el Hagiorita  (+  1809),  son  la clave de ese particular modo que nuestros  hermanos  de  Oriente  tienen de percibir a Dios, al mundo y al hombre.

Internarnos  en  los  textos  de los  Padres  significaría,  quizás, perdernos en un mundo demasiado extenso.  Veamos,  entonces,  algunos de los distintos modos de acercamiento al único objeto de la vida  espiritual,  con  la  esperanza de que nos permitan contemplar y comprender mejor como ven  nuestros hermanos de Oriente -el  geográfico  y  el  espiritual-  al  Dios bueno y amigo de los hombres que canta su Liturgia.

1.   La conversión como iluminación del hombre.

Hablar  de "conversión" significa  considerarla  como  algo  más que un mero punto de partida de un  camino progresivo;  supone un cambio  total  de  actitud  que supera  lo que conscientemente percibimos. Aporta mucho más de  lo que, de momento, conocemos.

Y es que no se trata de abandonar el pecado, cambiar la dirección de nuestros pasos y nuestra existencia.  Es,  más  bien,  penetrar en un mundo de luz, ser deificados,  bañados por  la  luz del Tabor.  Hablar  de  conversión  en Oriente es dejarse envolver por la iniciativa  misericordiosa  de  Dios que  no  pretende elevar el orden natural  a  lo  sobrenatural,  sino llevar a cabo una compenetración entre Él  y nosotros, entre lo divino y lo humano.

Por  el  hecho de ser más que un mero abandono del pecado,  la conversión  le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la necesidad de volverse indefensos  ante  la  iniciativa divina,  de  "bajar  barreras"  ante ese Dios que nos envuelve con su luz  sin  pretender  destruir  nada de nuestro ser de hombres.

Pero el problema no es sencillo.  El  hombre  cuenta  con  un gran enemigo: la agresividad innata ante el  dejarse hacer, ante el  dejarse inundar por Dios. Los grandes  textos  de  espiritualidad volverán,  una  y otra vez,  sobre la libertad del hombre caído y el "olvido de Dios", origen del pecado.


¿Qué  hacer  ante este callejeo sin  salida?  La  única  respuesta nos  la ofrece  la vida de Cristo: el  anonadamiento, el rebajamiento total para ser nada, al igual que Cristo que "no retuvo ávidamente su condición divina" (Flp.2, ó-11>. Anonadamiento  que  no  es  -como quizá sería para nosotros- castigo por el orgullo, sino esencial condición para transparentar la gloria de Dios, para dejar espacio a la total  iniciativa divina. Anonadamiento que no consiste en combatir lo humano,  sino en acabar con lo que ataca al hombre y que se concentra en las pasiones.
Esta necesidad de que "Él crezca  y  yo disminuya"  (Jn.3, 30)  es experimentada e intuida por todos los místicos de Oriente, desde los primeros Padres del Desierto hasta Juan  de  Kronstadt o San Silvano del  Monte Athos. La hesychía,  la gran tradición orante común a todo el  Oriente,  va a ser  la evidencia: “dejarse vaciar", "rechazar todo pensamiento" son expresiones constantes.
Comprendemos, pues, que la lucha contra las pasiones no es tanto  exigencia cuanto  fruto  de  la conversión,  fruto  que  se experimenta  a  través  de  la kenosis o anonadamiento, ternura evangélica a  la  vez  que  compasión  divina que destruye el duro pedernal de las pasiones. ¿Cómo es posible esto? Remontémonos de nuevo a Jesús: porque  su  abajamiento  fue una  "no  resistencia",  el  nuestro debe serlo también.
Comprender  tal  renuncia  como algo que se nos da y no como esfuerzo  es  la  gran  diferencia  con Occidente:  frente  a  nuestra  progresividad,  Oriente  nos  habla  de la sobreabundancia de la deificación que viene a salvar el abismo entre  el  hombre  "limitado"  y  el Dios  "incontenible";  participación en la luz del Tabor que destruye nuestra  lógica  opresora  tentada de convertir  al  Incognoscible  en un ser al que podemos acceder lógicamente

¿Cómo logrará el hombre participar  en  semejante  deificación? ¿Cómo  conseguirá'  dejarse  hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental, dada su simplicidad: el hombre participa  de la Plenitud Divina por la  visión,  visión-escucha  de  la Liturgia  y  la  Palabra  y visión contemplación de los iconos.
Sí,  hemos  llegado al  extremo. El  hombre se "dejará salvar" en la liturgia,  en  la escucha de la Palabra,  ante  los  iconos...  La visión  será  el  remedio  para  el hombre  incapaz de reaccionar;  al igual que Pedro, Santiago y Juan en el Monte Tabor, una  luz radiante iluminará  su  ser  y  el  hombre verá salvado en él el abismo antes  imposible entre el  mundo sensible y el espiritual

Es,  pues,  imposible fiarse de estructuras  mentales  como  itinerario  de  salvación  como  gustara Occidente.  La  escucha  litúrgica, la  contemplación  iconográfica  serán los elementos que desbordaran al hombre
Fácil  nos es  comprender  que Oriente está lejos del  peligro de despreciar  lo  humano,  como  ha ocurrido en ocasiones en Occidente: la deificación del hombre introduce  una confianza sin reservas en la humanidad por parte de Dios.


2.   Sumergirse en la transparencia divina.

Decíamos  ya al  comienzo,  que un único Espíritu suscita una sola búsqueda para el hombre, aunque las respuestas y caminos varíen. La única raíz de la vida espiritual  será,  pues, acallar  la agresividad  permanente  del  hombre  frente  a  Dios,  frente  a  Su iniciativa  de irrumpir en  lo humano  para  que el  hombre pueda vivir en apertura a Él. Pero esta raíz  suscitará  diversas  respuestas. Occidente buscara que lo mejor del  hombre sirva a Dios a través  de métodos concretos: estructuras eclesiales,  sistematizaciones teológicas,   itinerarios  de  santidad...   Oriente  se  esforzará  en comprender que lo más excelso de Dios sirve al  hombre para deificarlo.  Es  la respuesta -desconcertante al  menos para Occidente- al eterno drama del hombre, que busca alcanzar a su Dios aun cuando Este  se  le  hace  presente.  Es  la alternativa ante un mundo de ruptura: el  hombre  está  inmerso en Dios aún sin saberlo.

Dios ni está fuera ni más arriba del mundo: lo envuelve, el Incircunscribible   lo   circunscribe, como gustarán afirmar los teólogos ortodoxos actuales. Dejémonos convencer  por tal  afirmación.  Dejémonos atrapar por uno de los más famosos iconos rusos. Ante la representación  del  misterio  de la Trinidad  que  el santo iconógrafo Andrei  Rublev nos ha dejado, observaremos qué es lo que en él representa al mundo: no es otra cosa  que el  pequeño cuadrado  (los cuatro puntos cardinales>  situado ~n el centro del dialogo intratrinitario.  No es la casa,  ni el árbol, ni cosa alguna exterior a la escena,  sino el  punto central  de la  composición,  sumergido de ese modo en el misterio del Amor.
Pero saberse en Dios podría resultar  insoportable  para el  hombre.  Dios  lo sabe,  y  por eso se empequeñece,  se anonada  dejando al  hombre hacer por sí  mismo el penoso camino de su experiencia. Es  la kenosis de Dios: tornarse transparente para el hombre, evitar ser método ajeno para dejarse implicar plenamente  por  él.  El misterio Inabarcable se torna cercano.
Occidente propondrá al  hombre el camino de la Pasión y la Cruz como método para  asemejarse más a  Cristo,  para  llegar a ser,  le propondrá  el  ascenso  hasta  Dios ya sea comprendiendo que el hombre  puede  conocer  racionalmente la voluntad de Dios, o bien reduciendo lo divino a  lo humano mediante la visión sensible.

Oriente propone otra alternativa "fuera de lo razonable", basada en  el  anonadamiento de  Dios: ver  místicamente,  comprender experimentalmente.  Es el camino del reposo  -hesychia-,  de  la  quietud interior que nos torne vulnerables al   universo  espiritual  quebrado cada  día  en  el  perpetuo  drama del  desgarro  interior del  hombre. Con esto llegamos, pues, a lo que constituye el  itinerario espiritual de  Oriente: la Oración de Jesús.
A través de una sencilla fórmula repetitiva,  el  hombre se abandonará en Dios, llegará a ser -como Él-  transparente más allá de la emotividad y de la racionalidad.  Superará  el  bloqueo  del  "aquí  y ahora" creado por las pasiones y restablecerá en sí la unidad y la armonía de la Creación.
Aun  con  toda  limitación,  nos atreveríamos a afirmar que se trata de un camino negativo (apofático), en el  sentido de negación: superación de conceptos y métodos que, por ser humanos -encerrados en la sola dimensión humana-, no concuerdan  con  la  iniciativa  divina.  No  se  trata  de  alcanzar cierta  insensibilidad  al  modo  de la Grecia clásica, ni de evadirse o evitar trabajar con empeño. Sí es,  por el contrario,  la afirmación profunda de que no puede existir  diálogo  entre  Dios  y  el hombre si éste no rompe la estrechez de sus planteamientos mentales o emotivos.
Lo  que  parecían  dos  mundos herméticos  -el  divino  y  el  humano- han estallado, el abismo está salvado: Dios se abaja y el hombre ha encontrado el modo de romper  la  cerrazón  en  sí mismo.  Lo humano  ha  sido inundado por lo divino y, como un pequeño cascaron,  el  hombre flota ahora en el inmenso mar de Dios. Tornando la expresión  de  Teófano el  Recluso:
"¿Qué ha sucedido? No puedo explicarlo. No he visto nada, no comprendo lo que ha pasado, pero me veo  cambiado,  transformado  por un poder inmenso.  El Creador ha obrado la restauración...".

Esta   "imposible   posibilidad" queda evidenciada en la tradición rusa por dos figuras señeras: los locos por Cristo (Jurodivyie), hombres y mujeres que asumen el papel  del "loco" en compañía de otros  y con una oración ferviente en  la  soledad,  y  los peregrinos (stranniki), perpetuamente en camino de santuario en santuario.
Los locos en Cristo rompen la hermeticidad de su ser hombres abrazando la kenosis de la irrelevancia social y cultural. No siendo nada, en el nombre de Dios de muestran  el  absurdo del  esfuerzo por parecer alguien. Con su vida ponen  de  manifiesto  la nada del hombre que vive confiado en sus pretensiones. Es curioso comprobar la  veneración  que se  les tributó en  Rusia,  tanto  por  parte  del pueblo  como  de  la  nobleza.  Un frío análisis Occidental calificaría incluso de antitestimonio al hombre o mujer que, en el nombre de Dios,  escupiera  ante  un  noble  y se  postrara  ante  un  mendigo,  o que penetrara en la  Iglesia vestido de harapos...  Pero el Espíritu  sigue  siendo  uno.  Recordemos,  si  no,  el  testimonio de San Francisco  de Asís,  girando como una peonza por los caminos, o de su fiel fray Bernardo, columpiándose apaciblemente ante la atónita mirada de toda la ciudad...

Los stranniki, los eternos peregrinos,  ponen  de  manifiesto  e constante esfuerzo por no aferrarse a un status, por vivir vulnerables al universo de Dios persiguiendo la  libertad del  Espíritu. Superando  el  "dar  testimonio"  o "interpelar  al  mundo"  se consagran a vivir fuera de lo humanamente estable, acompañados por el rezo ininterrumpido de la Oración de Jesús... No en vano,  la mejor representación   iconográfica   del Misterio  de  la  Trinidad  será  la Filoxenia,   la  hospitalidad  que Abraham ofrece a los tres ángeles peregrinos y que Rublev supo atrapar  magistralmente  sobre  una tabla.  La  irrelevancia social  del peregrino, su indefensión frente a todo peligro, brilla ante nuestros ojos  como  la mejor expresión del misterio  vulnerable  e  indefenso del Dios hecho hombre. Citamos, a modo de ejemplo, un fragmento de El peregrino ruso: "...La Oración del corazón me hacia tan dichoso que no creía yo se pudiera serlo tanto  en  la  tierra...  el  mundo exterior  me  parecía  radiante  y todo me movía a amar y alabar a Dios:  los  hombres,  los  árboles, las  plantas,  los  animales;  todo me resultaba corno familiar y por todas partes yo me encontraba la imagen de Jesucristo...".

Desde el testimonio de los Jurodivyie y los stranniki, todo Oriente pone de manifiesto la verdadera naturaleza de esa quietud (hesychia)  que se anhela: no es un  sueño,  sino el  despertar  del
adormecimiento  que  el  olvido  de Dios,  el  pecado,  introduce en el hombre.
Por  la  humilde repetición del Nombre de Aquel que es el  lnnombrable,  el  hombre  interioriza  la "visión-escucha",  a  la  que  más arriba  aludíamos,  instaurando  la liturgia  del  corazón,  dejándose prender y salvar en su interior, volviéndose  sensible  y  abierto  a Dios.  Este desbordamiento de Dios abarca al hombre total: su corazón, su mente y también su cuerpo.  El  mandato bíblico  de  amar al  Señor  "con  todo el  ser"  (cfr. Dt.6, 4-6)  engloba un ritmo fisiológico  respiratorio en  la Oración de Jesús,  de forma que hasta un acto tan cotidiano como el respirar se convierte en un jadear con nostalgia  de  amor.  La  irrupción de  la vida divina en el hombre, vibra aquí con sus notas más sutiles; el aliento que Dios insuflara en Adán, sigue siendo hoy en Oriente el hálito de vida que sostiene al hombre.


3.   El hombre como imagen y semejanza de Dios.

Cuando  Occidente  afirma  que Dios  "está  por  encima  de  todas las   cosas"   entiende   que   está "arriba"  de  todo  y,  por  tanto, fuera del alcance de todo. Ese es el  modo por el  cual  Dios es diverso, "distinto" del hombre. Está más allá de él, aunque eso no le impide irrumpir en el mundo y actuar según su omnipotencia.

Oriente  va  a  tratar  de  "entrar" en lo que Dios es en sí para  entender,  desde  ahí,  qué es para nosotros. Dios es, ante todo, el  nosotros trinitario  que Andrei Rublev nos muestra espléndidamente en  su  icono,  la  comunión  de personas que, en el culmen de la apacibilidad y disponibilidad, sale de sí para abandonarse en el Otro.
Su Nombre es un "no-Nombre", porque  no podemos abarcarlo con nuestro conocimiento, porque no es su Nombre el que es nuestro, sino al contrario: Él  nos "nombró" al comienzo y, por ello, nuestro nombre es suyo. Aquí radica nuestra incapacidad para conocer a Dios. No se trata de que el abismo entre los dos mundos permanezca abierto -ya vimos que tal frontera estalla con  la Encarnación y con la iniciativa de amor que el hombre acoge-,  sino que nuestro conocer es demasiado pequeño para abarcarle.

Conocer  al  Incognoscible  no es, para Oriente, problema de distancias, como si Él estuviera lejos o cerca, sino de apreciación: nosotros somos los que estamos en Él.  Dios es primero y,  por ello, es quien señala su posición y la nuestra, estar en Él.
La  Trinidad  ha  abierto  los brazos. Los tres Ángeles del icono de  Rublev  nos  envuelven  y acogen, situándonos en el centro del Misterio de Amor. Llega el tiempo de dejarnos acoger, de reconocernos en ese Dios que es Comunión, y renunciar, por tanto, a la tarea de encerrarle en  un  Nombre, en un concepto. El único esfuerzo posible de nuestro conocimiento es el de percibir al Dios que nos en vuelve  porque  nos  ha  creado  y salvado.

Estamos  ya  en condiciones de afrontar  la posibilidad de que el hombre sea imagen de Dios. La humanidad es algo en sí misma,  y esto no quita ni pone nada a Dios Pero,  decir que somos  imagen de Dios,  significa  afirmar  que  hay algo en nosotros -aunque ese algo no  sea  una  "parte" sino nuestro todo- que no está replegado en si sino que hace referencia a lo que representa.  El  hombre  es  imagen de Dios porque algo en él se escapa  invariablemente a sus solas posibilidades  y  habla  de  Otro. ¿Qué es exactamente? ¿Cuál es la dimensión del hombre que desborda  sus  límites  humanos  y habla por sí misma de Dios? No es otra cosa  que  su  libertad,  entendida como capacidad de ordenar su existencia según una jerarquía coherente de valores.  Esa posibilidad de orden, quiebra por sí misma la anarquía a la que el pecado original sometió al hombre. Ser imagen de Dios es, para Oriente, participar del manantial de la Libertad  que es el  Nosotros Trinitario.

Libertad que,  por hacer referencia  a  su  "Modelo"  no es  ser "libre de" o "con relación a" algo o a todo,  que,  en definitiva, no sería más que aumentar el desorden y la división de la Creación. Dios no es libre de nada, pues Él está  implicado en todo lo que ha creado.  Pero tampoco será  libertad  para  algo,  que  significaría ser imagen de una unilateralidad o utilitarismo, y Dios no es libre para algo sino para nada, que es como decir para todo. La libertad del  hombre como icono de Dios es el ser libre con todo, poder acogerlo todo y vivir en la armonía en que vive el "Nosotros" trinitario.
Nos es fácil comprender que la libertad así entendida es una tarea a realizar, una meta a alcanzar.  En la medida que el hombre acepta  el  reto de alcanzarla,  la imagen se torna semejanza, puesta en  camino  de  llegar  a ser como su "arquetipo".  Es el empeño por alcanzar la santidad. El sello inmóvil  y estático que Dios ha impreso en el hombre -capacidad de ser  libre  como  Él  es  libre-  se convierte en itinerario, "peregrinaje", cuando busca encarnar en sí  la  trasparencia  de  Dios.  Es contemplar de nuevo el milagro de la Creación: Dios modela un cuerpo inmóvil del barro ("a su imagen...") y, al darle vida, se convierte en reflejo reconocible de su Autor ("... y semejanza"). El empeño por alcanzar la santidad, es de este modo, el "hálito de vida" que Dios insufla en el hombre, es su más profundo modo de ser.

Hemos  llegado al  fondo de la cuestión.  El  hombre tiene ya una razón  última  para existir: ser santo,  llegar a ser reflejo reconocible de Dios.  El más profundo misterio  del  hombre  ha  quedado desvelado  y  hemos  llegado  a  él por la "visión mística". Esto quedará todavía más de manifiesto en la contemplación de los iconos: el Santo lo es por la iluminación interior  que  ha  recibido y  que el iconógrafo  trata de plasmar.  Por ella  el  hombre de Dios participa en la Luz e invita a todo el que lo  contemple  a  hacer  lo  mismo. Prueba con su vida -al igual que el  iconógrafo lo hace con el oro y los colores- que ha alcanzado la libertad  con  todos,  el  vivir en plena armonía con la Creación en el seno de la Trinidad y, por ello, es Santo, semejante a Dios.
Por ser imagen de Dios, en el hombre se reconoce al modelo, al menos  como posibilidad.  Llevando a cabo la imagen, se torna semejanza,  afinidad que participa en el modelo. Dios aparece, entonces, "diverso" del hombre, no distinto. Es  la puerta que nos da entrada al  misterio de la deificación:  la diversidad  de  Dios  posibilita  en el  hombre  la  semejanza,  que  se lleva  a  cabo  por  la  Iluminación del corazón,  que  le  da  toda su dimensión de trascendencia,  liberándole de sus propios límites.


4.   Cristo es compenetración con el hombre  más que triunfo sobre lo humano.

Cristo es punto privilegiado de encuentro entre Dios y el hombre. Ante esta  única  realidad Oriente afirmará que Cristo trata de llegar al hombre en lo más específicamente suyo: la libertad. 

Estamos ante el núcleo del abajamiento  de Cristo: para hablar al hombre de su libertad renuncia a la suya propia, se anonada. Occidente descubrirá el valor sacrificial subrayando lo útil de la renuncia, la muerte como camino de Resurrección, como condición indispensable. Por ella lo humano queda sometido a lo divino, que prevalecerá  definitivamente.  Oriente, por el contrario, verá en la kenosis de Cristo el  principio de  la compenetración  entre  Dios  y  el hombre: en la Cruz Dios se implica  con  el  hombre  hasta  lo  más profundo, su divinidad anonadada se  convierte  en  su  gloria  más allá de victorias  y poderes. La Cruz brilla  corno máxima revelación  del  misterio de Dios: no es victoria  sobre  lo  humano,  sino compenetración.

La  dimensión  de  sacrificialidad -un Hijo que aplaca a un Padre  ofendido-  queda  superada. Cristo se anonada para hacer creíble  la  verdad  desarmada;  es el Cordero sin mancha conducido al matadero que nos revela  la presencia de un Dios que es todo humildad.  En  expresión  de  Fedor Dostoievski  "Cristo se convierte a todos más bien que cada uno se convierte a él".
La  tarea  de  ser cristiano se descubre  así  como  un  revestirse de  Cristo,  que  no  es  tanto  una conformidad  literal  con  su  vida (la cruz como modelo de método y ascenso),  cuanto  un  llegar a  la compenetración Cristo-nosotros: Dios ha querido locamente ser hombre más que conseguir de nosotros cierta elevación a su gloria.

5.   El Espíritu Santo "Es".

Oriente  descubre a  la  Iglesia y al hombre henchidos del Espíritu Santo al contemplarse reflejados  en  la  Trinidad,  en  el  Dios que inunda al hombre. El Espíritu es  el entre del nosotros trinitario, Aquel cuyo ser es pura transparencia de Dios hacia sí mismo y hacia el hombre, sin pretensiones ni presiones de ningún tipo.
Para el hombre es el sello de su  libertad  interior,  luz de Dios que se torna fuego capaz de derretir  la frialdad de su mente. Sin presionarle,  al  hombre  le resulta necesario  para  coger  la  oferta de la salvación divina. No añade, ni  ajusta,  ni empuja: precede y la hace  posible,  defendiendo  así  la libertad del hombre.
Para Oriente, el Espíritu Santo es el que vuelve a esbozar la imagen  de  Dios  en  el  hombre  más allá  de  nuestro olvido,  posibilitando la plena semejanza, el ser santos. Su ser es unir para que el   hombre  sea  deificado  desde Cristo.

6.   La Iglesia  como esplendor del "Nosotros" trinitario.

La eclesiología nos ofrece también diferentes perspectivas. Para Oriente la comunión supera la estructura,  del  mismo modo que el Espíritu supera la letra.

La  Iglesia  se  revela,  entonces,  en  Oriente,  con  unas notas precisas.  Aparece, ante todo, como el núcleo de lo humano acogido  ya  conscientemente  en  Dios, lugar  donde  la  penetración  de Dios  es  plenamente  consciente  y deseada.  Es comunidad eucarística,  puesto  que  la  Fracción  del Pan  obra  entre  los  miembros  la posibilidad  de ser una persona única en Cristo.
Por  ser  comunión,  reflejo de la Comunión divina,  la Iglesia se trasciende a sí misma  va más allá de sus fronteras, no en cuanto a una conquista del mundo, sino en una  penetración de todo el  hombre.  Su  fin  va a ser acoger  la libertad  que  el  Espíritu  Santo expande.

Habría mucho más que decir sobre el  -digamos- concepto  de la lglesia para  Oriente,  pero excedería  la  finalidad  del  presente articulo.
    
7.   Obedecer a  Dios es  colaborar con su sabiduría.

Afirmar, explícita o implícitamente,  que  no es  posible  fiarse de  la humanidad es otorgarle un papel  que nada tiene de creativo (como  preveer y proyectar),  sino contentarse  con  un  rol  ejecutivo (realizar puntualmente  los designios divinos). Es el mejor camino para anular la creatividad de la naturaleza  humana  tan defendida en nuestro sistema cultural y que quizá  por  ello  sigue  un  rápido proceso de separación de la Iglesia.

Frente a esta realidad, Oriente ha  desarrollado  una  tercera  vía alejada  tanto  de  "la  razón  sin Dios" como de la "razón obligada y manipulada por Dios". Se trata de  vivir  la sinergia o compenetración  profunda entre Dios y el hombre,  que supera el  inevitable fin de una victoria, un enfrentamiento entre  vencedores  -Dios- y vencidos -los hombres-. Una mirada  hacia  adelante  -escatológica-  es,  para Oriente,  contemplar una realidad dinámica,  creativa. Dios y el hombre han comenzado a inventar juntos  el  cumplimiento de la voluntad divina.
En Dios queda así superada cada  fragmentación,  cada  cerrazón en sí mismo del hombre. En la sinergia de su Sabiduría queda posibilitada   la  "semejanza"  entre Dios  y  el  hombre,  que rompe  la prisión aislante de la humanidad. Es  el  triunfo de  la  libertad del hombre,  la vuelta al Paraíso perdido en el que el hombre paseaba y conversaba con el  Creador. La deificación  se  transforma en una vuelta  a  los  orígenes,  irrupción definitiva en el Paraíso.

CONCLUSION

Tras esbozar algunos aspectos de la espiritualidad oriental, nos encontramos, al evaluarlos en con junto,  ante  un  modo concreto de acercamiento al Evangelio complementario  de  las  intuiciones  occidentales.  Tras un  milenio de separación,  la  realidad  actual  es la  que  esbozamos  al  principio: Oriente no es solo en Oriente.  Y no se trata de convertir o excluir a Occidente, sino de lograr cierta sinergia,  compenetración total del misterio de la Iglesia.

Subrayar   valores   específicos nos debe llevar a sentir la necesidad  de  una  plenitud de comunión, tal como la hemos apuntado en el  último apartado,  al  tratar del  "sueño"  de  la  reconciliación divino-humana.  Quizá sea esta la aportación de la Rusia  y de todo el Oriente al Tercer Milenio, comprendida como un encuentro entre dos modos complementarios de entender el misterio.

Creemos que el fin estaría logrado si Oriente y Occidente coincidieran en el propósito de iluminar la posibilidad de una humanidad deificada, traspasada por la presencia  de  Dios.  Siguiendo  la vía  del  anonadamiento  que  Dios elije como  testimonio  más creíble de sí, el  hombre logrará reconocer que Dios y  la humanidad no son  concurrencialmente  distintos ni se encuentran confrontadamente especificados. Es la puerta abierta a nuevos horizontes para el camino cristiano en la totalidad del género humano.


Publicado en "Theophanía", sep.-octubre, 1989, Tángel (Alicante)


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