Me decía mi
cada día más añorado Antonio Mingote: «Si dijéramos en público lo que
manifestamos en privado, más de uno se llevaría un susto». Cierto como que
existen las vacas lecheras. Hemos confundido democracia con silencio y libertad
con hipocresía. Sólo se atreven a decir lo que piensan los que carecen de
complejos. El complejo de demócrata es tan nocivo como el complejo de
inferioridad. Un demócrata, un ciudadano que respeta la opinión ajena, cumple
con sus obligaciones tributarias, vive pacíficamente, supera las dificultades,
acude a las urnas a depositar su voto y cree vivir en libertad, tiene todo el
derecho del mundo a decir lo que piensa, aunque ello resulte políticamente
incorrecto para los acomplejados. Aunque no me gustan algunas de sus artimañas,
me tranquilizó lo que se atrevió a decir Basagoiti días atrás. «Me importan un
bledo los enfermos de la ETA». Coincido plenamente en el bledo. Un Estado de
Derecho, como lo es el español, no puede sostenerse camuflado en el eterno
temor al que dirán. Me importa un bledo el qué dirán a estas alturas de mi
vida. Ha fracasado rontundamente el concepto de Estado de las Autonomías. Aquel
«café para todos» ha terminado con nuestros recursos. España tiene en los
actuales momentos 400.000 políticos que pagamos entre todos. A ellos hay que
sumar los asesores personales. España ha vuelto al feudalismo con diecisiete
reyezuelos, dos de los cuales reinan y derrochan en sus territorios con un
único fin. La escisión, el separatismo y la patada en el culo a quienes no hemos
hecho otra cosa que soportar sus continuas impertinencias, y en el caso del
nacionalismo vasco, su complicidad romántica con los asesinos. Adelgazar el
Estado no significa reducir el número de ministros, de concejales y de
asesores. Es más traumático, pero pronto se verían las excelencias de la buena
cirugía. El buenismo de nuestra Sanidad y nuestra Defensa no tiene parangón en
ninguna nación civilizada y desarrollada. España es una democracia en la que
insultar al Rey, vejar a los jueces y miembros de las Fuerzas de Seguridad del
Estado y robar a la luz del día, se han convertido en «asuntos menores».
Encarcelamos a los que roban gallinas y soltamos a los criminales terroristas
por temor a un alboroto. Tenemos un Tribunal Constitucional del que forman parte
seis individuos que abren las puertas de las instituciones a los terroristas.
Los seis, qué casualidad, designados por el PSOE. Tenemos presidentes de
comunidades, es decir, representantes del Rey en sus territorios, que se
sientan todos los meses con los terroristas para pactar el futuro. Tenemos, en
Cataluña, un Gobierno de la Generalidad que desobedece y tira a la papelera las
sentencias del Tribunal Supremo. Tenemos unos sindicatos que quieren quemar la
calle con el dinero que le damos, no voluntariamente, los chamuscados o
incinerados por su brutalidad del siglo XIX.
Tenemos una Oposición desleal y antidemocrática que no ha sabido perder
las elecciones, y un Gobierno pusilánime, acomplejado y a todas luces,
ineficaz. Tenemos una deuda con las víctimas del terrorismo, que en lugar de
solventarla, la estamos aumentando con nuestra cobardía y silencio. Tenemos una
nación maravillosa, España, masacrada por un Estado, su administrador,
rotundamente nefasto. Tenemos a una derecha que empieza a esconderse y a una
izquierda que vive con ochenta años de retraso. Tenemos una clase política –con
excepciones–, singularmente lamentable. Y tenemos a nuestros soldados en
Afganistán y en el Líbano, allá donde
son enviados, cumpliendo con un espíritu insuperable, cuando en realidad donde
nos harían falta es en Guipúzcoa. Y eso es lo que quería decir y que nadie se
atreve. Ya hemos cumplido con Afganistán. Vamos a cumplir con España, y a ver
que tal.
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