Una teoría de la clase política española
Los partidos han generado burbujas compulsivamente
En este artículo propongo una teoría de la clase política
española para argumentar la necesidad imperiosa y urgente de cambiar nuestro
sistema electoral para adoptar un sistema mayoritario. La teoría se refiere al
comportamiento de un colectivo y, por tanto, no admite interpretaciones en
términos de comportamientos individuales. ¿Por qué una teoría? Por dos razones.
En primer lugar porque una teoría, si es buena, permite conectar sucesos
aparentemente inconexos y explicar sucesos aparentemente inexplicables. Es
decir, dar sentido a cosas que antes no lo tenían. Y, en segundo lugar, porque
de una buena teoría pueden extraerse predicciones útiles sobre lo que ocurrirá
en el futuro. Empezando por lo primero, una buena teoría de la clase política
española debería explicar, por lo menos, los siguientes puntos:
¿Cómo es posible que, tras cinco años de iniciada la crisis,
ningún partido político tenga un diagnóstico coherente de lo que le está
pasando a España?
¿Cómo es posible que ningún partido político tenga una
estrategia o un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la crisis?
¿Cómo es posible que la clase política española parezca genéticamente incapaz
de planificar?
¿Cómo es posible que la clase política española sea incapaz
de ser ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie-salvo el Rey y por motivos propios-
haya pedido disculpas?
¿Cómo es posible que la estrategia de futuro más obvia para
España -la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el desarrollo y
el emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no ya ignorada, sino
masacrada con recortes por los partidos políticos mayoritarios?
En lo que sigue, argumento que la clase política española ha
desarrollado en las últimas décadas un interés particular, sostenido por un
sistema de captura de rentas, que se sitúa por encima del interés general de la
nación. En este sentido forma una élite extractiva, según la terminología
popularizada por Acemoglu y Robinson. Los políticos españoles son los
principales responsables de la burbuja inmobiliaria, del colapso de las cajas
de ahorro, de la burbuja de las energías renovables y de la burbuja de las
infraestructuras innecesarias. Estos procesos han llevado a España a los
rescates europeos, resistidos de forma numantina por nuestra clase política
porque obligan a hacer reformas que erosionan su interés particular. Una
reforma legal que implantase un sistema electoral mayoritario provocaría que
los cargos electos fuesen responsables ante sus votantes en vez de serlo ante
la cúpula de su partido, daría un vuelco muy positivo a la democracia española
y facilitaría el proceso de reforma estructural. Empezaré haciendo una breve
historia de nuestra clase política. A continuación la caracterizaré como una
generadora compulsiva de burbujas. En tercer lugar explicitaré una teoría de la
clase política española. En cuarto lugar usaré esta teoría para predecir que
nuestros políticos pueden preferir salir del euro antes que hacer las reformas
necesarias para permanecer en él. Por último propondré cambiar nuestro sistema
electoral proporcional por uno mayoritario, del tipo first-past-the-post, como
medio de cambiar nuestra clase política.
La historia
Los políticos de la Transición tenían procedencias muy
diversas: unos venían del franquismo, otros del exilio y otros estaban en la
oposición ilegal del interior. No tenían ni espíritu de gremio ni un interés
particular como colectivo. Muchos de ellos no se veían a sí mismos como
políticos profesionales y, de hecho, muchos no lo fueron nunca. Estos políticos
tomaron dos decisiones trascendentales que dieron forma a la clase política que
les sucedió. La primera fue adoptar un sistema electoral proporcional
corregido, con listas electorales cerradas y bloqueadas. El objetivo era
consolidar el sistema de partidos políticos fortaleciendo el poder interno de
sus dirigentes, algo que entonces, en el marco de una democracia incipiente y
dubitativa, parecía razonable. La segunda decisión, cuyo éxito se condicionaba
al de la primera, fue descentralizar fuertemente el Estado, adoptando la
versión café para todos del Estado de las autonomías. Los peligros de una descentralización
excesiva, que eran evidentes, se debían conjurar a partir del papel vertebrador
que tendrían los grandes partidos políticos nacionales, cohesionados por el
fuerte poder de sus cúpulas. El plan, por aquel entonces, parecía sensato.
Pero, tal y como le ocurrió al Dr. Frankenstein, lo que creó
al monstruo no fue el plan, que no era malo, sino su implementación. Por una
serie de infortunios, a la criatura de Frankenstein se le acabó implantando el
cerebro equivocado. Por una serie de imponderables, a la joven democracia
española se le acabó implantando una clase política profesional que rápidamente
devino disfuncional y monstruosa. Matt Taibbi, en su célebre artículo de 2009
en Rolling Stone sobre Goldman Sachs “La gran máquina americana de hacer
burbujas” comparaba al banco de inversión con un gran calamar vampiro abrazado
a la cara de la humanidad que va creando una burbuja tras otra para succionar
de ellas todo el dinero posible. Más adelante propondré un símil parecido para
la actual clase política española, pero antes conviene analizar cuáles han sido
los cuatro imponderables que han acabado generando a nuestro monstruo.
En primer lugar, el sistema electoral proporcional, con
listas cerradas y bloqueadas, ha creado una clase política profesional muy
distinta de la que protagonizó la Transición. Desde hace ya tiempo, los
cachorros de las juventudes de los diversos partidos políticos acceden a las
listas electorales y a otras prebendas por el exclusivo mérito de fidelidad a
las cúpulas. Este sistema ha terminado por convertir a los partidos en
estancias cerradas llenas de gente en las que, a pesar de lo cargado de la
atmósfera, nadie se atreve a abrir las ventanas. No pasa el aire, no fluyen las
ideas, y casi nadie en la habitación tiene un conocimiento personal directo de
la sociedad civil o de la economía real. La política y sus aledaños se han
convertido en un modus vivendi que alterna cargos oficiales con enchufes en
empresas, fundaciones y organismos públicos y, también, con canonjías en empresas
privadas reguladas que dependen del BOE para prosperar.
En segundo lugar, la descentralización del Estado, que
comenzó a principios de los 80, fue mucho más allá de lo que era imaginable
cuando se aprobó la Constitución. Como señala Enric Juliana en su reciente
libro Modesta España, el Estado de las autonomías inicialmente previsto, que
presumía una descentralización controlada de “arriba a abajo”, se vio
rápidamente desbordado por un movimiento de “abajo a arriba” liderado por
élites locales que, al grito de “¡no vamos a ser menos!”, acabó imponiendo la
versión de café para todos del Estado autonómico. ¿Quiénes eran y qué querían
estas élites locales? A pesar de ser muy lampedusiano, Juliana se limita a
señalar a “un democratismo pequeñoburgués que surge desde abajo”. Eso es, sin
duda, verdad. Pero, adicionalmente, es fácil imaginar que los beneficiarios de
los sistemas clientelares y caciquiles implantados en la España de provincias
desde 1833, miraban al nuevo régimen democrático con preocupación e incertidumbre,
lo que les pudo llevar, en muchos casos, a apuntarse a “cambiarlo todo para que
todo siga igual” y a ponerse en cabeza de la manifestación descentralizadora.
Como resultante de estas fuerzas, se produjo un crecimiento vertiginoso de las
Administraciones Públicas: 17 administraciones y gobiernos autonómicos, 17
parlamentos y miles -literalmente miles- de nuevas empresas y organismos
públicos territoriales cuyo objetivo último en muchos casos, era generar
nóminas y dietas. En ausencia de procedimientos establecidos para seleccionar
plantillas, los políticos colocaron en las nuevas administraciones y organismos
a deudos, familiares, nepotes y camaradas, lo que llevó a una estructura
clientelar y politizada de las administraciones territoriales que era
inimaginable cuando se diseñó la Constitución. A partir de una Administración
hipertrofiada, la nueva clase política se había asegurado un sistema de captura
de rentas -es decir un sistema que no crea riqueza nueva, sino que se apodera
de la ya creada por otros- por cuyas alcantarillas circulaba la financiación de
los partidos.
En tercer lugar, llegó la gran sorpresa. El poder dentro de
los partidos políticos se descentralizó a un ritmo todavía más rápido que las
Administraciones Públicas. La idea de que la España autonómica podía ser
vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó hecha añicos cuando
los llamados barones territoriales adquirieron bases de poder de “abajo a
arriba” y se convirtieron, en la mejor tradición del conde de Warwick, en los
hacedores de reyes de sus respectivos partidos. En este imprevisto contexto, se
aceleró la descentralización del control y la supervisión de las Cajas de
Ahorro. Las comunidades autónomas se apresuraron a aprobar sus propias leyes de
Cajas y, una vez asegurado su control, poblaron los consejos de administración
y cargos directivos con políticos, sindicalistas, amigos y compinches. Por si
esto fuera poco, las Cajas tuteladas por los gobiernos autonómicos hicieron
proliferar empresas, organismos y fundaciones filiales, en muchas ocasiones sin
objetivos claros aparte del de generar más dietas y más nóminas.
Y en cuarto lugar, aunque la lista podría prolongarse, la
clase política española se ha dedicado a colonizar ámbitos que no son propios
de la política como, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, el Tribunal
Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de España, la
CNMV, los reguladores sectoriales de energía y telecomunicaciones, la Comisión
de la Competencia… El sistema democrático y el Estado de derecho necesitan que
estos organismos, que son los encargados de aplicar la Ley, sean
independientes. La politización a la que han sido sometidos ha terminado con su
independencia, provocando una profunda deslegitimación de estas instituciones y
un severo deterioro de nuestro sistema político. Pero es que hay más. Al tiempo
que invadía ámbitos ajenos, la política española abandonaba el ámbito que le es
propio: el Parlamento. El Congreso de los Diputados no es solo el lugar donde
se elaboran las leyes; es también la institución que debe exigir la rendición
de cuentas. Esta función del Parlamento, esencial en cualquier democracia, ha
desaparecido por completo de la vida política española desde hace muchos años.
La quiebra de Bankia, escenificada en la pantomima grotesca de las
comparecencias parlamentarias del pasado mes de julio, es sólo el último de una
larga serie de casos que el Congreso de los Diputados ha decidido tratar como
si fuesen catástrofes naturales, como un terremoto, por ejemplo, en el que
aunque haya víctimas no hay responsables. No debería sorprender, desde esta
perspectiva, que los diputados no frecuenten la Carrera de San Jerónimo: hay
allí muy poco que hacer.
Las burbujas
Los cuatro procesos descritos en los párrafos anteriores han
conformado un sistema político en el que las instituciones están, en el mal
sentido de la palabra, excesivamente politizadas y en el que nadie acaba siendo
responsable de sus actos porque nunca se exige en serio rendición de cuentas.
Nadie dentro del sistema pone en cuestión los mecanismos de capturas de rentas
que constituyen el interés particular de la clase política española. Este es el
contexto en el que se desarrollaron no sólo la burbuja inmobiliaria y el saqueo
y quiebra de la gran mayoría de las Cajas de Ahorro, sino también otras
“catástrofes naturales”, otros “actos de Dios”, a cuya generación tan adictos
son nuestros políticos. Porque, como el gran calamar de Taibbi, la clase
política española genera burbujas de manera compulsiva. Y lo hace no tanto por
ignorancia o por incompetencia como porque en todas ellas captura rentas.
Hagamos, sin pretensión alguna de exhaustividad, un brevísimo repaso de las
principales tropelías impunes de las últimas dos décadas: la burbuja
inmobiliaria, las Cajas de Ahorro, las energías renovables y las nuevas
autopistas de peaje.
La burbuja inmobiliaria española fue, en términos relativos,
la mayor de las tres que estuvieron en el origen de la actual crisis global,
siendo las otras dos la estadounidense y la irlandesa. No hay duda de que, como
las demás, estuvo alimentada por los bajos tipos de interés y por los
desequilibrios macroeconómicos a escala mundial. Pero, dicho esto, al contrario
de lo que sucede en EE UU, las decisiones sobre qué se construye y dónde se
construye en España se toman en el ámbito político. Aquí no se puede hablar de
pecados por omisión, de olvido del principio de que los gestores públicos deben
gestionar como diligentes padres de familia. No. En España la clase política ha
inflado la burbuja inmobiliaria por acción directa, no por omisión ni por
olvido. Los planes urbanísticos se fraguan en complejas y opacas negociaciones
de las que, además de nuevas construcciones, surgen la financiación de los
partidos políticos y numerosas fortunas personales, tanto entre los
recalificados como entre los recalificadores. Por si el poder de los políticos
–decidir el qué y el dónde- no fuese suficiente, la transmisión del control de
las Cajas de Ahorro a las comunidades autónomas añadió a los dos anteriores el
poder de decisión sobre el quién, es decir, el poder de decisión sobre quién
tenía financiación de la Caja de turno para ponerse a construir. Esto supuso un
salto cualitativo en la capacidad de captura de rentas de la clase política
española, acercándola todavía más a la estrategia del calamar vampiro de
Taibbi. Primero se infla la burbuja, a continuación se capturan todas las
rentas posibles y, por último, a la que la burbuja pincha… ¡ahí queda eso! El
panorama, cinco años después del pinchazo de la burbuja, no puede ser más
desolador. La economía española no crecerá durante muchos años más. Y las Cajas
de Ahorro han desaparecido, la gran mayoría por insolvencia o quiebra técnica.
¡Ahí queda eso!
Las otras dos burbujas que mencionaré son resultado de la
peculiar simbiosis de nuestra clase política con el “capitalismo castizo”, es
decir, con el capitalismo español que vive del favor del Boletín Oficial del
Estado. En una reunión reciente, un conocido inversor extranjero lo llamó
“relación incestuosa”; otro, nacional, habló de “colusión contra consumidores y
contribuyentes”. Sea lo que sea, recordemos en primer lugar la burbuja de las
energías renovables. España representa un 2% del PIB mundial y está pagando el
15% del total global de las primas a las energías renovables. Este dislate,
presentado en su día como una apuesta por situarse en la vanguardia de la lucha
contra el cambio climático, es un sinsentido que España no se puede permitir.
Pero estas primas generan muchas rentas y prebendas capturadas por la clase
política y, también hay que decirlo, mucho fraude y mucha corrupción a todos
los niveles de la política y de la Administración. Para financiar las primas,
las empresas y familias españolas pagan la electricidad más cara de Europa, lo
que supone una grave merma de competitividad para nuestra economía. A pesar de
esos precios exagerados, y de que la generación eléctrica tiene un exceso de
capacidad de más del 30%, el sistema eléctrico español ostenta un déficit
tarifario de varios miles de millones de euros al año y más de 24.000 millones
de deuda acumulada que nadie sabe cómo pagar. La burbuja de las renovables ha
pinchado y… ¡ahí queda eso!
La última burbuja que traeré a colación, aunque la lista es
más larga (fútbol, televisiones…), es la formada por las innumerables
infraestructuras innecesarias construidas en las últimas dos décadas a costes
astronómicos para beneficio de constructores y perjuicio de contribuyentes. Uno
de los casos más chirriantes es el de las autopistas radiales de Madrid, pero
hay muchísimos más. Las radiales, que pretendían descongestionar los accesos a
Madrid, se diseñaron y construyeron haciendo dejación de principios muy
importantes de prudencia y buena administración. Para empezar, se hicieron unas
previsiones temerarias del tráfico que dichas autopistas iban a tener. En la
actualidad el tráfico no supera el 30% de lo previsto. Y no es por la crisis:
en los años del boom tampoco había tráfico. A continuación ¿incomprensiblemente?
el Gobierno permitió que los constructores y los concesionarios fuesen,
esencialmente, los mismos. Esto es un disparate, porque al disfrazarse los
constructores de concesionarios mediante unas sociedades con muy poco capital y
mucha deuda, se facilitaba que pasara lo que acabó pasando: los constructores
cobraron de las concesionarias por construir las autopistas y, al constatarse
que no había tráfico, amenazaron con dejarlas quebrar. Los principales
acreedores eran ¡oh sorpresa! las Cajas de Ahorro. Los más de 3.000 millones de
deuda nadie sabe cómo pagarlos y acabarán recayendo sobre el contribuyente
pero, en cualquier caso, ¡ahí queda eso!
La teoría
Termino aquí la parte descriptiva de este artículo en la que
he resumido unos pocos “hechos estilizados” que considero representativos del
comportamiento colectivo, no necesariamente individual, y esto es importante
recordarlo, de los políticos españoles. Paso ahora a formular una teoría de la
clase política española como grupo de interés.
El enunciado de la teoría es muy simple. La clase política
española no sólo se ha constituido en un grupo de interés particular, como los
controladores aéreos, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso más,
consolidándose como una élite extractiva, en el sentido que dan a este término
Acemoglu y Robinson en su reciente y ya célebre libro Por qué fracasan las
naciones. Una élite extractiva se caracteriza por:
"Tener un sistema de captura de rentas que permite, sin
crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio
propio".
"Tener el poder suficiente para impedir un sistema
institucional inclusivo, es decir, un sistema que distribuya el poder político
y económico de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las reglas del
mercado libre. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para condicionar
el funcionamiento de una sociedad abierta -en el sentido de Popper- u optimista
-en el sentido de Deutsch".
"Abominar la 'destrucción creativa', que caracteriza al
capitalismo más dinámico. En palabras de Schumpeter "la destrucción
creativa es la revolución incesante de la estructura económica desde dentro,
continuamente destruyendo lo antiguo y creando lo nuevo". Este proceso de
destrucción creativa es el rasgo esencial del capitalismo.”Una élite extractiva
abomina, además, cualquier proceso innovador lo suficientemente amplio como
para acabar creando nuevos núcleos de poder económico, social o político".
Con la navaja de Occam en la mano, si esta sencilla teoría
tiene poder explicativo, será imbatible. ¿Qué tiene que decir sobre las cuatro
preguntas que se le han planteado al principio del artículo? Veamos:
La clase política española, como élite extractiva, no puede
tener un diagnóstico razonable de la crisis. Han sido sus mecanismos de captura
de rentas los que la han provocado y eso, claro está, no lo pueden decir.
Cierto, hay una crisis económica y financiera global, pero eso no explica seis
millones de parados, un sistema financiero parcialmente quebrado y un sector
público que no puede hacer frente a sus compromisos de pago. La clase política
española tiene que defender, como está haciendo de manera unánime, que la
crisis es un acto de Dios, algo que viene de fuera, imprevisible por naturaleza
y ante lo cual sólo cabe la resignación.
La clase política española, como élite extractiva, no puede
tener otra estrategia de salida de la crisis distinta a la de esperar que
escampe la tormenta. Cualquier plan a largo plazo, para ser creíble, tiene que
incluir el desmantelamiento, por lo menos en parte, de los mecanismos de
captura de rentas de los que se beneficia. Y eso, por supuesto, no se plantea.
¿Pidieron perdón los controladores aéreos por sus desmanes?
No, porque consideran que defendían su interés particular. ¿Alguien ha oído
alguna disculpa de algún político por la situación en la que está España? No,
ni la oirá, por la misma razón que los controladores. ¿Cómo es que, como medida
ejemplarizante, no se ha planteado en serio la abolición del Senado, de las
diputaciones, la reducción del número de ayuntamientos…? Pues porque, caídas
las Cajas de Ahorro -y ante las dificultades presentes para generar nuevas
burbujas- la defensa de las rentas capturadas restantes se lleva a ultranza.
Tal y como establece la teoría de las élites extractivas, los
partidos políticos españoles comparten un gran desprecio por la educación, una
fuerte animadversión por la innovación y el emprendimiento y una hostilidad
total hacia la ciencia y la investigación. De la educación sólo parece
interesarles el adoctrinamiento: las estridentes peleas sobre la Educación para
la Ciudadanía contrastan con el silencio espeso que envuelve las cuestiones
verdaderamente relevantes como, por ejemplo, el elevadísimo fracaso escolar o
los lamentables resultados en los informes PISA. La innovación y el
emprendimiento languidecen en el marco de regulaciones disuasorias y
fiscalidades punitivas sin que ningún partido se tome en serio la necesidad de
cambiarlas. Y el gasto en investigación científica, concebido como suntuario de
manera casi unánime, se ha recortado con especial saña sin que ni un solo
político relevante haya protestado por un disparate que compromete más que
ningún otro el futuro de los españoles.
La teoría de las élites extractivas, por lo visto hasta
aquí, parece dar sentido a bastantes rasgos llamativos del comportamiento de la
clase política española. Veamos qué nos dice sobre el futuro.
La predicción
La crisis ha acentuado el conflicto entre el interés
particular de la clase política española y el interés general de España. Las
reformas necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente con los
mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interés particular. Por una
parte, la estabilidad presupuestaria va a requerir una reducción estructural
del gasto de las Administraciones públicas superior a los 50 millardos de
euros, un 5% del PIB. Esto no puede conseguirse con más recortes coyunturales:
hacen falta reformas en profundidad que, de momento, están inéditas. Se tiene
que reducir drásticamente el sector público empresarial, esa zona gris entre la
Administración y el sector privado, que, con sus muchos miles de empresas,
organismos y fundaciones, constituye una de las principales fuentes de rentas
capturadas por la clase política. Por otra parte, para volver a crecer, la
economía española tiene que ganar competitividad. Para eso hacen falta muchas
más reformas para abrir más sectores a la competencia, especialmente en el
mencionado sector público empresarial y en sectores regulados. Esto debería
hacer más difícil seguir creando burbujas en la economía española.
La infinita desgana con la que nuestra clase política está
abordando el proceso reformista ilustra bien que, colectivamente al menos,
barrunta las consecuencias que las reformas pueden tener sobre su interés
particular. La única reforma llevada a término por iniciativa propia, la del
mercado de trabajo, no afecta directamente a los mecanismos de captura de
rentas. Las que sí lo hacen, exigidas por la UE como, por ejemplo, la
consolidación fiscal, no se han aplicado. Deliberadamente, el Gobierno confunde
reformas con recortes y subidas de impuestos y ofrece los segundos en vez de
las primeras, con la esperanza de que la tempestad amaine por sí misma y, al
final, no haya que cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir, en algún
momento la clase política española se tendrá que plantear el dilema de aplicar
las reformas en serio o abandonar el euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más pronto
que tarde.
La teoría de las élites extractivas predice que el interés
particular tenderá a prevalecer sobre el interés general. Yo veo probable que
en los dos partidos mayoritarios españoles crezca muy deprisa el sentimiento
“pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos partidos cabezas de fila visibles de
esta corriente. La confusión inducida entre recortes y reformas tiene la
consecuencia perversa de que la población no percibe las ventajas a largo plazo
de las reformas y sí experimenta el dolor a corto plazo de los recortes que,
invariablemente, se presentan como una imposición extranjera. De este modo se
crea el caldo de cultivo necesario para, cuando las circunstancias sean
propicias, presentar una salida del euro como una defensa de la soberanía
nacional ante la agresión exterior que impone recortes insufribles al Estado de
bienestar. También, por poner un ejemplo, los controladores aéreos presentaban
la defensa de su interés particular como una defensa de la seguridad del
tráfico aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi dos
siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado- aplastó la posibilidad de
modernización de España surgida de la Constitución de 1812 mientras el pueblo
español le jaleaba al grito de ¡vivan las “caenas”! Por supuesto que al Deseado
actual –llámese Mariano, Alfredo u otra cosa- habría que jalearle incorporando
la vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva Gürtel!
¡vivan los ERE de Andalucía! ¡visca el Palau de la Música Catalana! Pero, en
cualquier caso, las diferencias serían más de forma que de fondo.
Una salida del euro, tanto si es por iniciativa propia como
si es porque los países del norte se hartan de convivir con los del sur, sería
desastrosa para España. Implicaría, como acertadamente señalaron Jesús
Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos en EL PAÍS el pasado mes de
junio, no sólo una vuelta a
la España de los 50 en lo económico, sino un retorno al caciquismo y
a la corrupción en lo político y en lo social que llevaría a fechas muy
anteriores y que superaría con mucho a la situación actual, que ya es muy mala.
El calamar vampiro, reducido a chipirón, sería cabeza de ratón en vez de cola
de león, pero eso nuestra clase política lo ve como un mal menor frente a la alternativa
del harakiri que suponen las reformas. Los liberales, como en 1814, serían
masacrados –de hecho, en los dos partidos mayoritarios, ya se observan
movimientos en esa dirección.
El peligro de que todo esto acabe ocurriendo en un plazo
relativamente corto es, en mi opinión, muy significativo. ¿Se puede hacer algo
por evitarlo? Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir publicando artículos
como éste. Como muestran todos los sondeos, el desprestigio de la clase
política española es inmenso, pero no tiene alternativa a corto plazo. A más
largo plazo, como explico a continuación, sí la tiene.
Cambiar el sistema electoral
La clase política española, como hemos visto en este
artículo, es producto de varios factores entre los que destaca el sistema
electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por las
cúpulas de los partidos políticos. Este sistema da un poder inmenso a los
dirigentes de los partidos y ha acabado produciendo una clase política
disfuncional. No existe un sistema electoral perfecto -todos tienen ventajas e
inconvenientes- pero, por todo lo expuesto hasta aquí, en España se tendría que
cambiar de sistema con el objetivo de conseguir una clase política más
funcional. Los sistemas mayoritarios producen cargos electos que responden ante
sus electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus dirigentes
partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los partidos tienen menos poder
que las que surgen de un sistema proporcional y la representatividad que dan de
las urnas está menos mediatizada. Hasta aquí todo son ventajas. También hay
inconvenientes. Un sistema proporcional acaba dando escaños a partidos
minoritarios que podrían no obtener ninguno con un sistema mayoritario. Esto
perjudicaría a partidos minoritarios de base estatal, pero beneficiaría a
partidos minoritarios de base regional. En cualquier caso, el rasgo relevante
de un sistema mayoritario es que el electorado tiene poder de decisión no solo
sobre los partidos sino también sobre las personas que salen elegidas y eso, en
España, es ahora una necesidad perentoria que compensa con creces los
inconvenientes que el sistema pueda tener.
Un sistema mayoritario no es bálsamo de Fierabrás que cure
al instante cualquier herida. Pero es muy probable que generase una clase
política diferente, más adecuada a las necesidades de España. En Italia es
inminente una propuesta de ley para cambiar el actual sistema proporcional por
uno mayoritario corregido: dos tercios de los escaños se votarían en colegios
uninominales y el tercio restante en listas cerradas en las que los escaños se
distribuirían proporcionalmente a los votos obtenidos. Parece ser que el
Gobierno “técnico” de Monti ha llegado a conclusiones similares a las que
defiendo yo aquí: sin cambiar a una clase política disfuncional no puede
abordarse un programa reformista ambicioso. Y es que, como le oí decir una vez
a Carlos Solchaga, un “técnico” es un político que, además, sabe de algo. ¿Para
cuándo una reforma electoral en España? ¿Habrá que esperar a que lleguen los
“técnicos”?
César Molinas publicará en 2013 un libro titulado “¿Qué
hacer con España?”. Este artículo corresponde a uno de sus capítulos.
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