Teoría de los poderes
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo
El Correo Gallego 17 julio 2011
LA FAMOSA teoría de los poderes y contrapoderes, de la fragmentación del poder, tan relevante como inédita desde un punto sustancial en este tiempo, podemos proyectarla sobre una realidad hoy inquietante. Me refiero al poder financiero, un poder que tiende a actuar, desde una perspectiva material, al margen de los contro‑
les. Unos controles que formalmente existen pero que, como en el caso de la política, se superan sin especiales dificultades. Ahí están, por ejemplo, las tan famosas como polémicas agencias de rating, unas instituciones privadas que realizan obvias funciones de interés general, que cobran para quien requiere sus servicios y que, por sorprendente que pueda parecer, están controladas por las mayores fortunas y fondos de este tiempo. Los inversores, que son los dueños de estas agencias, deben consultarlas para conocer el prestigio de las corporaciones que desean financiarse en los mercados.
El poder, no sólo el político, también el financiero, y de qué forma, se ha concentrado hasta límites obscenos. El problema es que volver, como hace siglos, á cuestionar el poder absoluto no es sencillo y choca con los intereses creados. La política, como necesita de grandes sumas de dinero para actuar, acaba cautiva de las entidades financieras, que dominan todos los resortes, económicos y mediáticos, dificultando o impidiendo de hecho que se puedan aprobar normas que fragmenten el poder, que hagan muy dificil que el poder se nos presente como esa máquina de todopoderosa dominación en que se ha convertido.
La crisis económica y financiera, hasta cierto punto provocada por la infinita sed de codicia que alimenta la fenomenal estructura de acumulación de dinero e influencia en que los políticos han dejado que se convierta el sistema financiero global, es una buena ocasión para reflexionar sobre los cambios que deberían introducirse para racionalizar y humanizar un modelo que está dejando demasiados muertos en el camino. No puede ser que el lucro, toda ganancia obtenida sin contraprestación, que la maximización del beneficio, sea el fundamento del sistema económico y financiero. El sistema debe racionalizarse, abrirse también a las exigencias de una inteligente democratización, servir para elevar la dignidad de todos los seres humanos que en él intervienen. La figura de la persona que primero se usa y después se tira cuando ya no sirve es, lamentablemente, un reflejo bastante real de lo que está pasando.
Las medidas que se están adoptando no son más que parches. No van al fondo de la cuestión. Ni mucho menos. Democratizar los mercados, humanizarlos, sería un gran bien para la humanidad. Los empresarios no dejarían de obtener lógicos beneficios. Los empleados podrían mejorar sustancialmente sus condiciones de vida. La deslocalización se detendría. Los políticos deberían aprobar normas en los parlamentos que impidan que una sutil concertación de inversores que controlan las agencias de calificación pongan en jaque la deuda soberana de un país o echar por tierra un sistema monetario de integración.
A pesar de todo, a pesar de que comience a cuajar un genuino derecho a la indignación en muchos ciudadanos de todo el mundo, la magnitud de los cambios reclama una voluntad política para afrontarlos que es todavía una incógnita. La obvia falta de liderazgo a escala mundial es un no pequeño problema. La voracidad de una minoría que presiona para no perder la posición es una realidad inquietante. Una posición que se ha mantenido sabiendo inteligentemente controlar, por diversos medios, a una clase política que necesita de los medios económicos y financieros precisos para acrisolar y conservar el poder político.
Vivimos tiempos apasionantes. Fragmentar el poder, humanizarlo,
abrirlo al amplio espacio público, plural y dinámico, es un reto que
está en la agenda política global.
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