A LA LUZ DE UNA CANDELA
José Jimenez Lozano, Premio Cervantes
(Diario de Ávila 6 febrero 2011)
LOS VIEJOS ARBITRISTAS
Durante un amplio período de nuestros tiempos barrocos, los españoles que no se habían colocado en una de las tres empresas en que un español podía colocarse, Iglesia, Mar o Casa Real, eran abogados, hidalgos, mendigos o arbitristas. Y los señores de estas profesiones o estamentos se estaban de ordinario día tras día, mano sobre mano, a la solana y bajo los soportales, o en tertulias en torno a la lumbre o al brasero, lugares todos en los que proponían fervientemente su propia solución o arbitrio para el eterno malgobierno del país.
Algunos sujetos eminentes en estas artes escribieron libros acerca de esos asuntos, arbitrando la política del dinero o la de los mendigos, la política militar o eclesiástica, y haciendo girar la historia universal, desde Noé en adelante, en apoyo de sus sueños, por los que estaban dispuestos a poner el propio honor en su verdad y a defenderlo con la espada. Como ocurría a veces con las tesis académicas, por ejemplo entre sumulistas y antisumulistas, y desde luego para defender el propio a cuenta de las mujeres y a veces con resultado de muerte.
No importaba para nada que Platón, Hobbes, Spinoza o Maquiavelo hubieran pensado sobre los asuntos de la cosa pública, porque los arbitristas nunca necesitaron estudios ni pensares para nada; estaba el sueño. Los había, en aquella España, quienes pensaban que, para los cuatro días que se vivían, el diseño político debía ser que el Rey corriera con los gastos de cada cual, haciendo monedas del oro que se traía de las Indias y repartiéndolas equitativamente. Otros proponían la elimina ción de los cítricos y las verduras, que no eran cosa de gran sustentación y debilitaban la naturaleza de la raza; y todavía otros decían que el cilantro o culantrillo, que se echaba en el cocido como la menta o hierbabuena, volvía delirantes a los pobres españoles, porque no explicaban de otro modo los tan repetidos brotes de insania individual y colectiva en la Península. Mientras que los más precavidos aconsejaban no hacer nada, al menos hasta comprobar cómo evolucionaba la situación por sí sola, como los prudentes médicos de la época confiaban en que la naturaleza obraría por sí misma.
La mayoría pensaba lo mismo, porque estaba segura de que la política no era un ámbito en el que se pudiera respirar una sola verdad mucho tiempo, no solo por la naturaleza misma de aquélla, sino también porque los gobernados no querían nada con la verdad, sino con recetas y delirios. Y había un verso de Góngora en el que se calificaba a España diciendo: «Mentiras, arbitreras, abogados», y otro que aludía a los altos e inútiles cargos de Corte: «ilustre cavaglier, llaves doradas».Pero España misma era un planeta, según decían los poetas aúlicos,y había, además, la sopa boba y la ronda nocturna de«Pan y huevo»; y entonces, ¿de qué podrían quejarse
los españoles?
Sueños, y juegos de espejos y de nadas, prosiguen.
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