jueves, 10 de febrero de 2011

Los viejos arbitristas (José Jiménez Lozano, Diario de Ávila 6-2-2011)

A LA LUZ DE UNA CANDELA
José Jimenez Lozano, Premio Cervantes
(Diario de Ávila 6 febrero 2011)

LOS VIEJOS ARBITRISTAS




Durante un amplio período de nuestros tiempos barrocos, los españoles que no se habían colocado en una de las tres empresas en que un español podía colocarse, Iglesia, Mar o Casa Real, eran aboga­dos, hidalgos, mendigos o arbitris­tas. Y los señores de estas profesio­nes o estamentos se estaban de or­dinario día tras día, mano sobre mano, a la solana y bajo los soporta­les, o en tertulias en torno a la lum­bre o al brasero, lugares todos en los que proponían fervientemente su propia solución o arbitrio para el eterno malgobierno del país.

Algunos sujetos eminentes en es­tas artes escribieron libros acerca de esos asuntos, arbitrando la política del dinero o la de los mendigos, la política militar o eclesiástica, y ha­ciendo girar la historia universal, desde Noé en adelante, en apoyo de sus sueños, por los que estaban dispuestos a poner el propio honor en su verdad y a defenderlo con la es­pada. Como ocurría a veces con las tesis académicas, por ejemplo entre sumulistas y antisumulistas, y desde luego para defender el propio a cuenta de las mujeres y a veces con resultado de muerte.

No importaba para nada que Pla­tón, Hobbes, Spinoza o Maquiavelo hubieran pensado sobre los asuntos de la cosa pública, porque los arbi­tristas nunca necesitaron estudios ni pensares para nada; estaba el sue­ño. Los había, en aquella España, quienes pensaban que, para los cua­tro días que se vivían, el diseño polí­tico debía ser que el Rey corriera con los gastos de cada cual, haciendo monedas del oro que se traía de las Indias y repartiéndolas equitativa­mente. Otros proponían la elimina ción de los cítricos y las verduras, que no eran cosa de gran sustentación y debilitaban la naturaleza de la raza; y todavía otros decían que el cilantro o culan­trillo, que se echaba en el cocido como la menta o hierbabue­na, volvía delirantes a los pobres espa­ñoles, porque no explicaban de otro modo los tan repetidos brotes de insania indivi­dual y colectiva en la Pe­nínsula. Mientras que los más precavidos aconse­jaban no hacer nada, al menos hasta comprobar cómo evolucionaba la situación por sí sola, como los pru­dentes médicos de la época confia­ban en que la naturaleza obraría por sí misma.

La mayoría pensaba lo mismo, porque estaba segura de que la polí­tica no era un ámbito en el que se pudiera respirar una sola verdad mucho tiempo, no solo por la natu­raleza misma de aquélla, sino tam­bién porque los gobernados no que­rían nada con la verdad, sino con recetas y delirios. Y había un verso de Góngora en el que se calificaba a España diciendo: «Mentiras, arbitreras, abogados», y otro que aludía a los altos e inútiles cargos de Corte: «ilustre cavaglier, llaves doradas».Pero España misma era un planeta, según decían los poetas aúlicos,y había, además, la sopa boba y la ronda nocturna de«Pan y huevo»; y entonces, ¿de qué podrían quejarse
los españoles?

Sueños, y juegos de espejos y de nadas, pro­siguen.

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