El honor de ser marciano
JUAN MANUEL DE PRADA
XLSEMANAL 17 DE ENERO DE 2010
Hay quienes me reprochan -a veces bienhumoradamente, a veces con acritud y desprecio- que utilice un lenguaje y un `discurso' totalmente anacrónicos o intempestivos; y es el mejor elogio que pueden hacerme, incluso cuando lo dicen para vituperarme (ya decía Cernuda que los insultos son «formas amargas» del elogio). Pues a lo que siempre he aspirado -como escritor, desde luego, pero también en mi desenvolvimiento personal- es a liberarme de la «degradante esclavitud de ser un hijo de mi época»; y yendo contra el lenguaje establecido en mi época es como siento que cumplo con mi vocación de 'marciano', que así es como nuestra época bautiza a quienes no comulgan con sus modos y modas. No se me escapa que tal vocación acarrea a corto plazo una condena al ostracismo, y quién sabe si a la larga una sepultura en el olvido; pero ya en el Evangelio leemos que la semilla no da fruto si antes no se hunde en la tierra y muere.
Tampoco se me escapa que si mi `discurso' resulta anacrónico o intempestivo es, en una medida nada exigua, porque profeso una religión que mi época repudia con encono, no por rancia u obsoleta (como se dice taimadamente para justificar ese encono), sino más bien por lo contrario: pues las cosas que se han quedado obsoletas pueden mirarse con condescendencia o benévolo hastío, como se miran los cachivaches que guardamos en un desván; en cambio, el encono se reserva para las cosas que, de algún modo misterioso, nos resultan vigentes, o incluso amenazantes en su vigencia. Para combatir esa vigencia amenazante, la modernidad ha creado una argamasa ideológica y cultural totalmente impenetrable para el discurso cristiano; y, aunque ese clima naciese de una alianza entre fuerzas disidentes (liberalismo y comunismo, para decirlo resumidamente) que luego irían evolucionando hacia formas ideológicas mixtas más o menos acarameladas, sus elementos comunes han facilitado la argamasa o batiburrillo, del cual sólo queda excluido el cristianismo. Así, durante décadas, ha ido armándose una `corteza de lenguaje' en la que las palabras actúan según códigos que dejan fuera -por anacrónicos o intempestivos- los postulados cristianos; y lo más eficaz del invento es que tales códigos no son de nueva creación, sino que reciclan códigos cristianos, desgajándolos de su fundamento sustantivo. Este proceso ya lo adivinó Chesterton, cuando aún estaba en fase germinal, en aquella frase célebre: «Nuestro mundo está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas». Así, por ejemplo, la virtud cristiana de la caridad fue adoptada por la modernidad para montar su negociado solidario; y el negociado solidario ha establecido códigos en los que el `discurso' cristiano es automáticamente rechazado... por ininteligible y escandaloso. Recuérdese, sin ir más lejos, la polvareda desatada por una declaraciones del Papa sobre el sida y lo: condones.
Durante todo este tiempo, la Iglesia ha hecho esfuerzos ímprobos por romper esa `coraza de lenguaje', suavizando y aggiornando el suyo, tratando de limar asperezas, para que el divorcio con el discurso de la modernidad no fuese completo. Pero tales esfuerzos se revelan cada vez más baldíos; y, lejos de propiciar un entendimiento con el `discurso' de la modernidad, están favoreciendo un fenómeno de `camaleonismo' en el discurso de muchos católicos, que para no encontrarse desencajados en su época se pliegan a las estructuras mentales establecidas por las ideologías reinantes, adoptando su lenguaje y su discurso. Así, cualquier planteamiento radicalmente cristiano que signifique poner en solfa, no al gobiernillo o a la oposicioncilla de turno (que a fin de cuentas esto entra dentro del juego politiquillo permitido), sino al sistema actual de vida, es rechazado por `extremista' (o anacrónico, o intempestivo). Y así se ha impuesto, entre las propias filas católicas, un lenguaje `ideológico' (esto es, moderno) que, a la vez que rehúye el cuestionamiento global y razonado de la modernidad, se enreda en cuestiones coyunturales alimentadas y azuzadas artificiosamente por las ideologías, en un afán por aparecer ante el mundo como ,moderado'. Pero plantear una crítica frontal de la modernidad no es hacer política `moderada' o `extremista', sino en todo caso política `superior', que quizá no tenga resultados visibles inmediatos, pero los sembrará para el futuro; y para hacer esa política `superior' hay primero que romper la `corteza de lenguaje' y las estructuras mentales en las que la modernidad ha hallado cobijo. Quizá este propósito sea utópico y quijotesco; y, desde luego, resulta extraordinariamente incómodo. Pero nadie dijo que ser un marciano resultase cómodo; pues aquello de que «mi yugo es suave y mi carga ligera» era, desde luego, una espléndida ironía.
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