Energías Increadas
Vladimir Lossky
La teología de la Iglesia de Oriente distingue, pues, en
Dios:
las tres hipóstasis, procesiones personales; la naturaleza o
esencia;
las energías, procesiones naturales, Las energías son
inseparables de
la naturaleza; la naturaleza es inseparable de las tres
personas,
Esto tiene gran importancia para la vida mística en la
tradición
oriental:
1º La doctrina de las energías inefablemente distintas de la
naturaleza es el fundamento dogmático del carácter real de
toda
experiencia mística, Dios, inaccesible en su naturaleza,
está pre-
sente en sus energías «como en un espejo», permaneciendo
invisi-
ble en lo que él es; «así es como nuestro rostro se hace
visible
en el espejo, aunque permanece invisible para nosotros
mismos»,
según la comparación de san Gregorio Palamas (38) Totalmente in-
cognoscible en su esencia, Dios se revela, pues, totalmente
en sus
energías, que no dividen la naturaleza en dos partes,
conocible e
incognoscible, sino que señalan dos diferentes modos de la
existencia
divina, en la esencia y fuera de la esencia.
2.º) Esta doctrina da a entender cómo la Trinidad puede
exis-
tir en su esencia incomunicable y, al mismo tiempo, venir a
habitar
en nosotros, según la promesa de Cristo (Jn 14,23). No es
una
presencia causal, como la omnipresencia divina en la
creación; no
es, tampoco, la presencia según la esencia misma,
incomunicable
por definición; es un modo según el cual la Trinidad
permanece
en nosotros realmente por lo que de comunicable tiene, por
las
energías comunes a las tres hipóstasis, es decir por la gracia,
pues
así se llama a las energías deificantes que el Espíritu
Santo nos
comunica. Aquel que tiene al Espíritu que confiere el don
tiene
al mismo tiempo al Hijo, por medio del cual todo don nos es
transmitido; tiene también al Padre, del cual proviene todo
don
perfecto. Al recibir el don, las energías deificantes, se
recibe al
mismo tiempo la habitación de la Santísima Trinidad,
inseparable
de sus energías naturales, presente en ellas de otro modo,
pero tan
realmente como en su naturaleza.
3.º) La distinción entre la esencia y las energías —funda-
mental para la doctrina ortodoxa sobre la gracia — permite
que
conserve su sentido real la expresión de san Pedro:
«partícipes de
la naturaleza divina». La unión a la que estamos llamados no
es
ni hipostática como para la naturaleza humana de Cristo, ni
subs-
tancial como para las tres personas divinas: es la unión con
Dios
en sus energías o la unión por la gracia que nos hace
participar
en la naturaleza divina, sin que nuestra esencia se
convierta por
ello en la esencia de Dios. En la deificación se posee por
la gracia,
es decir en las energías divinas, todo lo que Dios tiene por
na-
turaleza, salvo la identidad de naturaleza nuc67Fi), según
la
enseñanza de san Máximo (39) Se
permanece criatura,
convirtiéndose simultáneamente en Dios por la gracia, como
Cristo siguió siendo Dios al convertirse en hombre por la
encar-
nación.
Las distinciones que la teología de la Iglesia de Oriente
admite
en Dios no van en contra de su actitud apofática con
respecto a las
realidades reveladas. Por el contrario, esas distinciones
antinómicas
son dictadas por el cuidado religioso en salvaguardar el
misterio,
expresando simultáneamente los datos de la Revelación en el
dogma.
Así, como hemos visto con el dogma de la Trinidad, la
distinción
entre las personas y la naturaleza revelaba una tendencia a
repre-
sentar a Dios como mónada y tríada a la vez, sin que la
unidad de
naturaleza prevalezca sobre la trinidad de las hipóstasis,
sin que
el misterio inicial de esta identidad-diversidad fuese
eliminado o
aminorado. Del mismo modo, la distinción entre la esencia y
las
energías se debe a la antinomia de lo incognoscible y lo
conocible,
de lo incomunicable y lo comunicable a la que se enfrenta el
pen.
samiento religioso y la experiencia de las cosas divinas.
Estas dis-
tinciones reales no introducen ninguna composición en el Ser
divi-
no, sino que señalan el misterio de Dios, absolutamente uno
en
cuanto a la naturaleza, absolutamente trino en cuanto a las
personas,
tinidad soberana e inaccesible, que vive en la profusión de
la
gloria que es su luz increada, su Reino eterno en el que han
de
entrar todos cuantos heredarán el estado deificado del siglo
futuro.
La teología occidental, que aun en el dogma de la Trinidad
pone el acento en la esencia una, admite aún menos una
distinción
real entre la esencia y las energías. Pero, en cambio,
establéce
otras distinciones, ajenas a la teología oriental: entre la
luz de
la gloria, creada, la luz de la gracia, igualmente creada,
así como
entre otros elementos del «orden sobrenatural» tales como
los do-
nes, las virtudes infusas, la gracia habitual actual. La
tradición
oriental ignora un orden sobrenatural entre Dios y el mundo
creado
que se añada a este último como una nueva creación. No
conoce
aquí otra distinción o, mejor dicho, división que la de lo
creado
y lo increado. Lo sobrenatural creado no existe para ella.
Lo que
la teología occidental designa con el nombre de sobrenatural sig-
nifica para el Oriente lo increado, las energías divinas inefablemente
distintas de la esencia de Dios. La diferencia consiste en
el hecho
de que la concepción occidental de la gracia implica la idea
de
causalidad, presentándose la gracia como un efecto de la
causa
divina, lo mismo que en el acto de la creación; mientras que
para
la teología oriental es una procesión natural, las energías,
la irra-
diación eterna de la esencia divina. Sólo en la creación
actúa Dios
en cuanto causa, produciendo un nuevo sujeto llamado a
participar
en la plenitud divina, conservándolo, salvándolo, concediéndole la
gracia, guiándolo a su fin último, En las energías él es,
existe, se
manifiesta eternamente. Es un modo de ser divino al que
accedemos
al recibir la gracia. Es, también, en el mundo creado y
perecedero,
la presencia de la Luz increada y eterna, la omnipresencia
real de
Dios en todo, que es más que su presencia causal; «la luz
brilla en
las tinieblas y las tinieblas no la han recibido» (Jn 1,5).
Las energías divinas están en todo y fuera de todo. Hay que
elevarse por encima del ser creado, dejar todo contacto con
las
criaturas, para alcanzar la unión con «el rayo de la
divinidad»,
según la frase de Dionisio Areopagita. Y, sin embargo, esos
rayos
divinos penetran el universo creado, son la causa de su
existencia.
«La luz estaba en el mundo y el mundo fue hecho por ella y
el
mundo no la ha conocido» (Jn 1,10). Dios creó todo por sus
ener-
gías. El acto de la creación establece una relación de las
energías
divinas con lo que no es Dios. Es una limitación una
determinación
de la irradiación
infinita y eterna de Dios lo que se
convierte en la causa del ser finito contingente. Porque las
ener-
gías no producen el mundo creado por el hecho mismo de que
existen, por el hecho de que son las procesiones naturales
de la
esencia. De otro modo, o bien el mundo sería infinito y
eterno como
Dios o bien las energías no serían más que manifestaciones
limitadas
y temporales de Dios. Así pues, las energías divinas en sí
mismas no
son relaciones de Dios con el ser creado, pero entran en
relación
con lo que no es Dios, traen el mundo a la existencia, por
la
voluntad de Dios. Ahora bien, según san Máximo, la voluntad
es
siempre una relación activa con otro distinto de uno mismo,
con
algo exterior al sujeto actuante. Esta voluntad ha creado
todo por
las energías a fin de que el ser creado acceda libremente a
la unión
con Dios en las mismas energías. Porque, dice san Máximo,
«Dios
nos ha creado para que nos hagamos partícipes de la
naturaleza
divina, para que entremos en la eternidad, para que
aparezcamos
semejantes a él, siendo deificados por la gracia, que
produce todos
los seres existentes y trae a la existencia a todo lo que no
existía» (40)
Notas
38 Sermón sobre la
presentación de la Santísima Virgen en el Templo. Ed sophocles, Atenas 1981 pp. 176-177
39 De ambiguis.
P.G. t.91 col. 1308B
40 Epist. 43 Ad Joannem cubicularium P.G. t.91, col 640BC