(El Libro Negro de la
Revolución Francesa VV. AA. Paris 2008)
IX
EL OTRO BAUDELAIRE
Creen que Jesucristo era un gran hombre,
que la Naturaleza
no enseña nada más que lo bueno, que la
moral universal ha precedido
los dogmas de todas las religiones, que
el hombre puede todo,
que el vapor, el ferrocarril y el
alumbrado a gas prueban
el eterno progreso de la humanidad.
Todas estas viejas basuras
se tragan como sublimes golosinas…
Progreso,
que llamo, yo, el
paganismo de los imbéciles.
Es mi separación de la idiotez moderna.
¿Quizá se me comprenderá por fin? 1“
¿Baudelaire? Se tienen
ganas de decir: “He aquí el hombre” — aquél que creía en el malentendido “que
lleva el mundo, y por el que todo se hace”, y
que, después de su muerte, el malentendido se venga, haciéndolo pasar por
lo que no es. Como se equivoca de puerta, el ha entrado en ese siglo XIX que detestó,
ese siglo XIX hijo de las Luces, salido directamente de 1789, pagado de
certezas, establecido como un fondo de comercio burgués, como una razón social,
que no pide más que prosperar, “ persistir” y proliferar, no en “su ser “, sino
en su materia, y en sus ilusiones; ese siglo XIX de utopías que se han vuelto locas,
grandes principios postizos, de la persecución del progreso - todo eso, bien
fijado, bien colocado, bien establecido, en los terminales de sistemas
destinados a encerrar el universo en una invariable geometría, en una
cuadratura que deja nada al azar , y aún menos a la Divina providencia.
Raras son las voces que
se elevaron en este desierto.
1. Charles Baudelaire, Carta a Paul
Nadar, en abril de 1864, (en la Correspondance,
2 vol., París, Gallimard, coll. “Biblioteca de la Pléyade”, 1972.
Hay una, sin embargo, que
exclamó, se indignó: la del autor de las Flores
del mal - esa que a fuerza de no querer escuchar, se terminó por reducir al
silencio, a la afasia. Raros, en el siglo siguiente, los que supieron oír el eco,
recoger el resplandor, profundizar (es decir: prolongar) el grito. Entre los
que, entre las dos guerras mundiales y algunas repeticiones generales de un
apocalipsis demasiado previsto, desde hace tiempo fomentado a golpe de ideologías
de masa llevadas a la práctica de súbito,
habrán testimoniado de Baudelaire: una
nota al vuelo de Barras: “Baudelaire, católico a menudo más cerca de Veuillot de
lo que la vulgata querría dejar creer 1 “,
algunos estudios de una alucinante penetración, en los planos literario,
filosófico y religioso de Drieu el Rochelle 2 (incluido un “comentario de texto”
visionario de las tan sobrestimadas Letanías
de Satán), y un apasionante estudio de Stanislas Fumet Nuestro Baudelaire (publicada bajo los auspicios de Jacques
Maritain y en su colección de la “Caña de oro”), muy aconsejable a los que toman
aún al poeta de las Flores del mal por un satanista satisfecho y un diablillo
de tintero.
El resto no es siquiera literatura.
Lo peor nos estaba
reservado por la mala fe de Sartre 4, que se comprende estar especialmente interesado
en hacer pasar por una neurosis de fracaso la desesperación profunda y probada
de un artista, que habría vivido resintiendo y expresando, con toda su alma y con
toda su carne, en un siglo que prefería ingenuamente creer en el “buen salvaje” de Rousseau y en la mejora de
la raza humana “por la invención de los lavabos y del agua corriente “(la
palabra es de los Goncourt), la tragedia eterna de un mundo sujeto al pecado
original, donde nada es reconciliable: ni la “acción” al “sueño”, ni (¡menos aún !) el bien
al mal — como lo creían los filántropos, cuyas buenas intenciones tendrán (como
se debe) los peores efectos. Evidentemente, se comprende que el “caso”
Baudelaire no se pueda, en el país de los Soviets, solucionar de otra manera que
por el hospital psiquiátrico, y que no sea reducible al lecho de Procusto
nacional, o internacional-materialista, del sistema marxista.
La desesperación se lleva
mal — y muy deliberadamente, mal entendida —, por poco que se sea lúcido, sobre
todo a los ojos de los chantres del “paraíso
1. Maurice BARRÉS, Mes Cahiers, año 1910, París, Plon,
1929-1938 y 1949 -
1957.
2. Pierre Drieu La Rochelle, Sobre los escritores, estudios y
distintos artículos, París,
Gallimard, coll. “Blanche”, rééd.
1962.
3. Stanislas Fumet, Nuestro Baudelaire, París, Plon, coll.
“Le Roseau d’or”,
1926.
4. Jean-Paul Sartre, Baudelaire, 1947, París, Gallimard,
coll. “Folio essais”,
1988.
sobre tierra “y “del
mejor de los mundos”, adornado de todo la comodidad moderna - con campo de
vacaciones rodeado de alambres de espinos, o de torres de vigilancia: Auschwitz
o Gulag, donde terminarán por cumplirse, a través de la producción en cadena de
la exterminación, los grandes fantasmas higienistas, eugenistas y colectivistas
fomentados entre las líneas de la Declaración de los derechos humanos.
Resumamos: es,
lógicamente, todo eso de lo que Sartre acusa a Baudelaire, lo que, a nuestros
ojos, debe volverlo grande.A partir de ahí, las
cosas se explican — en negativo.
Dejemos las palabras
enterrar las palabras, y al malentendido el malentendido. Es siempre asombroso
constatar cómo, desde hace uno o dos siglos, se leen mal a los poetas. La “ola
de las pasiones” románticas ha pasado por allí, descendiente directa, ella también,
del más turbio de entre los humos que carbonizaron de la lámpara de las Luces.
Los ojos empañados de sentimentalismo, las brumas sobre los lagos, las sombras
nocturnas importadas de Alemania — y mal aclimatadas en nuestras latitudes — no
hicieron más que prolongar el error, favorecer la ilusión de óptica. La
Revolución se ha iniciado, perennizada la peor de las confusiones, entre la
razón política y la dictadura de la emoción. Se puede, mirándolo bien, tener
1789 y sus consecuencias por una clase de ataque de nervios, aumentada por un
crimen pasional — un regicidio que se torna en parricidio original — de donde se
desarrolla a continuación, lógicamente, una especie de aturdimiento asesino, de
delirio legal, de orgía de la sangre, que (al igual que el siglo
XIX , que desciende en hilo derecho) no buscará su imposible legitimación más
que en la huida hacia adelante, el curso al abismo, Napoleón, este hombre en
fuga, este meteoro que cruza el tiempo como una bala de cañón - y que, en el
fondo, se huye a sí mismo en la conquista, luego en el hundimiento- es la
consecuencia inevitable, ilusoriamente adornada de pompa, de púrpura, de
laureles, en un teatro de operaciones militares cuyas nubes de humo son puñados
de polvo a los ojos. Tuvo por otra parte la lucidez de reconocerlo un día,
aceite afirmó a Caulaincourt: “¡Soy la Revolución francesa! 1“ . El la seguía,
ciertamente – en tanto que él la era -, por sí solo, él la encarnaba, y él la
proseguía… Además, a pesar de las ilusiones, los regímenes siguientes, a pesar
de todos sus esfuerzos, no lograrán restaurar cualquier cosa que sea: no serán
más que una colección de imposibles experiencias, molidas de crisis o de revoluciones.
Es que las bases, los fundamentos no están allí ya. Todo desliza sobre un gran
vacío, sobre una esencial ausencia: la de Dios, que se pasa fácilmente bajo silencio,
y que se encuentra finalmente muy cómodo
1. Citado en CAULAINCOURT, Memorias, París, Plon, 1933; reanudada
en
COLECTIVO, Napoleón moralista, París, Perrin, 2001.
de inscribir en la lista
de abonados ausentes. Por otra parte ya que hablamos de literatura, esta
ausencia encomiable arreglará muchos postulantes al título supremo, prestos a reescribirse
la historia del mundo y los dos Testamentos en pedagógicos alejandrinos, y alentará
a un buen número de bizarros heresiarcas, fundadores, “en nombre del pueblo “o
del “bien común” de sectas barrocas, en
el seno de las cuales les será fácil hacerse pasar por mesías de los tiempos modernos… Se sabe que esta clase de
delirio megalomaniaco fue la manía de Auguste Comte. Se podría fácilmente
buscar piojos de la misma clase en la barba del padre Hugo, posando en Moisés vuelto
del exilio y portador de las tablas de la Ley ante los republicanos tercera
versión de 1875; antes de parecer un encarnación de Dios Padre, respecto a
generaciones de laicos fanáticos que se
tallaron una especie de Evangelio sobre desmesura en las ahumadas contorsiones
metafísico-socialístico-delirantes, y los kilómetros rimados del Fin de Satán.
Con Baudelaire, el
malentendido comienza, precisamente, si se atiene a la lectura superficial, a la
lectura “primer grado”, de su obra. Está ahí aún uno de los efectos, una de las
fechorías del romanticismo (que pasará su antorcha de tenebrosos contrasentidos,
de magia negra, de pases magnético- retóricos de fin de semana, a los surrealistas,
irrigando, por su intermediario, todo el siglo XX de sus más peligrosas ideas y absurdidades).
Folclore, imaginería, anécdota, considerados como los fundamentos de todo arte
poético: con estos tres vicios de
intención y forma, los descendientes de los melenudos de chaleco rojo de 1830
olvidarán que (como lo dirá Mallarmé, para escándalo de sus colegas parnasianos)
“la poesía no se fabrica con hechos “, aún menos “con ideas”, sino “con palabras” 1. Volver a dar este “sentido más
puro a las palabras de la tribu “, eso suena grave, como una declaración de
intención espiritual más que estético: para el autor del Golpe de dados, es volver a reanudar con la encarnación original
del Verbo Creador, y es, también escandalosamente, remitir a su vana retórica,
a su charlatana vacuidad de sueño-hueco, todos los manipuladores del discurso,
de la prédica y de la lección de moral generalista, que han pateado el
escenario, desde la generación de los activistas revolucionarios, todos,
pequeños abogados en ruptura del Colegio de Abogados, que se han convertido en
oradores de tribuna, embriagados y llevados por el mar mismo de su inagotable
verborrea, floreciendo sus llamadas al asesinato o sus delirios utópicos como
una disertación académica de impuesto en el tema.
1. Mallarmé a Degas, citado en
Daniel HALÉVY, Degas habla, París, Éd. de Sirêne, 1923.
Por supuesto, está también
la música; la de las palabras… Pero la música es también un arte riguroso y,
lejos ser una vaga improvisación de sonidos, es según la definición de
Stravinsky “la matemática hecha carne “.
Así es necesario darse
cuenta de que a la mirada misma de su autor, el carnaval satánico, el
provocador “gran -guiñol” de novela negra que se encuentra a muchos lugares de
las Flores del mal no constituyen de
ninguna manera la parte fundamental. La blasfemia de Baudelaire, cuando ocurre
que brote repentinamente su bengala de lava, no es una pose, una provocación
gratuita. II no es ni inconsciente, ni sin consecuencias, es todo, excepto
inocente. Además, nada es inocente, en el paraíso infernal de las Flores del
mal. Sería demasiado simple que el vicio y la virtud fueran el resultado de una
fisiología exenta de contradicciones, o de una química pura de toda mezcla. El escándalo,
en Baudelaire, no está donde lo designaron los censores afanosos y los
magistrados imperiales demasiado bien pensantes, que condenaron su libro a los
limbos. No está en la pintura de las seducciones del mal, en el placer de la
licencia y el defecto complacientemente, metódicamente mostrado a plena luz. Está
en el mensaje de las profundidades que estalla, que remonta y explota
finalmente como una bomba, en pleno medio de este siglo XIX sentado sobre sus construcciones idealistas,
sobre sus certezas ideológicas, venidas directamente de la gran colada, del
gran lavado de almas y cerebros de
Revolución y, preparando
ésta, las bien mal nombradas Luces.
Musset (según Chateaubriand)
se había contentado, un poco superficialmente, de hacer remontar el drama y la
falta “original” al ateísmo de Voltaire (“duerme contento, Voltaire, y tu
repelente sonreír/revolotea aun sobre tus huesos descarnados/ “). Chateaubriand
había visto más lejos, añadiendo a Rousseau a sus listas negras, y afirmando,
en las Memorias de ultratumba: “Con
este nombre de naturaleza, la
civilización ha perdido todo. 2 “ Lo que
contempla exactamente, y que lo aclara, retrospectivamente, sobre el sentido
que revestirá el apólogo del artífice,
para Baudelaire, chantre de todas las modernidades y sirviendo de culto del
Ángel de lo extraño. Allí donde Rousseau y los idealistas del “progreso”
presuponen el peligroso fantasma “del estado de naturaleza “(considerado como
“pureza”, como “bondad” quintaesencial del hombre), Baudelaire opone lo contrario, y no ve en la idolatría
“natural”, o “naturista”, más que un cómodo medio, precisamente, de desnaturalizar la parte fundamental: la naturaleza del hombre
1. Alfred de MUSSET, Rolla (parte
IV), en Primeras Poesías. Poesías nuevas, París, Gallimard, coll.
“Poesía/Gallimard”, 1999.
2. François-René de Chateaubriand,
Memorias de ultratumba, París, LGF- Libro de bolsillo, coll. “El Pochotàque”,
1998.
y la humana condición;
identifica un hábil pretexto, apuntando a substituir un peligroso y crédulo
optimismo en la Humanidad (palabra
que odia) a una lúcida meditación sobre la desgracia de la Caída, las vías
de la Redención, y el eterno problema
del mal. Ni buena, ni mala, la naturaleza es, según él, no un pretexto para
conjeturas “filosóficas”, sino una misteriosa, una extensa y divina evidencia
que conviene, no tomar en rehén de especulaciones intelectuales o ideológicas,
sino de descifrar, como un libro que ocultaría, en sus páginas, algún secreto
sobrenatural. Ningún falso pretexto edénico, a sabiendas (y científicamente) desviado,
a fin evacuar lo esencial y alimentar la esperanza de un posible retorno a la
edad de oro, del acceso a un paraíso, no prometido más allá, en la eternidad, sino
aquí abajo, según una datación milenarista. Ningún culto de la Madre Naturaleza
tutelar, diosa benévola o Diana pechugona de Éfeso, de las “grandes leyes de armonía universal”, los planes
concertados de casualidad y determinismo sustituirían convenientemente la
Providencia divina — y cuyo imperio excusará
al hombre de tener ninguna cuenta a rendir o
tener, en cuanto a su responsabilidad o a su conciencia. Se siente por
otra parte todo el menosprecio posible para lo que su siglo (intencionalmente) ha
recuperado del rousseaunismo, en las afirmaciones “contranatura”, arriba proclamadas
y reivindicadas, del Baudelaire que deja caer: “El fruto, para , comienza en el
frutero “ 1,
“no quiere el agua más que cautiva de
brocales de las cuencas, o de los piedras de los canales 2 “; el Baudelaire que, en una carta
definitivamente excedida, expedida de Bruselas como un último arreglo de
cuentas, reconoce por fin: “Usted me pide versos para su pequeño volumen, versos
sobre la naturaleza, ¿ no es así? Sobre los bosques, los grandes robles, el
verdor, los insectos, ¿el sol, sin duda? Pero sabe bien que soy incapaz de enternecerme
con los vegetales… Yo no creeré nunca, entiéndame que el alma de dioses vive en las
plantas, y si a pesar de todo habitara allí, me preocuparía mediocremente y
consideraría la mía como de más alto precio
que la de las verduras santificadas 3. “
Baudelaire irá mucho más
lejos que sus predecesores en la crítica y la condena de estos intelectuales (rousseaunianos
y volterianos confundidos) que han evacuado la resolución católica (o, al
menos: espiritual, religiosa) del problema de los orígenes y de los fines. El
desalojará su peligrosa impostura, revelando sus intenciones ocultas, previendo
las consecuencias de su doctrina,
l. Ch. BAUDELAIRE, Carat a Poulet-Malassis,Bruselas,
1865, en Corres-
pondance.
2. Ibid.
3. Ibid.
con su bagaje, no sólo de
poeta sino también de pensador, uno se pregunta por qué insistió con tanta
obstinación ante Poulet-Malassis para llevar a cabo el proyecto de su antología
literaria de los “pequeños maestros ” del siglo XVIII, y sobre todo para
incluir allí, además de los libertinos, incluso de los pornógrafos de antes de
1789, los “iluminados” (que, por lo demás - excepto Sade, lo que no es una casualidad
-, son a menudo los mismos). ¿Qué interés encuentra (único en su tiempo, antes
de que los Goncourt se volvieran seriamente sobre el tema) en excavar las
partes inferiores oscuras de ese siglo llamado de las Luces, del que la opinión
común, tendencia Bouvard y Pécuchet,
o Diccionario de los prejuicios, sólo
se propone perpetuar la parte supuestamente “razonable”, “humanista” y “positiva”?
Es que, tras la creencia en el futuro radiante y en la asunción terrestre, universal del hombre privado de
transcendencia, ve el mal en el trabajo, con todos sus prestigios, con su cortejo
de ilusiones, y de ilusionismos. Discierne un sospechoso charlatanismo, el escamoteo
de un prestidigitador que pretendería hacer desaparecer, en un sombrero, el
aplomo del Espíritu Santo, y salir, en su lugar, extrañas alegorías o
artefactos, más próximos al homonculus
faustien soñado por Goethe, o con la criatura del doctor Frankenstein
pesadilla tenida por Mary Shelley. El analiza la inversión, la catabasis, el proceso de conjuración,
la brujería en acción, el aparato de las dudosas metafísicas, de los
magnetismos mesmerianos: toda esta obscura mecánica de los fluidos e instintos
que, a través de la doctrina de un Swendenborg, las iluminaciones de los
martinistas, los convulsionaban sobre la tumba del diácono Pâris, acabarán (pasando
por la extraña conexión místico politica de Robespierre y de la “santa”
Catherine Théot) en los trances colectivos de 1848, en los éxtasis socialistas
de los saint-simonianos, en los turbios sincretismos de Michelet y de Auguste Comte, en
las mesas-derviches de Guernsey, dictando a Hugo sumas de alejandrinos
precolectivistas… hasta los sangrientos Sabats de la Comuna. A guisa de
explicación de estas curiosidades, que lo llevan en plena conciencia, a inclinarse, como un
Dante moderno (o como su “hermano espiritual” Edgar Poe), sobre el pozo sin
fondo de los infiernos. Baudelaire lanzará este hueso a roer a los críticos y a
los espectadores, siempre inclinados a cegarse ante la clarividencia de los
inspirados, a pagarse de fórmulas y de explicaciones ya hechas, a dar a la fe
de las razones clinicas: “Cultivé mi
histeria con pasión. ” Con este término de enfermedad de anfiteatro (que hará
pronto los bellos días de
1. Ch. BAUDELAIRE, Carta a Mdame la generala Aupick,
Bruselas, 1865,
en Correspondence.
Salpêtriêre de Charcot), contentará,
lo sabe, un siglo enamorado de clasificaciones y de etiquetado que, como Renan
en su memorable sintomática Vida de Jesús, intenta reducir la Gracia
a la anécdota, la “locura de la Cruz” a la razón positiva, el misterio de la
Pasión al materialismo histórico… (o,¿ justamente, sería necesario decir, al
materialismo histérico?).
Con Baudelaire, las buenas
almas devotas del pensamiento correcto llamado “de izquierda” caen desnudas.
Poner la nariz en Fussés, en Mi corazón puesto al desnudo, es
descubrir una evidencia que al lector atento designaban, dejaban entrever
algunos atisbos, aflorando entre las líneas de las Flores del mal: al mismo tiempo que en uno de los más grandes encantadores
“de las letras francesas”, nos enfrentamos,
con este poeta quien Verlaine calificó de “maldito,
porque absoluto”, a un moralista
severo, del temple de los más lúcidos visionarios, de los más intransigentes metafísicos
y de los más insuperables doctores de la fe. Un cierto puritanismo intelectual,
irrigado por el novlengua de lo “políticamente correcto”, se ofusca hoy, en tanto
que, antaño, la virtud de los burgueses de 1857, ante la verdad muy cruda
expresada por ciertos aforismos, cuyo tono exasperado no tiene por fin (oh cuán saludable) más que destrozar los lugares comunes, desnudar en
público las ilusiones de las que hace gárgaras su época. Todo pasa allí, y, al fin
de cuentas, el pretencioso, el pomposo, el pontificante siglo XIX se encuentra
desnudado en la plaza, designado, como en el cuento de Andersen, por el dedo cruel despiadada del niño que grita: “¡El rey está
desnudo! ” Y el poeta añade: “está desnudo, y ni siquiera tiene, como la
Verdad, la excusa de ser bello. “ Un Juvenal sin complacencia que examinaría las
avenidas de los Graneros de Port-Royal, un Suetonio sin concesiones en sotana
de Monsignor ultramontano: Baudelaire
es efectivamente eso, en su siglo, del que no soporta literalmente el optimismo absurdo, la
criminal ceguera, la dimisión espiritual, del que no soporta ni la fealdad, ni
la pesadez, que se tiene por la gravedad, ni el aspecto de bien-pensante y puritana conmiseración, forzada y estudiada y, que querría hacerse
pasar por una expresión de pensador.
Nadie, más que, el esteta
absoluto, el dandy reivindicado, está,
en el fondo, más alejado de la estéril gratuidad del arte por el arte, a la que
se querría, demasiado fácilmente, reducir su estética. Ahí donde Gautier,
perfecto romántico de formación y origen, hombre y artista de su tiempo, que
habrá integrado la “muerte de Dios” (reemplazado, teniendo horror del vacío la
naturaleza, por el culto absoluto del arte), será significativamente
cualificado, según los términos de la dedicatoria de las Flores del mal, de perfecto mago,
Baudelaire visará, él, a ser, en sentido fuerte, un verdadero alquimista. No
para, esta vez, divertirse ingenuamente con juegos de manos con la materia, y
soñar, como Cagliostro en otros tiempos, en reflotar las finanzas del Reino
fabricando, en el fondo de las bodegas de la Prisión, la moneda de simio, o de sueño, sino para
efectuar, en la lengua, y con las palabras, una verdadera operación de
purificación quintaesenciada - se podría decir incluso de transustanciación,
apta para redorar el blasón del símbolo,
y dar a la lengua su divino prestigio de Verbo.
¿Quiénes, de entre sus
contemporáneos, de entre sus lectores, verá (raros son los poco numerosos a ser
bastante finos para eso) cuánto la lengua misma de Baudelaire no debe nada a la
hinchazón “romántica”, sino que al contrario es tan seca, precisa, concisa como
la de Chamfort, Laclos, Rivarol, y antes de ellos, del grandes los clásicos del
siglo XVII? Sainte-Beuve y Proust, los primeros, sentirán, en la escritura
misma de Baudelaire, esta calidad que lo vincula, por su estricta observancia
de la forma, en su concentración retórica del sentido, al más puro clasicismo
“de antes de la caída” (si se puede decir) - la caída que es, en este caso,
esta vez, la “revolución semántico-romántica “que “puso el gorro rojo al viejo
diccionario “. Sainte-Beuve, en primer lugar, que con su falsa y zalamera
ingenuidad, pedirá al “querido niño terrible”: “Porqué vuestros versos no están
escritos más bien en latín, o en griego? Tienen, incluso en lo horrible, ese tono
preciso y precioso de lo antiguo 1. “A
continuación, Proust, quién escribirá en su prólogo a las Tendres Stoks de Paul Morand, tomando como ejemplo la “pieza condenada”
titulada Delphine y Hippolyte:
“Algunos versos de este cuadro de vicio rinden
la misma pureza que los alejandrinos de Racine… Siempre, con Baudelaire, el
clasicismo de la lengua parece aumentar en proporción de la licencia de las
imágenes 2.
“El “caro viejo malvado sujeto” Barbey d` Aurevilly, entre todos su “similar,
su hermano”, habrá dado, sobre la cuestión, su opinión definitiva de católico y
moralista atormentado, él también por el desgarramiento de las almas y jugando
a los funámbulos de la línea del corazón sobre el filo de la navaja de afeitar, entre
Gracia y condenación: “Baudelaire es Blaise Pascal, agarrado por las angustias
y por la inquietud de nuestro tiempo.3 “
Pero está, contra eso, el
remedio de la Gracia, la certeza profunda que la Verdad ha sido dicha, de una
vez por todas, y, traducida, legada, a través del mensaje de las Escrituras.
Sin división, definitivamente Baudelaire cree. ¿Por qué? Es así: le es imposible
1. Carta de Augustin Sainte-Beuve a
CH. Baudelaire, 1857, cité en Marcel
PROUST, Prólogo a Tendre stoks,
París, Gallimard, coll. “El lmaginaire”, 1996.
2. Sr. PROUST, Prólogo a Tendre
stoks.
3. Cité en S. Fumet, Nuestro
Baudelaire.
, inconcebible no creer.
¿Se quiere la prueba? Ella se nos da, a través del grito de la más áspera
sinceridad, empujado a lo más agudo del sufrimiento y la crisis. Se encuentra
en la carta que escribe, hacia 1847, à Ancelle, para anunciarle que, la vida habiéndosele
vuelto insoportable, tomó, razonablemente, en su alma y conciencia, y pesando bien
la gravedad esta de solución
, la decisión de acabar.
“Me mato, confesó (sabiendo muy bien el irremediable pecado que puede, respecto
a la religión, constituye una muerte voluntaria, tal como lo prevé), porque creo en la inmortalidad del alma y la
espero... “Esto no es la palabra de un hombre que bromea, que juega con su
elegante mal del siglo, como un pequeño Werther que tendría el suicidio por la
más novedosa de las últimas elegancias a la moda. No está ahí la pose sentimental
de corazón seco, repentinamente agarrado por el vicio de las lágrimas, aquélla,
por ejemplo, de los héroes de esta Nueva
Héloisa (que tanto trastornaba a Robespierre y al joven Bonaparte), donde Saint- Preux y Julie tienen el aire, en todas
las páginas, de querer hacer desbordar el
Léman con sus excesos de llantos… No es ni la confesión de un cobarde,
ni el suspiro frío de uno de esos desengañados fin de siglo, añadiendo al
problema y al “mal del siglo” la lucidez congelada del análisis intelectual -uno
de aquéllos que Barras designarán y llamarán con el nombre español de desengaños.
Es necesario, en efecto,
si se quiere descubrir el verdadero Baudelaire – ese cuya cara hace muecas
menos de blasfemia o condenación eterna que de menosprecio y aversión para este
“estúpido siglo XIX ” que estigmatizará León Daudet -, no buscarlo en las solas
Flores del mal. Aún que sea tonto no
considerar (por muy excepcionales que sean su calidad literaria y su
importancia puramente poética) esta obra “maestra” más que como una
“recopilación de versos”. Ninguna de las joyas que lo componen ha sido
gratuitamente tallada o engastada; además de la delicadeza artística del cincel,
llevan cada una los entallados más conmovedores de la existencia misma. El estilo muerde aquí como
el ácido. Cada pieza nos parece, tanto como una demostración de arte, un
despojo de carne y vida, aún toda empapada y sangrando de su desolladura. Y, si
las Contemplaciones son llamadas por
Hugo “las Memorias de un alma”, las
Flores del mal merecerían la denominación de “Breviario de una consciencia”.
Pero, sobre todo, está Fussés . Está Mi corazón al desnudo. Está incluso, si se los sabe leer y
descifrar más allá del panfleto de circunstancias, toda la suma de las notas
tomadas al vuelo sobre Bélgica, salidas
1. Ch. BAUDELAIRE, Carta
“testamento” a Narcisse Ancelle, París, en mayo de 1845,
en Correspondencia.
de un barril parecido, o
de un tintero parecido, lleno de amargo vinagre y de hiel - de un vinagre y de
una hiel cuya época (y los hombres de la época) os habrían obligado a gustar la
amargura empapando una esponja tendida al cabo de una lanza, o de una pluma.
En estas obras no acabadas,
la empresa “autobiográfica” es clara - deliberada. Lo que quiere realizar el
autor de las Flores del mal es la anti-
Confesiones de Rousseau. Allí donde, como buen ciudadano de Ginebra frotada de
calvinismo, el autor la Nueva Eloísa no repugnaba a la exposición pública,
Baudelaire, él, empujará al final el arte ignaciano del ejercicio espiritual.
Este católico romano que no dejará, con orgullo, con una forma de desafío, de
reclamarse por tal, no cree que exponer la ropa sucia en público baste a
lavarse, en alma y conciencia, de toda falta, y de todo pecado. Es necesita el
confesionario, el aparato de la Gracia, de la Redención, en el respeto de las
jerarquías celestes. No amará para nada ese barroco flamenco, descubierto en
Bélgica (la única cosa que lo seducirá, por otra parte, en Bruselas, luego en
Namur), que designará, muy lógica y generalmente, desde el punto de vista de la
historia, de la estética y de la moral subyacente, bajo la palabra de “estilo jesuita
“. Casuista atormentado y lúcido, Baudelaire siente, sabe que entregándose así
“todo desnudo, todo crudo”, se expone sobre todo a la mirada y al juicio de
Dios, y no a las solas curiosidades de su público. No se pondrá,
complacientemente, en escena, como el hecho Rousseau, a través de la anécdota
(por otra parte más o menos escabrosa). Desde que el peligro de la
autobiografía apunta , cambia de tema; ese “miserable montón pequeños secretos”
no tienen que nada ver con la moral, aún menos, a sus ojos, con la dignidad del
arte y la literatura. La “soledad” del paseante Rousseau siente el contenido,
la ropa dudosa del soltero (¿qué dijo, con maldad, — Montherlant, o R.
Peyrefitte — que, similar al complaciente e hipócrita narcisismo extendido por
Gide en su Diario, mencionaba “el fondo de orina en un orinal “?). El de
Baudelaire es un exilio voluntario. Respira el aire raro, la pureza quemante de
las altitudes. Es la negligencia del condenado, o el eremitismo del santo, no
teniendo, en todo caso, nada de estas tibiezas que Dios, se dice, vomita.
Anuncia y prefigura los feroces aristocratismos nietzscheanos: es una elección
desesperada, un elitismo concebido, vivido y sufrido como una incoercible
vocación, un irresistible determinismo, una inevitable fatalidad. Su “Discurso
del Método” — método espiritual — es una disección practicada sobre sí mismo,
sin falsas apariencias, ni anestesia. Lo que tiene por objeto mostrar, no es el
hombre desnudo: es el espíritu, la conciencia, cortado, despellejado en vivo.
El desnudo será esta vez, será el desollado. He aquí una obscenidad que la
púdica virtud, el encolerizado puritanismo de los revolucionarios no sabría tolerar
la audacia; sobre todo si el proceso de desolladura, además de desvestir el cuerpo de las falsas apariencias de su
sobre carnal, va así hasta despellejar el alma de su piel. De su ojo crítico al que nada escapa sobre
todo (sobre todo no los bajos morales
de la estética, y los desafíos a niveles
espirituales del arte), Baudelaire ha visto el lado macabro de las desnudeces
“heroicas” de David, este gran imaginero comprometido (hasta jactarse, en 1792,
de votar el regicidio), ilustrador, en
pintura, de la nueva moral cívica predicada y enseñada por la Revolución. Ha juzgado, por lo que son y para lo que ellos
quieren exaltar, esos cuadros, donde el pathos reemplaza a la expresión, donde
el énfasis hincha el sentimiento, hasta aumentarlo a los límites de lo
monstruoso, donde los corazones y las almas parecen congelados bajo un glacis
de carnes lisas como el mármol. En vez de exaltar (como era el caso en Homero y
en los Griegos, en general) la divina imperfección del héroe, su debilidad,
contrapunto indisociable de su valor, en vez de mover del fallo en la coraza,
los ideólogos de 1789 propusieron, como modelos inhumanos (en el sentido de que
están privados de humanidad), estos “grandes cuerpos pálidos, agitándose en una
luz de morgue o de anfiteatro 1“: encarnaciones de una virtud esterilizada, de
un imperativo moral almidonado, de un deber de ciudadanía forzado.
Las consideraciones
estéticas de Baudelaire no son, tampoco, nunca anodinas, ni neutrales. Toma más
que seriamente su responsabilidad de cronista de los distintos Salones - y como
consecuencia: “La crítica, afirmará, toca en cada instante a la metafísica “(consideración
que prolonga y amplía la palabra de Stendhal: “La pintura no es más que la
moral construida 3”).
Aún conviene (es el caso
de Baudelaire) no confundir “moral” y “lección de moral” (como el romanticismo,
demasiado a menudo, ha confundido “idealismo” e “ideología”). Su culto de las
imágenes no es la idolatría. A sus ojos, la imagen no representa, simplemente.
No se contenta con ilustrar. En sentido fuerte (una vez más: teológico), es una
emanación de la presencia real. No
da, únicamente, a ver: ella encarna.
De ahí, se puede fácilmente penetrar la obsesión intelectual y estética que
Baudelaire fijará en Delacroix - y la obstinación con la cual él no consintió,
incluso contra su propio deseo, en reconocer las incuestionables virtudes
artísticas de lngres. Visualmente
1. Ch. BAUDELAIRE, Ingres, recogido
en Crítica de arte, París, Gallimard, coll.
“Folio pruebas”, 1989.
2. Ibid.
3. STENDHAL, Salones, París,
Gallimard, coll. “El Paseante”
, no podría satisfacerse
con la probidad de la línea, de la perfección formal, caras al maestro de Montauban. En cuanto a lo que disfrazan, a
la mirada de Baudelaire, los glacis, los envueltos, la pureza armoniosa del
gesto y de la pose…. Ingres admite todo,
en Dampierre, cuando pinta en el muro de la galería, para el duque de Luynes,
su gran máquina de la Edad de oro:
descendiente de David y de su neoclasicismo “realista-terrorista”, el pintor
fomenta un sueño peligroso de humanidad perfecta, de humanidad reconciliada con
la naturaleza, de “paraíso encontrado”… Todas las cosas que no puede concebir Baudelaire,
sabiendo muy bien a que conduce eso. El sueño de “el hombre ideal” es el
principio de todos los totalitarismos. Mientras que, en
Delacroix, ve al hombre caído, al pecador; él reconoce el drama atormentado de
violentos colores y de trágicos claroscuros que es la vida. “Aquí, escribirá, un
artista que no teme mostrar, bajo la carne, las sombras de la descomposición,
es decir de mostrarnos el hombre tal cual es 1.”
Que se no se engañe: no
es en absoluto preocupación del naturalismo…
Sino preocupación de Verdad. Lo que para un cristiano significa otra cosa.
Se sabe que toda la
empresa de las Luces fue precisamente evacuar al hombre, como individuo (o
incluso de erradicarlo), en el nombre, vago y generalista, de la Humanidad. La ley del colectivo contra
el individuo: he aquí cuál fue la ambición, reconocida o no, consciente o no, de
los redactores de la Enciclopedia — y
también de todos los idealistas (rápidamente recuperados por la ideología), que
elaboraron y redactaron los galimatías de su alquimia al revés, entre los años
1730 y la realización de 1789. El Hombre, hasta allí, sentía aún demasiado el
hombre, es decir, los humores, el sudor; llevaba aún demasiado en él el olor
del cadáver futuro, el olor del putrefacción de las carnes: todo lo que
recordaba su perecedera, corruptible y corrompida condición de pecador. Una
humanidad por fin corregida de sus defectos debía de ser , por fin, desembarazada
de estas chiquilladas, purgada de lo humano, demasiado humano de la falta
original, de esta mancha ancestral, indigna por el mundo ideal, por la sociedad
futura, donde la muerte misma ya no sería vencida por el Cristo, sino por la ciencia…
¿Los verdugos de 1793 no
fueron, también, entusiastas higienistas? La propia guillotina no era, (según las
palabras de los filántropos que propusieron su uso a Luis XVI), un “progreso”
en el humanitarismo, un beneficio en “la edulcoración “del aplicación de la pena? “Al contacto de la
hoja
1. Ch. BAUDELAIRE, Eugêne Delacroix, retomada en Crítica de arte.
afilada de la cuchilla, el
ejecutado no creerá sentir, afirmaban, sin encontrarse ridículos, ni
monstruosos, más que soplo delicioso corriendo de una corriente de aire sobre
su nuca 1.“
¡Que de tiempo, de
comodidad, y de precisión ganados! Se cree soñar, y se delira por adelantado sobre
las razones que se han convertido en locas de estos Estados todopoderosos, que
pretenderán establecer, por fuerza y autoridad, para todos sus ciudadanos, este
“mejor de los mundos” pretendidamente “puro”, propio, esterilizado e
igualitario volviendo la existencia intolerable, y el planeta inhabitable.
Como Sade, Baudelaire se
reirá muy fuerte, y muy amargamente, de esas lágrimas de cocodrilo que se ve
gotear en los ojos de los verdugos filántropos
o de los ejecutores de masa, exterminando a sus semejantes en nombre del buen
derecho, según los arcanos de un irreal y Misterioso “bien” común,
así como de una “necesidad”, cómodamente calificada de superior”. El uno y el otro,
el autor de las Flores del mal y el
de este otro ajuste de cuentas anti-rousseauniano que es La Filosofía en el Tocador, se juntan, por otra parte, a fin
de “cortar” (si se osa decir l) sobre la
cuestión de la pena de muerte. Sobre este punto “delicado”, Baudelaire
permanece también un enigma para las almas ingenuas y los moralistas de poca
monta sentimental, susceptibles de ofuscarse, desde que se olvida el tono de
predica humanista a ras de tierra, para
tender a la elevación metafísica del debate. Entre víctima y verdugo,
Baudelaire ve inmediatamente lo que se juega - más allá de simple comedia
“social” de la designación del “chivo expiatorio“y de la expiación colectiva. Tras
el ritual, ve el sentido religiosos del acto, que, como lo escribirá, “exige la
plena conciencia, la perfecta adhesión espiritual y el perfecto consentimiento
del uno y del otro de los protagonistas al papel que tienen en la economía de
la Providencia “. Ahora bien, allí aún, la Revolución, con sus masacres
planeadas, sus ejecuciones de masa, empobrecieron la simbólica de la ejecución
capital. Devenida macabra pantomima, pobre “representación”, ella ha, por tanto,
perdido su razón, su sentido sacrificial, su dimensión metafísica, su
justificación mística. Se verá que Joseph de Maistre, uno de los “maestros de
mal pensar” (de pensar contra la evidencia burguesa de su tiempo) de
Baudelaire, uno de estos “exploradores”, de estos “faros” espirituales que lo
ayudarán a testimoniar contra las Luces, no dirá otra cosa, sobre el tema. Allí
también, la Revolución habrá acelerado las cosas. La muerte ¿no ha devenido la
cosa más abstracta del mundo? La igualdad ante
1. Memoria de doctor Louis Guillotin
a S.M. el rey Louis XVI sobre los medios mecánicos de humanizar la ejecución y
los sufrimientos de los condenados a muerte, 1788.
2. Ch. BAUDELAIRE,Fussées/Mi corazón
al desnudo/Bélgica desnudada, París, Gallimard, coll. “Folio clásico”, 1996.
los fines últimos de los
antiguas danzas macabras, que expresaba el sentido religioso de una parábola, ha
sido mudado, por los terroristas republicanos , en derecho a condenar y exterminar
sin juicio, al nombre de un comunitarismo “ciudadano”, donde cualquier individuo vale
apenas más que su intercambiable peso de carne humana. La guillotina “máquina para
igualar” (y a hacer caer el intolerable orgullo de las cabezas que sobrepasan) es el entre
todos instrumento que simboliza la instauración de la muerte en cadena, de la
muerte industrial - de la que el siglo XX
hará tan prolífico uso. Aquí ya que se perfila el taylorismo de la exterminación,
que será la razón de ser, la razón (a vez “pura” y “práctica”) de todos los
totalitarismos establecidos al nombre de la libertad, en la raíz de los “generosos”
(y generales) “principios de 89 “, tan fácilmente cambiados en terrorismo del
año II. Toda la empresa del siglo XIX ratifica este extenso proyecto de
aseptización de lo humano, de negación del hombre, en nombre (muy cómodo, ya
que muy vago) de la Humanidad. Reúne la clave del fondo del asunto, que solo
(como por casualidad) Sade, antes del Baudelaire, había sabido descubrir.
Solo él, el autor de Justine, que los terroristas y los masacradores
de la libertad de 1793 tendrán por
principal preocupación (porque su libertinaje de espíritu realmente libre hace
desorden, en el cuadro de la Virtud exterminatriz) de volver a poner
inmediatamente en el calabozo, sin otra forma de proceso, ha sabido leer a
Rousseau entre líneas, y entre sus lágrimas de verdugo sentimental. Toda
democratización - incluso la del suplicio — hace perder su sentido a este aristocratismo del que
se reclaman Baudelaire y Sade: condición del hombre superior, de espíritu
libre, donde se intercambian perpetuamente los papeles, donde se es, a veces,
víctima elegida entre todos, y verdugo predestinado. Ambos libertarios,
libertinos (“libertarianos”, se diría hoy), son condenables, inmediatamente,
por adelantado, por todos los aquéllos que, para contribuir a la “liberación”
del Hombre, pretenden limitar, o incluso destruir la libertad responsable del
individuo.
En esta toma de
conciencia, o más bien en esta “revelación “a sí mismo de lo que era necesario
pensar de la Revolución y del siglo que estaba generando en las convulsiones,
Baudelaire tuvo un revelador único, que fue Joseph de Maistre. Encontró allí lo
que buscaba - lo que ya sabía. La reflexión de Maistre sobre el sentido
providencial del cataclismo de 1789 fue una indispensable piedra de toque.
Cuando éste designa la Revolución francesa como “fenómeno esencialmente, de principio
a fin satánico 1
“, Baudelaire levanta inmediatamente la oreja. Eso se une
1. José de MAISTRE, Tardes de San
Petersburgo o Conversaciones sobre el Gobierno temporal de la Providencia,
Lyon, Louis Lesne, 1842.
a lo que había observado
sobre las barricadas de 1848, cuando él definía la “voluptuosidad del motín”
como “Satán, completamente desbridado, en este instinto de asesinato que es lo
natural del hombre 1 “. Que la historia se someta a la razón superior
de la metafísica, que se pueda juzgar de un acontecimiento ocurrido en el
tiempo humano con el criterio de la teología, no hablando ya solamente de
“casualidad” y de “determinismo”, sino de Providencia, he ahí lo que interesa, he
ahí lo que desencadena en él una súbita “sinestesia” intelectual. Como Poe o
Wagner, en la esfera estética, Maistre le habla; hace resonar, hasta en sus más
secretos ecos, las “profundas avenidas de su sensibilidad”. Confirmando lo que
le ha hecho entrever el ejercicio de su conciencia de cristiano, él le aporta
la demostración lógica de una intuición probada, la explicación de él sospechaba:
que su siglo y su tiempo están fundamentalmente interesados a la inversión de
los valores y leyes - interesados, en el mismo sentido en que él llama a George
Sand, erigida en parangón de la histeria de bondad colectiva que agarra el siglo,
interesado en “no creer en el Infierno
“. Muchas almas caritativas han reprochado como un crimen a Baudelaire las carretas
de insultos que vertió sobre la autora de Lélia.
Pero, según su punto de vista, Sand, inagotable predicadora de fraternidad
universal, la cabeza y los sentidos vuelta por su prurito de amor, “no
escuchando más que su gran buen corazón”
sin distinguir qué intenciones indeterminadas inspiran esa generosidad militante,
confundiendo el desorden de los sentidos y la modorra de sus vapores socializantes,
el embeleso de alcoba y la embriaguez revolucionaria, ¿no encarna ella, por si
sola, a la diosa Razón de los robespierristas, vuelta loca, corriente, faldas levantadas,
a la vez la aventura “literaria” en la
alcoba, la acrobacia pasional en la habitación y el disparo sobre el adoquín?
El Diablo, como Júpiter, vuelve loco aquéllos que quiere perder. Ahora bien, la
“locura” de Sand, es posesión de este cuerpo perdido, de esta alma extraviada, de
este corazón distraído, por una idiotez superlativa, enorme , tanto más nociva cuanto
que ingenua, inspirada por estas mismas “buenas intenciones” que, se dice, pavimentan
el infierno: abierta idiotez, prospera y orgullosa de sí misma con toda buena
fe, que es también la de sus contemporáneos, de los que Baudelaire no soporta casi su devoción desespiritualizada, la ceguera beata ante
las esperanzas vilmente terrestres, la práctica de una caridad envilecida en
vago humanismo , el ejercicio de una fe reducida a la utopía social y a la
profesión política.
Ciertamente llega
Baudelaire (que no cree decididamente, y de todas formas en la bondad intrínseca de la naturaleza humana) a
mostrase
1. Ch. BAUDELAIRE, Fussées/Mi corazón
puesto al desnudo/ Bélgica desnudada.
malvado, y más a menudo aún
cruel (aunque no lo es sin remordimientos , y siempre con conocimiento de
causa). Es, a fuerza de humano sufrimiento, de humana empatía no pagada en retorno;
por los excesos de una caridad de la cual se siente pleno, pero que sabe devenida
sin objeto (porque incomprendida, véase
desplazada), ante una humanidad que, ella,
mucho más que él mismo, renunció a toda calidad humana; es decir, renunciado a
todo sentido religioso, a todo sentido de lo sagrado, a todo hábito, a toda aptitud a la elevación espiritual.
Cogida por cuantas transferencias, por cuantos deslizamientos perversos de una
categoría a otra, la “modernidad” empobreció la representación del mundo laicizándolo. La introspección, ese ejercicio
espiritual, ¿no ha sido, para la mayoría de sus colegas escritores,
ventajosamente sustituida por la psicología? Del mismo modo, a la religión se ha
substituido una credulidad mucho más peligrosa - cuando no es propiamente risible
- y de la que Baudelaire es uno del raros en juzgar para lo que es: un oscurantismo
dominador, que no deja al hombre ninguna latitud, ninguna libertad, ninguna de
las tablas de salvación que le tendía el catolicismo, a través de sus virtudes
teologales de fe, caridad y esperanza. Hugo, bajo sus Niágaras torrenciales de
alejandrinos, bajo su Himalaya de vaga religiosidad “humanitarista” y
“progresista”, habrá parecido ahogarse, llevar o aplastar, a primera vista,
todas las contradicciones, obstruir todas las disidencias, hacer callar todas las
voces del siglo que, en vez de tararear a su séquito la prédica indiscutible de
lo sagrado del Hombre, han discordado,
en medio de este concierto de buenas intenciones y de optimismo papamoscas. El
padre proscrito de Guernsey no dejó de inventar, a su uso y al de una
“Humanidad” cuya felicidad se dedica a querer (aunque sea contra su voluntad y
sin consultar su dictamen), trinidades de sustitución, del sabor de la
“libertad-igualdad-fraternidad” de 1789 (divisa a sus ojos fundadora de todo
catecismo digno y “moderno”). Durante este tiempo, Baudelaire ríe
sarcásticamente y llora, como un exiliado del interior, repitiéndose a sí mismo
los versos “terribles” (porque verdaderos) de este Byron que se tiene, como él,
un poco demasiado fácilmente y ultrajadamente “satanizado”: “The Science is never the human Happiness/ And the Tree of Life is
not the Tree of Knowledge 1. “Mientras que Hugo se sube la cabeza sobre los “días
siguientes que cantan” (y que, por supuesto, cantarán al ritmo de sus
alejandrinos), Baudelaire, él, cava el abismo, en la agotadora empresa que
concibe de sondear los riñones, las almas y los corazones. Para este “enemigo
de las leyes “, nada de más estúpido que esa confitura de buenos sentimientos
1. Gordon BYRON, Childe Harold' s
Pilgrimage (canto VI), en Complete
Works of Lord G. Byron. Londres 1843
y de utopía cientifista,
que el oye perpetuamente repetir por los molinos de oraciones del “clan Hugo”, los amigos y la familia del
autor de Los Miserables, que
encuentra en Bruselas. Tanta pretenciosa ingenuidad de finalidades sociales lo
excede; tanto y tan bien que la palabra de fin estalla, en una carta expedida
del hotel del Espejo, después de una de esas tardes, en que Adêle y sus
comensales, imitando a su esposo y maestro quedado en su isla, piden a los fantasmas
de las mesas giratorias justificar, a diestro y siniestro, la invención del
ferrocarril, el socialismo erotómano- ésotérico del bien llamado nombrado Padre
Enfantin y el proyecto de “educación universal” de las masas, que debe hacer
caer “los últimas bastillas de la ignorancia, del fanatismo y de obscurantismo 1. “ “¡Sé
que tengo al menos tanta genio como Hugo…
y sé que no seré nunca tan estúpido como él 2! “ Baudelaire ha dicho todo, y no podría
expresarlo mejor que en este tono: scandalosamente, como si nada. Por lo demás,
se guarda bien de expedir este dictamen en público. El duda que fuera
inmediatamente detenido, amordazado — ¿quien sabe? lapidado; era, en su tiempo,
mucho más difícil, o incluso peligroso,
poner en entredicho la vulgata legada por los continuadores de Voltaire
y Rousseau que expectorar un escupitajo sobre la
Santa Faz. ¿Se cree que exageramos? Para juzgar hasta qué punto, por su simple
presencia en su siglo, por lo que esta presencia podía testimoniar contra sus
contemporáneos, por lo que molestaba de sus obstinadas certezas, Baudelaire ha
llegado excitar su incoercible odio, basta con extraer algunas perlas de un
artículo aparecido en 1867, en el Diario socialista La Rue , donde Jules Vallis
da un relato particuliàrement significativo de una visita que rindió, en su
habitación de dolor, al moralista fulminado de Mi corazón puesto al desnudoa: “Había en él el sacerdote, la vieja
mujer y el actor. Era sobre todo un actor. Nacido burgués, jugó las fulminaciones
acongojantes toda su vida; dejó su
razón, era justicia: no se bromea impunemente y tan descaradamente como lo hizo
con ciertas leyes fatales que no es necesario sufrir cobardemente, pero que no
es necesario desafiar tampoco. […] Ah! ¡no valía mejor vivir simplemente de un
trabajo conocido, simple mortal, más bien que correr tras las rimas extrañas y
los títulos fúnebres! Era poner de manifiesto que él no tenía la nariz muy
larga emprender similar campaña en la fecha en que Baudelaire la comenzó. 3 “
Bajo la pluma del
revolucionario profesional, del heredero convencido de las Locuras-Dramáticas
de 1789, es todo el siglo XIX ,
1. Victor Hugo citadoen CH.
BAUDELAIRE, Carta a la Sra. Paul Meurice, Bruxelles, 1866, en Correspondencia.
2. Ibid.
3. Jules VALLÉS, “Visita a Charles
Baudelaire”, en Calle, París, 1867.
con sus antecedentes
“filosóficos”, sus fuentes claras u obscuras, su genealogía de prejuicios, su
sistema de imperativos categóricos, que habla, acusa, condena sin apelación. Es
el procurador del Comité de Salud Pública de 1793 quien anatemiza, con más de setenta años de distancia, lo que la tribu ha
designado como chivo emisario. “Salud pública” — salud del pueblo —, salud de
la sociedad que se arroja, como un solo
hombre, sobre contraventor, el agitador. El socialismo, el bien común, el
comunismo, es sin duda también, sin duda sobre todo eso: por la voz de un único
acusador, toda una masa indiferenciada, toda una colectividad soldada por el
mismo crimen fundador, la misma impostura original, la misma mentira consentida,
que se venga, designando por víctima al que osa desmontar dichas certezas,
desalojar la impostura, revelar el crimen, taladrar la mentira a la luz del día.
La consecuencia de la
acusación nos aclara mejor aún, la confesión está dejada ; y, de nuevo, se
comprende claramente a donde quiere llegar, por medio de Vallés, todos los
abogados de la mala causa — désignada
como la única que sea, paradójicamente, la de la defensa de la verdad, del bien,
del progreso, de las Luces y la libertad: “Es qué, verá usted, este fanfarrón
de inmoralidad, él era en el fondo un religiosero, en absoluto un escéptico; no era un demoledor, sino un creyente;
no era más que el ñam-ñam de un misticismo simplón y triste […] Satán, era el
diablillo, anticuado, acabado, que se había impuesto la tarea de cantar, adorar
y de bendecir. ¿Por qué pues? ¡Mal momento este siglo, para los biblistas de
sacristía o de cabaret! Época sonriente y desconfiada, la nuestra, y que no detienen mucho
tiempo el relato de las pesadillas y el espectáculo de los éxtasis l.
¡“Subestimar el Diablo! Este fue el
“gran juego” (que se puede, sin duda, entender en el sentido ocultista) del siglo
- y era, ya, la principal preocupación de los pensadores que le prepararon el
terreno, antes y después de la línea de división de la sangre de 1789. Maistre,
Bonald no fueron los únicos en descifrar algo de la “cifra de la Bestia “en los
acontecimientos revolucionarios. No escribía Cazotte, desde 1791, más allá del
Canal de la Mancha, a su colega novelista Mathurill Lewis, famoso inventor de
la “novela negra” inglesa, y precursor de Edgar Poe en el género del horror
fantástico: “Si desea a ver a qué excesos pueden librarse el hombre cuando se
deja a su ignorancia invadir por los prestigios del Demonio, venga en este
1. Ibid.
momento a instruirse a París
1.
“Al respecto, el siglo de Baudelaire arrojará un púdico velo, no quiere, en lo
que a él se refiere, ni ver, ni saber; el hombre del siglo XIX no puede
tolerar tener que arreglar cuentas con Dios para ponerse a creer en el Diablo,
tiende, desde las Luces, a tomar las huellas de estos espíritus fuertes,
demasiado astutos para que se les declare la guerra , y a tomar el aire de
decir: “Vamos, somos gente demasiado seria para dar crédito a estas
chiquilladas. “Allí también, Baudelaire , lúcidamente, le explicará (en vano!)
su error, poniéndole en guardia : “El supremo truco del Diablo, es hacer creer que no existe. 2“ Y Dios sabe que el Diablo ha
triunfado ahí, con casi todos los “grandes hombres” a quienes la patria
agradecida a expedido una invitación para la entrada póstuma en su morgue oficial
(ese Panteón cuya cúpula levantada evoca irresistiblemente el hueso pelado de un cráneo), con todos los
que han “hecho” el espíritu enciclopedista, luego la Revolución, luego el siglo
XIX : tragi-comedia-farsa en tres actos para marionetas de la que la Potencia
de las Tinieblas se ocupa de tirar los hilos, en un gran vudú de la Luz, del progreso
y del ateísmo desencadenados; todos esos ,de los que se puede enumerar la
cohorte: Voltaire el deicida, Rousseau el ecolo depurador, Hugo el socialo-necromante
y siempre la “mujer Sand”, la peor, la verdadera poseída y del “gran buen
corazón” , todos ellos, en fin, de los que Baudelaire no querrá, ni podrá más oir
hablar, sin que la indignación le suba a los labios con la espuma de un espasmo
de aversión, en su habitación solitaria de Bruselas, entre dos tomas de
píldoras al mercurio, o de pociones barrocas de decocción de liquen -
tratamientos recomendados por médicos que, sobre su caso, habían terminado por
renunciar resolver… (“por el diagnóstico, escribe a Poulet-Malassis, doy, como
se dice, mi lengua a los perros 3 “). ¿Y qué remedio de este mundo (él
lo sabía bien) le habría
podido cuidarle, cuando su mal venía de esta extraña desgracia que era la suya:
poseer un alma, y ocuparse de cuidarla?
“Sea, parece decir Baudelaire, puesto que parece que se quiere
así, soy ¡Expiatorio! “, para parafrasear la Palabra crística, murmura, para sí
mismo, en sí mismo, la suprema fórmula de aceptación: “Señor, me vuelvo a poner
entre Vuestras manos. ” No teniendo ya nada que perder aquí abajoa (sabe que
para él, las cosas esenciales no pueden más que jugarse en otra parte, en el plano que Maistre llama el de las “Leyes
1. Jacques CAZOITE, Carta a Mathurin
Lewis, en junio de 1791; citada en Paul
MORAND, Monplaisir en literature, París, Gallimard, 1967.
2. Ch. BAUDELAIRE, Fussés/Mi corazón
al desnudo/la Bélgica desnudada.
3. Ch. BAUDELAIRE, Carta a
Poulet-Malassis, Bruselas, 1865, en Corres-
pondance.
no escritas “), porqué se
privaría en adelante, de decir todo. Para
insertar el clavo, y concluir sobre el “caso Hugo” (quien, no habiendo resumido
las Flores del mal más que con la expresión y la aparición de un
“escalofrío nuevo” en la literatura, prueba a su autor que no ha sabido leer, ni capatar de la verdadera
calidad moral y espiritual de su libro): “Conozco, añade Baudelaire en otra carta datada en Bruselas,
con respecto a una dedicatoria virgiliana que le ha hecho gracia el signatario de
los muy recientes Castigos, los
sobrentendidos del latín del Sr. Hugo. Jungamus
dextras, eso no quiere solamente decir: apretémonos
las manos, sino: unámoslas, con el
fin de trabajar juntos en la felicidad de la Humanidad. Lo que Hugo no
sabe, es que me burlo bien de esta Humanidad, tanto como la suerte que pueda
hacerla 1!
“
Las generalizaciones, es
cierto, son más fáciles que el estudio del caso por caso; está allí todo lo que
separa eI humanitarismo sin cara de los que compran dos con buena conciencia por
un saco de arroz, y la caridad que compromete al cuerpo a cuerpo, no con una
alejada, ideal y fantástica ilusión de hombre, sino con su prójimo. Es individualmente, en el caso por caso como Baudelaire,
este psycólogo duplicado de confesor y de
consejero espiritual, toma los seres, y como circunscribe los
caracteres. La utopía de una “naturaleza humana “universal le parece un
pernicioso espejismo. La generosidad beata, el apresuramiento afanoso de los
humanistas le hacen, por su parte, bostezar…hasta el punto de hacerle decir (en
contradicción absoluta con las ambiciones bien terrestres de todos los Sres.
Prudhomme y los Sres Homail que encumbran la época) ” debe ser una cosa bien horrible
ser un hombre útil…2 “ La lucidez
Le conviene mejor: es, en
el fondo, su verdadero martirologio de elección: tiene de esas puntas, estos
filos crueles que empujan al examen de conciencia hasta la cirugía sin
anestesia de las almas, y la confesión hasta
la operación al escalpelo. Si a él le hubiera bastado detenerse, como sus
colegas, en hacer rimar el uno con el otro los versos, en desarrollar las
figuras retóricas, en disponer en orden de marcha, y hacer avanzar, al paso
redoblado, grandes ejércitos de “grandes flamencos de alejandrinos” – por sublimes
que sean ellos -, Baudelaire no sería más que un hombre
de letras. Ahora bien, es, también, un hombre del ser. Su moral consiste en sudar su tinta, como
se suda la sangre, como se exuda el sudor de angustia de todos los “Lama
sabact'ani” la verdad sólo lo interesa desesperada, o terrible: mucho menos
viable, con su mirada aturdiente y petrificante de Medusa, que la
1. Ibid.
2. Ch. BAUDELAIRE, Fussées/Mi
corazón al desnudo/la Bélgica desnudada.
pálida y clorótica diosa de sonrisa triste soñada por
Renan de sus demasiado raros momentos de inquietud.
En los perdita tempora, en los tiempos terribles
de la “modernidad” desencadenada, de la huida hacia adelante en la escalada del
desorden, del trastorno de los órdenes establecidos o de destrucción de los
usos y leyes ancestrales, los defensores de la tradición son rápidamente acusados de desviación cuando no
es de herejía. A este respecto, Baudelaire pudo parecer extraño, extranjero a numersos
fieles de su propio campo, y él que, simbólicamente, se derrumbará, afectado
por la apoplejía, al pie de la cadena esculpida de la iglesia Santo-Loup de
Namur, en la pose de orante petrificado
por la Gracia, perdió a menudo, en cuanto a las apariencias de su devoción,
hasta los sirvientes de su propia capilla. Osemos una explicación: la
excentricidad por la que Baudelaire se distingue - hasta el dolor - ¿no está , en
el fondo, sostenida por una voluntad “de ponerse a parte”, “de retirarse al desierto
“ aunque estuviera en medio del mundo, y
de ponerse en licencia de sus hermanos de elección mismos, con el fin de librarse
solo, como un santo ermitaño, o un místico, al ejercicio agudo, peligroso ,
entero de su relación a Dios; y ¿no
reconoció, en dos versos de las Flores del
mal, esta tentación que compartieron , antes él, Pythagore el pagano o el
cristiano San Juan de la Cruz: “Quiero, para componer castemente mis églogas/vivir
solo, cerca del cielo, como los astrologues “ 1? El sentido de las provocaciones de
las que el es habitual es no obstante bastante claro para que éstas no puedan calificarse de actos
gratuitos. En Bruselas, en plena Bélgica rabiosa de anticlericalismo y de “libre-pensamiento”
(escribirá: “pretrofobia”, antes de prestar sencillamente al “bárbaro
Nervien” las costumbres “prêtrofagas” !),
este raro feligrés tomará, por volverse al oficio, y por exhibir su misal, la
voluptuosidad que gusta un matador al pinchar la vacuna furia de la “idiotez de frente cornuda”.
El habrá comprendido que se choca menos en
pretenderse (como confiesa haberlo hecho) “pederasta”, “parricida” o
“confidente” de la policía , que mostrase “jesuita”, o simplemente católico
creyete. El burgués siglo XIX, ya dispuesto a avalar del todo las provocaciones
e imposturas que sorberá su descente directo del siglo XX, está dispuesto a digerir
no importa que en el dominio de lo
inconmensurable, de lo incalificable o
de lo absurdo, solo Dios no pasa, y le queda el estómago. La farsa es buena, y bromea,
para ser “belga” es sin embargo desoladora - y ella no hubiera seguramente hecho
reir mucho a Victor Hugo, que creía bueno, al mismo tiempo, disculparse ante
Michelet, de haber estado tentado,
1. Ch. BAUDELAIRE, Las Flores del mal, en (Euvres
complêtes, 2 vol., París,
Gallimard, coll. “Bibliothàque de la
Pléyade”, 1975-1976.
después de la muerte de
Léopoldine, de buscar un consuelo en la religión, y de haber testimoniado en
las Contemplaciones
por un cuarteto (por otra parte conmovedor ) titulado: Escrito al pie de uno crucifijo, que ha puesto a mucha gente en
inquietud “(sic): “Vosotros que lllorais /venid a este Dios, ya que llora. /Vosostros
que sufrís, venid a él, ya que cura. /Vosotros que lloráis, venid a él, ya que
sonríe /Vosotros que pasaís / venid a él, ya que permanece. 1 “La
justificación de este extravío momentáneo “por su autor vale por otra parte que
se extraigan los más jugosos fragmentos: “Aquél del que quise hablar, este no
es el Dios Jesucristo, del que se sirven
los sacerdotes que aturden la inteligencia y machacan los cerebros, sirviéndose
del crucifijo como de una porra. Este es Jesús el hombre y el revolucionario de
Galilea, él mismo que fue condenado al suplicio por los sacerdotes de su tiempo
[...] Y más que nunca, repito con vosotros: el enemigo, es la lnfame que es
necesario seguir aplastando. 2 “
Baudelaire, al menos, no
consentirá nunca en imponerse el ejercicio que consiste en dar prendas al espíritu
del tiempo, librándose a ese género de deshonrosasa
de “enmiendas honorables”, que recuerdan a la vez las dementes sesiones de
autoacusación a las cuales los métodos expeditivos del Tribunal revolucionario
y el arte de tortura psicológica de Fouquier-Tinville llegaban a obligar a los reos más inocentes de todo crimen, pero
que no son sin oler, por adelantado, su hedor de autocrítica obligatoria, tal
como se la practicará en Moscú en el gran tiempo de las purgas estalinistas.
Léon Bloy, otro grande extraviado en un siglo sin nombre y sin fe, terminará
por indicar un catolicismo vuelto sospechoso a sus hermanos católicos mismos, a través de excesos de intransigencia
literal… tanto como “literario”. A fuerza de no señalar más que las contradicciones
o los excesos de toda conducta, se omite demasiado fácilmente la parte
fundamental, que solo debe importar, respecto a un director de conciencia: el
dibujo general de una línea de vida espiritual, la constancia y la firmeza de
un compromiso que, por fallar en muchos lugares, no permanece meno firme, inquebrantable,
en la duración de una existencia. Era
demasiado tentador, por lo tanto, en el caso de Baudelaire, minimizar el
escándalo de la fe, hablando de herejía. Pongamos pues la cuestión:
¿Baudelaire, hereje? Admitamos, sin mebargo entonces, como Bloy también es
“herético” (y sobre el fondo estrictamente canónico de la ortodoxia de
interpretación del dogma, habría aún más que acusar al imprécador de Femme Pauvre, que a
1. V. HUGO, Las Contemplaciones, 2ª Parte, Hoy
día, París, Gallimard, coll.
“Poesía/Gallimard”, 2006.
2. V. HUGO, Carta a Jules Michêlet,
citado en Philippe MURAY, el siglo XIX
a través las edades, París, Denoél,
1984
el autor de las Letanías de Satán); pero si son tales, el
uno y el otro, es que lo son al revés,
no del catolicismo, sino de la Iglesia de su tiempo, y, digamoslo ,
especialmente: de Ia Iglesia galicana de su tiempo que, perturbada por la
estricta y saludable impavididez que Roma se obstina en indicar en la tormenta,
aún traumatizada por la violación que los revolucionarios hicieron de su
independencia, obligando la “clero juramentado” al compromiso, consiente — creyendo absurdamente conciliársele — en ceder
cada vez más terreno al enemigo. Los tres estados más dignos, a los ojos de
Baudelaire (antes de que lo sean , también , por la opinión de Nietzsche): el
poeta, el sacerdote y el guerrero no tienen sentido de ser, de aparecer, de encaranarse
como tales más que en una sociedad de orden y jerarquía, fundada, no sobre el Comedia humana de las precedencias sociales, sino sobre una organización
aristocrática. ¿Se llegará hasta decir: teocrático?
En verdad, la “locura de la Cruz” también está muy desplazada, invivible — infrecuentable
incluso — como la locura del arte, en un siglo donde no es a guisa de inútil palabra, ni de broma, como
Baudelaire llamará los hombres de su tiempo, inventores del alumbrado nocturno
de las ciudades con las claridades mates y pálidas del gas: “asesinos de claros
de luna”. Con la luna, han asesinado el sueño, el espíritu, el alma de los seres
y las cosas. Han estrangulado el imaginario, los prestigios de lo invisible,
que es el alimento de toda creación. Sin poesía, ¿cómo testimoniar de lo que es
más allá, de lo que permanece Verdad indiscernible al ojo desnudo? Y, después
de todo, ¿el arte no es un sacerdocio que compromete tanto, y de manera tan
paradójica, en el extremismo hasta extremo, en la exigencia de un Absoluto sin
concesiones, como el “credo quia absurdum”
de san Agustin?
Como la de los místicos,
la concepción que Baudelaire se hace del tiempo es, ante todo, no lineal.
Rechaza, por consiguiente, plegarse a la doctrina “positiva” (que se volverá
positivista con Auguste Comte) del “sentido de la historia. El adivina, por
supuesto, que lo es aún por uno sus retorcidos y favoritos trucos que los
nuevos ideólogos, purgadores de religión bajo toda forma, han substituido al
dogma católico del “fin de los tiempos “- del Apocalipsis – el , “laico y
obligatorio de la “marcha del Progreso” y, esto es justemente porque olfateó
bien la impostura de esta manipulación que el vomita, este idolatría de
sustitución, que quiere imponer, de
manera totalitaria e indiscutible, la fe en los beneficios de la técnica de la
mecanización general. Uno de los “pedazos de valentía” de los Fussées (Baudelaire lo llama un fuera de
serie) desarrolla esta carga visionaria del porvenir de las sociedades occidentales. Para
defenderse y burlarse immédiatemente el mismo, Baudelaire toma aquí súbitamente
el tono de “profeta” (afirma con todo, para romper los sabueso, que el mide lo grotesco
de esta postura – sin duda piensa no hundirse en el mismo ridículo que Hugo,
envuelto en su grandes aires de proscrito a la boca de la sombra, “escuchando Dios” y las tablas giratorias,
encaramado sobre su escollo). El texto en cuestión es uno de los fragmentos más
desarrollados de esta recopilación de “pensamientos”, lo que prueba hasta qué
punto Baudelaire (que siempre ha pretendido no saber “dar la medida”, ni en la
novela, ni en el discurso teórico), implicado repentinamente por su santa
cólera y su indignación, se encuentra repentinamente inspirado por su sujeto
Este “cuadro de humanidad futura “es de un inquietante, molesta presciencia. A
través del exceso de materialismo, de
consumismo, Baudelaire anuncia aquí el retorno próximo de una barabarie “dotada
de toda el confort moderno”, fundada en un comunismo de la estandarización mercantil
y de la superproducción (Drieu La Rochelle resumirá la idea, único en
distinguir, en su época, que el capitalismo no constituye, ni más ni menos, que
un “socialismo del consumo”). Y, para terminar - en directa descendencia de la
célebre profecía, en la cual Cazotte entreveía, a consecuencia de la
Revolución, las edades futuras de la humanidad -, anuncia una especia de “reino
de los objetos”, sobre una tierra desértica donde el hombre se habrá reducido a
nada, vuelto a su porción descartable de nada. No habrá más que Nietzsche para osar
a pintar ese “último hombre” (que los optimistas sueñan, en su tiempo, como una
especie de Prometeo desencadenado, o de Lucifer reconciliado), bajo las
miserables apariciones de lo que podría ser devenido, al término de un siglo XX fértil en imposturas: un insecto que da
saltitos en un desierto: a elegir, mosquita sobre una carroña, o larva
agitándose sin cola ni cabeza, en la tumba. Baudelaire que, paradójicamente,
inventa el término de “modernidad” (o, al menos, teoriza la “nobleza” estética)
rechaza, en su concepción del tiempo, de la historia, como en arte, “el
movimiento que desplaza las líneas “. Este contemplativo no sueña más que
inercia: “orden, calma y voluptuosidad “. Lo contrario de esta humanidad de
agitados de boquilla que, desde 1789, ponen su inflamación retórica de notarios
agarrados por la doctrina, su energía de arribistas del “progreso”, en esforzarse,
excitarse, desgastarse a grandes gritos, discursos y arengas, en grandes y
“bonitos” gestos de molinos de viento, en la construcción de “mundos mejores” y
otras “sociedades futuras” Este estruendo, esta agitación (duplicada del
estropicio de industrialización que la acompña) aturden a Baudelaire, como
darán la jaqueca a Nietzsche. Ellas infligen modorra, comunican vértigo.
Sensaciones que el poeta resentirá, que sufrirá, por otra parte, físicamente - como un místico a quien la carne se
convierte en la placa sensible del alma, el espejo estigmatizado de la vida
espiritual.
El debate entre atracción
y repulsión por la existencia y el “mundo” - típicos de un alma impresa de
religiosidad -“doble aspiración” entre Cielo y Abismo, entre placer del “nuevo escalofrío
“y retorno sobre sí en la meditación estalla, en Baudelaire: en primer lugar en
la ambigüedad de actitud frente al mundo réal, las seducciones del universo
sensible y las apariciencias visibles
(fascinación y rechazo, o, como lo dirá más amargamente: “Voluptuosidad de vivir
y, al mismo tiempo, horror de la vida 1“).
Pero, más irá a contracorriente, en reacción, más se mostrará su ruptura con
este siglo resultante del “crimen
original” de lesa divinidad y de lesa espiritualidad de 1789; y más se amplificará
(antes de reducirse, sintomáticamente, al último juramento: ¡“Creo! ”) en
invectiva, en descarga sin retorno, en lluvia de mofas, en andanada de odio
declarado. Alcanza su hiperbólico apogeo, en esta obra inacabada, donde dirá
que el insulto no tiene ya tiempo de retomar aliento, que, a elección, debía intitularse: Bélgica desnudada, o también: ¡Pobre Bélgica! , y del que no nos quedan
, realizados, más que los despiadados “poemas” de circunstancia de Amoenitates Belgicae.
El secreto, se ha dicho muy
pertinentemente y hecho remarcar,
consiste, para descifrar el sentido oculto de esta despiadada carga, para que
él que lo lee: “el hombre del siglo XIX” en lugar del “Belga”. En este sentido,
se sitúa a Bélgica, como la Polonia del Padre Ubu de Jarry, “en ninguna parte
“, es decir: por todas partes. Y Bruselas, esta podría también ser cualquier
metrópoli camino de un vertiginoso
desarrollo y de hipertrofia industrial, así como lo es, por orden del emperador y el trabajo del barón Haussmann, el París de
Napoleón III.
¡Por otra parte, Napoleón
III! Allí también, en el “caso” del príncipe-Presidente, será de tan buen tono,
según el pensamiento ya “único” de los républicanos del tiempo, menospreciar y
designar como el más inapto, e inepto de los tiranos políticos, Baudelaire será
el anti Hugo, el contradictor precioso, único de la “vulgata” roja (perpetuada
hasta nuestros días). El detectó , por otra parte, muy bien las razones muy
bajamente materialistas (donde la ambición decepcionada se mezcla a un
verdadero resentimiento contra un hombre que uno de los primeros actos de Jefe
de Estado es reasignar este “trastero de las glorias republicanas” que es el
Panteón, laicizado a la fuerza por Luis-Felipe y reinvestido por las macabras
saturnales de los enervados de 1848, al culto de santa Genoveva) que motivan el
odio del proscrito de Guernsey contra Louis Napoléon, el sobrino que se ha
convertido en “Napoleón el pequeño”. Por tanto, se ha visto, la política no
interesa
1. Ch.
BAUDELAIRE, Fusséess/Mi corazón al desnudo/la Bélgica desnudada.
apenas a Baudelaire, por
poco que ella no concurre más que “a alimentar las conversaciones de café “, dice.
Es a un titulo muy distinto que Napoleón III despierta su curiosidad. La
palabra del asunto se dejó en otra carta a Ancelle, enviada de Bélgica, donde
Baudelaire ruega que se le haga llegar determinada obra “donde el autor
desarrolla, me dice él, la idea que tengo sobre la aventura de este interesante
personaje que es el Emperador. Para mí, lo sabes, mi impresión es que hay en
Napoleón III algo que calificaría de: providencial.
“Algunos años más tarde, Bloy no dirá otra cosa, y enfocará las cosas bajo un
similar ángulo de vista - esta vez, con respecto a el “destino manifiesto” del
tío - en su Alma de Napoléon.
Baudelaire por otra parte, sin ninguna duda, habría aplaudido a estas obras de
su descendiente, donde la historia se enfoca como una emanación terrestre del
plan divino, y donde los designios del Cielo se personifican en los accidentes
de la tragedia, o de la epopeya. Eso va mucho más lejos, una vez más, que los Castigos, donde el aliento panfletario se
limita a dispensarse en un unívoco y maniqueo arreglo de cuentas, a ras de los
acontecimientos, y donde Hugo (cuya la posición apenas desconcierta) se pone en
lugar de Dios Vengador del que no teme usurpar la plaza, con el fin de otorgar
patentes de mala conducta al régimen que vomita.
Nada de peor que un hombre
de sistema-si este no es un arte de intenciones o pretensiones ideológicas… Hugo
no hace jamás otra cosa y, a este título, terminará por personificar, para
Baudelaire, todos los tópicos más blasfematorios de un siglo cuya vocación
“post-révolutionaria “fue recuperar todo, desvirtuarlo todo, y mentir para
mejor engañar sobre la falsa “pureza”, el falso “desinterés” de sus
intenciones. Este intolerable “fraude sobre la mercancía”, se ofenderá, de una
vez por todas, no solamente porque atenta a la sinceridad moral de artista, sino
sobre todo porque, terminando por corromper el arte, insulta, por allí mismo ,
a la Verdad: “desde entonces, todo lo que pueden amar, en literatura, ha tomado
el color revolucionarios y filantrópico. Shakespeare es socialista. El nunca lo
sospechó, pero ¡que importa! Una especie de crítica paradójica ya intentó disfrazar al monárquico Balzac,
hombre de trono y del altar, en hombre de subversión y demolición. Nosotros estamos
familiarizados con esta clase de superchería. 1 “
Y, arreglando definitivamente
sus cuentas con la herencia de 1789: “Según el crescendo habitual de las
multitudes reunidas, se va a celebrar a Jean Valjean, la abolición de la pena
de muerte, la abolición de
1. Ch. BAUDELAIRE, Carta Théophile
Gautier, París, 1864, con respecto al
banquete de lanzamiento de William
Shakespeare de V. Hugo, en Correspondencia.
la miseria, la Fraternidad universal, la difusión de
las Luces, el verdadero Jesucristo , legislador
de los cristianos, como se decía antes, se va a llevar los brindis al Sr.
Renan, etc todas estas estupideces propias de este siglo XIX donde tenemos la fatigante felicidad de vivir, y donde,
según los inmortales principios de 1789, cada uno está , parece, privado del
derecho natural elegir a quien quiere por amigo o por hermano 1 “ No
se toma mejor permiso. No se podría decir mejor la moral, la condición del
artista que se respeta son un exigente aristocratismo, incompatible con las chiquilladas
filantrópicas, el bazar humanitario y el
grueso vino rojo de los banquetes republicanos. No se sabría mejor aconsejar,
contra el socialismo conquistador, la masificación comunitaria, laica y
obligatoria, el jaleo de las fiestas de la Concordia y otras bacanales republicanas
de la Federación, la salvación en la
fuga a sí mismo: allí donde se está en buena compañía – frente a Dios y con su
conciencia.
Los poetas son siempre
víctimas de las revoluciones, los que intentan
salvar su cabeza ahí pierden su tiempo, su alma
y también su honor. A Edgar Poe, Baudelaire hará este epitafio que vale
para su propia persona: “habría sido su propio sacerdote, y su propio Dios 2“… Así
como lo cantó el gran músico del spleen Henry Purcell, sobre los versos inmortales
y desengañados de Katherine Philips: ¡O! ¡Solitude, my sweetest rest! ¡O!
Solitude, my highest ¡Joy! Por allí aún,
Baudelaire prefigura a Nietzsche que también en plena crisis de civilización y transmutación de los valores, intentará
inventar aI hombre “superior”, aI artista, al pensador, el refugio (o el
compromiso saludable) de una nueva “santidad”: la que él encontrará en la total
sumersión en su creativa, a a través de una reclusión espiritual del todo opuesta
a las inútiles prisas, al estruendo ensordecedor, a la trepidación cruel del
mundo de su tiempo, donde el caballero
de la industria sustituyó a los nobles de los cantares de gesta. Por allí, también,
similar al solitario del Engadine, al fulminado de Turín, Baudelaire es, más
que nunca, moderno — nuestro eterno contemporáneo. El haz de su lucidez excava
nuestras propias dudas, e ilumina con una luz singular el campo de ruinas y las
cohortes de humanidad perdida que el siglo XX, digno continuadora de su ancestro,
dejó tras él. Se tuvo razón escribir que después de Las Flores del mal, “el arte poético no podían definitivamente ya
revestir los mismos colores 3 “. Más allá de esta consideración puramente
1. Ibid.
2. Ch. BAUDELAIRE, Prólogo a las
traducciones de Eureka y el Cuervo de Edgar
Allan Poe, reanudada en Crítica de
arte.
3. Gaetan PICON, Panorama de la
poesía francesa contemporánea, París,
NRF-Gallimard, 1954.
estética, es necesario más que nunca oír y
tomar por lo que ella es la palabra que
Baudelaire entregó, y que vibra y truena , tras las palabras, por los
intersticios de esta poesía. Se sienta, a los lados de la de los más grandes,
que, de Hésiode a Goethe, pasando por Dante, no fueron poetas sin ser también
profetas.
PIERRE-EMMANUEL PROUVOST
D' AGOSTINO, ESCRITOR.