Estamos familiarizados con dos escuelas contemporáneas de pensamiento sobre el arte. Por una parte tenemos una autodenominada «elite» muy reducida que distingue entre las «bellas» artes y el arte como manufactura especializada, y que valora en mucho estas bellas artes en tanto que autorrevelación o autoexpresión del artista; Por consiguiente, esta elite basa su enseñanza de la estética en el estilo, y centra la llamada «apreciación del arte» en la manera más que en el contenido o la verdadera intención de la obra. Estos son nuestras profesores de Estética y de Historia del Arte, que se felicitan por la ininteligibilidad del arte a la vez que lo explican psicológicamente, sustituyendo el estudio del arte de un hombre por el estudio del hombre mismo; y estos guías de ciegos son seguidos gustosamente por una mayoría de artistas modernos, a quienes halaga naturalmente la importancia que se atribuye al genio personal.
Por otra parte tenemos la gran mayoría de los hombres sencillos que no están realmente interesados en las personalidades artísticas, y para quienes el arte, como se ha definido arriba, es más bien una peculiaridad que una necesidad de la vida, y de hecho no tienen ningún uso para el arte.
Y frente a estos dos tipos tenemos una visión del arte normal, aunque olvidada, que afirma que el arte es el hecho de hacer bien, o de ordenar correctamente, cualquier cosa que se necesite hacer u ordenar, ya sea una estatuilla, un automóvil o un jardín. En el mundo occidental, ésta es específicamente la doctrina católica del arte; doctrina cuya conclusión natural, en palabras de Santo Tomás, es que «no puede haber ningún buen uso sin arte». Es más bien evidente que si las cosas que se requieren para el uso, ya sea un uso intelectual o físico, o, bajo condiciones normales, ambos, no están hechas correctamente, no pueden saborearse, entendiendo por «saborear» algo más que el mero hecho de que nos «gusten». Por ejemplo, una comida mal preparada nos sentará mal; y de la misma manera, las exhibiciones autobiográficas, o cualquier otro tipo de exhibiciones sentimentales, debilitan necesariamente la moral de aquellos que se alimentan de ellas. El patrón sano no está más interesado en la personalidad del artista que en la vida privada de su sastre: todo lo que necesita de ellos es que estén en posesión de su arte.
Esta serie de conferencias se dirige al segundo tipo de hombres que hemos definido arriba, a saber, al hombre llano y de mentalidad práctica que no tiene ningún uso para el arte, a saber, para el arte según lo exponen los psicólogos y lo practican la mayoría de los artistas contemporáneos, especialmente los pintores. El hombre llano no tiene ningún uso para el arte a menos que sepa de qué se trata o para qué es. Y hasta aquí, tiene toda la razón; si no trata sobre algo y no es para algo, no ningún uso. Y, además, si no trata sobre algo —más, por ejemplo, que la preciosa personalidad del artista—, y no es para algo que valga la pena tanto para el patrón y el cliente como para el artista y hacedor mismo, no tiene ningún uso , y no es más que un producto de lujo o un mero ornamento. En base a esto, el arte puede ser rechazado como una mera vanidad por un hombre religioso, como una superfluidad costosa por el hombre práctico, y como una parte esencial del conjunto de la fantasía burguesa por el pensador de clase. Por consiguiente, hay dos puntos de vista opuestos, uno de los cuales afirma que no puede haber ningún buen uso sin arte, y el otro, que el arte es una superfluidad. Obsérvese, sin embargo, que estas expresiones contrarias se afirman con respecto a dos cosas muy diferentes, que no son la misma por el mero hecho de que a ambas se les haya llamado «arte». Demos ahora por aceptada la visión históricamente normal y religiosamente ortodoxa de que, así como la ética es la «manera correcta de obrar», el arte es «hacer bien cualquier cosa que se necesite hacer» o, simplemente, «la manera correcta de hacer las cosas»; y dirigiéndonos ahora a aquellos para quienes las artes de la personalidad son superfluas, preguntemos si el arte no es después de todo una necesidad.
Una necesidad es algo de lo que no podemos permitirnos prescindir, cualquiera que sea su precio. No podemos entrar aquí en cuestiones de precio; sólo diremos que el arte no necesita ser caro, y no debería serlo, excepto en la medida en que se emplean materiales costosos. Es en este punto donde surge la cuestión crucial de la manufactura para el provecho frente a la manufactura para el uso. En general, las cosas no se hacen bien y por consiguiente no son bellas, porque la idea de la manufactura para el provecho está estrechamente vinculada con la sociología industrial actualmente aceptada. Al fabricante le interesa producir lo que nos agrada, o lo que puede inducirnos a que nos agrade, sin considerar si nos conviene o no; como otros artistas modernos, el fabricante se está expresando a sí mismo, y sólo está sirviendo a nuestras necesidades reales en la medida en que hacerlo para poder vender. Los fabricantes y los demás artistas recurren por igual a la publicidad; el arte recibe abundante publicidad en las escuelas y universidades, en los «museos de arte moderno» y por parte de los marchantes de arte; y el artista y el fabricante fijan por igual el precio de sus mercancías acordemente a los que permite el tráfico. Bajo estas condiciones, como lo ha expresado tan bien el señor Carey, que participa en esta serie de conferencias, el fabricante trabaja para poder seguir ganando; no gana, como debería, para poder seguir fabricando. Sólo cuando el hacedor de cosas es un hacedor de cosas por vocación, y no meramente alguien que tiene un empleo, el precio de las cosas se aproxima a su valor real; y bajo estas circunstancias, cuando pagamos por una obra de arte diseñada para servir a un propósito necesario, tenemos el valor de nuestro dinero; y puesto que el propósito es un propósito necesario, ser capaces de poder pagar por el arte, o en otro caso estamos viviendo por debajo de un nivel humano normal; como viven hoy la mayoría de los hombres, incluso los ricos, si consideramos la calidad más que la cantidad. No es necesario agregar que el trabajador también es una víctima de la manufactura para el provecho; tanto es así que ha devenido una burla decirle que las horas de trabajo deberían ser más agradables que las horas de ocio; que cuando trabaja debería estar haciendo lo que le agrada, y que sólo en su tiempo libre debería hacer lo que debe —puesto que el trabajo está condicionado por el arte, y la conducta por la ética.
La industria sin arte es brutalidad. El arte es específicamente humano. Ninguno de esos pueblos primitivos, pasados o presentes, cuya cultura afectamos despreciar y nos proponemos enmendar, ha prescindido nunca del arte; desde la Edad de Piedra en adelante, todas las cosas hechas por el hombre, a menudo bajo condiciones penosas o de pobreza, han sido hechas por arte para servir a un doble propósito, a la vez utilitario e ideológico. Somos nosotros, que, hablando en términos colectivos al menos, disponemos de unos recursos ampliamente suficientes, y que no nos paramos ante el despilfarro de estos recursos, quienes por primera vez nos hemos propuesto hacer una división del arte: por una parte un tipo que ha de ser meramente utilitario, y por otra el tipo lujoso, y que omite enteramente lo que fue una vez la función más elevada del arte, a saber, expresar y comunicar ideas. Ha pasado mucho tiempo desde que la escultura se consideraba como el «libro» del hombre pobre. Nuestra palabra «estética» misma, de «aesthesis», «sensación», proclama nuestro abandono de los valores intelectuales del arte.
El tiempo de que disponemos sólo nos permite tocar otros dos puntos. En primer lugar, aunque decimos que el hombre llano tiene razón al querer saber de qué trata una obra, y al pedir inteligibilidad en las obras de arte, no es menos cierto que se equivoca al pedir el parecido, y que se equivoca completamente al juzgar las obras de arte antiguo desde puntos de vista como el que implica la expresión común «esto era antes de que supieran nada de anatomía» o «esto era antes de que se descubriese la perspectiva». El arte se ocupa de la naturaleza de las cosas, y sólo incidentalmente, si lo hace alguna vez, de su apariencia; apariencia que oculta mucho más que revela la naturaleza de las cosas. La tarea del artista no es enamorarse de la naturaleza como efecto, sino considerar la naturaleza como la causa de los efectos. En otras palabras, el arte tiene mucha más afinidad con el álgebra que con la aritmética, y de la misma manera que se necesitan ciertas calificaciones si queremos comprender y saborear una fórmula matemática, así también el espectador tiene que haber sido educado como debe si ha de comprender y saborear las formas del arte comunicativo. Este es el caso, sobre todo, si el espectador ha de comprender y saborear obras de arte que están escritas, por decirlo así, en un lenguaje extraño y olvidado; lo cual se aplica a la mayoría de los objetos expuestos en nuestros museos.
Algunos han respondido a la pregunta «¿cuál es el uso del arte?» diciendo que el arte es por el arte mismo; y no deja de ser extraño que aquellos que sostienen que el arte no tiene ningún uso humano hayan subrayado al mismo tiempo el valor del arte. Trataremos de analizar las falacias que implica esto.
Antes nos hemos referido al pensador de clase que no tiene ningún uso para el arte y que está dispuesto a prescindir de él como parte esencial del conjunto de la fantasía burguesa. Si pudiéramos descubrir a un pensador tal, ciertamente estaríamos muy felices en estar de acuerdo con él en que toda la doctrina del arte por el arte, y todo el asunto del «coleccionismo» y del «amor al arte» no es más que una aberración sentimental y un medio de escapar de las cuestiones serias de la vida. Estaríamos muy dispuestos a estar de acuerdo en que cultivar meramente las cosas más elevadas de la vida —si el arte es una de ellas— en las horas de ocio que han de obtenerse mediante una mayor sustitución de los medios de producción manuales por medios mecánicos, es tan vano como pueda serlo el cultivo de la religión por la religión únicamente los domingos; y en que las pretensiones del artista moderno son fundamentalmente ilusorias y egóticas.
Desafortunadamente, cuando descendemos a los hechos, descubrimos que el reformador social no es realmente superior a la ilusión de la cultura vigente, sino que sólo está irritado por una situación económica que parece privarle de esas cosas más elevadas de la vida que la riqueza puede proveer más fácilmente. Mucho más que ver claro lo que son, el trabajador envidia al coleccionista y al «amante del arte». La noción que tiene del arte el esclavo del salario no es más realista o práctica que la de un millonario, de la misma manera que su noción de la virtud no es más realista que la del predicador de la bondad por la bondad misma. No ve que si necesitamos el arte sólo si es arte, y que si debemos ser buenos sólo si y por ser buenos, el arte y la ética se convierten en meras materias de gusto, y no puede suscitarse ninguna objeción si decimos que nosotros no tenemos ningún uso para el arte porque no nos agrada, o que no tenemos ninguna razón para ser buenos, porque preferimos ser malos.
Si el uso y el valor no son de hecho sinónimos, es sólo porque el uso implica la eficacia, y, sin embargo, el valor puede otorgarse a algo ineficiente. San Agustín, por ejemplo, señala que la belleza no es simplemente lo que nos agrada, porque hay gentes a quienes agradan las deformidades; o, en otras palabras, valoran lo que en realidad es inválido. El uso y el valor no son idénticos en la lógica, pero en el caso de un sujeto perfectamente sano, coinciden en la experiencia; y esto lo ilustra admirablemente la equivalencia del alemán , «usar», y el latín , «disfrutar, saborear». Tampoco el dinero, la fama, o el «arte» pueden considerarse explicaciones del arte. El dinero no puede serlo porque, aparte del caso de la manufactura para el provecho en vez de para el uso, el artista por naturaleza, cuyo fin en vista es el bien de la obra que ha de hacerse, no trabaja para ganar, sino que gana para poder seguir siendo él mismo, es decir, para poder seguir trabajando en eso que él es por naturaleza; de la misma manera que come para poder seguir viviendo, en vez de vivir para poder seguir comiendo. En cuanto a la fama, sólo necesita señalarse que la mayor parte del arte más grande del mundo se ha producido anónimamente, y que si un trabajador sólo persigue la fama, «cualquier hombre digno debería avergonzarse de que las buenas personas sepan esto de él». En cuanto al arte, decir que el artista trabaja por el arte es un abuso de lenguaje. El arte es eso lo que un hombre trabaja, suponiendo que esté en posesión de su arte y que tenga el hábito de su arte; de la misma manera que la prudencia o la conciencia es eso por lo cual actúa bien. Ni el arte es el fin de su trabajo, ni la prudencia es el fin de su conducta.
Confusiones tales como éstas sólo son posibles porque bajo las condiciones establecidas en un sistema de producción para el provecho más bien que para el uso, hemos olvidado el significado de la palabra «vocación», y sólo pensamos en términos de «empleos». El hombre que tiene un «empleo» trabaja por motivos extralaborales, y puede ser completamente indiferente hacia la calidad del producto, del que tampoco es responsable; todo lo que quiere, en este caso, es asegurarse una participación adecuada en los beneficios esperados. Pero un hombre cuya vocación es específica, es decir, que está natural y constitucionalmente adaptado e instruido en un tipo u otro de hacer, aun cuando se gane la vida con este hacer, está haciendo realmente lo que más ama; y si es forzado por las circunstancias a hacer algún otro tipo de trabajo, aunque esté mejor pagado, este hombre es en realidad muy infeliz. La vocación, ya sea la del granjero o la del arquitecto, es una función; en lo que concierne al hombre mismo, el ejercicio de esta función es el medio más indispensable de su desarrollo espiritual, y en lo que concierne a su relación con la sociedad, es la medida de su dignidad. Exactamente en este sentido, Platón dice que «se hará más, y mejor, y con mayor facilidad, cuando cada cual haga sólo una cosa, de acuerdo con su genio; y esto es la justicia para cada hombre en sí mismo». La tragedia de una sociedad organizada industrialmente sólo para el provecho es que a cada hombre, en lo que él es en sí mismo, se le niega esta justicia; y una sociedad tal como ésta, literal e inevitablemente, hace el papel del Diablo con respecto al resto del mundo.
El error básico de lo que hemos llamado la ilusión de la cultura es la asunción de que el arte es algo que ha de hacer un tipo especial de hombre, y particularmente el tipo de hombre que llamamos genio. En oposición directa a esto, tenemos el punto de vista normal y humano de que el arte es simplemente la manera correcta de hacer las cosas, ya sean sinfonías o aeroplanos. En otras palabras, el punto de vista normal no asume que el artista sea un tipo especial de hombre, sino que todo hombre, que no es un mero holgazán y un parásito, es necesariamente un tipo especial de artista, habilidoso y contento con la hechura u ordenamiento de una cosa u otra de acuerdo con su naturaleza e instrucción.
Las obras de un genio tienen muy poco uso para la humanidad que, invariable e inevitablemente, no comprende, distorsiona y caricaturiza sus manierismos al tiempo que ignora su esencia. Lo que importa no es el genio, sino el hombre que puede producir una obra maestra. Pues, ¿qué es una obra maestra? Ciertamente, no es, como se supone comúnmente, un vuelo de la imaginación individual, más allá del alcance común de su propio tiempo y lugar, y más para la posteridad que para nosotros mismos; sino, por definición, una obra hecha por un aprendiz al cierre de su aprendizaje, obra con la que prueba su derecho a ser admitido plenamente en la cofradía de un gremio, o como diríamos ahora, en un sindicato, en calidad de maestro. La obra maestra es simplemente la prueba de competencia que se espera y se requiere de todo artista graduado, a quien no se le permite establecer su taller propio a menos que haya producido tal prueba. Del hombre cuya obra ha sido aceptada por un cuerpo de expertos practicantes, se espera que siga produciendo obras de idéntica calidad durante el resto de su vida; es un hombre responsable de todo lo que hace. Todo esto forma parte del curso normal de las cosas, y lejos de considerar las obras maestras como meras obras antiguas conservadas en los museos, el trabajador adulto debería avergonzarse si algo que él hace no llega al nivel de la obra maestra, o es menos que apropiado para ser expuesto en un museo.
El genio habita en un mundo suyo propio. El maestro artesano vive en un mundo habitado por otros hombres; tiene vecinos. Una nación no es «musical» porque haya grandes orquestas mantenidas en sus capitales y apoyadas por un círculo selecto de «amantes de la música», ni siquiera lo es porque estas orquestas ofrezcan programas populares. Inglaterra era un «nido de pájaros cantores» cuando Pepys podía insistir en una baja capacidad de la doncella para asumir un papel difícil en el coro de la familia, a falta de lo cual no sería contratada. Y si las canciones folklóricas de un país se recogen ahora entre las cubiertas de los libros, o como lo expresa el cantor mismo, «se meten en un saco», o si, de la misma manera, consideramos el arte como algo que hay que ver en un museo, no es que se haya algo, sino que sabemos que algo se hace , y nos alegraría preservar su memoria.
Así pues, hay otras posibilidades de «cultura» distintas de las que consideran nuestras universidades y grandes filántropos, y otras posibilidades de realización distintas de las que pueden exhibirse en las galerías de pintura. No negamos que el pensador de clase pueda estar perfectamente justificado en su resentimiento contra la explotación económica; en cuanto a esto bastará señalar de una vez por todas que «el trabajador merece su salario». Pero lo que el pensador de clase, como hombre, y no meramente en su evidente papel de explotado, debe exigir y apenas se atreve a exigirlo nunca, es una responsabilidad humana por lo que hace. Lo que el sindicato debe exigir a sus miembros es un cumplimiento de maestro. Lo que el pensador de clase que no es meramente un victimario, sino también un hombre, tiene derecho a pedir, no es tener menos trabajo que hacer, ni poder dedicarse a un tipo de trabajo diferente, ni tener una participación mayor en las migajas culturales que caen de la mesa del rico, sino la oportunidad de que lo que hace por un salario le proporcione tanto placer como el que puede obtener en su propio jardín o en su vida familiar; en otras palabras, lo que debe exigir es la oportunidad de ser un artista. Ninguna civilización que le niega esto puede ser aceptada.
Con o sin máquinas, lo cierto es que siempre habrá un trabajo que hacer. Hemos intentado mostrar que aunque el trabajo es una necesidad, no es en modo alguno un mal necesario, sino que, en el caso en que el trabajador es un artista responsable, es un bien necesario. Hasta ahora hemos hablado desde el punto de vista del trabajador, pero apenas es necesario agregar que depende tanto del patrón como del artista. El trabajador deviene un patrón tan pronto como procede a comprar para su propio uso. Y en cuanto a éste mismo como usuario, sugerimos que el hombre que, cuando necesita un traje, no compra dos trajes de confección hechos con género de mala calidad, sino que encarga un traje de buena tela a un sastre experimentado, es mucho mejor patrón y mejor filántropo que el hombre que se limita a adquirir una obra de un maestro antiguo y la regala a la nación. El metafísico y el filósofo también están implicados; uno de los principales cometidos del profesor de estética debería ser acabar con la superstición del «Arte» y con la del «Artista» como una persona privilegiada, de otro tipo que los hombres ordinarios.
El explotado no debería resentirse sólo por el hecho de la inseguridad social, sino por la situación de irresponsabilidad humana que se le impone bajo las condiciones de la manufactura para el provecho. Debe darse cuenta de que la cuestión de la propiedad de los medios de producción es ante todo una cuestión de significación espiritual, y que sólo secundariamente es un problema de justicia o injusticia económicas. Mientras el pensador de clase proponga vivir sólo de pan, o aunque sea de pastel, no es mejor ni más sabio que el capitalista burgués a quien afecta despreciar; tampoco sería más feliz en el trabajo sustituyendo muchos amos por pocos. Mientras consienta en la inhumana deificación del «arte» implícita en la expresión «el arte por el arte», importa poco si propone prescindir del arte, o tener su parte en él. Que se sacrifique a sí mismo en el altar del «arte» no es más conductivo al fin último, y presente, de la felicidad del hombre que sacrificarse a sí mismo en los altares de una Ciencia, Estado o Nación personificados.
Por el bien de todos los hombres negamos que el fin del arte sea el arte por el arte. Por el contrario, «la industria sin arte es brutalidad»; y devenir un bruto es morir como hombre. En ambos casos se trata de carne de cañón; hay poca diferencia entre morir súbitamente en la trinchera o en una factoría día tras día.
La Filosofía cristiana y oriental del arte ( Cap IV ¿CUÁL ES EL USO DEL ARTE?)
A. K. Coomaraswamy
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