DIARIO DE ÁVILA
DOMINGO 14 DE NOVIEMBRE DE 2010
A LA LUZ DE UNA CANDELA. JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Las señales del fin
Ya he escrito que me parece que, co mo siempre ha ocurrido en la historia, las primeras señales de un profundo cambio histórico se ven o se barruntan entre quienes viven en el campo, y que esto también ocurrió en las vísperas de la caída de Roma, por ejemplo, porque casi solo en el campo los romanos de entonces tenían un abuelo o bisabuelo romano; y también cuando vieron que, en los dulces atardeceres del otoño, aquellos bárbaros que vivían, como quien dice, a un tiro de piedra, bajaban a comer los dulces higos de los huertos y jardines de las hermosas villas y las pequeñas propiedades agrícolas.
Y lo cierto era que, para esas fechas, ya había muchos de esos bárbaros que se habían asimilado perfectamente, y estaban incluso en las filas del Ejército de Roma yen la Administración, mientras que había muchos romanos que soñaban con la maravilla de ser bárbaros, y sentían el deseo y la envidia de serlo, porque al expresarse así echaban un poco de pimienta en sus vidas, haciéndose subversivos en los postres del banquete de Trimalción, que ya ofrecía nueva cocina, o en las veladas de sus villas campestres. Y bien seguros de que llevarían la misma vida cuando los bárbaros llegasen.
El tiempo pasó en verborrea y cabildeos, o debates como se dice ahora, los impuestos se hicieron confiscatorios y resultaron insoportables, los políticos eran más incompetentes y más alegremente optimistas, la maquinaría militar comenzó a fallar; y un día ya no quedó más tiempo. Un bárbaro inteligente y bastante expeditivo se presentó a las puertas mismas de la ciudad de Roma, y los romanos ya no pudieron hacer otra cosa que ofrecerle un trato para llegar a un entendimiento.
Los romanos comenzaron a hablar, muy fieros, refiriéndose a su superioridad militar, pero Alarico les contestó con una metáfora campesina, asegurando que cuanto más gruesa es la hierba más fácil es cortarla, y decidió sin más llevarse de la ciudad todo el oro, la plata, y todo aquello transportable que tuviera valor, y, desde luego, a todos los esclavos bárbaros. «¿Y entonces qué nos queda después de esto?», preguntaron los romanos, yAlarico respondió: «la vida».
Así concluyó la historia de los higos que desde el principio intrigó a los campesinos, por la sencilla razón de que, si en el campo se oye un ruido extraño, sucede algo que nunca ha sucedido y no debe suceder, o si las estrellas relucen un poco más o un poco menos que como debe ser, no es que vaya a pasar algo, es que ya está pasando.
Aunque esas gentes del campo saben que, si lo dicen, no se les hará ningún caso y se les acusará de carecer de cultura política; así que, por mi parte, si digo y recuerdo todo esto, es a mero título de curiosidad, y avisando, por supuesto, de que cualquier coincidencia con la realidad sería una mera coincidencia.
Y, sobre todo, porque nuestro destino no tiene el aspecto de que vaya a ser tan benevolente como el de los romanos.
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