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EL INFIERNO
Nikolái Aleksándrovic Berdiáiev (Kiev 1874-Paris 1948)
Destino del hombre(1937),
capítulo II
La ética filosófica no se ha interesado en absoluto por el problema del infierno, que no obstante, no
es solo el problema final de la ética, sino su problema fundamental, sin la
solución del cual permanece en la superficie. Puede extrañar que los hombres
piensen tan poco en el infierno y estén tan poco torturados. Ahí, más que en
cualquier otra cosa, se manifiesta su superficialidad- El hombre es capaz de
contentarse con una vida en la “superficie” y entonces la visión del infierno le está disimulada.
Habiendo perdido la consciencia de la vida eterna, se ha liberado de este
problema torturante, y ha rechazado la responsabilidad. Nos enfrentamos de
partida a la antinomia moral, que parece
racionalmente irresoluble.
El alma tiene con ella misma un diálogo interior y
contradictorio relativo al infierno, en el curso del cual ninguna de las partes
triunfa definitivamente: ahí yace lo trágico del problema. La negación
contemporánea del infierno, hace la vida demasiado fácil, demasiado superficial
e irresponsable. En cuanto a su afirmación, priva de todo sentido a la vida
moral y espiritual, transcurriendo esta
entonces enteramente bajo el signo del suplicio. Ahora bien por el suplicio se
puede obtener todo del hombre. Sin embargo lo que se obtiene por miedo a los
tormentos está privado de valor y
significación y no puede considerarse como una adquisición moral y espiritual.
Todo lo que el hombre no cumple por amor de Dios y de la vida perfecta está
desprovisto de alcance espiritual, a pesar de que el motivo del miedo haya sido
el más usado, en el pasado, en la vida religiosa. No se puesto suficiente
atención a este elemento del problema del infierno. En efecto, si el infierno
existe y si me amenaza, el amor desinteresado que
habría podido tener a Dios se vuelve imposible, yo tampoco me determino por una aspiración a la perfección, sino por
el deseo de evitar los tormentos eternos. El infierno vuelve al hombre
utilitarista, hedonista y eudemonista, le priva de un amor puro por la verdad.
Había la verdad profunda en los místicos que consentían en la perdición en
nombre del amor de Dios. El apóstol Pablo particularmente aceptaba estar
separado del Cristo en nombre del amor de los hermanos. Encontramos este motivo
en la mística quietista, en FéneIón, pero fue condenado por el eudemonismo y el
utilitarismo católico. Este amor estuvo vivido de una manera particularmente
profunda por Marie des Vallées, que consentía en las penas del infierno para
obtener la salvación de los condenados a la perdición (1). Los místicos se
elevaron siempre sobre el utilitarismo y
sobre el eudemonismo religioso, impre gnados por una idea vulgarizada del
infierno, por el terror ante la perdición y por la sed de salvación. La idea de
la beatitud, de los sufrimientos
eternos, de la salvación y de la perdición, sigue siendo una idea exotérica,
una refracción de la revelación de la vida divina en la cotidianeidad social.
La religión que se mantiene bajo la influencia de la cotidianeidad contiene
siempre un elemento utilitario. Sólo la mística que se eleva hasta el
desinterés está liberada. La salvación no es la última verdad, es sólo una
transcripción utilitaria y vulgarizada de la verdad relativa al Reino de Dios,
al amor por Dios y a la obtención de la vida perfecta, dicho de otra manera relativa
a la deificación (δεωσισ). Este punto de vista por otra parte no elimina de ninguna
manera el mismo problema del infierno y no embota el sufrimiento que contiene.
Así es como se expresa uno de los interlocutores en este diálogo interior del
alma.
Pero en seguida se hace oír otra voz, que evoca todas las antinomias con cual nos topamos cuando
pensamos en el infierno. En efecto, si no se puede tolerarlo, si es inadmisible
para la conciencia moral, no podemos no obstante rechazarlo simplemente, efectuándose
esta negación al precio del abandono de ciertos valores indiscutibles. Nada más
fácil, en suma, que de negar el infierno, rechazando la persona y la libertad. Si la persona no
pertenece a la eternidad, si el hombre no es libre y puede ser forzado a hacer
el bien y a acceder al
(1) Ver a Emilio Dermengem: la vida admirable y las
revelaciones de Marie des Valleés.
Paraíso, no existe. La idea del infierno está pues ontológicamente vinculada a la libertad y a la persona, y no
a la justicia y a la retribución. Por extraño que esto pueda aparecer, es el
postulado moral de la libertad de la libertad del espíritu humano. No es la
idea del triunfo de la justicia o del castigo de los malvados que lo requiere,
sino necesidad para el hombre de no ser
violentado por el bien e introducido a la fuerza al paraíso. En ciertos
aspectos, el hombre goza del derecho moral de preferir el infierno al paraíso. Esto
reside toda la dialéctica moral relativa al infierno.
La justificación del infierno, fundada sobre la idea de
justicia, tal como ella se presenta en Santo Tomás de Aquino y en Dante, es la que indigna más y la que menos profundiza. En la idea del
infierno, se expresa el sentimiento intenso de la persona, de su
indestructibilidad. Tal es su fundamento ontológico. La disolución panteísta y
la desaparición de la persona en Dios revocan ciertamente la idea del infierno,
pero significan una negación de la persona. Toda evaluación que opera una
división entre dos reinos ya es un comienzo del infierno. Encontramos en Santo Tomás de Aquino o Dante, un pathos de
la división que prepara el infierno. Y todo el problema consiste en saber cómo
evitar a este último, sin renunciar a la evaluación y a la distinción. La lucha contra
el infierno no implica no obstante el cese de la lucha contra el mal, sino su culminación.
Toda la cuestión se resume en suma a esto: ¿ el infierno verdaderamente es el
bien, como lo pretenden sus "buenos" defensores?
En el diálogo interior que tiene sobre el infierno, en la
dialéctica que se revela allí, el alma se coloca sea en un punto de vista subjetivo, sea en un
punto de vista objetivo; ella encara el problema sea del interior, sea del exterior. De donde, necesariamente,
una contradicción. En efecto, podemos mirar el infierno desde el punto de vista
del hombre, como podemos mirarlo desde el punto de vista de Dios. Cuando se lo
considera desde el punto de vista de Dios, es decir en objetivándolo, se vuelve
ininteligible, inadmisible y repugnante. No puede hacerse la idea de que Dios
pudo crear el mundo y el hombre previendo el infierno, que pudo preestablecer este último partiendo de la idea de justicia,
que lo tolera como un círculo diabólico del ser paralelamente a su Reino. Contemplado desde este punto de
vista, el infierno corresponde al fracaso de la creación. El infierno
objetivado, en tanto que esfera particular de la vida eterna, es netamente intolerable, impensable y simplemente
incompatible con la fe en Dios. Un Dios que admitiera conscientemente los
tormentos eternos, no sabría ser Dios, se emparentaría con el diablo. La
justificación del infierno, como expiación de los malvados debiendo satisfacer a
los buenos, es sólo un cuento comparable a aquellos en que se amenaza a los
niños, no contiene nada de ontológico, está tomada en préstamo a la banalidad social. La idea que el infierno pueda ser el justo
castigo de las herejías dogmáticas es uno de los productos más lamentables y
más monstruosos de la cotidianeidad triunfante. No existe infierno, en tanto
que esfera objetivada del ser, eso es una idea totalmente atea y admitirlo revertería
en negar a Dios. Es por eso que ninguna ontología concerniente a él es posible;
toda tentativa de elaborar una provocaría contra sí una indignación justa y una
rebelión.
Pero todo cambia, cuando nos colocamos desde el punto de
vista del sujeto, desde el punto de vista del hombre. Entonces otra voz habla,
y el infierno se nos vuelve accesible: es vivido en la experiencia humana. En
efecto, impensable como esfera objetiva del ser, el infierno es admisible como
esfera subjetiva; igual que el paraíso, deviene un símbolo de la experiencia
espiritual. Su experiencia corresponde a
un aislamiento en el sujeto, a una imposibilidad de integrar al ser objetivo; es una absorción
en sí, para la cual la eternidad se cierra, no dejando subsistir más que el mal
infinito. El “infierno eterno” es una conjunción viciosa y contradictoria de
palabras, el infierno que es precisamente una negación de la eternidad, una
imposibilidad de acceder y de estar en comunión allí. No puede existir ninguna
eternidad infernal, no puede existir más
que una eternidad divina. Sin embargos, un mal infinito de tormentos puede
desplegarse en el sujeto. La experiencia, donde fue sacada la idea del infierno eterno, es la que vive el hombre, en la
esfera subjetiva, como no teniendo término. Nos es dado conocer sufrimientos
que nos parecen infernales, precisamente porque nos parecen infinitas. Pero
esta infinidad no tiene, nada que hay que ver con la eternidad ni con el ser
objetivo: está determinada por el aislamiento del sujeto en su sufrimiento
solitario. Objetivamente, puede no durar más que un instante, que una hora o
que un día, aunque el intitule eterno.
El infierno no existe en ninguna parte fuera de esta esfera no óntica, del aislamiento del
sujeto en él mismo. Es una duración infinita en el tiempo. Su suplicio es precisamente
temporal, por el hecho de que se encuentra en el tiempo malo. No están en el
infierno más que los que quedan en el tiempo, sin pasar a la eternidad, los que
quedan en la esfera subjetiva aislada, sin integrarse en la esfera objetiva del
Reino de Dios. Pero no podemos quedar en
el tiempo más que " por un tiempo”, no podemos permanecer allí ad eternum. Sin embargo, si el infierno
es por su esencia una esfera ilusoria, puede ser para el hombre más grande realidad
psicológica y subjetiva; Siendo una fantasmagoría, que no sabría ser eterna,
puede ser vivida, por él, como infinita.
Los fantasmas que crean las pasiones precipitan al hombre en
el infierno. Es así es como se teje la trama ilusoria de pesadillas y sueños, por
las que el hombre no puede despertarse en la eternidad, pero que, precisamente
por esta razón, no sabrían ser eternos. Estas pesadillas infernales no tienen
nada de objetivamente óntico. No es de ninguna manera la justicia objetiva de
Dios que determina al hombre a vivirlos, sino su propia libertad irracional, atrayéndole al
no ser pre-original. No obstante, este no ser adquiere un carácter infernal
después de la experiencia del ser, después de la de la vida en el mundo divino.
En efecto, la prueba de los tormentos infernales no es posible, para la
criatura, más que en la medida en que la imagen de Dios no está definitivamente ensombrecida en ella, en que la luz divina
todavía alumbra las tinieblas de las malas fantasmagorías. Si esta imagen y
esta luz divinas desaparecieran, las torturas cesarían, y resultaría de eso un retorno definitivo al no
ser. Porque la perdición absoluta no es concebible, más que en tanto no ser
ignorante de todo sufrimiento. En el suplicio infernal, no es Dios, sino el
hombre mismo que se inflige una tortura; no obstante, se lo inflige por la idea
que tiene de Dios. La luz divina deviene la fuente de sus tormentos, en lo que
evoca ante lo que está destinado. La lucha contra las fuerzas del infierno
corresponde a una lucha a favor de una sobriedad, a favor de un vigor y a favor
de una integridad de la conciencia tales, como ellas sean capaces de despertar
al ser, en la eternidad, de esta espantosa pesadilla que se prolonga en cierto modo en el tiempo infinito. La fantasmagoría
infernal marca la pérdida de lo integralidad de persona y la fuerza sintetizante
de su consciencia , pero en ella, aunque bajo una forma fraccionada, la una y
la otras perpetúan su existencia y sus sueños. Estos elementos despedazados de
la persona conocen una soledad absoluta.
El franqueo de los sueños torturantes, que corresponden a un
estado intermediario entre el ser y el no ser, se efectúa o por la victoria de la
conciencia integral de la persona, o por su retorno al ser auténtico y su pasaje
a la eternidad, o por la destrucción definitivo del consciente fraccionado y su integración al no
ser absoluto. El hombre procede del subconsciente, pasa por el consciente, y se
dirige hacia el supra consciente. La integridad de la plenitud se obtiene sólo
en la vida supra-consciente. Nuestra vida "consciente" encierra en
ella, desde el nacimiento hasta la muerte, estados soñadores que prefiguran la
pesadilla del infierno. Estos estados son creados por las pasiones pecadoras.
En ellos, el consciente es mutilado por el subconsciente no iluminado y no transfigurado. Pero la vida
del hombre conoce otros sueños y otros pensamientos que contienen una
prefiguración del paraíso, en los que la vida del supra consciente se entreabre
y el subconsciente se transfigura y se eleva.
En suma, el problema del infierno corresponde al problema de
las correlaciones del subconsciente, del
consciente y del supra-consciente. La lucha contra el infierno coincide con el despertar
del supra-consciente, es decir de la
vida espiritual, sin la cual las relaciones del subconsciente y del consciente
engendran pesadillas. El consciente por sí mismo no representa la obtención de
la integralidad de la persona. Ahora únicamente esta integralidad que permite
luchar contra sus elementos dispersos que precipitan en el infierno. La integralidad
desaparece en el infierno, debido a la absorción, al aislamiento de la persona
en ella misma, de su egocentrismo, de su mala soledad, es decir de una
impotencia para amar. Conocemos este estado de cosas, por haberlo constatado en
la experiencia de nuestra vida, que se desarrolla
en la zona intermediaria del consciente. La integralidad original subconsciente
y elemental nos es negada después del despertar del consciente y la experiencia
de su desdoblamiento. No se trata más, desde entonces, que de un movimiento en
altura, hacia el paraíso de la supra-consciente, o de la caída en los estados
infernales que conservan fragmentos del consciente. El dolor y el tormento están
vinculados al consciente, pero éste no puede ser destruido definitivamente. Su
aparición marca un desgarro y él mismo languidece después de la integralidad. No
obstante su desdoblamiento puede degenerar en una disociación total, en la cual
el dolor y el sufrimiento se
intensificarán.
En el hombre, el consciente diurno y vigilante no está
escindido tan radicalmente por el inconsciente nocturno y soñador, como imagina
la cotidianeidad. En el mundo antiguo, en el alba de la historia, esta distinción estaba
todavía menos delimitada y el hombre confundía el "sueño" con la
" realidad”. Allí estaba por otra parte la atmósfera que presidió la
creación de los mitos. La idea del infierno no se precisó completamente más que
en la conciencia cristiana. En realidad, se había engendrado en los pueblos
antiguos, pero estos no la habían relacionado con la idea de penalidad. Hadès,
el reino subterráneo de las sombras, el lugar intermediario entre el ser y el
no ser, era el destino triste de los mortales. El griego antiguo no conocía
nada que pudiera liberarlo de eso. La idea de la existencia post-mortal del
alma estaba vinculada a la existencia de los dioses ctónicos. Es allí donde se
engendra la trama psíquica de las pesadillas
infernales, las visiones de una semi-existencia subterránea, crepuscular y torturante.
La concepción trágica del mundo, que tenían griegos, se reconciliaba con el
triste destino de los humanos. Sin embargo, su atrocidad provenía de lo que los
mortales no estaban sometidos a una muerte definitiva, de que una semi-vida,
una semi-conciencia, un semi-ser, semejante a un sueño triste del que el hombre
no se hallaba en situación de
despertarse, le estaban reservados. La
aristocracia griega organizó el Olimpo por encima de este reino subterráneo. Es
en los misterios donde el griego antiguo buscaba a la victoria definitiva sobre
la muerte y la comunión en la inmortalidad auténtica. Pero en él, la noción de
la existencia de dos campos, la de los "buenos" y la de los "malvados",
la noción de la lucha de dos principios universales y de la victoria lograda sobre
Satanás, fue relativamente poco expresada. El dualismo religioso y moral era
sobre todo inherente a la conciencia persa y alcanza una intensidad particular
en el maniqueísmo.
No sabríamos impugnar que la escatología bíblica hubiera sufrido su
influencia y que la idea del diablo y de su reino, que encontramos en el
cristianismo, remonte a esa fuente. En realidad, la conciencia cristiana no llegó jamás a liberarse de elementos a maniqueos.
Cuando la concepción del infierno se cristalizado, el antiguo sentimiento de
venganza, trasladado del tiempo a la eternidad, se añadió a eso. Lo constatamos
particularmente en Dante. Y la antipatía que Feodoroff le tenía al autor de la
Divina Comedia, que consideraba como el genio de la venganza, es perfectamente
comprensible. La conciencia humana se representaba el infierno bajo dos formas:
o como el triste destino y la perdición de la humanidad en general, no
existiendo la salvación y el Reino de
Dios no estando destinado más que a los
dioses; o como el triunfo alcanzado por
la justicia penal sobre los malvados, después de que se hubiera revelado la
salvación de los buenos. La visión original del infierno corresponde a los
sueños lamentables de la humanidad pecadora, que ignoraba la salvación, siendo a la vez incapaz de vivir en la eternidad y de
morir definitivamente. La segunda visión está creada por los que descubrieron
la salvación: el infierno está destinado
a " malvados” por los que se ven como " buenos”. Es imposible admitir que el
infierno fue creado por Dios; no puede serle más que por el diablo, por el pecado humano. Pero por
desgracia, si está creado para los "malvados " y el " mal ",
está creado para ellos, en una medida mucho más grande, por los "buenos "
y el " bien". Los "malvados" crean el infierno para ellos mismos, mientras
que los " buenos, lo crean para otros, y
durante siglos éstos afirmaron y fortificaron esta concepción. Eso fue una corriente poderosa del pensamiento cristiano,
penetrando por una noción antievangélica de la justicia. Los primeros doctores
griegos de la Iglesia fueron los menos responsables de eso. Esta tendencia
principalmente fue la del pensamiento occidental, comenzando con San Agustín y
acabando por Santo Tomás de Aquino y Dante (1). Esta concepción del infierno,
creado por los "buenos " para los " malvados", triunfa en
todos los catecismos y en todos cursos oficiales de teología. Se apoya en
textos evangélicos, que son tomados literalmente, sin penetrar el lenguaje
lleno de imágenes y sin comprender la simbología. Si actualmente, esta interpretación
turba la conciencia cristiana, no hacía más que regocijarla anteriormente.
(1) Ver a Tixeront, Historia de los
dogmas en la antigüedad cristiana.Tixeront es católico, pero muy objetivo,
reconoce que la noción de la salvación universal era más inherente a Oriente y
la del infierno a Occidente.
Todas las antinomias, vinculadas al problema de la libertad
y de a necesitado, no solamente están aplicadas a la naturaleza del infierno,
sino que se intensifican en esta
adaptación, engendrando nuevas dificultades. En efecto, si por humanitarismo,
admitimos la necesidad, dicho de otra manera la determinabilidad de la
salvación universal, estamos obligados a
rechazar la libertad de la criatura. Así es como la doctrina de Orígenes sobre la
apocatástasis choca con su propia teoría de la libertad. Según ella, toda la
criatura estará forzada, en definitiva, a entrar en el Reino de Dios. El
infierno existe, pero no es más que temporal. Entonces, bajo esta forma, el
infierno se reduce siempre al purgatorio y adquiere un significado puramente
pedagógico. En el diálogo interior tenido sobre el infierno, las palabras de Orígenes
corresponden al sentimiento permanente de una parte del alma humana (1). Cuando
Orígenes nos dice que el Cristo permanecerá sobre la cruz y que Gólgota se
prolongará mientras quede un único ser en el infierno, proclama una verdad eterna. Y
sin embargo debemos reconocer que la idea de la predeterminación de la
salvación es una racionalización del
misterio de los destinos finales, del misterio de la escatología. Pero entonces
¿la afirmación opuesta, que sostiene la
predeterminación del infierno en la consciencia divina y la predestinación para
la condenación eterna es más aceptable? Lo es todavía menos, ciertamente. Y
bajo este aspecto, Orígenes es superior a Calvino, y comporta una verdad más
grande y moral que San Agustín. Venimos a chocar aquí con la antimonia fundamental, que conoce el alma,
cuando está torturada por el problema del infierno: la libertad del hombre, de la criatura, no admite
la salvación impuesta y determinada, y esa misma libertad se levanta contra la idea del infierno como destino irrevocable. No podemos rechazar el infierno,
porque chocamos entonces con la
libertad, y no podemos reconocerle, porque la libertad se eleva contra esta
admisión. ¿Cuál es pues la solución?
En realidad, el infierno corresponde a la libertad meónica,
irracional y sombría, que ha degenerado en una adversidad inevitable.
(1) En el siglo XIX, Jean Reynaud fue un origenista seductor .
Ver su obra Tierra y Cielo, donde se
encuentran interesantes pensamientos sobre
el infierno expresadas, como siempre en él, en forma de diálogo entre un
teólogo y un filósofo.
La conciencia
cristiana niega la existencia de la fatalidad, en el sentido antiguo del
término, como incompatible con Dios y
con la libertad humana, sin comprender que la introduce en su fe gracias a la
noción del infierno. Se me opondrán, es verdad, que el infierno es el destino
de los "malvados" y que los "
buenos" lo ignoran y están libres de eso. Pero esta objeción permanecerá en
la superficie, porque la libertad de los "malvados " no permanecerá
menos una libertad fatal. Y esta libertad sombría y mala que no sufrió la
acción de la gracia, que puede renunciar al paraíso y preferir el infierno, es
un destino que el cristianismo reconoce. Esta predilección por el infierno resulta
una fatalidad pesando sobre la criatura.
La antinomia de la libertad y de la necesidad se expresa no
solamente con relación al hombre, sino
también con relación a Dios. Y la imposibilidad que experimentamos para resolverlo
engendra la doctrina de la predestinación. En efecto, si Dios prevé, o más
exactamente sabe, desde toda la eternidad, hacia la que se volverá la libertad,
de la que dotó a la criatura, predestinó por esto mismo ciertos a la salvación y otros a la perdición. Esta
doctrina temible transforma en destino no solo la libertad, sino a Dios mismo.
Es la una de las racionalizaciones del misterio de los destinos finales y
ciertamente la más indignante. Pero el infierno no sigue siendo menos un destino: sea el de la predestinación
divina, o sea el de la libertad humana. La antinomia permanece insoluble y el
diálogo interior del alma humana, impotente para resolver la cuestión, se prolonga. En suma, este
diálogo mismo representa ya una estancia en el fuego del infierno. Esta dialéctica
puede ser empujada tan lejos, que acabará por reconocer que Dios mismo es merecedor
del infierno. Es por otra parte en lo que tropieza este notable y profundo escritor
de la Francia contemporánea, Marcel Jouhandeau, cuando escribe en líneas
punzantes: " La melancolía que puedo darle es terrible: todos los Ángeles
no lo consuelan de mí. Y quién más que él sabe, si no es " el pecado de Dios",
su debilidad única, quererme; si, amándome,
¿Dios no merece compartir el Infierno que me promete? El infierno no está en
otro lugar que en el sitio más ardiente del corazón de Dios" (1). Estas
líneas plantean aquí la cuestión inevitable
de los sufrimientos que Dios mismo conocería, si su amado arde en el fuego del
infierno.
El infierno corresponde a la idea de una fatalidad prolongada
eternamente; porque no comporta más la libertad o gracia que permitirían
sustraerse de eso. Cuando pensamos en el infierno, pensamos en algo
definitivamente fatal e irremediable. La
libertad que conduce al infierno es reconocida, pero la que permitiría evadirse
de eso no lo es: el infierno comportando
una " entrada libre", pero no la " salida". Así, en el
designio divino relativo al mundo, entra el principio de un destino sombrío,
todavía más horroroso que la fatalidad de la conciencia antigua. Y es él que
pesa sobre la consciencia de los cristianos. El infierno en tanto esfera
ontológica particular, designa sea el fracaso divino, sea una fatalidad
conscientemente admitida en ese designio. Llamar esta suerte un triunfo de la
justicia divina, es desnaturalizar la verdad, porque es imposible considerar
que los tormentos en la eternidad, como castigo infligido por crímenes cometidos en el tiempo,
puedan ser una prueba de su realización. La eternidad y el tiempo son
incommensurables. Si debiéramos buscar la justicia, sería más bien en la doctrina del
reencarnación y del Karma; porque en ella, no es la eternidad, sino el tiempo
quien responde del tiempo, y se admite aquí la posibilidad de una nueva y más
gran experiencia que la que fue una vez dada al hombre, del nacimiento a la
muerte. Esta doctrina teosófica es inaceptable para la conciencia cristiana.
Pero es indispensable reconocer no
obstante que el destino humano no puede ser definitivamente fijado más que
después de una experiencia en los mundos espirituales, infinitamente más grande
que la nos toca en la breve vida terrestre.
El infierno es la
consecuencia llevada al extremo de una cierta orientación de la voluntad moral,
qué, por desgracia predomina en la conciencia de la humanidad. Es la que escinde radicalmente el mundo en dos
reinos: el
(1) Ver remarcable novela :Monsieur
Godeau intime. Esta obra analiza, según Ia pneumatología y l Ia metafísica,
las profundidades satánicas. Encontramos también en William Blake
pensamientos interesantes sobre la cuestión Ver: el Matrimonio del Cielo y del Infierno, en los Primeros Libros proféticos.
de los " buenos " y el de " malvados",
los reinos que encuentran su
terminación sea en el paraíso, o sea en
el infierno. E incluso hasta los que jamás llevan su reflexión a problemas
teológicos, desean y afirman el infierno. Los "malvados" son
rechazados allí, lo son ya en esta vida,
en este tiempo. Es cuestión aquí una expulsión moral, desde luego, porque
físicamente la dominación puede ser su prerrogativa. En tanto esfera objetiva,
el infierno es por excelencia la creación de los buenos, a quienes parece ser
el coronamiento de la justicia. Insisto en los términos " esfera objetiva",
pues, en tanto esfera subjetiva, se aplica también a su vida, como una
experiencia que les es familiar. La voluntad humana que procede a una
división radical del mundo en dos partes, concibe el infierno como presidio
eterno, donde los " malvados" aislados, no pueden perjudicar más a los "buenos".
Esta idea del infierno, eminentemente humana, no tiene nada divino; representa la terminación de la vida
universal desarrollándose no " más
allá del bien y el mal " de nuestro mundo pecador, sino de este lado. La
posibilidad de una victoria ontológica sobre el mal, es decir de una
iluminación y de una transfiguración de los malvados, no es contemplada; más
bien, la orientación hacia esa voluntad falta y es una voluntad contraria la que
se afirma. Los buenos experimentan un consuelo en la idea de que el mal será
aislado, castigado, precipitado al infierno. Nadie se preocupa la salvación de
los "malvados" y del Diablo mismo. Se piensa, ciertamente, en la
salvación de los pecadores, ya que todos lo son, pero llega un momento en que algunos son
incorporados a los "malvados" que se han consagrado al Diablo,
entonces se los abandona y se les expide
al infierno. Esta escisión entre el
destino de os "buenos" y el de
los " malvados", este veredicto definitivo, hecho por los primeros
sobre los últimos, es el fruto más monstruosa de una ética considerada sin
embargo como superior.
Es erróneo que el
infierno, en tanto castigo purgado ad
eternum, sea considerado como un juicio de Dios. En esta idea humana,
demasiado humana, se objetiva el lamentable juicio terrestre, que no tiene nada
común con juicio de Dios. Cuando la ortodoxia condena al infierno por herejía, dicta una sentencia humana. Ahora
el juicio de Dios, que espera el alma humana y toda criatura, tendrá
probablemente muy poca analogía con esta condena. Según este juicio, los
últimos serán los primeros y los primeros - los últimos, lo que nuestro cerebro
humano se niegan a comprender. También es inadmisible que el hombre tome sobre
él las prerrogativas del juicio divino. El juicio de Dios vendrá, pero será un
juicio llevado sobre la idea misma del infierno, que se efectuará más allá
nuestra distinción del bien y del mal. Es quizá esta idea la que se refleja en la doctrina de la
predestinación. Cualquiera que sea, la voluntad moral del hombre no puede ser
orientado hacia la expulsión de un único ser al infierno, no puede exigirlo en
tanto realización de la justicia. Puedo aún admitir el infierno para mí mismo, por el hecho que
existe en lo subjetivo; puedo conocer los sufrimientos infernales y considerar
que me son justamente infligidos, pro no puedo conciliarme con la idea de un
infierno para los otros.
Es difícil de comprender y de aceptar la psicología de esos
cristianos devotos que admiten tranquilamente que los que les rodean, a veces
incluso sus próximos, estén en el infierno. En realidad no debería acomodarme a
la idea de que el ser, con el cual tomo el
té, pueda ser condenado al infierno. Si los hombres fueran moralmente
más sensibles, habrían tendido toda su voluntad
hacia la liberación de cada ser
que hayan encontrado en su vida. Y es equivocado atribuir este deseo a los
hombres, cuando favorecen el desarrollo de virtudes morales en los otros y su afirmamiento en la justa fe. La
modificación moral que se impone aquí no puede ser más que una modificación de la actitud con
respecto a los malvados mismos, los réprobos, ella no puede traducirse más que por
el deseo de la salvación para ellos, por la aceptación de compartir su destino.
Eso quiere decir, que no puedo salvarme individualmente, colarme, en cierto
modo, en el Reino de Dios, contando con mis méritos personales. Una concepción
semejante de la salvación destruye la unidad del cosmos. No puedo aceptar el
paraíso para mí, si mis padres, mis allegados, o hasta simplemente los seres
que la vida me ha llevado a encontrar,
deben estar en el infierno, si Boehme es
condenado a eso " como hereje", Nietzsche " como Anticristo",
Goethe como " pagano", y Pouschkine " como pecador". No
puedo concebir cómo a ciertos católicos, que en su teología no sabrían dar un
paso sin Aristóteles, pueden suponer con toda tranquilidad en tanto que
cristiano que arde en el
infierno. Esta concepción se nos ha vuelto intolerable en lo sucesivo, y este
hecho marca un progreso considerable de la conciencia moral. Si estoy en este
punto agradecido a Aristóteles o a Nietzsche, debo compartir su destino, tomar sobre
mí sus tormentos, liberarlos del infierno. La conciencia moral comenzó con la
cuestión divina: " ¿Caín que has hecho de tu hermano Abel?” Se terminará
con esta otra cuestión: " ¿Abel al que hiciste a tu hermano Caín?”
El infierno corresponde al estado que conoce el alma cuando
es incapaz de exteriorizarse; ofrece un egocentrismo llevado al extremo, una
mala y sombría soledad, dicho de otra manera una imposibilidad absoluta de amar. El
infierno crea y organiza a la rotura del alma de con Dios, con mundo divino,
con los otros hombres. En efecto, el alma está aquí separada, ferozmente aislada y sin embargo esclavizada
a todos y a todo. La deformación que sufre la idea del infierno en la
conciencia humana, llega a identificar el pavor que provoca en nosotros al
pavor del juicio divino. Pero lejos de ser la acción de Dios sobre el alma, en
este caso jurídica y penal, el infierno precisamente marca la ausencia de esta
acción. Lo que me aterroriza, no es que el enjuiciamiento de Dios sea austero e inexorable; Dios es
caridad y amor y no puedes temer entregarle su destino; lo que me aterroriza,
es que esta libertad me sea devuelta a mí
mismo. Lo que temo, no es lo que Dios me hará, sino lo que yo me haré a mí
mismo. Es el juicio que el alma lleva sobre sí misma, sobre su propia
impotencia para afirmar la vida eterna, lo
que nos da espanto. En suma, el infierno no quiere decir que el hombre haya
caído en manos de Dios, sino, al contrario, que definitivamente está entregado a mismo. Nada es más temible que nuestra propia libertad méonica
y sombría preparando la vida del infierno. El pavor que se apodera de nosotros con
la idea del juicio divino, es sólo la imposibilidad para el elemento sombrío de
soportar la luz y el amor de Dios, de soportar que esta luz temible sea
proyectada en las tinieblas, que este amor sea girado hacia nuestra animosidad
y nuestro odio. Toda alma humana es pecadora y sometida a las tinieblas; y, por
sus propias fuerzas, no se halla en situación de evadirse de eso hacia la luz.
Ella se inclina entonces a conocer un estado aminorado y crepuscular del ser. No
puede acceder a la vida auténtica por los solos esfuerzos de su libertad. La
esencia misma del cristianismo está vinculada
a este hecho. “El Hijo del Hombre ha venido no para perder las almas, sino para salvarlas.
" Yo vine no para juzgar el mundo, sino salvarlo”. La venida del Cristo precisamente
marca la liberación del infierno, que el hombre se prepara para sí mismo.
Designa una mudanza del alma que, abandonando la creación del infierno, se consagra a la
creación del Reino de Dios. Sin el Cristo Redentor y Salvador, el Reino de Dios
habría sido inaccesible al hombre. Si el Cristo no existe y esta mudanza ligada al Cristo no se produce,
el infierno bajo una o bajo otra forma, es inevitable: es naturalmente creado
por el hombre.
La idea del infierno debe ser totalmente liberada de toda
asociación a los principios del derecho penal. El infierno, en tanto del alma
en sus propias tinieblas, es el resultado inmanente de una existencia pecadora,
y no un castigo transcendente. Testimonia precisamente la imposibilidad de
abandonar la inmanencia para pasar a lo
transcendente. Y solamente la bajada del Hijo de Dios al infierno puede
permitir esta transición. El infierno es el resultado del aislamiento del mundo
natural, cerrado a la intervención de Dios. Entonces toda acción de Dios sobre
el mundo no puede referirse más que a una liberación de este infierno. Una de las
voces que resuenan en mi alma me sugiere que
todos están destinados al
infierno, porque, en una medida más o menos grande, todos parecen condenarse allí. Pero
contemplar así los destinos finales, esto sería no tener en cuenta el Cristo. Es
por eso que otra voz me afirma en seguida que
todos están destinados a ser salvados, que la libertad del hombre debe ser
regenerada desde dentro, sin limitación, precisamente afirma LO que nos viene a
través de Cristo, LO que corresponde a la salvación. No se puede concebir que,
en el mundo espiritual, el diablo sea extrínseco al alma humana: le es
inmanente, es su condenación a ella misma. Si no se adopta el punto de vista del
dualismo maniqueo, debemos considerarlo como un espíritu superior, como una creación divina,
cuya caída no es explicable más que por la
libertad meónica. Así el problema de la
fatalidad se reduce a esta libertad insondable e irracional
La idea del infierno hubo transformado en instrumento de
intimidación de terror religioso y
moral. Pero estas intimidaciones no originan más que una angustia superficial
en el corazón humana. Porque la angustia auténtica no está provocada por las
amenazas de un juicio divino que transcendente, sino por la experiencia
inmanente de un destino del que toda acción divina es excluida. Podríamos
sugerir, de una manera paradójica, que comienza cuando el hombre somete su
destino final a su propio juicio. Porque el juicio de Dios es al mismo tiempo
la acción de la gracia sobre la criatura, la justa definición de las realidades
auténticas y su subordinación a la
realidad suprema, una sumisión en el
orden ontológico, y no en la orden jurídico;
mientras que el veredicto que hace a sí mismo es el más implacable, porque
contiene una tortura de la conciencia, un desdoblamiento, una pérdida de la
integralidad, una existencia disociada en elementos dispersos. Si, durante un
tiempo, la idea temible del infierno mantenía la cotidianeidad social en la Iglesia,
actualmente, en cambio, puede sólo trabar este acceso. La conciencia humana se ha
modificado. Ha acabado de comprender que no se puede, por miedo del
infierno, buscar el Reino de Dios y la
vida perfecto; qué este miedo constituya una afectividad enfermiza que impide
alcanzar la perfección, trabajar en el advenimiento del Reino y que priva todo
la vida de un significado moral. Este miedo, por el cual se esfuerza por
recalentar la vida religiosa, es en realidad una prueba parcial del infierno
mismo, una irrupción en el instante en que se revela el infierno. Y es por eso que los
que suspenden la vida religiosa con
estas intimidaciones, la subordinan, en cierto modo, a la penetración en el
infierno e incitan allí al alma. El infierno es totalmente inmanente y psicológico,
no se puede acordarle nada de trascendente
y de ontológico. Corresponde a un aislamiento sin salida, a la pérdida de toda
esperanza en una liberación de sí. Es la experiencia de la desesperación,
experiencia profundamente subjetiva, marcando ya aquí el nacimiento de la esperanza de una posibilidad de evasión.
No obstante, si la conciencia superior y más madura no puede
reconciliarse con la antigua noción del infierno, no puede admitir tampoco su
negación demasiado fácil, demasiado sentimental y optimista. El infierno existe
indiscutible miente, se nos revela en la experiencia puede ser nuestra vía.
Pero sólo es temporal, como todo lo que pertenece al tiempo. La victoria de la
eternidad sobre el tiempo, dicho de otra manera la introducción de todo tiempo en la
eternidad, equivale a una victoria sobre el infierno y sobre las fuerzas
infernales. El infierno es eón y el eón
de los eones, en dice el Evangelio, pero
no es la eternidad.
La idea de las penas eternas, en tanto que justa expiación
de pecados y crímenes perpetrados
durante el breve instante de la vida, contiene, como vimos, algo de monstruoso
que rebela la conciencia. La doctrina de la reencarnación, que ofrece ventajas
aparentes, provoca una pesadilla diferente, pero también espantosa: la de las
reencarnaciones infinitas, de una peregrinación ilimitada a través de las
sombras laberínticas. Busca la solución al destino del hombre en el cosmos y no
en Dios. Si no supiéramos una u otra de
estas teorías, queda no obstante un punto indudable: el alma posee un destino
después de la muerte, como posee uno antes del nacimiento. La vida que se
extiende del nacimiento a la muerte en nuestro mundo, no es más que un pequeño
segmento del destino humano que, tomada aisladamente del destino eterno,
permanece oscuro en nosotros. El problema del infierno adquiere un carácter
particularmente ultrajante y escandaloso, a consecuencia de su concepción jurídica. Esta concepción, que es la del
vulgar y del hombre del pueblo, debe ser completamente desterrada por la ética
religiosa, por la filosofía y por la teología. La idea del infierno debe ser enteramente
purificada de todo motivo utilitario, porque sólo esta purificación hará
posible el conocimiento en este dominio,
permitirá a la luz difundirse allí. Descubriremos entonces que si se puede
elaborar una psicología del infierno, es preciso renunciar a establecer una ontología. Porque su problema alcanza los
límites del irracional y resiste a toda racionalización. La doctrina de la apocatástasis
contempla el proceso universal desde un punto de vista no creador y presenta
por otra parte un carácter también racionalista como la doctrina de la
perdición. En cuanto a la teoría de Calvino relativo a la predestinación, su
mérito es presentarnos la última
deducción en la cual acaba la noción de los tormentos eternos. Esta doctrina
contiene una racionalización, aunque admita un absoluto irracional en las
determinaciones y el juicio divinos.
Según ella, Dios mismo crea el infierno; conclusión lógica, si se supone que
dota a la criatura de la libertad
previendo por anticipado las consecuencias que resultarán de eso.
El hombre está obsesionado por la angustia de la muerte. No
obstante esta angustia todavía no es la última, siendo, en realidad, la última
angustia, la del infierno. La angustia de la muerte, es en suma la angustia de tener
que pasar por los horrores, la agonía, la corrupción. Por consiguiente, esta
angustia todavía se tiene acá de la vida, " más allá" no existe ya. La muerte es espantosa, en tanto
que el fenómeno más penoso y más
desgarrador de la vida. Su prueba nos aparece ser la prueba del infierno, por
el hecho de que este último corresponde a una agonía ilimitada. Cuando la
angustia del infierno se ha apoderado del hombre, éste está dispuesto a buscar
la salvación en la muerte. En realidad, aspira a una muerte que marcará el fin
de todo y no a una muerte infinita. Pero esta búsqueda de la liberación
testimonia un estado decadente y una añagaza. A decir verdad, la lucha contra
la angustia del infierno no es posible más que en Cristo y por Cristo. La fe en
Cristo, en su Resurrección, afirma precisamente la fe en la destructibilidad del infierno.
El maniqueísmo tuvo a bien ser condenado como fiera herejía,
sus elementos no penetraron menos el cristianismo. En efecto, paralelamente a la
fuerza de Dios y del Cristo, los cristianos reconocen la fuerza del diablo. Y
hasta no es raro, preguntarse que crean más éste que en aquel.
El diablo sustituyó simplemente al dios malo maniqueo. Y acerca de eso todavía se está preguntándose quien
vendrá la última palabra: a Dios o al diablo, al Cristo o al Anticristo. Creer en un infierno eterno, es
creer en resumidas cuentas, en la fuerza de Satanás y no en la del Cristo. Allí se disimula la paradoja fundamental
de la teología cristiano. El maniqueísmo es una aberración metafísica, pero
contiene sin embargo una profundidad moral, un sufrimiento debido al problema
del mal, el problema del que la teología racionalista hace baratillo. Se trató
de salir de este torturante dilema considerando el infierno como el triunfo de la justicia divino, por
consiguiente del bien. Pero encontrar esta hipótesis plausible, es satisfacerse
con horripilante consuelo. Por mi parte, el problema de la victoria sobre las
fuerzas del infierno no corresponde de ninguna manera al de la misericordia
divina que es ilimitada; es el que consiste en saber cómo Dios puede vencer a la
sombría libertad de la criatura, que se desvió de Él y le profesó un odio
implacable. El reino del diablo está situado en la esfera de la libertad meónica.
El hombre que se refugió en eso no se pertenece más, se remitió al poder del no
ser. No le es dado a Dios vencer esta libertad, porque no ha sido creada por él
y se encuentra arraigada en el no ser; y no le es dado al hombre vencerla,
porque se hizo el esclavo y ya no es libre en su libertad. Esta victoria es
accesible sólo al Cristo Dios-Hombre, descendiendo en el infierno, en las
tinieblas insondables de la libertad méonica; es accesible sólo a la unión perfecta y a la
interacción de Divinidad y de la humanidad. Fuera del Cristo, la antinomia
trágica de la libertad y de la necesidad es irreductible, y el infierno, en la
misma virtud de la libertad, se vuelve indispensable. La angustia del infierno
marca siempre un abandono de Cristo, un oscurecimiento de Su imagen en el alma.
Porque la salvación está al alcance de todos, de cada criatura, en Cristo
nuestro Salvador.
N. Feodoroff emitió la idea audaz de la resurrección de
todos los difuntos. Pero esta idea pide ser empujada más adelante y más profundamente. No solamente los difuntos deben ser librados de la muerte y
resucitados, sino todos los seres deben ser salvados y liberados del infierno.
La última exigencia de la ética se traduciría así: - tiende todas las fuerzas
de tu espíritu hacia esta liberación. En la orientación de tu actividad, no
crees el infierno para nadie, en este mundo ni en el otro; libérate de tus instintos
de venganza, que toman formas elevadas e idealizadas y se proyectan sobre la
vida eterna. No te limites a no crear el infierno, sino destrúyelo por todos
los medios. No te representes el Reino de Dios en la perspectiva demasiado
humana de aquí bajo; no lo concibas como una victoria de los " buenos"
sobre " malvados", como el
aislamiento de los primeros en una estancia luminosa y los últimos en un lugar
tenebroso.
Ciertamente, esta concepción implicará un trastorno radical
de las evaluaciones y de los actos. La voluntad moral deberá tenderse ante todo hacia la salvación
universal. Esta verdad ética absoluta es independiente de toda construcción ontológica
de la salvación y de la perdición, del paraíso y del infierno. El infierno, en
tanto consecuencia de la libertad sombría, existe de todas formas, pero hay guardarse
de crearlo a sí mismo. El Reino de Dios
reposa de todas formas más allá de
nuestro "bien " y nuestro "mal " pero no hay que aumentar la
pesadilla vinculada a la vida pecadora de este lado. Los " buenos " deben compartir el
destino de los " malvados " y, haciendo esto favorecer su liberación.
Yo mismo puedo crear el infierno para mí mismo y, desgraciadamente, ¡lo hago demasiado! Pero
no puedo crearlo para los otros, aunque sólo
sea para uno solo. Qué los "buenos" dejen pues de ser unos vengadores
imbuidos de ideas superiores, qué no traban en lo sucesivo más la salvación de
los "malvados". El emperador Justiniano exigió un día la condena de Orígenes,
porque éste había profesado la doctrina de la salvación universal. ¡No
contentándose con tormentos temporales en este mundo, este soberano reclamaba ¡
los suplicios eternos de más allá! Pero no podemos seguirlo más, debemos combatirle.
“Hay una gran tristeza en no ver el bien en el bien",
escribía Gogol. Estas palabras plantean el problema más profundo de la ética.
En efecto, en el bien y los buenos hay muy poco bien. Y esa es la razón por la
cual el infierno nos amenaza por todas partes. El problema de la responsabilidad
que señala el bien en lo que concierne al mal será el nuevo problema de la
ética. Porque si el "mal" y
" malvados " aparecieron, es porque el " bien" y los "buenos"
estaban elles mismos muy lejos de la perfección. Los "buenos ", tanto
como los "malvados", tendrán en responder ante Dios; pero tenemos razones para creer que este
juicio será diferente del juicio humano, Es posible que nuestra distinción del " bien"
y del "mal" se encuentre que
no existe. Los " buenos" tendrán que responder de haber creado el
infierno, de haber estado satisfechos de su bien, de haber conferido un
carácter elevado a sus instintos vindicativos, de haber sido un obstáculo al
perfeccionamiento de los " malvados"
y de haberlos empujado, por su juicio,
en la vía de la perdición. He aquí en el que deben acabar la nueva psicología y
la nueva ética religiosas.
La doctrina de los tormentos eternos, como triunfo de la
justicia divina, doctrina que ocupó un sitio de honor en la teología dogmática,
es una racionalización y una negación del misterio escatológico. Sin embargo,
la escatología debe estar libre del optimismo y del pesimismo engendrado por
esta racionalización. En suma, todas las escatologías que violan el misterio,
por una racionalización coercitiva, son alucinantes: sea la idea de los
tormentos eternos, la de las reencarnaciones infinitas, el de disolución de la
persona en el ser divino, o incluso la de la salvación universal inevitable. No
obstante, si no podemos y no debamos construir ninguna ontología racional del
infierno para que sea optimista o pesimista, podemos y debemos creer que la
fuerza de Satanás será vencida por el Cristo y que la última palabra volverá a Dios
y al sentido divino. La concepción del infierno es relativa a un estado
penúltimo, pero no final. Pertenece a la teología catafática y naturalista. La
teología mística y apofática no conoce infierno. Este se desvanece y desaparece
en la profundidad inefable e insondable de la Deidad (Gottheit).Si no me es
dado a saber que no existirá el infierno, me es dado a saber que no debe
existir, que debo, sin aislarme, trabajar en la obra de la salvación universal.
No hay que cederle al Diablo de los dominios cada vez más extendidos del ser, es
preciso por el contrario, disputárselos con aspereza en favor de Dios. Sin embargo, el
infierno, no lo olvidemos, no marca el triunfo de Dios, marca el triunfo de
Satanás, es decir el del no ser.