domingo, 17 de julio de 2016

EL INFIERNO (Nikolái Aleksándrovic Berdiáiev)




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EL INFIERNO

Nikolái Aleksándrovic  Berdiáiev (Kiev 1874-Paris 1948)

Destino del hombre(1937), capítulo II



La ética filosófica no se ha interesado en absoluto por  el problema del infierno, que no obstante, no es solo el problema final de la ética, sino su problema fundamental, sin la solución del cual permanece en la superficie. Puede extrañar que los hombres piensen tan poco en el infierno y estén tan poco torturados. Ahí, más que en cualquier otra cosa, se manifiesta su superficialidad- El hombre es capaz de contentarse con una vida en la “superficie” y entonces  la visión del infierno le está disimulada. Habiendo perdido la consciencia de la vida eterna, se ha liberado de este problema torturante, y ha rechazado la responsabilidad. Nos enfrentamos de partida  a la antinomia moral, que parece racionalmente irresoluble.

El alma tiene con ella misma un diálogo interior y contradictorio relativo al infierno, en el curso del cual ninguna de las partes triunfa definitivamente: ahí yace lo trágico del problema. La negación contemporánea del infierno, hace la vida demasiado fácil, demasiado superficial e irresponsable. En cuanto a su afirmación, priva de todo sentido a la vida moral  y espiritual, transcurriendo esta entonces enteramente bajo el signo del suplicio. Ahora bien por el suplicio se puede obtener todo del hombre. Sin embargo lo que se obtiene por miedo a los tormentos  está privado de valor y significación y no puede considerarse como una adquisición moral y espiritual. Todo lo que el hombre no cumple por amor de Dios y de la vida perfecta está desprovisto de alcance espiritual, a pesar de que el motivo del miedo haya sido el más usado, en el pasado, en la vida religiosa. No se puesto suficiente atención a este elemento del problema del infierno. En efecto, si el infierno existe   y si me amenaza, el amor desinteresado que habría podido tener a Dios se vuelve imposible, yo tampoco me determino  por una aspiración a la perfección, sino por el deseo de evitar los tormentos eternos. El infierno vuelve al hombre utilitarista, hedonista y eudemonista, le priva de un amor puro por la verdad. Había la verdad profunda en los místicos que consentían en la perdición en nombre del amor de Dios. El apóstol Pablo particularmente aceptaba estar separado del Cristo en nombre del amor de los hermanos. Encontramos este motivo en la mística quietista, en FéneIón, pero fue condenado por el eudemonismo y el utilitarismo católico. Este amor estuvo vivido de una manera particularmente profunda por Marie des Vallées, que consentía en las penas del infierno para obtener la salvación de los condenados a la perdición (1). Los místicos se elevaron siempre  sobre el utilitarismo y sobre el eudemonismo religioso, impre gnados por una idea vulgarizada del infierno, por el terror ante la perdición y por la sed de salvación. La idea de la beatitud, de  los sufrimientos eternos, de la salvación y de la perdición, sigue siendo una idea exotérica, una refracción de la revelación de la vida divina en la cotidianeidad social. La religión que se mantiene bajo la influencia de la cotidianeidad contiene siempre un elemento utilitario. Sólo la mística que se eleva hasta el desinterés está liberada. La salvación no es la última verdad, es sólo una transcripción utilitaria y vulgarizada de la verdad relativa al Reino de Dios, al amor por Dios y a la obtención de la vida perfecta, dicho de otra manera relativa a la deificación (δεωσισ). Este punto de vista por otra parte no elimina de ninguna manera el mismo problema del infierno y no embota el sufrimiento que contiene. Así es como se expresa uno de los interlocutores en este diálogo interior del alma.

Pero en seguida se hace  oír otra voz, que evoca todas las  antinomias con cual nos topamos cuando pensamos en el infierno. En efecto, si no se puede tolerarlo, si es inadmisible para la conciencia moral, no podemos no obstante rechazarlo simplemente, efectuándose esta negación al precio del abandono de ciertos valores indiscutibles. Nada más fácil, en suma, que de negar el infierno, rechazando la  persona y la libertad. Si la persona no pertenece a la eternidad, si el hombre no es libre y puede ser forzado a hacer el bien y a acceder  al

(1) Ver a Emilio Dermengem: la vida admirable y las revelaciones de Marie des Valleés.

Paraíso, no existe. La idea del infierno está  pues ontológicamente  vinculada a la libertad y a la persona, y no a la justicia y a la retribución. Por extraño que esto pueda aparecer, es el postulado moral de la libertad de la libertad del espíritu humano. No es la idea del triunfo de la justicia o del castigo de los malvados que lo requiere, sino necesidad  para el hombre de no ser violentado por el bien e introducido a la fuerza al paraíso. En ciertos aspectos, el hombre goza del derecho moral  de preferir el infierno al paraíso. Esto reside toda la dialéctica moral relativa al infierno.

La justificación del infierno, fundada sobre la idea de justicia, tal como ella se presenta en Santo Tomás de  Aquino  y en Dante, es la que indigna  más y la que menos profundiza. En la idea del infierno, se expresa el sentimiento intenso de la persona, de su indestructibilidad. Tal es su fundamento ontológico. La disolución panteísta y la desaparición de la persona en Dios revocan ciertamente la idea del infierno, pero significan una negación de la persona. Toda evaluación que opera una división entre dos reinos ya es un comienzo del infierno. Encontramos en  Santo Tomás de Aquino o Dante, un pathos de la división que prepara el infierno. Y todo el problema consiste en saber cómo evitar a este último, sin renunciar a la  evaluación y a la distinción. La lucha contra el infierno no implica no obstante el cese de la lucha contra el mal, sino su culminación. Toda la cuestión se resume en suma a esto: ¿ el infierno verdaderamente es el bien, como lo pretenden sus "buenos" defensores?

En el diálogo interior que tiene sobre el infierno, en la dialéctica que se revela allí, el alma se coloca  sea en un punto de vista subjetivo, sea en un punto de vista objetivo; ella encara el problema  sea del interior,  sea del exterior. De donde, necesariamente, una contradicción. En efecto, podemos mirar el infierno desde el punto de vista del hombre, como podemos mirarlo desde el punto de vista de Dios. Cuando se lo considera desde el punto de vista de Dios, es decir en objetivándolo, se vuelve ininteligible, inadmisible y repugnante. No puede hacerse la idea de que Dios pudo crear el mundo y el hombre previendo el infierno, que pudo preestablecer  este último partiendo de la idea de justicia, que lo tolera como un círculo diabólico del ser paralelamente  a su Reino. Contemplado desde este punto de vista, el infierno corresponde al fracaso de la creación. El infierno objetivado, en tanto que esfera particular de la vida eterna, es netamente  intolerable, impensable y simplemente incompatible con la fe en Dios. Un Dios que admitiera conscientemente los tormentos eternos, no sabría ser Dios, se emparentaría con el diablo. La justificación del infierno, como expiación de los malvados debiendo satisfacer a los buenos, es sólo un cuento comparable a aquellos en que se amenaza a los niños, no contiene nada de ontológico, está tomada en préstamo  a la banalidad  social. La idea que el infierno pueda ser el justo castigo de las herejías dogmáticas es uno de los productos más lamentables y más monstruosos de la cotidianeidad triunfante. No existe infierno, en tanto que esfera objetivada del ser, eso es una idea totalmente atea y admitirlo revertería en negar a Dios. Es por eso que ninguna ontología concerniente a él es posible; toda tentativa de elaborar una provocaría contra sí una indignación justa y una rebelión.

Pero todo cambia, cuando nos colocamos desde el punto de vista del sujeto, desde el punto de vista del hombre. Entonces otra voz habla, y el infierno se nos vuelve accesible: es vivido en la experiencia humana. En efecto, impensable como esfera objetiva del ser, el infierno es admisible como esfera subjetiva; igual que el paraíso, deviene un símbolo de la experiencia espiritual. Su experiencia  corresponde a un aislamiento en el sujeto, a una imposibilidad  de integrar al ser objetivo; es una absorción en sí, para la cual la eternidad se cierra, no dejando subsistir más que el mal infinito. El “infierno eterno” es una conjunción viciosa y contradictoria de palabras, el infierno que es precisamente una negación de la eternidad, una imposibilidad de acceder y de estar en comunión allí. No puede existir ninguna eternidad infernal, no  puede existir más que una eternidad divina. Sin embargos, un mal infinito de tormentos puede desplegarse en el sujeto. La experiencia, donde fue sacada la idea del infierno  eterno, es la que vive el hombre, en la esfera subjetiva, como no teniendo término. Nos es dado conocer sufrimientos que nos parecen infernales, precisamente porque nos parecen infinitas. Pero esta infinidad no tiene, nada que hay que ver con la eternidad ni con el ser objetivo: está determinada por el aislamiento del sujeto en su sufrimiento solitario. Objetivamente, puede no durar más que un instante, que una hora o que un día, aunque el intitule eterno.

El infierno no existe en ninguna parte fuera de  esta esfera no óntica, del aislamiento del sujeto en él mismo. Es una duración infinita en el tiempo. Su suplicio es precisamente temporal, por el hecho de que se encuentra en el tiempo malo. No están en el infierno más que los que quedan en el tiempo, sin pasar a la eternidad, los que quedan en la esfera subjetiva aislada, sin integrarse en la esfera objetiva del Reino de Dios. Pero no  podemos quedar en el tiempo más que " por un tiempo”, no podemos permanecer allí ad eternum. Sin embargo, si el infierno es por su esencia una esfera ilusoria, puede ser para el hombre más grande realidad psicológica y subjetiva; Siendo una fantasmagoría, que no sabría ser eterna, puede ser vivida, por él, como infinita.

Los fantasmas que crean las pasiones precipitan al hombre en el infierno. Es así es como se teje la trama ilusoria de pesadillas y sueños, por las que el hombre no puede despertarse en la eternidad, pero que, precisamente por esta razón, no sabrían ser eternos. Estas pesadillas infernales no tienen nada de objetivamente óntico. No es de ninguna manera la justicia objetiva de Dios que determina al hombre a vivirlos, sino  su propia libertad irracional, atrayéndole al no ser pre-original. No obstante, este no ser adquiere un carácter infernal después de la experiencia del ser, después de la de la vida en el mundo divino. En efecto, la prueba de los tormentos infernales no es posible, para la criatura, más que  en la medida en que  la imagen de Dios no está definitivamente  ensombrecida en ella, en que la luz divina todavía alumbra las tinieblas de las malas fantasmagorías. Si esta imagen y esta luz divinas desaparecieran, las torturas cesarían, y  resultaría de eso un retorno definitivo al no ser. Porque la perdición absoluta no es concebible, más que en tanto no ser ignorante de todo sufrimiento. En el suplicio infernal, no es Dios, sino el hombre mismo que se inflige una tortura; no obstante, se lo inflige por la idea que tiene de Dios. La luz divina deviene la fuente de sus tormentos, en lo que evoca ante lo que está destinado. La lucha contra las fuerzas del infierno corresponde a una lucha a favor de una sobriedad, a favor de un vigor y a favor de una integridad de la conciencia tales, como ellas sean capaces de despertar al ser, en la eternidad, de esta espantosa pesadilla que se  prolonga  en cierto modo en el tiempo infinito. La fantasmagoría infernal marca la pérdida de lo integralidad de persona y la fuerza sintetizante de su consciencia , pero en ella, aunque bajo una forma fraccionada, la una y la otras perpetúan su existencia y sus sueños. Estos elementos despedazados de la persona conocen una soledad absoluta.

El franqueo de los sueños torturantes, que corresponden a un estado intermediario entre el ser y el no ser, se efectúa o por la victoria de la conciencia integral de la persona, o por su retorno al ser auténtico y su pasaje a la eternidad, o por la destrucción definitivo del  consciente fraccionado y su integración al no ser absoluto. El hombre procede del subconsciente, pasa por el consciente, y se dirige hacia el supra consciente. La integridad de la plenitud se obtiene sólo en la vida supra-consciente. Nuestra vida "consciente" encierra en ella, desde el nacimiento hasta la muerte, estados soñadores que prefiguran la pesadilla del infierno. Estos estados son creados por las pasiones pecadoras. En ellos, el consciente es mutilado por el subconsciente  no iluminado y no transfigurado. Pero la vida del hombre conoce otros sueños y otros pensamientos que contienen una prefiguración del paraíso, en los que la vida del supra consciente se entreabre y el subconsciente se transfigura y se eleva.

En suma, el problema del infierno corresponde al problema de las  correlaciones del subconsciente, del consciente y del supra-consciente. La lucha contra el infierno coincide con el despertar  del supra-consciente, es decir de la vida espiritual, sin la cual las relaciones del subconsciente y del consciente engendran pesadillas. El consciente por sí mismo no representa la obtención de la integralidad de la persona. Ahora únicamente esta integralidad que permite luchar contra sus elementos dispersos que precipitan en el infierno. La integralidad desaparece en el infierno, debido a la absorción, al aislamiento de la persona en ella misma, de su egocentrismo, de su mala soledad, es decir de una impotencia para amar. Conocemos este estado de cosas, por haberlo constatado en la experiencia  de nuestra vida, que se desarrolla en la zona intermediaria del consciente. La integralidad original subconsciente y elemental nos es negada después del despertar del consciente y la experiencia de su desdoblamiento. No se trata más, desde entonces, que de un movimiento en altura, hacia el paraíso de la supra-consciente, o de la caída en los estados infernales que conservan fragmentos del consciente. El dolor y el tormento están vinculados al consciente, pero éste no puede ser destruido definitivamente. Su aparición marca un desgarro y él mismo  languidece después de la integralidad. No obstante su desdoblamiento puede degenerar en una disociación total, en la cual el dolor y  el sufrimiento se intensificarán.

En el hombre, el  consciente diurno y vigilante no está escindido tan radicalmente por el inconsciente nocturno y soñador, como imagina la cotidianeidad. En el mundo antiguo, en  el alba de la historia, esta distinción estaba todavía menos delimitada y el hombre confundía el "sueño" con la " realidad”. Allí estaba por otra parte la atmósfera que presidió la creación de los mitos. La idea del infierno no se precisó completamente más que en la conciencia cristiana. En realidad, se había engendrado en los pueblos antiguos, pero estos no la habían relacionado con la idea de penalidad. Hadès, el reino subterráneo de las sombras, el lugar intermediario entre el ser y el no ser, era el destino triste de los mortales. El griego antiguo no conocía nada que pudiera liberarlo de eso. La idea de la existencia post-mortal del alma estaba vinculada a la existencia de los dioses ctónicos. Es allí donde se engendra  la trama psíquica de las pesadillas infernales, las visiones de una semi-existencia subterránea, crepuscular y torturante. La concepción trágica del mundo, que tenían griegos, se reconciliaba con el triste destino de los humanos. Sin embargo, su atrocidad provenía de lo que los mortales no estaban sometidos a una muerte definitiva, de que una semi-vida, una semi-conciencia, un semi-ser, semejante a un sueño triste del que el hombre no se hallaba  en situación de despertarse, le estaban  reservados. La aristocracia griega organizó el Olimpo por encima de este reino subterráneo. Es en los misterios donde el griego antiguo buscaba a la victoria definitiva sobre la muerte y la comunión en la inmortalidad auténtica. Pero en él, la noción de la existencia de dos campos, la de los "buenos" y la de los "malvados", la noción de la lucha de dos principios universales y de la victoria lograda sobre Satanás, fue relativamente poco expresada. El dualismo religioso y moral era sobre todo inherente a la conciencia persa y alcanza una intensidad particular en el maniqueísmo.

No sabríamos impugnar que la  escatología bíblica hubiera sufrido su influencia y que la idea del diablo y de su reino, que encontramos en el cristianismo, remonte a esa fuente. En realidad, la conciencia cristiana no llegó  jamás a liberarse de elementos a maniqueos. Cuando la concepción del infierno se cristalizado, el antiguo sentimiento de venganza, trasladado del tiempo a la eternidad, se añadió a eso. Lo constatamos particularmente en Dante. Y la antipatía que Feodoroff le tenía al autor de la Divina Comedia, que consideraba como el genio de la venganza, es perfectamente comprensible. La conciencia humana se representaba el infierno bajo dos formas: o como el triste destino y la perdición de la humanidad en general, no existiendo la salvación  y el Reino de Dios no estando destinado más que  a los dioses; o como el triunfo alcanzado  por la justicia penal sobre los malvados, después de que se hubiera revelado la salvación de los buenos. La visión original del infierno corresponde a los sueños lamentables de la humanidad pecadora, que ignoraba la salvación, siendo  a la vez incapaz de vivir en la eternidad y de morir definitivamente. La segunda visión está creada por los que descubrieron la salvación: el infierno está  destinado a " malvados” por los que se ven como  " buenos”. Es imposible admitir que el infierno fue creado por Dios; no puede serle más que  por el diablo, por el pecado humano. Pero por desgracia, si  está creado para los  "malvados " y el " mal ", está creado para ellos, en una medida  mucho más grande, por los "buenos " y el " bien". Los "malvados"  crean el infierno para ellos mismos, mientras que los " buenos, lo crean para otros, y  durante siglos éstos afirmaron y fortificaron esta concepción. Eso fue  una corriente poderosa del pensamiento cristiano, penetrando por una noción antievangélica de la justicia. Los primeros doctores griegos de la Iglesia fueron los menos responsables de eso. Esta tendencia principalmente fue la del pensamiento occidental, comenzando con San Agustín y acabando por Santo Tomás de Aquino y Dante (1). Esta concepción del infierno, creado por los "buenos " para los " malvados", triunfa en todos los catecismos y en todos cursos oficiales de teología. Se apoya en textos evangélicos, que son tomados literalmente, sin penetrar el lenguaje lleno de imágenes y sin comprender la simbología. Si actualmente, esta interpretación turba la conciencia cristiana, no hacía más que  regocijarla anteriormente.

(1) Ver a Tixeront, Historia de los dogmas en la antigüedad cristiana.Tixeront es católico, pero muy objetivo, reconoce que la noción de la salvación universal era más inherente a Oriente y la del infierno a Occidente.





Todas las antinomias, vinculadas al problema de la libertad y de a necesitado, no solamente están aplicadas a la naturaleza del infierno, sino que  se intensifican en esta adaptación, engendrando nuevas dificultades. En efecto, si por humanitarismo, admitimos la necesidad, dicho de otra manera la determinabilidad de la salvación universal, estamos  obligados a rechazar la libertad de la criatura. Así es como la doctrina de Orígenes sobre la apocatástasis choca con su propia teoría de la libertad. Según ella, toda la criatura estará forzada, en definitiva, a entrar en el Reino de Dios. El infierno existe, pero no es más que temporal. Entonces, bajo esta forma, el infierno se reduce siempre al purgatorio y adquiere un significado puramente pedagógico. En el diálogo interior tenido sobre el infierno, las palabras de Orígenes corresponden al sentimiento permanente de una parte del alma humana (1). Cuando Orígenes nos dice que el Cristo permanecerá sobre la cruz y que Gólgota se prolongará mientras quede un único ser  en el infierno, proclama una verdad eterna. Y sin embargo debemos reconocer que la idea de la predeterminación de la salvación es una racionalización  del misterio de los destinos finales, del misterio de la escatología. Pero entonces  ¿la afirmación opuesta, que sostiene la predeterminación del infierno en la consciencia divina y la predestinación para la condenación eterna es más aceptable? Lo es todavía menos, ciertamente. Y bajo este aspecto, Orígenes es superior a Calvino, y comporta una verdad más grande y moral que San Agustín. Venimos a chocar aquí con la  antimonia fundamental, que conoce el alma, cuando está torturada por el problema del infierno: la  libertad del hombre, de la criatura, no admite la salvación impuesta y determinada, y esa misma libertad se levanta  contra la idea del infierno como destino  irrevocable. No podemos rechazar el infierno, porque chocamos  entonces con la libertad, y no podemos reconocerle, porque la libertad se eleva contra esta admisión. ¿Cuál es pues la solución?

En realidad, el infierno corresponde a la libertad meónica, irracional y sombría, que ha degenerado en una adversidad inevitable.

 (1) En el siglo  XIX, Jean Reynaud fue un origenista seductor . Ver su obra Tierra y Cielo, donde se encuentran  interesantes pensamientos sobre el infierno expresadas, como siempre en él, en forma de diálogo entre un teólogo y un filósofo.

 La conciencia cristiana niega la existencia de la fatalidad, en el sentido antiguo del término, como  incompatible con Dios y con la libertad humana, sin comprender que la introduce en su fe gracias a la noción del infierno. Se me opondrán, es verdad, que el infierno es el destino de los "malvados" y que los  " buenos" lo ignoran y están libres de eso. Pero esta objeción permanecerá en la superficie, porque la libertad de los "malvados " no permanecerá menos una libertad fatal. Y esta libertad sombría y mala que no sufrió la acción de la gracia, que puede renunciar al paraíso y preferir el infierno, es un destino que el cristianismo reconoce. Esta predilección por el infierno resulta  una fatalidad pesando sobre la criatura.

La antinomia de la libertad y de la necesidad se expresa no solamente  con relación al hombre, sino también con relación a Dios. Y la imposibilidad que experimentamos para resolverlo engendra la doctrina de la predestinación. En efecto, si Dios prevé, o más exactamente sabe, desde toda la eternidad, hacia la que se volverá la libertad, de la que dotó a la criatura, predestinó por esto mismo ciertos  a la salvación y otros a la perdición. Esta doctrina temible transforma en destino no solo la libertad, sino a Dios mismo. Es la una de las racionalizaciones del misterio de los destinos finales y ciertamente la más indignante. Pero el infierno no sigue siendo  menos un destino: sea el de la predestinación divina, o sea el de la libertad humana. La antinomia permanece insoluble y el diálogo interior del alma humana, impotente para resolver  la cuestión, se prolonga. En suma, este diálogo mismo representa ya una estancia en el fuego del infierno. Esta dialéctica puede ser empujada tan lejos, que acabará por reconocer que Dios mismo es merecedor del infierno. Es por otra parte en lo que tropieza este notable y profundo escritor de la Francia contemporánea, Marcel Jouhandeau, cuando escribe en líneas punzantes: " La melancolía que puedo darle es terrible: todos los Ángeles no lo consuelan de mí. Y quién más que él  sabe, si no es " el pecado de Dios", su debilidad única, quererme;  si, amándome, ¿Dios no merece compartir el Infierno que me promete? El infierno no está en otro lugar que en el sitio más ardiente del corazón de Dios" (1). Estas líneas  plantean aquí la cuestión inevitable de los sufrimientos que Dios mismo conocería, si su amado arde en el fuego del infierno.

El infierno corresponde a la idea de una fatalidad  prolongada  eternamente; porque no comporta más la libertad o gracia que permitirían sustraerse de eso. Cuando pensamos en el infierno, pensamos en algo definitivamente fatal  e irremediable. La libertad que conduce al infierno es reconocida, pero la que permitiría evadirse de eso no lo es: el infierno  comportando una " entrada libre", pero no la " salida". Así, en el designio divino relativo al mundo, entra el principio de un destino sombrío, todavía más horroroso que la fatalidad de la conciencia antigua. Y es él que pesa sobre la consciencia de los cristianos. El infierno en tanto esfera ontológica particular, designa sea el fracaso divino, sea una fatalidad conscientemente admitida en ese designio. Llamar esta suerte un triunfo de la justicia divina, es desnaturalizar la verdad, porque es imposible considerar que los tormentos en la eternidad, como castigo  infligido por crímenes cometidos en el tiempo, puedan ser una prueba de su realización. La eternidad y el tiempo son incommensurables. Si debiéramos buscar  la justicia, sería más bien en la doctrina del reencarnación y del Karma; porque en ella, no es la eternidad, sino el tiempo quien responde del tiempo, y se admite aquí la posibilidad de una nueva y más gran experiencia que la que fue una vez dada al hombre, del nacimiento a la muerte. Esta doctrina teosófica es inaceptable para la conciencia cristiana. Pero es indispensable  reconocer no obstante que el destino humano no puede ser definitivamente fijado más que después de una experiencia en los mundos espirituales, infinitamente más grande que la nos  toca en la breve vida  terrestre.

 El infierno es la consecuencia llevada al extremo de una cierta orientación de la voluntad moral, qué, por desgracia predomina en la conciencia de la humanidad. Es la  que escinde radicalmente el mundo en dos reinos: el

(1) Ver remarcable novela :Monsieur Godeau intime. Esta obra analiza, según Ia pneumatología y l Ia metafísica, las profundidades satánicas. Encontramos también en  William Blake  pensamientos interesantes sobre la cuestión Ver: el Matrimonio del Cielo y del Infierno, en los Primeros Libros proféticos.

  de los " buenos " y el de " malvados", los reinos que encuentran  su terminación  sea en el paraíso, o sea en el infierno. E incluso hasta los que jamás llevan su reflexión a problemas teológicos, desean y afirman el infierno. Los "malvados" son rechazados allí, lo  son ya en esta vida, en este tiempo. Es cuestión aquí una expulsión moral, desde luego, porque físicamente la dominación puede ser su prerrogativa. En tanto esfera objetiva, el infierno es por excelencia la creación de los buenos, a quienes parece ser el coronamiento de la justicia. Insisto en los términos " esfera objetiva", pues, en tanto esfera subjetiva, se aplica también a su vida, como una experiencia  que les es  familiar. La voluntad humana que procede a una división radical del mundo en dos partes, concibe el infierno como presidio eterno, donde los  " malvados"  aislados, no pueden perjudicar más a los "buenos". Esta idea del infierno, eminentemente humana, no tiene nada divino;  representa la terminación de la vida universal desarrollándose  no " más allá del bien y el mal " de nuestro mundo pecador, sino de este lado. La posibilidad de una victoria ontológica sobre el mal, es decir de una iluminación y de una transfiguración de los malvados, no es contemplada; más bien, la orientación hacia esa voluntad falta y es una voluntad contraria la que se afirma. Los buenos  experimentan  un consuelo en la idea de que el mal será aislado, castigado, precipitado al infierno. Nadie se preocupa la salvación de los "malvados" y del Diablo mismo. Se piensa, ciertamente, en la salvación de los pecadores, ya que todos lo  son, pero llega un momento en que algunos son incorporados a los "malvados" que se han consagrado al Diablo, entonces se los  abandona y se les expide al  infierno. Esta escisión entre el destino de os "buenos" y  el de los " malvados", este veredicto definitivo, hecho por los primeros sobre los últimos, es el fruto más monstruosa de una ética considerada sin embargo como superior.

Es erróneo  que el infierno, en tanto castigo purgado ad eternum, sea considerado como un juicio de Dios. En esta idea humana, demasiado humana, se objetiva el lamentable juicio terrestre, que no tiene nada común con juicio de Dios. Cuando la ortodoxia condena al infierno  por herejía, dicta una sentencia humana. Ahora el juicio de Dios, que espera el alma humana y toda criatura, tendrá probablemente muy poca analogía con esta condena. Según este juicio, los últimos serán los primeros y los primeros - los últimos, lo que nuestro cerebro humano se niegan a comprender. También es inadmisible que el hombre tome sobre él las prerrogativas del juicio divino. El juicio de Dios vendrá, pero será un juicio llevado sobre la idea misma del infierno, que se efectuará más allá nuestra distinción del bien y del mal. Es quizá esta idea la  que se refleja en la doctrina de la predestinación. Cualquiera que sea, la voluntad moral del hombre no puede ser orientado hacia la expulsión de un único ser al infierno, no puede exigirlo en tanto realización de la justicia. Puedo aún admitir  el infierno para mí mismo, por el hecho que existe en lo subjetivo; puedo conocer los sufrimientos infernales y considerar que me son justamente infligidos, pro no puedo conciliarme con la idea de un infierno para los otros.

Es difícil de comprender y de aceptar la psicología de esos cristianos devotos que admiten  tranquilamente que los que les rodean, a veces incluso sus próximos, estén en el infierno. En realidad no debería acomodarme a la idea de que el ser, con el cual tomo el  té, pueda ser condenado al infierno. Si los hombres fueran moralmente más sensibles, habrían tendido toda su voluntad  hacia la liberación  de cada ser que hayan encontrado en su vida. Y es equivocado atribuir este deseo a los hombres, cuando favorecen el desarrollo de virtudes morales en los otros  y su afirmamiento en la justa fe. La modificación moral que se impone aquí no puede ser más  que una modificación de la actitud con respecto a los malvados  mismos, los  réprobos, ella no puede traducirse más que por el deseo de la salvación para ellos, por la aceptación de compartir su destino. Eso quiere decir, que no puedo salvarme individualmente, colarme, en cierto modo, en el Reino de Dios, contando con mis méritos personales. Una concepción semejante de la salvación destruye la unidad del cosmos. No puedo aceptar el paraíso para mí, si mis padres, mis allegados, o hasta simplemente los seres que la vida me ha llevado  a encontrar, deben estar en el  infierno, si Boehme es condenado a eso " como hereje", Nietzsche " como Anticristo", Goethe como " pagano", y Pouschkine " como pecador". No puedo concebir cómo a ciertos católicos, que en su teología no sabrían dar un paso sin Aristóteles, pueden suponer con toda tranquilidad  en tanto que   cristiano que arde en el infierno. Esta concepción se nos ha vuelto intolerable en lo sucesivo, y este hecho marca un progreso considerable de la conciencia moral. Si estoy en este punto agradecido a Aristóteles o a Nietzsche, debo compartir su destino, tomar sobre mí sus tormentos, liberarlos del infierno. La conciencia moral comenzó con la cuestión divina: " ¿Caín que has hecho de tu hermano Abel?” Se terminará con esta otra cuestión: " ¿Abel al que hiciste a tu hermano  Caín?”

El infierno corresponde al estado que conoce el alma cuando es incapaz de exteriorizarse; ofrece un egocentrismo llevado al extremo, una mala y sombría soledad, dicho de otra manera  una imposibilidad absoluta de amar. El infierno crea y organiza a la rotura del alma de con Dios, con mundo divino, con los otros hombres. En efecto, el alma está aquí  separada, ferozmente aislada y sin embargo esclavizada a todos y a todo. La deformación que sufre la idea del infierno en la conciencia humana, llega a identificar el pavor que provoca en nosotros al pavor del juicio divino. Pero lejos de ser la acción de Dios sobre el alma, en este caso jurídica y penal, el infierno precisamente marca la ausencia de esta acción. Lo que me aterroriza, no es que el enjuiciamiento  de Dios sea austero e inexorable; Dios es caridad y amor y no puedes temer entregarle su destino; lo que me aterroriza, es  que esta libertad me sea devuelta a mí mismo. Lo que temo, no es lo que Dios me hará, sino lo que yo me haré a mí mismo. Es el juicio que el alma lleva sobre sí misma, sobre su propia impotencia para afirmar  la vida eterna, lo que nos da espanto. En suma, el infierno no quiere decir que el hombre haya caído en manos de Dios, sino, al contrario, que definitivamente  está entregado a mismo. Nada es  más temible que nuestra propia libertad méonica y sombría preparando la vida del infierno. El pavor que se apodera de nosotros con la idea del juicio divino, es sólo la imposibilidad para el elemento sombrío de soportar la luz y el amor de Dios, de soportar que esta luz temible sea proyectada en las tinieblas, que este amor sea girado hacia nuestra animosidad y nuestro odio. Toda alma humana es pecadora y sometida a las tinieblas; y, por sus propias fuerzas, no se halla en situación de evadirse de eso hacia la luz. Ella se inclina  entonces a conocer  un estado aminorado y crepuscular del ser. No puede acceder a la vida auténtica por los solos esfuerzos de su libertad. La esencia  misma del cristianismo está vinculada a este hecho. “El Hijo del Hombre ha venido  no para perder las almas, sino para salvarlas. " Yo vine no para juzgar el mundo, sino  salvarlo”. La venida del Cristo precisamente marca la liberación del infierno, que el hombre se prepara para sí mismo. Designa una mudanza del alma que, abandonando  la creación del infierno, se consagra a la creación del Reino de Dios. Sin el Cristo Redentor y Salvador, el Reino de Dios habría sido inaccesible al hombre. Si el Cristo no existe y  esta mudanza ligada al Cristo no se produce, el infierno bajo una o bajo otra forma, es inevitable: es naturalmente creado por el hombre.

La idea del infierno debe ser totalmente liberada de toda asociación a los principios del derecho penal. El infierno, en tanto del alma en sus propias tinieblas, es el resultado inmanente de una existencia pecadora, y no un castigo transcendente. Testimonia precisamente la imposibilidad de abandonar la  inmanencia para pasar a lo transcendente. Y solamente la bajada del Hijo de Dios al infierno puede permitir esta transición. El infierno es el resultado del aislamiento del mundo natural, cerrado a la intervención de Dios. Entonces toda acción de Dios sobre el mundo no  puede referirse más que  a una liberación de este infierno. Una de las voces que resuenan en mi alma me sugiere que  todos están destinados  al infierno, porque, en una medida más o menos grande,  todos parecen condenarse allí. Pero contemplar así los destinos finales, esto sería no tener en cuenta el Cristo. Es por eso que otra voz me afirma en seguida que  todos están destinados a ser salvados, que la libertad del hombre debe ser regenerada desde dentro, sin limitación, precisamente afirma LO que nos viene a través de Cristo, LO que corresponde a la salvación. No se puede concebir que, en el mundo espiritual, el diablo sea extrínseco al alma humana: le es inmanente, es su condenación  a ella  misma. Si no se adopta el punto de vista del dualismo maniqueo, debemos considerarlo como  un espíritu superior, como una creación divina, cuya caída no es  explicable más que por la libertad meónica.  Así el problema de la fatalidad se reduce a esta libertad insondable e irracional

La idea del infierno hubo transformado en instrumento de intimidación  de terror religioso y moral. Pero estas intimidaciones no originan más que una angustia superficial en el corazón humana. Porque la angustia auténtica no está provocada por las amenazas de un juicio divino que transcendente, sino por la experiencia inmanente de un destino del que toda acción divina es excluida. Podríamos sugerir, de una manera paradójica, que comienza cuando el hombre somete su destino final a su propio juicio. Porque el juicio de Dios es al mismo tiempo la acción de la gracia sobre la criatura, la justa definición de las realidades auténticas  y su subordinación a la realidad suprema, una sumisión  en el orden ontológico,  y no en la orden jurídico; mientras que el veredicto que hace a sí mismo es el más implacable, porque contiene una tortura de la conciencia, un desdoblamiento, una pérdida de la integralidad, una existencia disociada en elementos dispersos. Si, durante un tiempo, la idea temible del infierno mantenía  la cotidianeidad social en la Iglesia, actualmente, en cambio, puede sólo trabar este acceso. La conciencia humana se ha modificado.  Ha acabado  de comprender que no se puede, por miedo del infierno, buscar el Reino de Dios y  la vida perfecto; qué este miedo constituya una afectividad enfermiza que impide alcanzar la perfección, trabajar en el advenimiento del Reino y que priva todo la vida de un significado moral. Este miedo, por el cual se esfuerza por recalentar la vida religiosa, es en realidad una prueba parcial del infierno mismo, una irrupción en el instante en que  se revela el infierno. Y es por eso que los que suspenden  la vida religiosa con estas intimidaciones, la subordinan, en cierto modo, a la penetración en el infierno e incitan allí al alma. El infierno es totalmente inmanente y psicológico, no se puede acordarle  nada de trascendente y de ontológico. Corresponde a un aislamiento sin salida, a la pérdida de toda esperanza en una liberación de sí. Es la experiencia de la desesperación, experiencia profundamente subjetiva, marcando  ya aquí el nacimiento de  la esperanza de una posibilidad  de evasión.

No obstante, si la conciencia superior y más madura no puede reconciliarse con la antigua noción del infierno, no puede admitir tampoco su negación demasiado fácil, demasiado sentimental y optimista. El infierno existe indiscutible miente, se nos revela en la experiencia puede ser nuestra vía. Pero sólo es temporal, como todo lo que pertenece al tiempo. La victoria de la eternidad sobre el tiempo, dicho de otra manera  la introducción de todo tiempo en la eternidad, equivale a una victoria sobre el infierno y sobre las fuerzas infernales. El infierno es   eón y el eón de los  eones, en dice el Evangelio, pero no es la eternidad.

La idea de las penas eternas, en tanto que justa expiación de  pecados y crímenes perpetrados durante el breve instante de la vida, contiene, como vimos, algo de monstruoso que rebela la conciencia. La doctrina de la reencarnación, que ofrece ventajas aparentes, provoca una pesadilla diferente, pero también espantosa: la de las reencarnaciones infinitas, de una peregrinación ilimitada a través de las sombras laberínticas. Busca la solución al destino del hombre en el cosmos y no en Dios. Si no supiéramos  una u otra de estas teorías, queda no obstante un punto indudable: el alma posee un destino después de la muerte, como posee uno antes del nacimiento. La vida que se extiende del nacimiento a la muerte en nuestro mundo, no es más que un pequeño segmento del destino humano que, tomada aisladamente del destino eterno, permanece oscuro en nosotros. El problema del infierno adquiere un carácter particularmente ultrajante y escandaloso, a consecuencia de su concepción  jurídica. Esta concepción, que es la del vulgar y del hombre del pueblo, debe ser completamente desterrada por la ética religiosa, por la filosofía y por la teología. La idea del infierno debe ser enteramente purificada de todo motivo utilitario, porque sólo esta purificación hará posible el  conocimiento en este dominio, permitirá a la luz difundirse allí. Descubriremos entonces que si se puede elaborar una psicología del infierno, es preciso renunciar a establecer  una ontología. Porque su problema alcanza los límites del irracional y resiste a toda racionalización. La doctrina de la apocatástasis contempla el proceso universal desde un punto de vista no creador y presenta por otra parte un carácter también racionalista como la doctrina de la perdición. En cuanto a la teoría de Calvino relativo a la predestinación, su mérito es presentarnos  la última deducción en la cual acaba la noción de los tormentos eternos. Esta doctrina contiene una racionalización, aunque admita un absoluto irracional en las determinaciones  y el juicio divinos. Según ella, Dios mismo crea el infierno; conclusión lógica, si se supone que dota a la criatura  de la libertad previendo por anticipado las consecuencias  que resultarán de eso.

El hombre está obsesionado por la angustia de la muerte. No obstante esta angustia todavía no es la última, siendo, en realidad, la última angustia, la del infierno. La angustia de la muerte, es en suma la angustia de tener que pasar por los horrores, la agonía, la corrupción. Por consiguiente, esta angustia  todavía se tiene acá  de la vida, " más allá"  no existe ya. La muerte es espantosa, en tanto que el fenómeno  más penoso y más desgarrador de la vida. Su prueba nos aparece ser la prueba del infierno, por el hecho de que este último corresponde a una agonía ilimitada. Cuando la angustia del infierno se ha apoderado del hombre, éste está dispuesto a buscar la salvación en la muerte. En realidad, aspira a una muerte que marcará el fin de todo y no a una muerte infinita. Pero esta búsqueda de la liberación testimonia un estado decadente y una añagaza. A decir verdad, la lucha contra la angustia del infierno no es posible más que en Cristo y por Cristo. La fe en Cristo, en su Resurrección, afirma precisamente la fe en la  destructibilidad del infierno.

El maniqueísmo tuvo a bien ser condenado como fiera herejía, sus elementos no penetraron menos el cristianismo. En efecto, paralelamente a la fuerza de Dios y del Cristo, los cristianos reconocen la fuerza del diablo. Y hasta  no es  raro, preguntarse que crean más éste que en aquel. El diablo sustituyó simplemente al dios malo maniqueo. Y  acerca de eso todavía se está preguntándose quien vendrá la última palabra: a Dios o al diablo, al Cristo o al  Anticristo. Creer en un infierno eterno, es creer en resumidas cuentas, en la fuerza de Satanás y no en la del  Cristo. Allí se disimula la paradoja fundamental de la teología cristiano. El maniqueísmo es una aberración metafísica, pero contiene sin embargo una profundidad moral, un sufrimiento debido al problema del mal, el problema del que la teología racionalista hace baratillo. Se trató de salir de este torturante dilema considerando  el infierno como  el triunfo de la justicia divino, por consiguiente del bien. Pero encontrar esta hipótesis plausible, es satisfacerse con horripilante consuelo. Por mi parte, el problema de la victoria sobre las fuerzas del infierno no corresponde de ninguna manera al de la misericordia divina que es ilimitada; es el que consiste en saber cómo Dios puede vencer a la sombría libertad de la criatura, que se desvió de Él y le profesó un odio implacable. El reino del diablo está situado en la esfera de la libertad meónica. El hombre que se refugió en eso no se pertenece más, se remitió al poder del no ser. No le es dado a Dios vencer esta libertad, porque no ha sido creada por él y se encuentra arraigada en el no ser; y no le es dado al hombre vencerla, porque se hizo el esclavo y ya no es libre en su libertad. Esta victoria es accesible sólo al Cristo Dios-Hombre, descendiendo en el infierno, en las tinieblas insondables de la libertad méonica;  es accesible sólo a la unión perfecta y a la interacción de Divinidad y de la humanidad. Fuera del Cristo, la antinomia trágica de la libertad y de la necesidad es irreductible, y el infierno, en la misma virtud de la libertad, se vuelve indispensable. La angustia del infierno marca siempre un abandono de Cristo, un oscurecimiento de Su imagen en el alma. Porque la salvación está al alcance de todos, de cada criatura, en Cristo nuestro Salvador.

N. Feodoroff emitió la idea audaz de la resurrección de todos los difuntos. Pero esta idea pide ser empujada más adelante  y más profundamente. No solamente  los difuntos deben ser librados de la muerte y resucitados, sino todos los seres deben ser salvados y liberados del infierno. La última exigencia de la ética se traduciría así: - tiende todas las fuerzas de tu espíritu hacia esta liberación. En la orientación de tu actividad, no crees el infierno para nadie, en este mundo ni en el otro; libérate de tus instintos de venganza, que toman formas elevadas e idealizadas y se proyectan sobre la vida eterna. No te limites a no crear el infierno, sino destrúyelo por todos los medios. No te representes el Reino de Dios en la perspectiva demasiado humana de aquí bajo; no lo concibas como una victoria de los " buenos"  sobre " malvados", como el aislamiento de los primeros en una estancia luminosa y los últimos en un lugar tenebroso.

Ciertamente, esta concepción implicará un trastorno radical de las evaluaciones y de los actos. La voluntad moral deberá  tenderse ante todo hacia la salvación universal. Esta verdad ética absoluta es independiente de toda construcción ontológica de la salvación y de la perdición, del paraíso y del infierno. El infierno, en tanto consecuencia de la libertad sombría, existe de todas formas, pero hay guardarse  de crearlo a sí mismo. El Reino de Dios reposa de todas formas  más allá de nuestro  "bien " y nuestro  "mal " pero no hay que aumentar la pesadilla vinculada a la vida pecadora de este lado. Los  " buenos " deben compartir el destino de los " malvados " y, haciendo esto favorecer su liberación. Yo mismo puedo crear el infierno para mí mismo  y, desgraciadamente, ¡lo hago demasiado! Pero no puedo crearlo para los  otros, aunque sólo sea para uno solo. Qué los "buenos" dejen pues de ser unos vengadores imbuidos de ideas superiores, qué no traban en lo sucesivo más la salvación de los "malvados". El emperador Justiniano exigió un día la condena de Orígenes, porque éste había profesado la doctrina de la salvación universal. ¡No contentándose con tormentos temporales en este mundo, este soberano reclamaba ¡ los suplicios eternos de más allá! Pero no podemos seguirlo más, debemos combatirle.

“Hay una gran tristeza en no ver el bien en el bien", escribía Gogol. Estas palabras plantean el problema más profundo de la ética. En efecto, en el bien y los buenos hay muy poco bien. Y esa es la razón por la cual el infierno nos amenaza por todas partes. El problema de la responsabilidad que señala  el bien en lo que  concierne al mal será el nuevo problema de la ética. Porque si el "mal"  y " malvados " aparecieron, es porque el " bien" y los "buenos" estaban elles mismos muy lejos de la perfección. Los "buenos ", tanto como los "malvados", tendrán en responder ante  Dios; pero tenemos razones para creer que este juicio será diferente del juicio humano, Es  posible que nuestra distinción del " bien" y del "mal"  se encuentre que no existe. Los " buenos" tendrán que responder de haber creado el infierno, de haber estado satisfechos de su bien, de haber conferido un carácter elevado a sus instintos vindicativos, de haber sido un obstáculo al perfeccionamiento de los  " malvados"  y de haberlos empujado, por su juicio, en la vía de la perdición. He aquí en el que deben acabar la nueva psicología y  la nueva ética religiosas.

La doctrina de los tormentos eternos, como triunfo de la justicia divina, doctrina que ocupó un sitio de honor en la teología dogmática, es una racionalización y una negación del misterio escatológico. Sin embargo, la escatología debe estar libre del optimismo y del pesimismo engendrado por esta racionalización. En suma, todas las escatologías que violan el misterio, por una racionalización coercitiva, son alucinantes: sea la idea de los tormentos eternos, la de las reencarnaciones infinitas, el de disolución de la persona en el ser divino, o incluso la de la salvación universal inevitable. No obstante, si no podemos y no debamos construir ninguna ontología racional del infierno para que sea optimista o pesimista, podemos y debemos creer que la fuerza de Satanás será vencida por el Cristo y que la última palabra volverá a Dios y al sentido divino. La concepción del infierno es relativa a un estado penúltimo, pero no final. Pertenece a la teología catafática y naturalista. La teología mística y apofática no conoce infierno. Este se desvanece y desaparece en la profundidad inefable e insondable de la Deidad (Gottheit).Si no me es dado a saber que no existirá el infierno, me es dado a saber que no debe existir, que debo, sin aislarme, trabajar en la obra de la salvación universal. No hay que cederle al Diablo de los dominios cada vez más extendidos del ser, es preciso por el contrario, disputárselos  con aspereza en favor de Dios. Sin embargo, el infierno, no lo olvidemos, no marca el triunfo de Dios, marca el triunfo de Satanás, es decir el del no ser.