IV
¿CABE
LA GRACIA EN
EL BUDISMO?
A la pregunta de si hay lugar para la gracia en el budismo,
muchas personas darían hoy, sin mayor reflexión, una respuesta negativa. Es un
lugar común de la apologética neobudista, pendiente del humanismo occidental
moderno, hacer hincapié en el logro exclusivamente autodirigido de Buda como
descubridor de la vía hacia la iluminación y también, apoyándose en el ejemplo
de Buda, en el carácter puramente empírico de la oportunidad abierta a los que
siguen sus pasos. Dentro de su contexto tradicional la primera de estas dos
afirmaciones es válida, mientras que la segunda descansa en bases más dudosas
y necesita sin duda matizarse en varios aspectos importantes. Sin embargo, se
podría admitir que una perspectiva que no incluye la idea de un Dios personal
puede parecer a primera vista que tampoco deja mucho lugar para la idea de la
gracia, ¿Cómo podría una acción misericordiosa de lo alto, definible como un
don no solicitado ofrecido a los hombres con independencia de su propio
esfuerzo, conciliarse -argüirían algunos- con el designio inflexible adscrito
al universo manifestado, tal como se expresa en la doctrina de la acción y
reacción concordantes, el karma y sus frutos? No obstante esta idea de la
gracia, que traduce una función divina, no es en modo alguno ininteligible a la
luz de las enseñanzas budistas, al estar de hecho implícita en toda forma de
espiritualidad conocida, incluida la forma budista. La cuestión, sin embargo,
es cómo situar dicha idea de manera que no suponga ninguna contradicción,
puesto que
debe admitirse libremente que la sabiduría budista no ha
dado a la idea de la gracia la misma forma que ha recibido en las doctrinas
personalistas y teístas de procedencia semítica; y tampoco hay que esperar tal
cosa, por cuanto la economía de las respectivas tradiciones descansa en
premisas muy diferentes, afectando así tanto a las doctrinas como al modo de su
aplicación en la práctica. Cada tipo de sabiduría determina la naturaleza de su
método correspondiente. El budismo siempre ha hecho de esto un principio
rector de la vida espiritual en cualquier grado o plano.
Evidentemente la naturaleza de la revelación crística era
tal que requería una intensa afirmación del elemento de la gracia desde el
principio, lo que no ocurría en el budismo. Estas diferencias en las vías de
acceso a la verdad salvadora están en la naturaleza de las cosas y no deben
provocar sorpresa dada la diversificación de la humanidad en el curso de su
desarrollo kármico. Lo que es importante reconocer en este caso es el hecho de
que la palabra «gracia» corresponde a toda una dimensión de la experiencia
espiritual; es inconcebible que estuviera ausente de una de las grandes
religiones del mundo. De hecho cualquiera que haya vivido en un país tradicionalmente
budista sabe que esta dimensión, transmitida por las formas apropiadas, también
encuentra expresión allí. Para nosotros es de interés observar estas formas y
clarificar por nosotros mismos la enseñanza que contienen explícita o
implícitamente. El presente capítulo debe considerarse una contribución a esta
-clarificación.
La búsqueda de la iluminación, que es el propósito para el
que existe el budismo, es paradójica en su presentación porque este objetivo
parece requerir un abarcamiento de lo mayor por lo menor, de lo imperecedero
por lo efímero, del conocimiento absoluto por una ignorancia relativa; parece
hacer del hombre el sujeto, y de la iluminación el objeto, de la búsqueda. Por
otra parte, una paradoja similar se encuentra en las formas teístas de la
religión; se habla de ver a Dios y de contemplar sus perfecciones aun sabiendo
que, desde el punto de vista de las medidas humanas y por muy lejos que un
hombre haya ido en el camino, Dios está aún mas lejos y que ninguna percepción
o esfuerzo humano dirigido unilateralmente es suficiente para la verdad
divina, ni siquiera a través de uno de sus aspectos, por no hablar de su
esencia. En términos budistas ningún poder humano, por muy dilatado que sea,
puede ser proporcionado a la esencia de la iluminación. Y sin embargo la
budeidad, a la que somos invitados por la enseñanza y la tradición de Buda, y
todavía más por su ejemplo, es exactamente esto. No se nos ofrece menos, puesto
que es axiomático para la revelación budista como tal que la consecución de
esta meta trascendente está en principio al alcance de todo ser humano en
virtud del lugar que ese ser ocupa en el eje de la budeidad -pues esto es lo
que significa realmente el hecho de ser humano- y también, de forma más
indirecta, al alcance de cualquier ser «hasta la última brizna de hierba», como
dice el proverbio, después de haber logrado un nacimiento humano en este mundo
o, si se trata de otro mundo, un nacimiento de centralidad correspondiente.
En primer lugar, vale la pena señalar que si, desde el punto
de vista no personalista del budismo, la meta suprema es presentada como un
estado (de ahí el empleo de una palabra como «iluminación»), desde el punto de
vista de las religiones semíticas esa meta se reviste lo más a menudo con los
atributos de la personalidad. Sin embargo, en estas últimas las palabras «Dios»
siempre comprenderá, más o menos inconscientemente, la idea de la deidad no
calificable, y ello es cierto aun cuando la palabra se use con bastante
imprecisión. A pesar de la tendencia antimetafísica de gran parte del
pensamiento teológico occidental, sería un error concluir que la calificación
de Dios como persona constituye un límite en principio. En el islam este
particular peligro de confusión está en la práctica menos marcado que en el
cristianismo. Fuera del mundo semítico, el hinduismo concilia ambos puntos de
vista, el personal y el impersonal, con perfecta facilidad.
En lo que respecta al budismo, a pesar de su preferencia por
las expresiones impersonales, se podría preguntar: «¿De quién es el estado de
iluminación?» En efecto, la palabra misma, tal como se usa, no está del todo
exenta de connotaciones antropomórficas; tampoco se habla de Buda, una vez
iluminado, como de algo -todo lo cual viene a probar que en esta esfera, como
en otras, lo que cuenta no son las palabras empleadas, sino la manera de
emplearlas en un contexto dado-. Ambos modos de expresión, el personal y el impersonal, son posibles y por tanto
legítimos, puesto que cada uno de ellos puede servir como upaya o medio
provisional para evocar, mas que definir, una realidad que es inexpresable en
términos de nuestra experiencia terrena. Siempre y cuando produzca este efecto
en aquellos a quienes va dirigido, el medio en cuestión es aceptable. Dada
nuestra común condición humana de animales pensantes y hablantes, no hay razón
para procurar evitar una terminología más o menos antropomórfica cuando se
habla incluso del más sublime de los temas, siempre que no olvidemos la verdad
de que, si bien la palabra es buena, surge no obstante de la ruptura de un
silencio que es- aún mejor. El silencio de Buda con respecto a la naturaleza de
lo último es, entre sus muchos y diversos upayas, el más esclarecedor de
todos. En la ocasión en la que Buda no pronunció ninguna palabra sino que
simplemente mostró una flor, nació el zen; hay una profunda lección en esta
historia.
Fortalecidos con esta precaución, podemos acercarnos ahora a
nuestro tema citando un famoso pasaje del canon pali (Udana 7, 13), en el que
se halla escondida la clave para comprender qué significa la gracia en sentido
budista. He aquí el pasaje en cuestión:
Hay, oh monjes, lo no nacido, no devenido, no hecho, no
compuesto; si no hubiera, oh, monjes, lo no nacido, no devenido, no hecho, no
compuesto, no habría en este mundo una salida de lo nacido, devenido, hecho,
compuesto. Pero, puesto que existe lo no nacido, no devenido, no hecho, no
compuesto, hay, por tanto, una salida de lo nacido, devenido, hecho, compuesto.
Esta cita está formulada claramente en el lenguaje de la
trascendencia; cualquier cristiano o musulmán podría haber utilizado estas
mismas palabras al referirse a Dios y al mundo. Esta trascendencia, tal como
la expone el sutra, proporciona una base real para la esperanza humana. Lo que
sin embargo no hace es definir el vínculo existente entre los dos términos que
se comparan; necesitamos todavía que se nos muestre el puente sobre el cual
debe pasar lo mudable para alcanzar lo eterno. Este vínculo o puente corresponde
de hecho a esa misma función de la gracia divina que es el objeto de nuestra
presente investigación.
La clave del problema reside en una propiedad de la
trascendencia misma. Dada la brecha inconmensurable que separa aparentemente
a la iluminación del que la busca -que es ignorante por definición- es evidente
para cualquiera que piense, y todavía más para cualquiera que posea olfato
metafísico, que esta búsqueda por parte de un ser humano, con su visión
necesariamente imperfecta y sus poderes limitados, no tiene realmente sentido cuando
sólo se juzga según las apariencias. La iluminación (o Dios, para el caso) no
puede situarse en modo alguno en el polo pasivo en relación con el esfuerzo
humano, no puede convertirse per se
en objeto para el hombre como sujeto. Si bien nuestro lenguaje humano a veces
hace que las cosas parezcan ser así, ya es hora de que nos demos cuenta de su
falta de adecuación. El budismo, por su parte, añadirá que aquí hay una prueba
evidente del carácter ilusorio de la pretensión humana a la personalidad, a la que
son imputables individual y colectivamente todas nuestras aberraciones
conceptuales.
Para formular el anterior argumento de manera algo distinta:
el hombre no puede ser en modo alguno el agente activo en una operación en la
que la iluminación desempeña el papel pasivo. Sea lo que sea lo que puedan
sugerir las apariencias, la verdad debe entenderse a la inversa, puesto que la
iluminación, la conciencia de la realidad divina, se encuentra por definición
fuera de todo devenir; está enteramente en acto, de modo que cualquier cosa en
que se perciba contingencia o potencialidad, como en el caso de nuestra
búsqueda humana, pertenece necesariamente al samsara, a lo cambiante, lo
impermanente, lo compuesto. Este carácter mismo de potencialidad,
experimentable positivamente en cuanto se despliega y negativamente en cuanto
remite, es lo que hace que el samsara, la rueda de la existencia, sea como es.
Las consecuencias de la observación anterior son
trascendentales; pues, si bien tiene que haber una persecución de la
iluminación por parte del hombre, es, no obstante, la primera la que en principio
y de hecho constituye el verdadero sujeto de la búsqueda así como su objeto
manifiesto. Se ha dicho a menudo que en la iluminación la distinción entre
sujeto y objeto es eliminada; tal verdad hay que tenerla presente aun cuando,
en nuestro estado actual, esto sea más una idea misteriosa que una realidad
verificada. La intuición metafísica sin embargo ya nos permite conocer --o
mejor, sentir- que intrínsecamente la iluminación es el factor activo en
nuestra situación y que es el hombre quien, a pesar de toda su iniciativa y
esfuerzo aparentes, representa el término pasivo de la suprema adecuación. El
maestro Eckhardt pone toda esta cuestión en una perspectiva adecuada cuando
dice que «en el proceder de la naturaleza lo superior siempre está más
dispuesto a derramar su poder en lo inferior que lo inferior está dispuesto a
recibirlo», pues, como sigue diciendo, «no hay ausencia de Dios en nosotros;
la ausencia que existe es enteramente de nosotros, que no nos disponemos a
recibir su gracia». Donde él dijo «Dios», no tenemos mas que decir
«iluminación» y el resultado será una declaración budista tanto de forma como
de contenido.
La gran paradoja es para nosotros que todavía no podemos
dejar de ver esta situación a la inversa; un egocentrismo mal situado nos lo
impide: todos tenemos que sufrir la congénita ilusión de la existencia que
todo ser aún no liberado comparte en un grado mayor o menor. El budismo nos
invita en primer lugar a aclarar este aspecto antes de mostrarnos que los dos
puntos de vista sobre la realidad, el relativo y el absoluto, el samsara y el
nirvana, coinciden esencialmente, como enseña de forma explícita el sutra Del
corazón.
En China los taoístas siempre han hablado de la actividad
del cielo; no forzamos en modo alguno las cosas si hablamos de la actividad de
la iluminación. Ésta es de hecho la función de la gracia, a saber, condicionar
el regreso del hombre al centro desde el principio hasta el final. La misma
atracción del centro, que se nos revela por diversos medios, es lo que ofrece
el incentivo para iniciar el camino y la energía para hacer frente a sus
numerosos y distintos obstáculos y superarlos. La gracia es asimismo la mano
que recibe acogedoramente en el centro cuando el hombre se encuentra por fin en
el borde de la gran divisoria en la que todos los hitos humanos han
desaparecido. Sólo aquel que ha descendido del cielo puede ascender al cielo,
como dice el Evangelio, pero para la ignorancia es inútil especular sobre este
misterio, y más aún hablar de él. Hasta dar el gran salto en el vacío, la fe en
la iluminación de Buda debe ser nuestra lámpara, puesto que todo lo que brota
de la luz es luz; incluso nuestra oscuridad, si fuéramos conscientes de ella,
no es sino el deslumbramiento producido por un resplandor demasiado intenso
para que los ojos samsáricos lo puedan soportar.
La influencia atractiva de la iluminación, experimentada
como una emanación providencial y misericordiosa del centro luminoso, afecta a
la conciencia humana de tres modos, que pueden describirse respectivamente
como: 1) invitación a la iluminación, 2) compañía de la iluminación, y 3)
recordatorios de la iluminación.
El modo mencionado en primer lugar corresponde a la conversión,
el don de la fe. El segundo corresponde al hecho de hallarse el hombre en
estado de gracia, en virtud de lo cual su debilidad aparente recibe la
capacidad de afrontar tareas y superar obstáculos que están mucho más allá de
las fuerzas humanas ordinarias. El tercer modo coincide con el ofrecimiento de
diversos medios de gracia, es decir upayas consagrados por la tradición:
enseñanzas escriturarias, métodos de meditación, ritos iniciáticos, etc.
Además, toda la inspiración de un arte propiamente definible como sagrado surge
de esta fuente. En suma todo lo que sirve como recordatorio de la iluminación o
ayuda a mantener la atención en esa visual es un medio de gracia en el sentido
que aquí estamos considerando. Vale la pena detenerse en estos tres factores de
atracción con algo más de detalle.
Invitación
a la iluminación. Esta expresión se ha acuñado para
describir la primera experiencia clara que tiene un hombre de una llamada
irresistible a convertir en realidad su vida religiosa. Las circunstancias
antecedentes, como la formación de una persona o su grado de madurez
intelectual, no necesitan tenerse en cuenta en el caso presente; lo único que
nos interesa es la naturaleza del hecho mismo. Hasta que la «idea de
iluminación» (bodhi-chitta) no se ha establecido en la conciencia del hombre,
éste difícilmente puede pretender estar «viajando» en sentido budista. El
despertar de la té queda como un gran misterio; su concomitante negativo
siempre será cierto apartamiento del mundo, y sólo más tarde (salvo por una
rara excepción) puede desempeñar un papel efectivo en las propias
preocupaciones la cuestión de integrar el mundo positivamente, en el sentido
de la identidad esencial de samsára y nirvana como se expresa en el sutra Del
corazón (que ya se ha mencionado antes). La no dualidad no es para el
principiante; presentada como una teoría abstracta, esta idea puede incluso ser
nociva para una mente inmadura porque conduce muy fácilmente a pretensiones de
tipo egocéntrico -de ahí el peligro de mucho de lo que hoy pasa por zen o
vedanta-. La extrema reticencia de algunos grupos religiosos acerca de este
tema, la cual está de moda censurar, no es en absoluto injustificada a la vista
de los resultados.
Es importante señalar aquí que el sentimiento de apremio espiritual,
ya le llegue a una persona de súbito o bien con pasos apenas perceptibles, es
experimentado como una llamada a la actividad que la propia persona recibe
primero como recipiente pasivo, no habiendo hecho nada en particular para
ocasionarla. Esto es típico y normal, y encaja admirablemente con la
descripción de la gracia como don gratuito. De pronto en el alma de ese hombre
arraiga un impulso perentorio que le dice que la iluminación es lo único
valioso por derecho propio y que todas las demás cosas, sean grandes o
pequeñas, sólo pueden valorarse adecuadamente con arreglo a la medida en que
contribuyan a ese fin o impidan su consecución. Una vez que esto ha sucedido
tenemos aquí los elementos esenciales de la vida espiritual, a saber, el
discernimiento entre lo real y lo ilusorio y la voluntad de concentrarse en lo
real; esta última definición procede de Frithjof Schuon. Por muy elemental que
sea la conciencia presente que un hombre tenga de esta doble llamada, cuyas
expresiones respectivas son la sabiduría y el método, se puede decir con
certeza que se ha gustado un sabor anticipado de la iluminación; es como si un
rayo emitido espontáneamente desde el centro hubiera penetrado para efectuar
una primera incisión en la cáscara de la ignorancia humana porque la naturaleza
búdica de un hombre desea ser liberada. No se puede decir más sobre algo que
confunde a todos los cálculos de la mente ordinaria.
Compañía
de la iluminación. Si la invitación a la vía es en
cierto modo un acontecimiento único en una vida humana, las gracias que se
experimentarán a lo largo de esta vía son múltiples en el sentido de que
repiten esa primera llamada, en diferentes etapas del desarrollo espiritual, en
forma de un impulso de seguir adelante, de profundizar esta o aquella
experiencia, de eliminar tales y cuales causas de distracción, o de
concentrarse en este o aquel aspecto de la conciencia. Este proceso puede ser
ilustrado comparándolo con la ascensión a una cresta montañosa que conduce a
una cumbre. Al principio de la ascensión la mente está poseída por el solo
pensamiento de la cumbre, pero una vez que se está realmente en la cresta cada
sucesivo pináculo o hendedura que hay que remontar concentrará toda la atención
del que sube, hasta el punto de eclipsar temporalmente el recuerdo de la cima.
De hecho los obstáculos más próximos continuarán revelando por implicación la
existencia de la cumbre, pero en cierto sentido también 'la velan; dicho con
otras palabras, cada obstáculo sirve a su vez para simbolizar la cumbre y se
convierte así en un factor de conocimiento en un sentido relativo. Así prueban
las cosas encontradas en la existencia samsárica la presencia latente de la
iluminación aun cuando parecen ocultarla. Un símbolo es una clave para el
conocimiento; un ídolo es un símbolo tomado por una realidad por derecho
propio. Ésta es una distinción fundamental que hay que tener en cuenta porque
el simbolismo, entendido y aplicado correctamente es la substancia misma de la
alquimia espiritual mediante la cual el plomo samsárico puede ser transmutado
en el oro búdico que es en principio. En todo este proceso, sea la vía larga o
corta, la compañía de la iluminación opera como un fermento, una gracia
siempre presente que llena, por decirlo así, la brecha existente entre nuestra
incapacidad humana y la tarea aparentemente sobrehumana a la que estamos
obligados por nuestro nacimiento humano.
Dado que acabamos de mencionar la vía con sus etapas en
correlación con la efusión de la gracia, esto nos ofrecerá la oportunidad de examinar
una cuestión que a menudo ha sido causa de confusión, a saber, cómo hemos de
situar nuestra vida presente en el plan general de la transmigración tal como
lo expone el budismo. Para este propósito, una breve digresión no estará fuera
de lugar.
La cuestión podría plantearse de este modo: al considerar el
camino hacia la iluminacion, ¿hemos de tomar en cuenta, como algunos podrían
preguntar, las extensas posibilidades contenidas en los nacimientos sucesivos,
a veces calculados en millones, o debemos limitar nuestra atención a la
existencia presente a la vez que nos olvidamos de las demás, excepto en el
sentido de una representación más o menos esquemática del samsara, el flujo del
mundo, condicionado por la interacción continua de la acción y la reacción, del
karma y sus frutos? Ésta es en verdad una pregunta pertinente, puesto que
afecta a algo muy fundamental en el budismo, a saber, la verdad de que conocer
la verdadera naturaleza del samsara es conocer el nirvana, nada menos. Lo
inverso es también cierto; pues si nos es permitido parafrasear una sentencia
de santo Tomás de Aquino, «una opinión falsa sobre el mundo engendrará
fatalmente una opinión falsa sobre la iluminación (santo Tomás dice «sobre
Dios»), los dos conocimientos están unidos como una sola realidad.
Apareciendo como una idea nueva y desconocida, la transmigración
a menudo ejerce un fuerte atractivo sobre la mente occidental, simplemente
porque parece ofrecer otra oportunidad, es decir la posibilidad de recorrer el
camino hacia la iluminación por etapas fáciles en vez de tener que jugarse el
todo por el todo en una sola jugada, como parecen sugerir las escatologías
semíticas. Para alguien que tiene esta visión complaciente de sus oportunidades
humanas es muy fácil ver en la-doctrina del renacimiento samsárico algo
estrechamente emparentado con la creencia actual en un progreso unidireccional;
el que esta creencia se exprese con la fraseología evolucionista más
aparentemente científica de un Teilhard de Chardin o de otro modo es algo que
no tiene importancia.
Evidentemente, esta opinión está en desacuerdo con el
budismo por cuanto se equivoca en el punto principal en lo que respecta a la
transmigración, a saber, su esencial indefinitud -esto nunca se repetirá
bastante- como también, por lo demás, el alto grado de improbabilidad
atribuible a cualquier clase de renacimiento humano cuando se considera desde
el punto de vista de su importancia kármica. Es absurdo emplear la mayor parte
de la vida terrena no en la búsqueda de la iluminación, sino de todo lo que es
innecesario y trivial, y luego esperar que esta vida se repita en forma humana;
sin embargo, ésta es precisamente la vida que llevan la mayoría de las personas
y no en grado menor aquellas a quienes el mundo contempla como altamente
civilizadas y admira por su destreza de manipulación o su insaciable erudición.
¿Qué derecho tienen esas personas para esperar un tratamiento privilegiado
cuando les llegue el momento de ser pesados en la balanza kármica? ¿Han
prestado nunca atención a esa frase sobre el «nacimiento humano difícil de
obtener que en el budismo se repite constantemente como un estribillo? Si uno
quiere ser honrado consigo mismo, tiene que reconocer que en la mayoría de los
casos el renacer como un gusano sería una retribución misericordiosa;
ciertamente es imprudente el que supone que los infiernos del budismo sólo
existen para alojar a asesinos y a pistoleros. ¿Cuántos de nosotros tendrían
nunca el valor de cometer un asesinato? ¿A qué clase de renacimiento, pues, es probable
que conduzca una conciencia disipada o una tibieza persistente con respecto a
la verdad?
Las escatologías semíticas, que ofrecen al hombre la
alternativa única de salvarse o perderse, pueden alegar al menos un realismo
empírico para justificar esta reducción de la elección sobre la base de que tal
actitud responde a un sentimiento de urgencia en la vida y es por tanto, desde
el punto de vista espiritual, un upaya ajustado a su propósito. Para el
budista, lo que sustituye el temor del cristiano a la cólera de Dios es el
temor al errabundeo interminable a través del samsara, ora arriba, ora abajo,
pero nunca libre de sufrimiento. Cualquier intento de ver en el proceso samsárico
algo semejante a un movimiento cósmico uniforme dotado de una tendencia optimista
es tan poco budista como improbable en sí.
En realidad siempre que se alcanza la iluminación, ello
ocurre desde la plataforma de una particular vida humana, o de un estado
equivalente si se trata de otro sistema cósmico; la persona individual llamada
príncipe Siddhartha que se convirtió en el buda Skya Muni ilustra perfectamente
la afirmación anterior. No hay que caer en el error de concebir la iluminación
como si fuera el fruto último y más dulce de una prolongada cosecha de frutos
samsáricos. El buen karma, cualquier vida bien empleada, contribuye a la
iluminación del hombre, primero porque la virtud predispone al conocimiento
mientras que el vicio hace lo contrario, y segundo porque dentro de la escala
de posibilidades samsáricas el buen karma promueve la emergencia de nuevas
creaciones en un medio
relativamente favorable como, por ejemplo, en países donde
la iluminación no se ha olvidado, lo cual no es una ventaja pequeña en este
mundo. En este sentido, una vida llevada correctamente e inteligentemente no es
ajena a la consecución de la meta por parte de un hombre, aun cuando éste se
detenga en algún punto del camino.
Admitir semejante hecho es, sin embargo, muy distinto de
convertir esta posibilidad del buen karma en una excusa para posponer los
mejores esfuerzos hasta una vida futura que se supone mejor que la presente.
Esta actitud casi permite dar por seguro que será peor. En todo caso, mientras
se es un ser samsárico, cualquier clase de recaída es posible; es útil tenerlo
en cuenta al tiempo que se pone todo el esfuerzo en las oportunidades inmediatas
en consonancia con la gracia presente. Por encima de todo hay que recordar que
la iluminación, si llega y cuando llega, significa una inversión de todos los
valores samsáricos o, en un sentido todavía más profundo, su integración. Si se
dice habitualmente que un buda «conoce todos sus nacimientos anteriores», es
porque está identificado con el corazón de la causalidad, el misterioso cubo
de la rueda del devenir en el que nunca ha habido ni puede haber ningún
movimiento. Los seres que todavía están en el samsara no gozan de esta
posibilidad, y por ello les parece más práctico en todos los sentidos
aprovechar al máximo una oportunidad humana mientras la tienen en vez de
confiar en un futuro que puede ser cualquier cosa, desde un paraíso de devas
hasta una estancia infernal entre el fuego o el hielo.
Algo que conviene mucho recordar en todo esto es que el
hombre que alcanza la iluminación no es «Fulano de Tal», sino que es más bien
por la terminación del sueño de ser «Fulano de Tal» como surge la iluminación.
Por lo que se refiere al conocimiento del samsara, lo que se necesita es poner
cada cosa en su sitio, ni más ni menos, incluida la propia persona. Cuando
todas las cosas se han vuelto transparentes hasta el punto de dejar que la luz
increada brille a su través, ya no hay nada más que pueda devenir. El devenir
es el proceso continuo de resolución de contradicciones internas, frutos del
árbol dualista, por medio de compensaciones parciales que conducen a nuevas
contradicciones, y así indefinidamente. Comprender este proceso con plena
claridad significa escapar de su dominio. Buda ha mostrado el camino.
Dejando atrás esta cuestión, abordemos nuestro tercer apartado,
recordatorios de la iluminación, pero
no hace falta que nos detengamos mucho en ello; basta con haber enumerado
cierto número de ejemplos típicos de los `medios de gracia' que ofrece la
tradición en varias formas y con miras a diversos fines. Todas las
civilizaciones tradicionales abundan en tales recordatorios; una vez que se
conoce su existencia, es fácil observar la operación de la gracia por medio de
estas formas. No obstante queda un ejemplo que merece una atención especial
como supremo recordatorio y medio de gracia: es la imagen sacramental del
Bienaventurado, que se encuentra en todos los rincones del mundo budista.
Hablaremos de este tema a su debido tiempo.
El siguiente canal de gracia que ofrecemos a la atención del
lector nos conduce a una dimensión espiritual próxima al corazón de las cosas.
Es la función del gurú o maestro espiritual, del que inicia a un hombre en el
camino espiritual que conduce, a través de los estados superiores de
conciencia, hasta el umbral de la propia iluminación -tan cerca y sin embargo
tan lejos, puesto que el paso final queda como un puro misterio cuya clave sólo
la posee la gracia-. En un sentido muy especial, el maestro espiritual es el
representante del «espíritu que sopla donde quiere. Su calificación para tal
función le corresponde más allá de toda prueba verificable. Si todavía no se lo
ha descubierto, el hecho mismo de buscarlo confiere luz; cuando se lo
encuentra, puede conceder o negar su favor sin dar ninguna explicación. Su
desaprobación es la medicina más amarga que un hombre pueda tragar. En
presencia de su maestro se espera que el discípulo se comporte como si el propio
Buda se hallara ante él; en la iniciación cristiana centrada en la oración de
Jesús se da el mismo consejo, en sustitución de la persona de Cristo.
En relación con la sangha, el gurú representa su esencia;
esto es cierto aun en el caso de que el maestro no sea un bhikku, aunque,
evidentemente, con frecuencia también lo es. Marpa, el famoso gurú de Mila
Repa, era un laico consagrado y padre de familia, y en ninguna parte ha
existido un maestro más grande que él; lo mismo que, en cuanto a discípulo,
Mila Repa no ha sido superado, por decir lo menos. Sus poemas, los más bellos
que se han escrito en lengua tibetana, proclaman la gracia del gurú a cada
paso, aun cuando, en lo que se refiere al esfuerzo personal, la persistencia de
Mila Repa frente al calculado (pero sumamente misericordioso) desdén de Marpa
es algo tan inaudito que hace pensar que, para aguantar semejante proceder, un
hombre tiene que haber nacido tibetano.
Sin embargo, no acaba todo con el gurú humano; hay otro gurú
que considerar, interior esta vez y cuya correspondencia visible es el gurú
externo. «Intelecto es su nombre, el daimon
de Sócrates; es una lástima que el uso posterior haya degradado una palabra
que por derecho propio debería limitarse a la inteligencia intuitiva que mora
en el corazón de todo ser y especialmente del hombre, la gracia inmanente sobre
la cual Cristo dijo: «El reino de los cielos está dentro de vosotros.» Cuando
el gurú exterior ha hecho su trabajo, lo transfiere al gurú interior, que hace
el resto.
El intelecto puede salvarnos porque es la parte de nosotros
que no necesita salvarse, dado que la iluminación está en su propia substancia.
Emanado de la luz, él mismo es luz y conduce de regreso a la luz. El gran
enigma es nuestro egotismo, nuestro falso sentido de personalidad y la
consiguiente reluctancia a abandonar lo que nunca nos hace realmente felices.
Nuestras repetidas insatisfacciones también son un gurú; todo lo que tenemos
que hacer es seguir el rastro de estas insatisfacciones hasta su causa primera.
Éste es el mensaje positivo del sufrimiento, un mensaje que también contiene
una esperanza y que sin duda no puede permanecer desoído para siempre. La
primera verdad de Buda no enseña en realidad nada diferente.
Emprendamos ahora un breve vuelo, alejándonos de este mundo
sufriente para visitar la morada de la gracia y la fuente de su corriente
generosa. El budismo mahayana habla de tres kayas o cuerpos de la budeidad, o,
si se prefiere, de tres mansiones de la iluminación consideradas
respectivamente como esencia o quididad, goce o dicha, y proyección avatárica
en el mundo; los correspondientes nombres sánscritos son dharma-kaya,
sambhoga-kaya y nirmana-kaya, y es de este tercer cuerpo especialmente del que debemos
decir algo ahora por cuanto está directamente relacionado con la cuestión de la
gracia y su manifestación en los seres. Una cita de un breve pero muy
concentrado sutra tibetano compuesto en verso, El buen deseo del gran poder, nos proporcionará los datos
esenciales: «Ininterrumpidamente mis avataras (encarnaciones) aparecerán en un
número inconcebible de millones y enseñarán diversos medios para la
conversación de todas las clases de seres. Que por la plegaria de mi compasión
todos los seres animados de las tres esferas puedan ser rescatados de las seis
moradas samsáricas.»
Tradicionalmente se da como revelador de este sutra al buda
Samanta Bhadra, el «Todo Bien»; es significativo que su nombre vaya precedido
por el prefijo adi -o primordial-, subrayando así la naturaleza principal de la
atribución. Respecto a la realidad primordial de la que este buda es portavoz,
se dice también que ni el nombre de nirvana ni el de samsara le corresponden,
pues es pura no dualidad (advaita) más allá de toda posible distinción o expresión.
Tomar plena conciencia de esta verdad es ser buddha, despierto; no tomarla es
errar por la existencia samsárica; el sutra lo dice expresamente.
En su guerra incesante contra la tendencia de los hombres a
superponer sus propios conceptos a la divinidad como tal, los sutras budistas
han introducido la palabra «vacío» para sugerir la total ausencia de
posibilidad de definición positiva o negativa; de ahí también el título de shunya-murti, «forma del vacío»,
aplicado a Buda contradicción en los términos que sirve, para subrayar una
verdad que escapa a todo intento de enunciación positiva.
En cuanto se pasa a la atribución diciendo de la divinidad
que es o no es esto o aquello, o bien dándole nombres como «todo bien», etc.,
nos encontramos por fuerza en la esfera del ser; el epíteto de misericordia que
acabamos de mencionar es, entre los nombres, uno de los primeros en imponerse.
El signo visible de esta presencia misericordiosa ha de verse en la corriente
de la revelación avatárica (de ahí el uso de la palabra «millones» en el sutra),
los budas y bodhisattvas que aparecen en los diversos sistemas cósmicos y que,
gracias a su propia iluminación, muestran el camino de la liberación a los
seres. Nuestro sutra concluye con las siguientes palabras: «Que todos los seres
de las tres esferas, por la plegaria de mi contemplación... alcancen finalmente
la budeidad.» Esto otorga la carta misma de la gracia y su operación en el
mundo; apenas necesita más comentario.
Lo único que tal vez sea útil añadir es que si en el
cristianismo, por ejemplo, el aspecto de personalidad divina a veces puede parecer
que ha ocultado la quididad de la deidad, en el caso del budismo, aunque este
peligro se ha evitado deligentemente, se encuentra sin embargo cierta expresión
personal de lo divino en forma distributiva, a saber, en la compañía o sangha
celestial de los budas y bodhisattvas, los primeros de los cuales representan
su aspecto estático y los segundos el dinámico, como la misericordia cuando se
proyecta en el samsara. En la sección final de este ensayo, cuando estudiemos
la doctrina de la tierra pura, volveremos sobre este tema.
Después de esta excursión a las alturas debemos bajar de
nuevo a la tierra y examinar un medio concreto de gracia ya mencionado antes,
que quizá ha ayudado más que cualquier otro a mantener vivo el recuerdo de la
iluminación entre los hombres. Se trata de la imagen de Buda haciendo el gesto
de tocar la tierra (bhumi-sparsha). Todos los rincones del mundo budista
conocen y aman esta imagen; tanto el theravada como el mahayana han producido
maravillosos ejemplares de ella. Si hay una representación simbólica a la que
corresponda propiamente la palabra «milagrosa», es sin duda ésta.
El relato de cómo llegó a existir una imagen de Buda es
instructivo, puesto que el budismo al principio no era partidario de la
imaginería antropomórfica y prefería símbolos más elementales. Se dice que se
hicieron varios intentos frustrados de registrar la imagen de Buda por motivos
de índole personal, como el deseo ,de recordar una figura amada y venerada,
etc.; en estos casos siempre existe cierta confusión entre la apariencia y la
realidad, de ahí la prohibición del ídolo en el judaísmo y el islam, por ejemplo.
Sin embargo en este caso intervino la compasión del victorioso; estaba
dispuesto a permitir una imagen de sí mismo a condición de que fuera un
verdadero símbolo y no una mera reproducción de superficies; esta distinción
es muy importante. Cediendo a los ruegos de
sus devotos, Buda proyectó su forma milagrosamente y esta
proyección fue la que proporcionó el modelo para un verdadero icono, adecuado
para servir a otros fines que el de la adulación personal, que un tema sagrado
excluye por definición.
Me gustaría citar aquí unas líneas de la obra de Titus Burckhardt
Principios y métodos del arte sagrado (Ediciones Lidium, Buenos Aires 1982), en
la que se dedica un capítulo entero a la Buddha- rupa tradicional. Después de referir el
relato que hemos citado sobre la frustración de los artistas y la milagrosa
proyección, el autor prosigue:
...
el icono sagrado es una manifestación de la gracia de Buda, emana de su poder
suprahumano... Si se considera la cuestión detenidamente se puede ver que los
dos aspectos del budismo, la doctrina del karma y su cualidad de gracia, son
inseparables, pues demostrar la naturaleza real del mundo es trascenderlo; es
manifestar los estados inmutables... y es una brecha abierta en el sistema
cerrado del devenir. Esta brecha es el propio Buda; desde entonces todo lo que
procede de él lleva el influjo de la bodhi.
La función iluminadora de la imagen sagrada no se podría
haber explicado mejor.
Antes de pasar a los diferentes detalles de la imagen,
estaría bien refrescar nuestra memoria acerca del episodio de la vida de Buda
que esta postura concreta quiere perpetuar. Todo el mundo recordará que, poco
antes de su iluminación, el futuro Buda fue al grande y antiquísimo bosque
próximo al lugar de Bihar que ahora se llama Bodhgaya y halló en él una gran
higuera (ficus religiosa) al pie de la cual estaba dispuesto un asiento
preparado para el destinado a convertirse en la luz del mundo; el árbol
representa evidentemente el eje del mundo, el árbol de la vida», como lo llama
el Génesis. Cuando estaba a punto de tomar asiento en aquel lugar, Mara, el
tentador, apareció ante él, poniendo en duda su derecho al trono adamantino.
«Soy el príncipe de este mundo -dijo Mara- y por lo tanto el trono me
pertenece.» Entonces el bodhisattva extendió su mano derecha y tocó la tierra,
madre de todas las criaturas, para que testificara que el trono era suyo por
derecho, y la tierra testificó que así era.
En la forma clásica de esta imagen Buda siempre se
representa sentado sobre un loto; la elección de esta planta acuática es
significativa por cuanto en el saber tradicional las aguas siempre simbolizan
la existencia con sus abundantes posibilidades, ese samsara cuya forma de ser
vencido iba a enseñar Buda, no por la mera negación, sino por la revelación de
su verdadera naturaleza. En cuanto a la figura, su mano derecha apunta hacia
abajo para tocar la tierra como en el relato, mientras que su mano izquierda
está vuelta hacia arriba para sostener la escudilla de mendicante. signo del
estado de bhikku. Al igual que el bhikku recoge en su escudilla cualquier cosa
que el transeúnte quiera arrojarle, sea mucho o poco, sin pedir mas y dejando
que ello sea su sustento para el día, así también el hombre tiene que aceptar
la gracia celestial como el don gratuito que es. En los dos gestos exhibidos
por la imagen de Buda está resumido todo el programa de las exigencias
espirituales del hombre.
Con respecto a la tierra, es decir, con respecto al mundo al
que pertenece por su existencia, el gesto del hombre es activo; esta actitud
activa siempre es necesaria en lo que se refiere al mundo y sus múltiples
tentaciones y distracciones. Con relación al cielo y a sus dones, por otra
parte, el hombre espiritual es pasivo, está contento de recibir el rocío de la
gracia del modo y en el momento en que cae y de refrescar sus fuerzas más o
menos débiles con su ayuda. El hombre ignorante hace exactamente lo contrario:
se muestra blando y acomodaticio frente al mundo al tiempo que pone toda clase
de condiciones de su propia elección en lo que respecta a las cosas del cielo,
-si es que les llega a dedicar algún pensamiento. Para el hombre verdaderamente
consciente, incluso su propio karma puede ser a la vez una gracia y un gurú, no
sólo en el sentido de una recompensa o sanción impuesta por una ley cósmica,
sino porque el karma es un poderoso e ineludible recordatorio de la
iluminación como necesidad clamorosa del hombre y como el único objeto de sus
deseos inequívocamente razonable. Aceptado en este sentido el karma, sea bueno
o malo, puede ser acogido corno Savitri acogió a la muerte cuando ésta vino a
reclamar a su esposo y Savitri la venció con su resignación. Correctamente
contemplada, la imagen sacramental de Buda nos dice todas estas cosas. Para
nosotros es el medio de gracia por excelencia.
Ya hemos dicho bastante para responder a nuestra pregunta
primera acerca de si el budismo deja lugar para la gracia. Una última
ilustración servirá, sin embargo, para remachar nuestro argumento al mostrar
que la idea de la gracia puede desempeñar un papel predominante en una doctrina
que no obstante sigue siendo budista tanto en su forma como en su cualidad. Se
trata de la doctrina de la tierra pura (jodo en japonés), desarrollada en torno
al voto del buda Amitabha y que utiliza como único medio operativo la
invocación de su nombre. Éste significa «luz infinita» y el buda al que designa
es el que preside la región occidental, donde se sitúa simbólicamente su
«tierra de buda». Debemos mencionar de paso que los europeos que se sienten
atraídos por el budismo han tendido hasta ahora a evitar la forma de la tierra
pura justamente por su insistencia en la gracia, descrita en ella como tariki
(poder del otro), lo que les recordaba demasiado al cristianismo que creían
haber dejado atrás. Los buscadores occidentales se han sentido en conjunto más
atraídos por los métodos de jiriki (poder propio), en los que se hace especial
hincapié en la iniciativa personal. y el esfuerzo heroico -de ahí su
preferencia por el zen (o por lo que toman por tal) o por el theravada
interpretado en un sentido ultrapuritano, por no decir humanista. ¡Por nada
del mundo quisieran esas personas ser confundidas con miserables cristianos
dependientes de Dios! Espero demostrar sin embargo que ambos enfoques, el
jiriki y el tariki, no son en modo alguno tan incompatibles como algunos
pretenden creer y que, a pesar de los contrastes de acento, ambos se
corresponden y son de hecho indispensables el uno para el otro.
Tomando el zen en primer lugar, una cosa que muchos de sus
admiradores extranjeros tienden a perder de vista es el hecho de que, en su
propio país los que se sienten llamados a esta vía ya habrán sido moldeados
desde su infancia por la estricta disciplina de la tradición japonesa, en la
que el respeto a la autoridad, una elaborada urbanidad y la aceptación de
muchas restricciones formales desempeñan todas su papel correspondiente, y en
la que las premisas básicas del budismo también se pueden dar por sentadas.
Tampoco hay que olvidar el elemento shintoísta presente en la tradición, con su
culto a la naturaleza por una parte, y su inculcación de las virtudes
caballerescas por otra; el alma japonesa no sería lo que es si no estuviera
moldeada por estas dos influencias. Con esta preparación un hombre puede
afrontar la severidad del adiestramiento zen y también ese elemento de
extravagancia del zen que tanto fascina a las mentes ansiosas de reaccionar
contra los valores convencionales de su medio anterior, con su moralidad
preconcebida y su trivialidad conceptual. Todas estas cosas tienen que verse en
proporción si quieren entenderse correctamente.
Para quienes piensan que el zen es puro poder propio sin
ninguna mezcla de poder del otro, es bueno señalar que al menos una de las
manifestaciones de la gracia que hemos enumerado en este ensayo desempeña en él
un papel de la mayor importancia: se trata del gurú, o roshi, el cual, dado que
no es el discípulo, representa necesariamente el poder del otro en relación
con aquél, dígase lo que se quiera. Que el zen, a pesar de su constante exhortación
al esfuerzo personal, no excluye el elemento de tariki me lo demostró (si es
que necesitaba ser demostrado) un conferenciante zenista japonés que vino a
Inglaterra hace dos años. Al final de su charla subí al estrado y le pregunté:
«¿Es correcto decir que el `poder propio' y el `poder del otro' siempre se
implicarán mutuamente? Si uno se afirma, ¿se puede suponer al otro latente, y
viceversa?» «Pues claro», respondió el conferenciante. «Son las dos caras de
la misma moneda. Esto es evidente. Además, ¿no es el zen una doctrina no
dualista?»
Un relato que ha proporcionado tema a muchos pintores japoneses
servirá también para ilustrar este punto. Es la historia del formidable
patriarca del zen, Bodhidharma, y de cómo atravesó el océano sobre una caña o
un retoño de bambú; por océano hay que entender el samsara. éste es el
simbolismo tradicional de las aguas en todo el mundo.
Se dice que en una ocasión Bodhidharma llegó a una de las
orillas del mar con el deseo de cruzar a la otra orilla. No encontrando
ninguna embarcación, descubrió de pronto un pedazo de caña y prestamente la
cogió y la echó al agua; entonces, subiéndose con arrojo al frágil tallo, se
dejó llevar a la otra orilla. Ahora bien, Bodhidharma era un sabio; sabía que
el poder propio y el poder del otro, el libre albedrío aplicado y la gracia,
son en esencia lo mismo, y el hecho de utilizar la caña como vehículo descansa
en este mismo conocimiento. Sin embargo, nosotros, espectadores, el punto que
debemos observar es que Bodhidharma encontró esa caña en la orilla del mar; él
no la creó ni la trajo consigo. ¿Quién la puso allí, pues, a punto para ser
descubierta? El poder ajeno no podía ser nadie más. La caña vino al patriarca
del zen como una gracia, hacia la cual él en primer lugar no podía sino ser
pasivo; luego, después de recibirla, respondió activamente con una iniciativa
apropiada y cruzó las aguas del samsara hasta la otra orilla. Con esto se
indica una vez más la enseñanza de la imagen de Buda, aunque en forma diferente.
En contraste con el zen, la doctrina de la tierra pura se
ofrece como una típica vía de gracia; de ahí que algunos hayan sugerido que el
jodo recibió en sus comienzos la influencia de enseñanzas cristianas llevadas a
China desde Siria por miembros de la secta nestoriana -hipótesis gratuita si
las hay, puesto que el jodo es, en todos sus elementos esenciales, una forma de
sabiduría típicamente budista-. El siguiente resumen de la enseñanza de la
tierra pura aclarará suficientemente para lo que ahora nos interesa su posición
teórica.
Cierto bodhisattva llamado Dharmakara se encontraba a punto
de entrar en el estado de iluminación cuando movido por la compasión se dijo:
«¿Cómo puedo consentir en entrar en el nirvana cuando toda la multitud de seres
tiene que quedarse atrás, presa de la transmigración y del sufrimiento
indefinidos? ¡Antes que dejarlos en este estado, hago el voto de que, si no
soy capaz de liberarlos a todos hasta la última brizna de hierba, nunca alcance
la iluminación!» Pero de hecho (dice el argumento) sí alcanzó la iluminación y
ahora reina, con el nombre de Buda Amitabha, en la región occidental. Por lo
tanto su voto no puede haber dejado de realizarse; los seres dolientes pueden
y deben ser liberados, siempre y cuando tengan fe en el voto de Amitabha y
evoquen su nombre. Esto último lo hacen mediante el nembutsu, la fórmula
«Alabanzas al buda Amitabha» (en japonés namu amida butsu). La invocación de
esta fórmula con una confianza desinteresada en el voto es, para el devoto de
la tierra pura, su constante medio de gracia, el signo de su abandono
incondicional al poder del otro. Pensar en un esfuerzo, mérito o conocimiento
propios implica inevitablemente adherirse a una individualidad imaginaria,
disfrácese como se quiera; esto viola la primera y última condición de la
liberación. ¿Quién puede hablar de poder propio cuando no tiene la menor idea
de lo que significa un yo propio?
A partir de aquí, la dialéctica de la tierra pura prosigue
diciendo que en los primeros tiempos del budismo los hombres eran sin duda mas
fuertes, más confiados en sí mismos; podían adoptar disciplinas severas y
seguir vías de meditación de tipo jiriki. Pero ahora, debido a nuestro mal
karma, estamos viviendo en los últimos tiempos, oscuros y dominados por el pecado,
en que los hombres se han vuelto débiles, confusos y, por encima de todo,
irremediablemente pasivos. Pues bien, dice el maestro de la tierra pura,
saquemos provecho de esta debilidad; que ella misma se ofrezca humildemente a
la gracia de Amitabha, rindiéndose ante el poder de su voto. Si por la fuerza
de este voto los justos pueden ser liberados, ¡cuánto más cierto será ello para
los pecadores, cuya necesidad es mucho mayor! Comparemos esto con las palabras
de Cristo. «No he venido para llamar al arrepentimiento a los justos, sino a
los pecadores.» Ambas frases no son tan diferentes.
Es interesante observar que en el Tibet existe un método de
invocación que en muchos aspectos recuerda al nembutsu. Este método emplea una
fórmula de seis sílabas cuyas asociaciones místicas son demasiado complejas
para ser expuestas en pocas palabras; baste saber que recibe el nombre de maní
mantra y que su revelador es el bodhisattva Avalokitesvara (Chenrezig en tibetano),
que en la sangha celestial personifica la compasión. Para lo que ahora nos
interesa, el punto más significativo es que el propio Chenrezig es una
emanación del buda occidental Amitabha, de cuya cabeza nació, rasgo mitológico
que muestra la evidente semejanza del mani y el membutsu. Por otra parte, hay
una diferencia que vale la pena observar, y es que mientras la misericordia de
Amitabha, al ser la de un buda, posee una cualidad estática, la compasión de
Chenrezig es dinámica, como corresponde a un bodhisattva, que por definición
opera en el mundo, como auxiliador de los seres que sufren. Todo bodhisattva
como tal es de hecho una encarnación viviente de la función de la gracia.
Antes de concluir este ensayo no puedo dejar de señalar un
caso de lo que puede llamarse coincidencia espiritual entre dos tradiciones muy
alejadas, la budista y la islámica; esta coincidencia no es atribuible al
préstamo ni a ninguna causa fortuita, sino que surge de la propia naturaleza de
las cosas.
El versículo que abre el Corán es Bismi'lahi'r-rahmani'rrahim, que corrientemente se ha traducido
como «En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso». En árabe, una raíz
común hace que la conexión entre estos dos nombres sea todavía más próxima.
Pues bien, unos amigos musulmanes bien instruidos me han explicado que la diferencia
entre dichos nombres consiste en lo siguiente, a saber, que ar-rahman se
refiere a la clemencia de Dios como cualidad intrínseca del Ser divino,
mientras que arrahim se refiere a esa cualidad en cuanto se proyecta en la
creación. Expresa el aspecto dinámico de la clemencia, la misericordia que se
derrama y alcanza a las criaturas en forma de gracia así como de otras maneras.
Al igual que la compasión budista, posee una cualidad dinámica; debe encontrar
un objeto para poder actuar. Es fácil ver que estos dos nombres corresponden
respectivamente, en todo lo esencial, a Amitabha y Chenrezig ¡He aquí una
brillante confirmación llegada de un lugar inesperado!
Pero no nos sorprendamos demasiado; pues, ¿acaso no es
cierto que en la tierra pura de la iluminación todos los caminos religiosos
deben sin duda encontrarse?
(Marco Pallis. Espectro luminoso del budismo, Ed Herder,
Barcelona 1986, pp 71-93)
¿EXISTE UN PROBLEMA DEL MAL?
Para la liberación
inequívoca necesita ser completada por la realización activa, la conciencia
plena de la identidad esencial, más allá de su distinción relativa, entre el
árbol de la vida y el árbol del contraste, el nirvana y el samsara. Sólo este
trascender todas las dualidades y sus oposiciones puede hacer inmune al hombre
a la mordedura de la serpiente, porque entonces la propia serpiente, como todo
lo demás, será reconocida a la luz del conocimiento como lo que es, a saber,
una propiedad de la existencia y nada más. La luz por lo tanto tiene prioridad
sobre todas nuestras necesidades. Buda, al situar la «opinión correcta» al
principio del Noble Camino óctuple que conduce a la liberación, rindió pleno
tributo a esta primera exigencia. Si bien la realización pasiva y la activa se
han mencionado una después de otra, es necesario hacer una tercera observación
diciendo que la reintegración en el centro, para ser completa y equilibrada,
será en realidad activa y pasiva al mismo tiempo, lo primero en virtud del
conocimiento, que es activo por naturaleza como el intelecto que lo comunica, y
lo segundo en virtud del don vivo de la gracia, la atracción espontánea del
propio centro, que no puede exigirse sino sólo aceptarse libremente o
despreciarse; en este caso, como ha dicho Schuon en uno de sus pasajes más
reveladores, siempre es el hombre quien está ausente, no la gracia. En el
camino espiritual, el sendero hacia el interior, siempre habrá un movimiento
bidireccional, cualquiera que pueda ser el énfasis aparente en cualquier caso
dado entre la iniciativa humana por una parte y el don divino por otra; la
desproporción misma entre un esfuerzo humano necesariamente limitado, por muy
intenso que sea, y el objeto trascendente e ilimitado que se ha de abarcar
muestra por qué debe ser así.
La imagen tradicional de Buda -tal vez la forma de icono más
milagrosa que existe- ejemplifica perfectamente la síntesis de actitudes
exigidas al hombre por las circunstancias. Sentado en la postura del loto al
pie del árbol de la iluminación -igualmente podría llamársele el árbol de la
vida:, Buda, el plenamente despierto, toca la tierra con su mano derecha,
tomándola por testigo; mediante este gesto se indica una actitud activa ante el
mundo. Su mano izquierda por otra parte sostiene la escudilla de medicante
dispuesta a recibir cualquier cosa que se le dé desde arriba; este gesto indica
la pasividad ante el cielo, la perfecta receptividad. La incomparable
elocuencia de este símbolo hace inútil todo comentario.
Para un cristiano la realización en modo activo se
representa esencialmente por la redención inaugurada por Cristo. Para compensar
la caída el camino de reintegración tiene que pasar a través del sacrificio: el
ego debe sufrir una transformación en el fuego de Shiva, como diría un hindú.
La reintegración virtual al estado adámico de inocencia en modo pasivo se opera
mediante el bautismo. La reintegración virtual en modo activo, en el estado
crístico, se opera por la eucaristía, por el acto de comer y beber a Cristo a
fin de ser comido y bebido por él. En esto hay que ver toda la diferencia que
separa al «pecador arrepentido» de la «persona justa que no necesita
arrepentirse». El primero es el que corresponde a la realización activa: el
pájaro que ha escapado de la jaula nunca volverá a ser apresado. La inocencia
representada por la participación pasiva es indudable, pero es la otra la que
produce la mayor alegría en el cielo.
Digamos de paso que la cita anterior ofrece una ilustración
excelente del carácter polivalente de la Escritura revelada, en virtud del cual las
mismas palabras, aun conservando su pertinencia literal en un plano de
comprensión, en otro se puede transponer en un sentido mas universal. Éste es
un caso de aquel método de exégesis al que nos hemos referido antes con el
nombre de «anagógico», en cuanto apunta hacia arriba, al umbral de los
misterios. La importancia inmensa que todas las grandes tradiciones conceden a
la memorización y recitación de sus Escrituras se explica por esta propiedad
que tiene el texto sagrado de transmitir aspectos superpuestos de la verdad, con
lo cual puede ofrecer un soporte para la meditación y la concentración que es
prácticamente inagotable.
Esta doble virtualidad, que cubre todas las posibilidades,
tanto pasivas como activas, tiene que ser actualizada mediante la vida de
religión; las doctrinas y métodos religiosos, cualquiera que sea su forma o
particularidad, no tienen otro objeto que éste.
(Marco Pallis. Espectro luminoso del budismo, Ed Herder,
Barcelona 1986, pp 67-68)