EL METODO DE ORACION HESICASTA
Según la enseñanza del padre Serafín del Monte Athos
Cuando X, un joven filósofo, llegó al Monte Athos, había
leído ya un cierto número de libros sobre la espiritualidad ortodoxa,
particularmente la pequeña filocalia de la oración del corazón en los
relatos del peregrino ruso. Estaba seducido sin estar verdaderamente
convencido. Una liturgia vivida en su ciudad le había inspirado el deseo de
pasar algunos días en el Monte Athos, con ocasión de sus vacaciones en Grecia,
para saber un poco más sobre el método de la oración de los hesicastas, esos
silenciosos a la búsqueda de "hesychia", es decir, de paz interior.
Contar con detalle cómo llegó al padre Serafín, que vivía en
un eremitorio próximo a San Pantaleón, sería demasiado largo. Digamos
únicamente que el joven filósofo estaba un poco cansado. No encontraba a los
monjes a la altura de sus libros. Digamos también que, si bien había leído
varios libros sobre la meditación y la oración, no había rezado verdaderamente
ni practicado una forma particular de meditación y lo que pedía en el fondo no
era un discurso más sobre la oración o la meditación sino una
"iniciación" que le permitiera vivirlas y conocerlas desde dentro por
experiencia y no sólo de "oídas".
El padre Serafín tenía una reputación ambigua entre los
monjes de su entorno. Algunos le acusaban de levitar, otros de que gritaba y
gemía, algunos le consideraban como un campesino ignorante, otros como un
venerable staretz inspirado por el Espíritu Santo y capaz de dar profundos
consejos así como de leer en los corazones.
Cuando se llegaba a la puerta de su eremitorio, el padre
Serafín tenía la costumbre de observar al recién llegado de la manera más
impertinente: de la cabeza a los pies, durante cinco largos minutos, sin
dirigirle ni una palabra. Aquéllos a quienes ese examen no hacía huir, podían
escuchar el áspero diagnóstico del monje:
En usted no ha descendido más abajo del mentón.
De usted, no hablemos. Ni siquiera ha entrado.
Usted... no es posible... que maravilla. Ha bajado hasta sus
rodillas...
Hablaba del Espíritu Santo y de su descenso más o menos
profundo en el hombre. Algunas veces a la cabeza, pero no siempre al corazón ni
a las entrañas... Así es como juzgaba la santidad de alguien, según su grado de
encarnación del espíritu. El hombre perfecto, el hombre transfigurado era para
él, el habitado todo entero por la presencia del Espíritu Santo de la cabeza a
los pies. "Esto no lo he visto sino una vez en el staretz Silvano, decía,
era verdaderamente un hombre de Dios, lleno de humildad y de majestad".
El joven filósofo no estaba aún ahí. El Espíritu Santo sólo
había encontrado paso en él "hasta el mentón". Cuando pidió al padre
Serafín que le hablase de la oración del corazón y de la oración pura según
Evagiro Póntico, el padre Serafín comenzó a gemir. Esto no desanimó al joven,
que insistió. Entonces el padre Serafín le dijo: "Antes de hablar de la
oración del corazón, aprende primero a meditar como la montaña...". Y le
mostró una enorme roca: "Pregúntale cómo hace para rezar. Después vuelve a
verme".
Meditar como una montaña.
Así comenzó para el joven una verdadera iniciación al método
de oración hesicasta. La primera meditación que le habían propuesto se refería
a la estabilidad, al enraizamiento de un buen cimiento.
En efecto, el primer consejo que se puede dar al que quiere
meditar no es de orden espiritual sino físico: siéntate. Sentarse como una
montaña quiere decir tomar peso, estar grávido de presencia. Los primeros días
al joven le costaba mucho quedarse inmóvil, con las piernas cruzadas, con la
pelvis ligeramente más alta que las rodillas. Una mañana sintió realmente lo
que quería decir meditar como una montaña. Estaba allí con todo su peso,
inmóvil. Formaba una sola cosa con ella, silencioso bajo el sol. Su noción del
tiempo había cambiado ligeramente. Las montañas tienen un tiempo distinto, otro
ritmo. Estar sentado como una montaña es tener la eternidad delante, es la
actitud justa para el que quiere entrar en la meditación: saber que está la
eternidad detrás, adentro y delante de sí.
Antes de construir una iglesia es necesario ser piedra y
sobre esta piedra (esta solidez imperturbable de la roca) Dios podría construir
su Iglesia y hacer del cuerpo del hombre su templo. Así comprendía el sentido
de la palabra evangélica: "Tú eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia".
Se quedó así varias semanas. Lo más duro era pasar varias
horas "sin hacer nada". Era menester volver a aprender a estar,
simplemente estar, sin objeto ni motivo. Meditar como una montaña era la
meditación misma del Ser, "del simple hecho de Ser", antes de
cualquier pensamiento, cualquier placer o dolor.
El padre Serafín le visitaba cada día, compartía con él sus
tomates y algunas aceitunas. A pesar de este régimen tan frugal, el joven
parecía haber ganado peso. Su paso era más tranquilo. La montaña parecía
haberle entrado en la piel. Sabía acoger su tiempo, acoger las estaciones,
estar silencioso y tranquilo, a veces como la tierra árida y dura, otras
veces como el flanco de una colina que espera la cosecha.
Meditar como una montaña había modificado igualmente el
ritmo de sus pensamientos. Había aprendido a "ver" sin juzgar, como
si diese a todo lo que crece en la montaña "el derecho de existir".
Un día, unos peregrinos, impresionados por la calidad de su
presencia, le tomaron por un monje y le pidieron la bendición. Al enterarse de
esto, el padre Serafín comenzó a molerle a golpes... El joven empezó a gemir.
"Menos mal, creía que te habías hecho tan estúpido como
los guijarros del camino... La meditación hesicasta tiene el arraigo, la
estabilidad de las montañas, pero su objetivo no es hacer de ti un bulto muerto
sino un hombre vivo".
Tomó al joven del brazo y le condujo hasta el fondo del
jardín donde, entre las hierbas salvajes, se podían ver algunas flores.
"Ahora ya no se trata de meditar como una montaña
estéril. Aprende a meditar como una amapola, aunque no olvides por eso la
montaña".
Meditar como una amapola
Así fue como el joven aprendió a florecer.
La meditación es ante todo un cimiento y eso es lo que le
había enseñado la montaña. Pero la meditación es también una "orientación"
y es lo que ahora le enseñaba la amapola: volverse hacia el sol, volverse desde
lo más profundo de sí mismo hacia la luz. Hacer de ello la aspiración de toda
su sangre, de toda su savia.
Esta orientación hacia lo bello, hacia la luz, le hacía a
veces enrojecer como una amapola. Aprendió también que para permanecer bien
orientada, la flor debía tener el tallo erguido. Comenzó, pues, a enderezar su
columna vertebral.
Esto le planteaba algunas dificultades porque había leído en
ciertos textos de la filocalia que el monje debía estar ligeramente curvado,
con la mirada vuelta al corazón y las entrañas.
Cuando pidió una explicación al padre Serafín, los ojos del
staretz le miraron con malicia. "Eso era para los forzudos de otros
tiempos. Estaban llenos de energía y había que recordarles la humildad de la
condición humana. Doblarse un poco el tiempo de la meditación no les hacía
ningún daño... pero tú más bien tienes necesidad de energía y por tanto, en el
tiempo de la meditación, enderézate, estate vigilante, ponte derecho vuelto
hacia la luz, pero sin orgullo... por otro lado, si observas bien la amapola,
te enseñará no sólo el enderezamiento del tallo sino además una cierta
flexibilidad bajo las inspiraciones del viento y también una gran humildad".
En efecto la enseñanza de la amapola consistía también en su
fugacidad, en su fragilidad. Había que aprender a florecer pero también a
marchitarse. El joven comprendía mejor las palabras del profeta: "Toda
carne es como la hierba y su delicadeza es la de la flor de los campos. La
hierba se seca, la flor se marchita... Las naciones son como una gota de agua
de rocío en el borde de un cubo... Los jueces de la tierra apenas plantados,
apenas arraigados..., se secan y la tempestad se los lleva como paja" (Is
40).
La montaña le había enseñado el sentido de la eternidad, la
amapola le enseñaba la fragilidad del tiempo: meditar es conocer lo Eterno en
la fragilidad del instante, un instante recto, bien orientado. Es florecer el
tiempo en que se nos ha dado florecer, amar en el tiempo en que se nos ha dado
amar, gratuitamente, sin por qué; puesto que ¿por qué florecen las amapolas?
Aprendía así a meditar "sin objeto ni beneficio",
por el placer de ser y de amar la luz. "El amor tiene en sí mismo su
propia recompensa", decía San Bernardo. "La rosa florece porque
florece, sin un por qué", decía también Angelus Silesius. La montaña
florece en la amapola, pensaba el joven, todo el universo medita en mí.
Ojalá pueda enrojecer de alegría todo el tiempo que dure mi vida".
Este pensamiento era sin duda exagerado. El padre Serafín comenzó a sacudir a
nuestro filósofo y de nuevo le cogió por el brazo.
Lo llevó por un camino abrupto hasta el borde del mar, a una
pequeña cala desierta. "Deja ya de rumiar como una vaca el sentido de las
amapolas. Adquiere también el corazón marino. Aprende a meditar como el
océano".
Meditar como el océano
El joven se acercó al mar. Había adquirido un buen cimiento
y una orientación recta; estaba en buena postura. ¿Qué le faltaba? ¿Qué podía
enseñarle el chapoteo de las olas?. El viento se levantó. El flujo y reflujo
del mar se hizo más profundo y eso despertó en él el recuerdo del océano. En
efecto, el viejo monje le había aconsejado meditar "como el océano" y
no como el mar. Cómo había adivinado que el joven había pasado largas horas al
borde del Atlántico, sobre todo de noche, y que conocía ya el arte de poner de
acuerdo su respiración con la gran respiración de las olas. Inspiro, expiro...
y luego soy inspirado, soy expirado. Me dejo llevar por el soplo como alguien
que se deja llevar por las olas. Hacía el muerto, llevado por el ritmo de las
respiraciones del océano. Eso le había conducido a veces al borde de extraños
desvanecimientos. Pero la gota de agua, que en otro tiempo "se desvanecía
en el mar" guardaba hoy su forma, su conciencia. ¿Era efecto de su
postura?, ¿de su enraizamiento en la tierra?. Ya no era el ritmo profundizado
de su respiración quién le llevaba. La gota de agua conservaba su identidad y
sin embargo sabía "ser una" con el océano. De este modo el joven
aprendió que meditar es respirar profundamente, dejar ir el flujo y reflujo del
aliento.
Aprendió igualmente que aunque hubiese olas en la
superficie, el fondo del océano seguía estando tranquilo. Los pensamientos van
y vienen, nos llenan de espuma, pero el fondo del ser permanece inmóvil.
Meditar a partir de las olas que somos para perder pie y echar raíces en el
fondo del océano. Todo esto se hacía cada día un poco más vivo en él y se
acordaba de las palabras de un poeta que le habían impresionado en su
adolescencia: "La existencia es un mar lleno de olas que no cesan. De este
mar la gente normal sólo percibe las olas. Mira cómo de las profundidades del
mar aparecen en la superficie innumerables olas mientras que el mar queda
oculto en ellas".
Hoy el mar le parecía menos "oculto en las olas",
la unidad de las cosas parecía más evidente sin que esto aboliera la
multiplicidad. Tenía menos necesidad de oponer el fondo y la forma, lo visible
y lo invisible. Todo constituía el océano único de su vida.
En el fondo de su alma, ¿no estaba el ruah, el pneuma,
el gran soplo de Dios?
"El que escucha atentamente su respiración, le dijo
entonces el monje Serafín, no está lejos de Dios. Escucha quién está
ahí, al final de tu expiración, quién está en el origen de tu
inspiración". En efecto, había momentos de silencio más profundos entre el
flujo y reflujo de las olas, había allí algo que parecía llevar en sí el
océano.
Meditar como un pájaro
Estar sobre un buen cimiento, estar orientado hacia la luz,
respirar como un océano no es todavía la meditación hesicasta, le dijo el padre
Serafín; ahora debes aprender a meditar como un pájaro. Y le llevó a una
pequeña celda cercana a su eremitorio donde vivían dos tórtolas. El arrullo de
los dos animalitos le pareció de momento encantador pero no tardó en ponerle
nervioso. Parece que escogían el momento en que caía dormido para arrullarse
con las palabras más tiernas. Preguntó al viejo monje que significaba todo
aquello y si esa comedia iba a durar mucho. La montaña, la amapola, el océano,
podían pasar (aunque uno pueda preguntarse qué hay de cristiano en todo ello),
pero proponerle ahora este pájaro lánguido como maestro de meditación era
demasiado.
El padre Serafín le explicó que en el Antiguo Testamento la
meditación se expresa con la raíz traducida en general al griego por mélété -meletan-
y en latín por meditari-meditatio. En su forma primitiva la raíz
significa "murmurar a media voz". Igualmente se emplea para designar
gritos de animales, por ejemplo el rugido del león (Is 31,4), el piar de la
golondrina y el canto de la paloma (Is 38,14), pero también el gruñido del oso.
"En el monte Athos no hay osos. Por eso te he traído
junto a una tórtola, pero la enseñanza es la misma. Hay que meditar con la
garganta, no sólo para acoger el aliento, sino para murmurar el nombre de Dios
día y noche... Cuando eres feliz, casi sin darte cuenta canturreas, murmuras a
veces palabras sin significado y ese murmullo hace vibrar todo tu cuerpo con
una alegría sencilla y serena. Meditar es murmurar como una tórtola, dejar
subir ese canto que viene del corazón, como tú has aprendido a dejar que suba a
ti el perfume de la flor... Meditar es respirar cantando. Sin quedarnos mucho
en su significado, te propongo que repitas, murmures, canturrees lo que está en
el corazón de todos los monjes del monte Athos: "Kyrie eleison, Kyrie
eleison... "
Esto no le gustaba mucho al joven filósofo. En algunas bodas
o entierros lo había oído traducido por: "Señor, ten piedad".
El monje se puso a sonreír: "Sí, es uno de los
significados de esta invocación, pero hay otros muchos. Quiere decir también
"Señor, envía tu Espíritu", que tu ternura esté sobre mi y sobre
todos", "que tu nombre sea bendito", etc., pero no busques
demasiado el sentido de la invocación. Ella se te revelará por sí misma.
De momento sé sensible y está atento a la vibración que despierta en tu cuerpo
y en tu corazón. Procura armonizarla apaciblemente con el ritmo de tu
respiración. Cuando te atormenten tus pensamientos recurre suavemente a esta
invocación, respira más profundamente, manténte erguido y conocerás el comienzo
de la hesiquia, la paz que da Dios sin engaño a los que le aman".
Al cabo de algunos días el "Kyrie eleison" se le
hizo más familiar. Le acompañaba como el zumbido acompaña a la abeja cuando
hace la miel. No lo repetía siempre con los labios. El zumbido se hacía
entonces más interior y su vibración más profunda.
El "Kyrie eleison" cuyo sentido había renunciado a
"pensar" le conducía a veces al silencio desconocido y se encontraba
en la actitud del apóstol Tomás cuando descubrió a Cristo resucitado:
"Kyrie eleison", mi Señor es mi Dios.
La invocación le llevaba poco a poco a un clima de intenso
respeto por todo lo que existe. Pero también de adoración por lo que está
oculto en la raíz de toda existencia.
El padre Serafín le dijo entonces: "Ya no estás lejos
de meditar como un hombre. Tengo que enseñarte la meditación de Abraham".
Meditar como Abraham
Hasta aquí la enseñanza del staretz era de orden natural y
terapéutico. Según el testimonio de Filón de Alejandría, los antiguos monjes
eran "terapeutas". Más que conducir a la iluminación, su papel
consistía en curar la naturaleza; ponerla en las mejores condiciones para que
pudiera recibir la gracia, que no contradecía la naturaleza sino que la
restauraba y cumplía. Es lo que hacía el monje con el joven filósofo
enseñándole un método de meditación que algunos podrían llamar "puramente
natural". La montaña, la amapola, el océano, el pájaro, eran otros tantos
elementos de la naturaleza que recuerdan al hombre que debe ir más lejos,
recapitular, los diferentes niveles del ser o incluso los diferentes reinos que
componen el macrocosmos: el reino mineral, el reino vegetal, el reino animal...
A menudo el hombre ha perdido el contacto con el cosmos, con la roca, con los
animales y esto ha provocado en él desazones, enfermedades, inseguridades,
ansiedad. La persona humana se siente "de más", extranjera en el
mundo. Meditar era comenzar a entrar en la meditación y la alabanza del
universo porque, como dicen los Padres, "todas las cosas saben rezar antes
que nosotros". El hombre es el lugar en que la oración del mundo toma
conciencia de ella misma; está para nombrar lo que balbucean las criaturas. Con
la meditación de Abraham entramos en una conciencia nueva y más alta que se
llama fe, es decir, la adhesión de la inteligencia y del corazón en ese
"tú" que se transparenta en el tuteo múltiple de todos los seres.
Esa es la experiencia de Abraham: detrás del titilar de las
estrellas hay algo más que estrellas, una presencia difícil de nombrar, que
nada puede nombrar y que sin embargo posee todos los nombres.
Es algo más que el universo y que sin embargo no puede ser
aprehendido fuera del universo. La diferencia que hay entre el azul del cielo y
el azul de una mirada, más allá de todos los azules. Abraham iba a la búsqueda
de esa mirada.
Después de haber aprendido el cimiento, el enraizamiento, la
orientación positiva hacia la luz, la respiración apacible de los océanos, el
canto interior, el joven estaba invitado a despertar el corazón. "He aquí
que de repente tú eres alguien". Lo propio del corazón es, en efecto,
personalizarlo todo y en este caso, personalizar al Absoluto, la fuente de todo
lo que es y respira, nombrarlo, llamarle "mi Dios, mi Creador" e ir
en su Presencia. Para Abraham meditar es mantener bajo las apariencias más
variadas el contacto con esta Presencia. Esta forma de meditación entra en los
detalles concretos de la vida cotidiana. El episodio de la encina de Mambre nos
muestra a Abraham "sentado a la entrada de la tienda, en lo más cálido del
día"; allí acogerá a tres extranjeros que van a revelarse como
enviados de Dios. Meditar como Abraham, decía el padre Serafín, es "practicar
la hospitalidad: el vaso de agua que das al que tiene sed, no te aleja del
silencio con que te acercas a la fuente. Meditar como Abraham, ya lo entiendes,
no sólo despierta en ti paz y luz sino también el amor por todos los
hombres". El padre Serafín leyó al joven el famoso pasaje del libro del
Génesis en que se trata de la intercesión de Abraham.
"Abraham estaba delante de Yahvé... se acercó y le
dijo: ¿Vas a suprimir al justo con el pecador? ¿Acaso hay cincuenta justos en
la ciudad y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta justos que hay en su
seno...?" Poco a poco Abraham fue reduciendo el número de los justos para
que Gomorra no fuera destruida. "Que mi Señor no se irrite y hablaré una
vez más: ¿Acaso se encontrarán Diez?" (Gen 18,16)
Meditar como Abraham es interceder por la vida de los
hombres, no ignorar su corrupción pero sin embargo no desesperar jamás de la
misericordia de Dios.
Este estilo de meditación libera el corazón de cualquier
juicio y condena, en todo tiempo y lugar. Aunque sean muchos los horrores que
pueda contemplar, llama al perdón y a la bendición.
Meditar como Abraham lleva aún más lejos. Las palabras
pugnaban por salir de la garganta del padre Serafín, como si quisiera ahorrar
al joven una experiencia por la que él mismo había debido pasar y que
despertaba en su memoria un temblor casi sutil... esto puede llevar hasta el
sacrificio... y le citó el pasaje del Génesis en que Abraham se muestra
dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac: "Todo es de Dios, murmuró
el padre Serafín, Todo es de El, por El y para El. Meditar como Abraham te
lleva a una total desposesión de ti mismo y de lo que te es más querido...
Busca lo que valoras más, lo que identifica tu yo... para Abraham era su hijo
único. Si eres capaz de esta donación, de ese abandono moral, de esa confianza
infinita en lo que trasciende toda razón y todo sentido común, todo te será
devuelto centuplicado. "Dios proveerá". Meditar como Abraham es
adherirse por la fe a lo que trasciende el universo, es practicar la hospitalidad,
interceder por la salvación de todos los hombres. Es olvidarse de uno mismo y
romper los lazos más legítimos para descubrirnos a nosotros mismos, a nuestros
prójimos y al universo habitado por la infinita presencia del "Unico que
es".
Meditar como Jesús
El padre Serafín se mostraba cada vez más discreto. Notaba
los progresos que hacía el joven en su meditación y oración. Varias veces le
había sorprendido con el rostro bañado en lágrimas, meditando como Abraham e
intercediendo por los hombres: "Dios mío, misericordia. ¿Que será de los
pecadores?". Un Día, el joven fue hacia él y le preguntó: padre ¿por qué
no me hablas nunca de Jesús? ¿Cómo era su oración, su forma de meditar?. En la
liturgia y en los sermones sólo se habla de él. En la oración del corazón, tal
como se describe en la filocalia, hay que invocar su nombre. ¿Por qué no me
dices nada de eso?".
El padre Serafín pareció turbarse; como si el joven le
preguntara algo indecente, como si tuviera que revelar su propio secreto.
Cuanto más grande es la revelación recibida, más grande debe ser nuestra
humildad para transmitirla. Sin duda no se sentía tan humilde: "Eso sólo
el Espíritu Santo te lo puede enseñar. "Quién es el Hijo lo sabe sólo el
Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo
quiera revelar" (Lc 10, 22). Tienes que hacerte hijo para rezar como el
Hijo y tener con quién él llama su Padre, las mismas relaciones de intimidad
que él y esto es obra del Espíritu Santo. El te recordará todo lo que
Jesús ha dicho. El evangelio se hará vivo en ti y te enseñará a rezar como hay
que hacerlo".
El joven insistió: "Pero dime algo más". El viejo
sonrió: "Ahora, lo que mejor podría hacer sería gemir, pero tú lo tomarías
como un signo de santidad; por lo tanto mejor será decirte las cosas con
sencillez. Meditar como Jesús recapitula todas las formas de meditación que te
he transmitido hasta ahora. Jesús es el hombre cósmico... sabía meditar como la
montaña, como la amapola, como el océano, como la paloma. Sabía meditar como
Abraham. Su corazón no tenía límites, amando hasta a sus enemigos, sus
verdugos: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen".
Practicando la hospitalidad con los que se llamaban enfermos y pecadores, los
paralíticos, las prostitutas, los usureros... Por la noche se retiraba a orar
en secreto y allí murmuraba como un niño "abba", que quiere decir
"papá"... Esto puede parecer insignificante, llamar "papá"
al Dios trascendente, infinito, innombrable, más allá de todo. El cielo y la
tierra se acercan terriblemente. Dios y el hombre se hacen una sola cosa...
quizás hace falta que alguien te haya llamado "papá" en la oscuridad
para comprenderlo... Pero tal vez hoy estas relaciones íntimas de un padre y
una madre con su hijo ya no signifiquen nada. Quizás sea una mala imagen. Por
eso yo prefería no decirte nada, no usar imágenes y esperar a que el Espíritu
Santo pusiera en ti los sentimientos y el conocimiento de Jesucristo para que
ese "abba" no saliera de la punta de los labios sino del fondo de tu
corazón. Ese día empezarás a comprender lo que es la oración, la meditación de
los hesicastas".
Ahora vete
El joven se quedó algunos días más en el monte Athos. La
oración de Jesús le llevaba a los abismos, a veces al borde de una cierta
"locura". "Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en
mí", podía decir con san Pablo. Delirio de humildad, de intercesión, de
deseo de que "todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento
de la verdad". Se hacía amor, se hacía fuego. La zarza ardiente ya no era
para él una metáfora sino una realidad: "Ardía pero sin consumirse".
Fenómenos extraños de luz visitaban su cuerpo. Algunos decían que le había
visto andar sobre el agua o estar inmóvil a treinta centímetros del suelo...
Esta vez el padre Serafín se puso a vociferar: "Ya está
bien! Ahora vete". Y le pidió que dejara Athos, que volviera a su casa y
que viese allí lo que quedaba de esas bellas meditaciones hesicastas.
El joven se fue. Volvió a su país. Lo encontraron más
delgado y no vieron nada espiritual en su barba más bien sucia ni en su aspecto
más bien descuidado... Pero la vista de su ciudad no le hizo olvidar la
enseñanza de su staretz.
Cuando estaba muy agobiado, sin nada de tiempo, se sentaba
como una montaña en la terraza del café.
Cuando sentía en él orgullo o vanidad, se acordaba de la
amapola ("toda flor se marchita") y de nuevo su corazón se volvía
hacia la luz que no pasa nunca.
Cuando la tristeza, la cólera, el disgusto, invadía su alma,
respiraba profundamente, como un océano, volvía a tomar aliento en el soplo de
Dios, invocaba su nombre y murmuraba: "Kyrie Eleison".
Cuando veía el sufrimiento de los seres humanos, su maldad y
su impotencia para cambiar nada, se acordaba de la meditación de Abraham.
Cuando le calumniaban, cuando decían de él todo tipo de
infamias, era feliz meditando con Cristo...
Exteriormente era un hombre como los demás. No intentaba
tener "aire de santo"...
Había olvidado incluso que practicaba el método de oración
hesicasta; simplemente intentaba amar a Dios cada momento y caminar en su
presencia.
(JEAN-YVES LELOUP. Questions
de: "Meditation" nº 67. Ed. Albin
Michel)
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