XXXVII.
EL DON DE LENGUAS
René Guénon
Una
cuestión directamente vinculada con la de la enseñanza iniciática y sus
adaptaciones es esta de lo que se llama el "don de lenguas", que a
menudo se menciona entre los privilegios de los verdaderos Rosacruces, o,
hablando más exactamente (pues la palabra "privilegios" podría dar
lugar fácilmente a falsas interpretaciones), entre sus signos característicos,
aunque es por otra parte susceptible de una aplicación mucho más amplia de lo
que se hace ciñéndola a una forma tradicional particular. A decir verdad, no
parece que jamás se haya explicado muy claramente lo que debe entenderse con
ello desde el punto de vista propiamente iniciático, pues muchos de quienes han
empleado esta expresión parecen haberla entendido únicamente en su sentido más
literal, lo que es insuficiente, a pesar de que, sin duda, este sentido literal
pueda estar en cierto modo justificado. En efecto, la posesión de ciertas
claves del lenguaje puede, para comprender y hablar los más diversos idiomas,
facilitar medios muy distintos de los corrientemente usados; y es cierto, sin
duda, que existe, en el orden de las ciencias tradicionales, lo que podría
denominarse una filología sagrada, completamente diferente de la filología
profana que ha visto la luz en el Occidente moderno. Sin embargo, aún aceptando
esta primera interpretación y situándola en su dominio propio, que es el de las
aplicaciones contingentes del esoterismo, cabe considerar sobre todo un sentido
simbólico, de orden más elevado, que se sobrepone a ella sin contradecirla en
absoluto, y que por otro lado está en perfecto acuerdo con los datos
iniciáticos comunes a todas las
tradiciones, sean de Oriente o de Occidente.
Desde
este punto de vista se puede decir que aquel que posee verdaderamente el
"don de lenguas" es aquel que habla a cada uno en su propio lenguaje,
en el sentido de que se expresa siempre bajo una forma apropiada a la manera de
pensar de los hombres a los cuales se dirige. Es también a esto que se hace
alusión, de una manera más exterior, cuando se dice que los Rosacruces debían
siempre adoptar las costumbres y los hábitos de los países en los que se
encontraban; y algunos añaden incluso que debían adoptar un nuevo nombre cada
vez que cambiaban de país, como si revistieran entonces una nueva individualidad.
Así, el Rosacruz, en virtud del grado espiritual que había alcanzado, ya no
estaba ligado exclusivamente a ninguna forma definida, como tampoco a las
condiciones especiales de ningún sitio determinado (227), y por esta razón era
un "Cosmopolita" en el verdadero sentido de la palabra (228). La
misma enseñanza se encuentra en el esoterismo islámico: Mohyiddin ibn Arabi
dice que "el verdadero sabio no se liga a ninguna creencia", por
estar más allá de todos los credos particulares, al haber obtenido el
conocimiento de lo que es su principio común; pero es precisamente por este
motivo que puede, según las circunstancias, hablar el lenguaje apropiado a cada
creencia. No hay aquí, a pesar de lo que puedan pensar los profanos, ni
"oportunismo" ni disimulo de ningún tipo; por el contrario, es la
consecuencia necesaria de un conocimiento que es superior a todas las formas,
pero que solo puede comunicarse (en la medida en que es comunicable) a través
de las formas, de las cuales cada una, al ser una adaptación especial, no
podría convenir indistintamente a todos los hombres. Para comprender esto,
puede comparárselo a la traducción de un mismo pensamiento a diversas lenguas:
siempre es el mismo pensamiento, por sí mismo independiente de toda expresión; pero,
cada vez que es expresado en otra lengua, se hace accesible a unos hombres que,
sin ello, no hubieran podido conocerlo; y esta comparación es por otra parte
rigurosamente conforme con el simbolismo del "don de lenguas".
Aquel
que ha llegado a este punto es quien ha alcanzado, a través de un conocimiento
directo y profundo (y no solamente teórico o verbal), el fondo idéntico de todas las doctrinas tradicionales, quien ha
encontrado, situándose en el punto central de cual éstas han emanado, la verdad
una que se esconde bajo la diversidad y la multiplicidad de las formas
exteriores. La diferencia, en efecto, no está jamás sino en la forma y la
apariencia; el fondo esencial es
siempre y en todas partes el mismo,
porque no hay más que una verdad, aunque tenga múltiples aspectos según los
puntos de vista más o menos especiales desde los cuales se la considere, y,
como dicen los iniciados musulmanes, "la doctrina de la Unidad es única"
(229); pero es necesaria una variedad de formas para adaptarse a las condiciones
mentales de tal o cual país, de tal o cual época, o, si se prefiere, para
corresponder a los diversos puntos de vista particulares que están determinados
por estas condiciones; y quienes se detienen en la forma ven sobre todo las
diferencias, hasta el extremo de tomarlas a veces por oposiciones, mientras que
éstas desaparecen por el contrario para quienes van más allá. Estos pueden
después descender sobre la forma, pero ya sin ser afectados por ella en
absoluto, sin que su conocimiento profundo sufra la menor modificación; pueden,
tal y como las consecuencias se derivan de un principio, procediendo de arriba
a abajo, de lo interior a lo exterior (y es debido a ello que la verdadera
síntesis es, como ya explicamos anteriormente, totalmente opuesta al vulgar
"sincretismo"), realizar todas las adaptaciones de la doctrina
fundamental. Así resulta que, para retomar siempre el mismo simbolismo, no
estando ya obligados a hablar una determinada lengua, pueden hablarlas todas,
porque han tomado conocimiento del principio mismo del cual todas las lenguas
derivan por adaptación; lo que aquí llamamos lenguas son todas las formas
tradicionales, religiosas u otras, que no son en efecto sino adaptaciones de la
gran Tradición primordial y universal, vestidos diversos de la única verdad.
Aquellos que han dejado atrás todas las formas particulares y han llegado a la
universalidad, y que "saben" mientras que los otros no hacen más que
"creer" simplemente, son necesariamente "ortodoxos" con
respecto a toda tradición regular; y, al mismo tiempo, son los únicos que
pueden llamarse plena y efectivamente "católicos",
en el sentido rigurosamente etimológico de esta palabra (230), mientras que
los demás no pueden serlo jamás sino virtualmente, por una especie de
aspiración que aún no ha realizado su objeto, o de movimiento que, aún estando
dirigido hacia el centro, no ha llegado realmente a alcanzarlo.
Aquellos
que han pasado más allá de la forma están, por ello mismo, liberados de las
limitaciones inherentes a la condición individual de la humanidad ordinaria;
aquellos que no han llegado más que al centro del estado humano, sin todavía
haber realizado efectivamente los estados superiores, están al menos, en todo
caso, libres de las limitaciones por las cuales el hombre caído de este "estado
primordial" en el cual están reintegrados está unido a una individualidad
particular, así como a una forma determinada, puesto que todas las
individualidades y todas las formas del dominio humano tienen su principio
inmediato en el punto mismo donde ellos están situados. Esta es la razón de que
puedan, como dijimos más arriba, revestir individualidades diversas con el fin
de adaptarse a todas las circunstancias; estas individualidades no tienen, para
ellos, verdaderamente más importancia que simples vestiduras. Puede
comprenderse con ello lo que realmente significa el cambio de nombre, y esto se
relaciona naturalmente con lo que antes hemos expuesto acerca de los nombres
iniciáticos; por otra parte, en cualquier lugar en donde esta práctica se encuentre,
representa siempre un cambio de estado en un orden más o menos profundo; en las
propias órdenes monásticas, su razón de ser no es en suma diferente en el
fondo, pues, aquí también, la individualidad profana (231) debe desaparecer
para dejar lugar a un ser nuevo, y, aún cuando el simbolismo ya no es
comprendido del todo en su sentido profundo, conserva sin embargo por sí mismo
una cierta eficacia.
Si
se han comprendido estas pocas indicaciones, se comprenderá al mismo tiempo por
qué los verdaderos Rosacruces jamás han podido constituir cualquier cosa que se
parezca siquiera de lejos a una "sociedad", ni aún una organización
exterior del tipo que sea; ellos han podido, sin duda, tal como hacen todavía
en Oriente, y especialmente en Extremo Oriente, iniciados de un grado
comparable al suyo, inspirar más o menos directamente, y en cierto modo
invisiblemente, a organizaciones exteriores constituidas temporalmente en vista
de tal o cual fin especial y definido; pero, a pesar de que estas
organizaciones puedan por dicha razón ser llamadas "rosacrucianas",
ellos mismos no se ligan a éstas, y, salvo quizá en algunos casos
excepcionales, no desempeñan ningún papel aparente en ellas. Lo que se ha
llamado Rosacruces en Occidente desde el siglo XIV, y que ha recibido otras
denominaciones en otros tiempos y en otros lugares, porque el nombre no tiene
aquí más que un valor propiamente simbólico y debe adaptarse a las
circunstancias, no es una asociación cualquiera, sino la colectividad de los
seres que han llegado a un mismo estado superior al de la humanidad ordinaria,
a un mismo grado de iniciación efectiva, del cual acabamos de indicar uno de
los aspectos esenciales, y que poseen además las mismas características
interiores, lo que les basta para reconocerse entre ellos sin tener necesidad
de ningún signo exterior. Por esta razón no tienen otro lugar de reunión que
"el Templo del Espíritu Santo, que está en todas partes", de manera
que las descripciones que ha veces se les han dado no pueden sino ser entendidas
simbólicamente; y por este mismo motivo se mantienen necesariamente
desconocidos para los profanos entre los que viven, exteriormente semejantes a
ellos, aunque completamente diferentes en realidad, porque sus únicos signos
distintivos son puramente interiores y no pueden ser percibidos más que por
quienes han alcanzado el mismo desarrollo espiritual, de forma que su
influencia, que se relaciona más bien con una "acción de presencia"
que con una actividad exterior cualquiera, se ejerce a través de vías que son
totalmente incomprensibles para el común de los hombres.
(René
Guenon. Apreciaciones sobre la iniciación. Cap XXXVII)
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