Julius Evola
La homosexualidad es un fenómeno que, dada su difusión, no puede ser
ignorado por una doctrina del sexo. Goethe llegó a escribir que era "algo
tan antiguo como la propia humanidad, por lo que podía decirse que forma parte
de la naturaleza, pese a ser contra natura". Si constituye "un enigma
que, cuanto más se intenta analizarlo científicamente, más se presenta como
misterioso" (Ivan Bloch), también desde el punto de vista de la metafísica
del sexo, tal como la hemos formulado en las páginas precedentes, va a resultar
un problema complejo.
Se ha aludido ya a que Platón, en su teoría del eros, se refiere más de una vez no al solo amor heterosexual, sino también al amor por los efebos (63). Ahora bien, si se considera el eros en su forma sublimada, que lo relaciona con el factor estético, tanto que, según la referida progresión platónica, de la belleza por un ser dado se pasaría poco a poco al arrobamiento que puede suscitar una belleza despersonalizada, incorpórea, una belleza divina en abstracto, no se plantea ningún verdadero problema cuando el punto accidental de partida sea un ser del mismo sexo. El término "uranismo", usado por algunos para designar la homosexualidad, deriva precisamente de la distinción platónica de una Afrodita Urania de una Afrodita Pandemia. La primera sería la diosa de un amor noble y no carnal, no encaminado a la generación como aquel que tiene por objeto a la mujer. Quizás la pederastia, el Paidon Eros, pudo tener originariamente, en una cierta medida, este carácter, cuando fue honrada por escritores y poetas antiguos y fue practicada también por personalidades eminentes. Pero basta ya leer la última página del Banquete, con el discurso de Alcibiades, para darse cuenta de qué poco, en la Hélade, este tipo de eros se mantuvo en el ámbito de lo "platónico", de cómo comportó también un desarrollo carnal, cosa que sucedió siempre con mucha frecuencia, con la decadencia de las antiguas costumbres en Grecia y, sobre todo, en Roma.
Si, por lo tanto, se asume en estos últimos términos la homosexualidad, o sea, en una correspondencia completa con las relaciones sexuales normales entre hombre y mujer, se puede ciertamente hablar de una desviación, no ya desde un punto moralístico y convencional, sino también desde el punto de vista de la metafísica del sexo. Es una incongruencia aplicar, como hace Platón, el significado metafísico sensibilizado del mito del andrógino al amor homosexual, o sea, al que tiene lugar entre pederastas y entre lesbianas. De hecho, para un tal género de amor no se puede ya hablar del conato del principio masculino y del principio femenino comprendido en el ser primordial a reencontrarse: el mítico ser de los orígenes tendría que haber sido en otro caso, no andrógino, sino homogéneo, monosexual, todo hombre (en el caso de los pederastas) o todo mujer (en el caso de las lesbianas) y los dos amantes buscarían unirse como simples partes de una misma substancia: cae por tanto lo esencial, aquello que confería a ese mito todo su valor, o sea, la idea de la polaridad y la complementareidad sexual como fundamento del magnetismo del amor y de una "trascendencia" en el eros, de la revelación fulgurante y destructiva del Uno.
Así, para una explicación, hace falta descender de plano y considerar varias posibilidades empíricas. En sexología, se suelen distinguir dos formas de homosexualidad, una de carácter congénito y constitucional, la otra de carácter adquirido, condicionada a factores psicosociológicos y ambientales. En la segunda, se debe empero hacer valer, a su vez, la distinción entre formas que poseen un carácter de vicio y formas que presuponen una predisposición latente, que se actualiza en determinadas circunstancias: condición necesaria, porque, en igualdad de circunstancias, tipos diversos se comportan de diverso modo, no se convierten en homosexuales. Es importante pues no considerar de modo estático la configuración constitucional, admitir para ella una cierta posibilidad de variación.
Para la homosexualidad "natural", o sea, debida a predisposición, la explicación más simple viene dada por aquello que ya dijimos sobre los diversos grados de la sexualización, sobre el hecho de que el proceso de sexualización en sus aspectos físicos y todavía más en los psíquicos puede ser incompleto, por lo que la bisexualidad originaria es superada en menor medida que en el ser humano "normal", no siendo los caracteres de un sexo predominantes en igual medida respecto a los del otro sexo (ver, más arriba, § 10). Se trata de lo que M. Hirschfeld llamó la "forma sexual intermedia". En tales casos (decíamos, por ejemplo, cuando un ser anagráficamente hombre lo es sólo al 60 %), es posible que la atracción erótica que normalmente se basa sobre la polaridad de los sexos, o sea, sobre la heterosexualidad, y que es tanto más intensa cuanto más el hombre es hombre y la mujer, mujer, nazca también entre individuos que, según el estado civil, del que conservan solamente los caracteres denominados primarios, son del mismo sexo porque, en realidad, son "formas intermedias". En el caso de los pederastas, Ulrichs ha dicho justamente que se puede encontrar ante un anima muliebris virile corpori innata.
Sin embargo, se debe tener en cuenta la citada posibilidad de mutaciones constitucionales, bastante poco consideradas por los psicólogos. Se deben tener también presentes los casos de regresión. Puede darse el caso de que el poder dominante del que depende, en un individuo determinado, la sexualización, el ser verdaderamente hombre o verdaderamente mujer, con neutralización, atrofia o reducción al estado latente de los caracteres del otro sexo, se debilite, lo que puede llevar a la activación y a la emergencia de estos caracteres recesivos (64). Y que el ambiente, el clima general de una sociedad puede tener una parte no indiferente: en una civilización donde está vigente el igualitarismo, donde se combaten las diferencias, donde se favorece la promiscuidad, donde el antiguo ideal de "ser uno mismo" ya no dice nada, en una sociedad atrofiada y materialista es evidente que aquel fenómeno de regresión, y con él la homosexualidad, se vea particularmente propiciado, de modo que no es para asombrarse del impresionante incremento del fenómeno de la homosexualidad y del "tercer sexo" en los últimos tiempos "democráticos", y hasta el de la verificación de cambios de sexo en una medida que parece no haber tenido igual en ninguna otra época (65).
Pero la referencia a las "formas sexuales intermedias", a un proceso incompleto de sexualización o a una regresión no explica toda la variedad de la homosexualidad. De hecho han existido varones homosexuales que no eran afeminados ni "formas intermedias", individuos decididamente viriles en el aspecto y en el comportamiento, hombres potentes que tenían o podían tener a su disposición las más bellas mujeres. Esta homosexualidad no es fácil de explicar y respecto a ella se tiene el derecho a hablar de desviación y de perversión, de un "vicio", eventualmente relacionado con una moda. No se comprende, efectivamente, qué puede impulsar sexualmente a un hombre verdaderamente hombre hacia un individuo del mismo sexo. En materia de experiencia, si una constitución adecuada para experimentar el clímax del orgasmo del amor heterosexual hace que éste sea casi inexistente, todavía sería peor el caso por lo que respecta a las uniones pederásticas. Pero en estas hay razones para suponer que se trata de poco más que de un régimen de "masturbación a duo", que para el "placer" se cultiva uno y otro reflejo condicionado al faltar los presupuestos no ya metafísicos, sino también físicos para una unión completa y destructiva.
Por otra parte, en la antigüedad clásica está atestiguada no tanto la pederastia exclusivista, enemiga de la mujer y del matrimonio, sino la bisexualidad, el uso tanto de la mujer como de los jovenzuelos (como contrapartida, son numerosos los casos de mujeres muy sexuales, por tanto muy femeninas, que al propio tiempo eran lesbianas, bisexuales), y parece ser que la motivación predominante fuese la de "querer experimentarlo todo". Pero tampoco este punto está completamente claro, porque, aparte el hecho de que en los efebos, en los jovencitos, sujetos preferidos de aquellos pederastas, había algo femenino, nos podríamos referir a las crudas palabras tomadas por Goethe de un autor griego: que "si estoy cansado de una muchacha como muchacha, ella puede servir todavía como muchacho" ("habe ich als Mädchen sie satt, dient es als Knabe noch").
En cuanto a la alegación del ideal de la plenitud hermafrodita en el pederasta que sensualmente hace ya de hombre ya de mujer, es obviamente ficticia si con ella se quiere llegar más allá del "querer experimentarlo todo" sobre el plano de las simples sensaciones: la plenitud androgínica puede ser sólo "suficiencia", ella no está necesitada de otro ser, y va buscada sobre el plano de una realización espiritual cuando se excluyen los oscurecimientos que la "magia de los dos" puede ofrecer en las uniones heterosexuales.
Tampoco la motivación alguna vez recogida en países como Turquía y el Japón de que el goce homosexual dé un sentido de potencia es convincente. El placer del dominio se puede alcanzar también con mujeres o con otros seres en situaciones exentas de conmixiones sexuales. Por lo demás, en el presente cuadro ello podría entrar en cuestión solamente en un contexto absolutamente pátológico, cuando se desenvolviese en un verdadero orgasmo.
Así, en el conjunto, cuando la homosexualidad no es "natural", o sea, explicable en términos de forma incompleta constitucional de sexualización, no puede tener más que el carácter de una desviación o de un vicio, de una perversión. Y si se adujesen algunos ejemplos de extrema intensidad erótica en relaciones entre homosexuales, la explicación de ello se debe buscar en la posibilidad de dislocación del eros. En efecto, basta hojear cualquier tratado de psicopatología sexual para ver en qué inconcebibles situaciones (desde el fetichismo hasta la sodomía animal y a la necrofilia) la potencialidad erótica del ser humano puede llegar a ser activada en ocasiones hasta extremos de frenesí orgiástico. En el mismo cuadro anómalo, se podría hacer pues entrar el caso de la homosexualidad, aunque se trate de un caso bastante más frecuente: un eros dislocado para el cual un ser del mismo sexo sirve, como en tantos casos de psicopatía sexual, como simple causa ocasional o apoyo, al faltar del todo la dimensión profunda y el significado superior de la experiencia a causa de la ausencia de la premisa ontológica y metafísica necesaria para ello. Si, como veremos, en ciertos aspectos del sadismo y del masoquismo se pueden encontrar elementos susceptibles de entrar en la estructuración más profunda de la erótica heterosexual, convirtiéndose en perversiones sólo cuando se absolutizan, ningún reconocimiento análogo se puede hacer en lo que se refiere a la homosexualidad.
Notas a pie de página
(63) Cfr. Banquete, 181 c, 191 c, 192 a; Fedro, 151 c, 253 b, 265 e, 240 a, etc. donde se habla casi exclusivamente del amor suscitado por los efebos.
(64) Algunos psicoanalistas querrían explicar la homosexualidad en términos de una regresión, pero sobre el plano psicológico, como regresión a la bisexualidad que sería la propia del niño (al tiempo que se considera la bisexualidad recobrada en la ontogénesis), o bien en términos de la reemergencia de un complejo debido al hecho de que en el niño el eros sería "fijado" sobre el padre (o sobre la madre, si se trata del sexo femenino, tratándose en este caso de las lesbianas). Como en muchos otros casos que el psicoanálisis no explica en absoluto, sustituye simplemente un problema con otro problema, porque aun aceptando su caricaturesca concepción de la vida erótica infantil ella no explica como puede producirse esa "fijación".
(65) Cfr. J. EVOLA, L'Arco e la Clava, Milano, 1968, c. III ("Il terzo sesso").
http://juliusevola.blogia.com
Se ha aludido ya a que Platón, en su teoría del eros, se refiere más de una vez no al solo amor heterosexual, sino también al amor por los efebos (63). Ahora bien, si se considera el eros en su forma sublimada, que lo relaciona con el factor estético, tanto que, según la referida progresión platónica, de la belleza por un ser dado se pasaría poco a poco al arrobamiento que puede suscitar una belleza despersonalizada, incorpórea, una belleza divina en abstracto, no se plantea ningún verdadero problema cuando el punto accidental de partida sea un ser del mismo sexo. El término "uranismo", usado por algunos para designar la homosexualidad, deriva precisamente de la distinción platónica de una Afrodita Urania de una Afrodita Pandemia. La primera sería la diosa de un amor noble y no carnal, no encaminado a la generación como aquel que tiene por objeto a la mujer. Quizás la pederastia, el Paidon Eros, pudo tener originariamente, en una cierta medida, este carácter, cuando fue honrada por escritores y poetas antiguos y fue practicada también por personalidades eminentes. Pero basta ya leer la última página del Banquete, con el discurso de Alcibiades, para darse cuenta de qué poco, en la Hélade, este tipo de eros se mantuvo en el ámbito de lo "platónico", de cómo comportó también un desarrollo carnal, cosa que sucedió siempre con mucha frecuencia, con la decadencia de las antiguas costumbres en Grecia y, sobre todo, en Roma.
Si, por lo tanto, se asume en estos últimos términos la homosexualidad, o sea, en una correspondencia completa con las relaciones sexuales normales entre hombre y mujer, se puede ciertamente hablar de una desviación, no ya desde un punto moralístico y convencional, sino también desde el punto de vista de la metafísica del sexo. Es una incongruencia aplicar, como hace Platón, el significado metafísico sensibilizado del mito del andrógino al amor homosexual, o sea, al que tiene lugar entre pederastas y entre lesbianas. De hecho, para un tal género de amor no se puede ya hablar del conato del principio masculino y del principio femenino comprendido en el ser primordial a reencontrarse: el mítico ser de los orígenes tendría que haber sido en otro caso, no andrógino, sino homogéneo, monosexual, todo hombre (en el caso de los pederastas) o todo mujer (en el caso de las lesbianas) y los dos amantes buscarían unirse como simples partes de una misma substancia: cae por tanto lo esencial, aquello que confería a ese mito todo su valor, o sea, la idea de la polaridad y la complementareidad sexual como fundamento del magnetismo del amor y de una "trascendencia" en el eros, de la revelación fulgurante y destructiva del Uno.
Así, para una explicación, hace falta descender de plano y considerar varias posibilidades empíricas. En sexología, se suelen distinguir dos formas de homosexualidad, una de carácter congénito y constitucional, la otra de carácter adquirido, condicionada a factores psicosociológicos y ambientales. En la segunda, se debe empero hacer valer, a su vez, la distinción entre formas que poseen un carácter de vicio y formas que presuponen una predisposición latente, que se actualiza en determinadas circunstancias: condición necesaria, porque, en igualdad de circunstancias, tipos diversos se comportan de diverso modo, no se convierten en homosexuales. Es importante pues no considerar de modo estático la configuración constitucional, admitir para ella una cierta posibilidad de variación.
Para la homosexualidad "natural", o sea, debida a predisposición, la explicación más simple viene dada por aquello que ya dijimos sobre los diversos grados de la sexualización, sobre el hecho de que el proceso de sexualización en sus aspectos físicos y todavía más en los psíquicos puede ser incompleto, por lo que la bisexualidad originaria es superada en menor medida que en el ser humano "normal", no siendo los caracteres de un sexo predominantes en igual medida respecto a los del otro sexo (ver, más arriba, § 10). Se trata de lo que M. Hirschfeld llamó la "forma sexual intermedia". En tales casos (decíamos, por ejemplo, cuando un ser anagráficamente hombre lo es sólo al 60 %), es posible que la atracción erótica que normalmente se basa sobre la polaridad de los sexos, o sea, sobre la heterosexualidad, y que es tanto más intensa cuanto más el hombre es hombre y la mujer, mujer, nazca también entre individuos que, según el estado civil, del que conservan solamente los caracteres denominados primarios, son del mismo sexo porque, en realidad, son "formas intermedias". En el caso de los pederastas, Ulrichs ha dicho justamente que se puede encontrar ante un anima muliebris virile corpori innata.
Sin embargo, se debe tener en cuenta la citada posibilidad de mutaciones constitucionales, bastante poco consideradas por los psicólogos. Se deben tener también presentes los casos de regresión. Puede darse el caso de que el poder dominante del que depende, en un individuo determinado, la sexualización, el ser verdaderamente hombre o verdaderamente mujer, con neutralización, atrofia o reducción al estado latente de los caracteres del otro sexo, se debilite, lo que puede llevar a la activación y a la emergencia de estos caracteres recesivos (64). Y que el ambiente, el clima general de una sociedad puede tener una parte no indiferente: en una civilización donde está vigente el igualitarismo, donde se combaten las diferencias, donde se favorece la promiscuidad, donde el antiguo ideal de "ser uno mismo" ya no dice nada, en una sociedad atrofiada y materialista es evidente que aquel fenómeno de regresión, y con él la homosexualidad, se vea particularmente propiciado, de modo que no es para asombrarse del impresionante incremento del fenómeno de la homosexualidad y del "tercer sexo" en los últimos tiempos "democráticos", y hasta el de la verificación de cambios de sexo en una medida que parece no haber tenido igual en ninguna otra época (65).
Pero la referencia a las "formas sexuales intermedias", a un proceso incompleto de sexualización o a una regresión no explica toda la variedad de la homosexualidad. De hecho han existido varones homosexuales que no eran afeminados ni "formas intermedias", individuos decididamente viriles en el aspecto y en el comportamiento, hombres potentes que tenían o podían tener a su disposición las más bellas mujeres. Esta homosexualidad no es fácil de explicar y respecto a ella se tiene el derecho a hablar de desviación y de perversión, de un "vicio", eventualmente relacionado con una moda. No se comprende, efectivamente, qué puede impulsar sexualmente a un hombre verdaderamente hombre hacia un individuo del mismo sexo. En materia de experiencia, si una constitución adecuada para experimentar el clímax del orgasmo del amor heterosexual hace que éste sea casi inexistente, todavía sería peor el caso por lo que respecta a las uniones pederásticas. Pero en estas hay razones para suponer que se trata de poco más que de un régimen de "masturbación a duo", que para el "placer" se cultiva uno y otro reflejo condicionado al faltar los presupuestos no ya metafísicos, sino también físicos para una unión completa y destructiva.
Por otra parte, en la antigüedad clásica está atestiguada no tanto la pederastia exclusivista, enemiga de la mujer y del matrimonio, sino la bisexualidad, el uso tanto de la mujer como de los jovenzuelos (como contrapartida, son numerosos los casos de mujeres muy sexuales, por tanto muy femeninas, que al propio tiempo eran lesbianas, bisexuales), y parece ser que la motivación predominante fuese la de "querer experimentarlo todo". Pero tampoco este punto está completamente claro, porque, aparte el hecho de que en los efebos, en los jovencitos, sujetos preferidos de aquellos pederastas, había algo femenino, nos podríamos referir a las crudas palabras tomadas por Goethe de un autor griego: que "si estoy cansado de una muchacha como muchacha, ella puede servir todavía como muchacho" ("habe ich als Mädchen sie satt, dient es als Knabe noch").
En cuanto a la alegación del ideal de la plenitud hermafrodita en el pederasta que sensualmente hace ya de hombre ya de mujer, es obviamente ficticia si con ella se quiere llegar más allá del "querer experimentarlo todo" sobre el plano de las simples sensaciones: la plenitud androgínica puede ser sólo "suficiencia", ella no está necesitada de otro ser, y va buscada sobre el plano de una realización espiritual cuando se excluyen los oscurecimientos que la "magia de los dos" puede ofrecer en las uniones heterosexuales.
Tampoco la motivación alguna vez recogida en países como Turquía y el Japón de que el goce homosexual dé un sentido de potencia es convincente. El placer del dominio se puede alcanzar también con mujeres o con otros seres en situaciones exentas de conmixiones sexuales. Por lo demás, en el presente cuadro ello podría entrar en cuestión solamente en un contexto absolutamente pátológico, cuando se desenvolviese en un verdadero orgasmo.
Así, en el conjunto, cuando la homosexualidad no es "natural", o sea, explicable en términos de forma incompleta constitucional de sexualización, no puede tener más que el carácter de una desviación o de un vicio, de una perversión. Y si se adujesen algunos ejemplos de extrema intensidad erótica en relaciones entre homosexuales, la explicación de ello se debe buscar en la posibilidad de dislocación del eros. En efecto, basta hojear cualquier tratado de psicopatología sexual para ver en qué inconcebibles situaciones (desde el fetichismo hasta la sodomía animal y a la necrofilia) la potencialidad erótica del ser humano puede llegar a ser activada en ocasiones hasta extremos de frenesí orgiástico. En el mismo cuadro anómalo, se podría hacer pues entrar el caso de la homosexualidad, aunque se trate de un caso bastante más frecuente: un eros dislocado para el cual un ser del mismo sexo sirve, como en tantos casos de psicopatía sexual, como simple causa ocasional o apoyo, al faltar del todo la dimensión profunda y el significado superior de la experiencia a causa de la ausencia de la premisa ontológica y metafísica necesaria para ello. Si, como veremos, en ciertos aspectos del sadismo y del masoquismo se pueden encontrar elementos susceptibles de entrar en la estructuración más profunda de la erótica heterosexual, convirtiéndose en perversiones sólo cuando se absolutizan, ningún reconocimiento análogo se puede hacer en lo que se refiere a la homosexualidad.
Notas a pie de página
(63) Cfr. Banquete, 181 c, 191 c, 192 a; Fedro, 151 c, 253 b, 265 e, 240 a, etc. donde se habla casi exclusivamente del amor suscitado por los efebos.
(64) Algunos psicoanalistas querrían explicar la homosexualidad en términos de una regresión, pero sobre el plano psicológico, como regresión a la bisexualidad que sería la propia del niño (al tiempo que se considera la bisexualidad recobrada en la ontogénesis), o bien en términos de la reemergencia de un complejo debido al hecho de que en el niño el eros sería "fijado" sobre el padre (o sobre la madre, si se trata del sexo femenino, tratándose en este caso de las lesbianas). Como en muchos otros casos que el psicoanálisis no explica en absoluto, sustituye simplemente un problema con otro problema, porque aun aceptando su caricaturesca concepción de la vida erótica infantil ella no explica como puede producirse esa "fijación".
(65) Cfr. J. EVOLA, L'Arco e la Clava, Milano, 1968, c. III ("Il terzo sesso").
http://juliusevola.blogia.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario