N. Berdiaev. De la destination de l’homme . Ed L’Age
d’Homme SA. Lausanne 1979. Pp.108-112
5. - LIBRE ALBEDRÍO Y ÉTICA.
El problema religioso y metafísico de la libertad, en el que
también radica el problema ético, no tiene nada que ver con la doctrina
tradicionalmente escolástica del libre albedrío, que se basa en premisas falsas
y en una psicología anticuada y no puede mantenerse. La antigua concepción de
la voluntad como uno de los elementos de la vida del alma, mediante la cual el
hombre elige entre el bien y el mal, haciéndose responsable de este último, es errónea. Es evidente que esta doctrina fue dictada por consideraciones
utilitarias y pedagógicas. El libre arbitrio, en tanto que liberum arbitrum
indifferentiae no existe, el ofrece más bien una esclavitud que una
libertad, y el hombre debe sentirse liberado y aliviado cuando ya no tiene que
elegir, es decir, cuando permanece en estado de desdoblamiento, porque la
elección ya está hecha. El principio tradicional del libre albedrío no es un principio
creador. Lejos de elevar al ser humano, no hace más que aceptar o rechazar lo
que se le entrega desde fuera.
Podríamos incluso establecer la siguiente paradoja, que
juega un papel considerable en la historia de las ideas religiosas: el libre
albedrío teniéndose eternamente ante la feroz necesidad de hacer una elección
que le era impuesta desde fuera y desde lo alto, esclavizaba y oprimía al
hombre; la verdadera liberación no procedía más que de la gracia, siendo el hombre
libre cuando no estaba obligado a elegir. En este sentido, había una verdad en
Lutero, aunque la expresara incorrectamente. N. Hartmann, que sostenía que el
punto de vista teleológico en ética conduce a la negación de la libertad moral
del hombre y afirma la necesidad, tenía razón, aunque él mismo no lo superó
completamente en su doctrina de los valores ideales. El punto de vista
teleológico junto a la doctrina del libre arbitrio puede formularse de la
manera siguiente: el hombre debe someter su vida al fin supremo que le ha sido
propuesto y subordinarle jerárquicamente todos los otros fines inferiores,
dándole el libre arbitrio la posibilidad de hacerlo. Semejante doctrina, muy extendida por otra parte, no corresponde en absoluto ni a la psicología
contemporánea ni a
la revelación cristiana, y conduce a una ética servil.
El punto de
vista teleológico que se remonta a Aristóteles Debe
ser abandonado de una manera general; la dignidad
moral y la libertad del
hombre no están determinadas en
absoluto por el fin al que somete
su existencia, sino más bien por la fuente de la
que derivan su vida moral y su
actividad en el mundo.
En cierto sentido, podría incluso sugerirse que los
"medios" que el hombre
utiliza son mucho más importantes
que los "fines" que persigue,
porque dan más testimonio de su espíritu.
En efecto, si tiende a la libertad con
la ayuda de la violencia, al amor mediante el odio, a la fraternidad mediante
la división, a la verdad por medio de la
mentira, su elevado fin no
será
una circunstancia atenuante en el juicio desfavorable que llevaremos sobre él.
Incluso estoy inclinado a creer que, si buscara la violencia por la
libertad, el odio por el amor, la
mentira por la verdad, la división por la fraternidad, sería
moralmente superior. Porque lo más importante para la ética es saber qué es el
hombre, de qué espíritu vive, si tiene una luz interior, una energía beneficiosa
y creadora. La ética debe ser decididamente energética, no teleológica. Por eso
debe concebir la libertad como fuente originaria, como energía creadora
interior, y no como capacidad de seguir normas y alcanzar el fin propuesto. El
bien moral es dado al hombre no como una meta, sino como una fuerza interior
que debe iluminar su vida. Lo que realmente importa es saber de dónde procede
el propio acto moral, no hacia qué fin se dirige. Por esta razón, la doctrina
de la autonomía de Kant no es en modo alguno una doctrina de la libertad
humana, 'pues no se refiere al hombre, sino a la ley moral. La libertad sólo es
necesaria aquí para cumplir la ley. Esta ética autónoma rechaza al hombre; en
suma, sólo reconoce la naturaleza moral y razonable. Ahora, el concepto que
debe servir de piedra angular es el de libertad creadora, como fuente de vida,
y el de espíritu, en tanto luz que ilumina esta vida. El hombre es un ser que
no actúa según fines, sino en virtud de su libertad creadora y de la luz
benéfica que está arraigada en él. Así el problema fundamental de la ética no
es, pues, la cuestión de la libertad y la necesidad, sino la de la libertad y
la gracia.
Un problema que también tiene su importancia para la
antropología y la ética es el de las correlaciones entre la libertad y el
principio jerárquico, correlaciones que, en la mentalidad cristiana, se han
visto a menudo seriamente alteradas. Cuando se vincula el principio jerárquico
no a la calidad suprema, opuesta a la cantidad y la masa, sino a la decadencia
de la naturaleza humana, que supuestamente debería ser domada, rebajada y
guiada desde arriba, acabamos con una distorsión de la antropología. Pues ya no
es el hombre, ya no son sus cualidades y dones lo que se venera, sino al
portador de un principio jerárquico impersonal. Y toda la vida se desarrolla de
tal manera que este principio adquiere predominio y dirección. El obispo y el
sacerdote, el monarca y el policía, el padre y el cabeza de familia, el dueño
de la empresa y el director de la institución, todos corresponden a órdenes
jerárquicos, cuyas cualidades no son en modo alguno cualidades humanas, porque
les son conferidas automáticamente. Se trata de una antropología y una ética
muy particulares. La significación del hombre en la vida, su poder sobre ella, está
determinado por la presencia en él de un principio impersonal, no humano. Esta
antropología no tiene nada que ver con el culto carlysliano de los héroes y de
los grandes hombres. Ahora bien la jerarquía impersonal, no humana, se
contrapone a una jerarquía de cualidades y dones humanos. El santo y el genio,
el héroe y el gran hombre, el profeta y el apóstol, el inventor y el artesano,
corresponden a órdenes de una jerarquía humana, y la sumisión que podemos
imponernos a su respecto se produce en un plano totalmente distinto al que nos
sometemos a la j e r a r q u í a no-humana e impersonal. El mundo pecador supone,
aparentemente, la existencia de estas dos jerarquías, pero es indiscutible que
la jerarquía humana vuelve a tener la primacía.
La Iglesia no puede existir sin obispos y sacerdotes, cualesquiera
que sean sus cualidades humanas, pero interiormente vive y respira por los
santos y los profetas, por los apóstoles y los genios religiosos, por los
mártires y los ascetas. El Estado no puede existir sin un líder, sin ministros,
funcionarios, policías, generales, sin soldados, pero los Estados no se mueven,
las misiones importantes no se realizan en la historia más que a través de los
grandes hombres, los héroes, los talentos, los reformadores, más que a través
de seres dotados de una energía particular. La ciencia no puede existir sin
profesores, sin maestros, aunque sean mediocres, sin academias y universidades organizadas
jerárquicamente, pero vive y progresa a través de sus genios, sus innovadores,
sus promotores y sus revolucionarios. La familia no puede existir sin una estructura
jerárquica, pero sólo vive a través del amor y la abnegación. Por tanto, es a
través de la jerarquía humana, la de humanos, como la vida se preserva de la
degeneración, la osificación y la muerte. La jerarquía impersonal, angélica (en
la Iglesia) es una jerarquía que refleja y prefigura, mientras que la jerarquía
humana y personal es una jerarquía real de las cualidades y de las obtenciones.
El sacerdote es simbólico; el santo, en cambio, es real. El monarca es
simbólico, el gran hombre real. Y la tarea de la ética es conceder preponderancia
a la jerarquía real, humana, sobre la jerarquía simbólica, no humana; lo que
implica una antropología diferente, una nueva doctrina del hombre.
La aspiración humana, fundamental para la ética, no es la
aspiración a la felicidad, como tampoco lo es la aspiración a la docilidad y a
la sumisión. Puesto que el hombre es un ser libre llamado a crear, no debe dejarse
guiar ni por una cosa ni por la otra. Su aspiración primordial es buscar la
calidad, el crecimiento y la autorrealización, aunque ello implique sufrir o
rebelarse. El hombre no existe sin lo divino en su interior, pero este divino
no es sólo simbólico, es también real.
El hombre tiene dos fuentes eternas en el mundo antiguo: la
fuente bíblica y la fuente griega. Fue en esta época cuando se desarrolló y
emergió gradualmente del caos original. Pero si hay ante todo un origen
judío-helénico, no se revela definitivamente y se afirma espiritualmente más
que en el cristianismo, más que a través de Cristo y de la revelación
cristiana. No es más que en la persona de Cristo, el Dios-Hombre, que comenzó
realmente a existir. Y la idea fundamental del cristianismo en lo que concierne
al hombre es una idea realista: la de una transfiguración y una iluminación
efectiva de su naturaleza creada. Su fin es la consecución de cualidades
supremas, no la prefiguración simbólica en el mundo humano de un mundo no
humano. La idea antropológica que está en el centro del cristianismo es la de
Dios-Humanidad, la del reino teándrico real, siendo Cristo un Dios-Hombre y no
un Dios-Ángel. La jerarquía simbólica es un simbolismo teológico-angélico. La
ética no puede fundarse en una ruptura entre Dios y el hombre, entre lo divino
y lo humano.
Se pueden identificar tres tipos de ética: la ética teológica,
la ética humanitaria y la ética teándrica. Este libro se centra en la última de
ellas.
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