GARCIA M. COLOMBAS, O. S. B.:
ANTOPOMORFISMO Y ORIGENISMO
( Extracto de
"El monacato primitivo", t.I, BAC, Madrid, 1974.)
El antropomorfismo, por lo que sabemos, fue particularmente
vigoroso entre los solitarios de Egipto hacia el año 400 . Su doctrina es muy
simple. Según el libro del Génesis, Dios creó al hombre a su imagen y
semejanza. La reflexión teológica, elemental y simplista de los buenos anacoretas
coptos dedujo de esta frase que Dios tenía un cuerpo humano, pensamientos
humanos, sentimientos humanos. Casiano, que nos ilustra especialmente sobre
esta cuestión en calidad de testigo ocular -y de víctima- de los acontecimientos,
considera el antropomorfismo como una reminiscencia o reliquia del paganismo: «El
paganismo revestía de forma humana a los demonios que adoraba; en nuestros
días, los hay que estiman que se debe adorar la incomprensible e inefable
majestad del verdadero Dios bajo los rasgos de una imagen, creyendo que se
hallan frente a la nada si no tienen presente una imagen a la que se dirijan al
orar, que lleven continuamente en su pensamiento y en la que tengan siempre
fijos los ojos". Hacía el antopomorfismo tantos estragos en el país del Nilo, que Teófilo, patriarca
de Alejandría, se sintió obligado a hacer alguna cosa para combatirlo. Según
una costumbre tradicional, el jefe de la Iglesia copta publicaba todos los
años una carta festal en la que señalaba la fecha de la pascua y al propio tiempo instruía a sus fieles sobre
algunos puntos doctrinales. En la carta festal del año 399, Teófilo publicó la
refutación y condenación del error de los antropomorfitas. Causó gran revuelo
entre los monjes. La mayor parte de los ancianos espirituales llegaron a
condenar al patriarca como reo de gravísima herejía y declararon que debía ser
considerado por todos como excomulgado. Incluso los solitarios de Escete,
superiores en sabiduría y perfección a todos los de Egipto, rechazaron la
carta del patriarca; de los sacerdotes que estaban al frente de las cuatro
iglesias de la colonia anacorética, sólo Pafnucio, que presidía la congregación
a la que entonces pertenecía Casiano, hizo leerla y proclamarla en la asamblea
dominical. El asunto era muy grave. «¡ Ay, miserable de mí! Me han quitado a
mi Dios y no tengo a quién allegarme, ni sé a quién adorar o dirigirme»,
exclamó echándose al suelo y hecho un mar de lágrimas el anciano y excelente
Serapión al enterarse, después de largos años de vida ascética, de que Dios era
un ser espiritual". Nada dice Casiano a este respecto, pero los
historiadores Sócrates y Sozomeno añaden que los monjes acudieron en masa a
Alejandría con el propósito de obligar al patriarca a retractarse. Teófilo fue
lo suficientemente listo y diplomático para conjurar la temible tormenta: al
presentarse a los solitarios, los saludó de este modo: «Os veo como la faz de
Dios», y les prometió condenar los escritos de Orígenes. No ignoraba que tal
promesa había de agradar mucho a los manifestantes. Los monjes antropomorfitas,
en efecto, no podían sentir más que hostilidad por los monjes «origenistas» que
vivían entre ellos, pues defendían la naturaleza espiritual de Dios: los
"Apotegmas" y la "Historia lausíaca" nos lo dan a entender
claramente.
Las controversias origenistas de los
siglos IV y V
Mucho más importante que la escaramuza del
antopomorfismo del desierto fue la primera de las famosas controversias
origenistas, que habían de turbar y agitar tan profundamente el mundo de los
monjes. La polémica adquirió caracteres de tragedia sobre todo desde el momento
en que el patriarca Teófilo volvió la casaca y de ardiente admirador del
célebre maestro de Alejandría, su sede patriarcal, se convirtió en adversario e
implacable perseguidor de sus partidarios.
La primera batalla se riñó en
Palestina. Juan, obispo de Jerusalén, que había sido monje en Nitria, pasaba,
no sin razón, como el protector oficial de los monjes origenistas. Ahora
bien, con el fin exclusivo de combatir al obispo Juan y a sus amigos, otro
obispo-monje y gran cazador de herejes, San Epifanio de Salamina, desembarcó
en el país de Jesús y estableció su cuartel general en un monasterio. Esto
sucedía el año 393. En realidad, Epifanio había denunciado la herejía
origenista hacía ya casi dos décadas. En 374 había escrito en su
"Anchoratus", tras aludir a uno de los crasos errores atribuidos a
Orígenes: «Todavía recientemente hemos oído hablar de gente que pasa por haber
alcanzado la palma entre ciertos ascetas de Egipto, de Tebaida y otros lugares,
y niegan la identidad de la carne resucitada con nuestra propia carne». Y en el
capítulo dedicado por entero a desenmascarar los errores del gran alejandrino
que contiene su Panarion (compuesto entre el 374 y el 377): «La herejía que
nació de él [= Origenes] existió primeramente en el país de los egipcios, y
ahora se encuentra incluso en los que pretenden haberse comprometido en la
vida solitaria, entre aquellos que de hecho se retiran a la soledad y han
abrazado la pobreza». Ahora, en el año 393, cree Epifanio que ha llegado la
hora de emprender contra tan pestífera herejía una acción más contundente que
las simples denuncias literarias. Con todo, no se siente con fuerzas para
atacarla en su bastión principal, Egipto, defendido por el omnipotente
patriarca Teófilo. Empieza por Palestina, su propio país natal. Unos meses
antes de su llegada, cierto Artabio ha recorrido los monasterios palestinenses
con la misión de hacer desaprobar las doctrinas de Orígenes. En Jerusalén, Melania
y Rufino no han querido ni escucharlo; en Belén, al contrario, ha hallado buena
acogida en los cenobios de Paula y Jerónimo.Desde este momento, el
antiorigenismo ha ganado en este último un acérrimo paladín. La conversión de
Jerónimo ha sido total. Había leído con pasión los escritos del maestro
alejandrino; había traducido algunos al latín; todavía en 392 o tal vez en el
mismo 393, año de su abjuración, dedicó a Orígenes una de las noticias más
elogiosas que hayan salido de su pluma. Cambio tan súbito y radical ha sido muy
criticado por los historiadores modernos; pero en la actualidad sabemos que
Jerónimo podía tener motivos válidos y sobrados para pasarse al bando
contrario.
Nada nos impide creer que Artabio y
Epifanio lo convencieran sinceramente de los errores contenidos en las obras
del maestro y de sus seguidores. Jerónimo tiene, como tantos otros monjes de su
tiempo, la pasión de la fe católica. Y se lanza a la batalla secundando a
Epifanio. Este es un luchador que no respeta las reglas: provoca un cisma
entre los monjes; ataca al obispo de Jerusalén en discursos pronunciados ante
sus propios diocesanos; ejerce sin reparos el ministerio episcopal en una
diócesis que no es la suya. Jerónimo, por su parte, rompe con su íntimo amigo
Rufino; se atrae la enemistad de su obispo, contra el que publica un opúsculo;
traduce al latín las piezas de la polémica con el fin de ilustrar al papa y al
mundo occidental. Con inmensa alegría y júbilo se entera, en el año 399, de la
«conversión» del patriarca de Alejandría y más tarde de su expedición contra
los origenistas de Nitria. Y escribe "al beatísimo papa Teófilo":
«Todo el mundo se regocija y
se gloría de tus victorias, y la muchedumbre de los pueblos levanta gozosa los
ojos al estandarte alzado en Alejandría y a los fulgentes trofeos contra la
herejía. ¡ Adelante! ¡ Mi enhorabuena por tu celo de la fe! Has puesto bien de
manifiesto que el haber callado hasta ahora no ha sido asentimiento, sino
traza. Francamente lo digo a tu reverencia: Nos dolía tu excesiva paciencia e,
ignorando la maestría del piloto, ansiábamos el aniquilamiento de los piratas.
Pero tú has tenido largo tiempo levantada la mano y suspendiste el golpe, para
descargarlo luego con más fuerza»
La «conversión» del patriarca
de Alejandría había sido, efectivamente, repentina y espectacular: merecía las
retóricas e hipérboles del incorregible literato de Belén. Teófilo no había
ocultado hasta entonces su admiración por las obras de Orígenes y sus simpatias
por los seguidores del maestro. Había salido en defensa de Juan de Jerusalén atacada por Epifanio de Salamina.
Había tenido en gran estima a los cuatro monjes conocidos por los
"Hermanos largos": Dióscoro, Ammonio, Eusebio y Eutimio, fervientes origenistas;
en 394 había ordenado al mayor, hasta entonces sacerdote de Nitria, obispo de
Hermópolis, y se había asociado a los otros dos en la administración de su
diócesis. Otro origenista insigne, Evagrio Póntico, había gozado del aprecio
del patriarca, quien lo hubiera ordenado obispo si Evagrio no se hubiera dado a
la fuga. Todo esto era muy conocido. ¿Por qué cambió tan total y repentinamente
en 399? «Por razones que no eran en modo alguno metafísicas», escribe J.
Quasten, haciéndose eco de las interpretaciones de los historiadores modernos.
No faltan argumentos en apoyo de semejante juicio. Paladio, Sócrates y Sozomeno
refieren, aunque no siempre concordes en los pormenores, ciertas historietas
nada halagüeñas para el «faraón de Egipto». Teófilo acababa de reñir con uno de
sus más íntimos colaboradores, el sacerdote Isidoro, notorio simpatizante con
el origenismo del desierto, quien, habiendo sido despedido de su cargo y de la
ciudad, se refugió en la colonia monástica de Nitria, a la que había
pertenecido anteriormente. Los «Hermanos largos» lo recibieron con los brazos
abiertos, y uno de ellos, Ammonio, se constituyó en su defensor ante el airado
patriarca. Sus diligencias no tuvieron éxito: en vez de aplacar al poderoso
prelado, no logró más que granjearse su enemistad implacable para sí mismo,
para sus hermanos y para todos los monjes que compartían las mismas ideas. Teófilo
resolvió perderlos. Aprovechó contra ellos la hostilidad de los anacoretas
antropomorfitas y sus propias doctrinas origenistas. Ante todo, convocó un
sínodo en Alejandría, en el que hizo condenar las obras de Orígenes y sancionar
a sus lectores. Luego, él mismo quiso encargarse de castigar a los monjes
heterodoxos, y en particular a los «Hermanos largos». Paladio, que entonces
vivía en Egipto, era uno de los monjes origenistas y posiblemente presenció lo
que refiere, ha descrito tan triste episodio:
«El sumo sacerdote de la diócesis de Egipto
entra en el palacio del augustal o prefecto y deposita en propia persona una
acusación contra los monjes, a la que juntó los libelos de calumnia, y suplica
que aquellos hombres sean arrojados "manu militari" de todo Egipto.
Tomó, pues, por pura fórmula soldados junto con el edicto, reunió una muchedumbre de desalmados, de los
que rodean fácilmente a los que mandan, y en plena noche asaltó los
monasterios, después de haber embriagado a todos los esclavos que consigo
llevaba. Y lo primero que hizo fue ordenar que fuera arrojado de su sede
Dióscoro, hermano que era de los monjes excomulgados y santo obispo de aquella
montaña, haciéndolo arrastrar por esclavos etíopes -de ellos, acaso, sin
bautizar siquiera-, y quitándole una Iglesia que Dióscoro poseía desde el
advenimiento de Cristo. Luego puso saco a la montaña, dando por paga a los más
jóvenes las casillas de los monjes. Saqueadas, pues. las celdas, iba buscando a
aquellos tres [= los Hermanos largos]; pero los monjes los habían descolgado a
un pozo, sobre cuyo brocal habían colocado una estera. No dando, pues, con
ellos, pegó fuego con sarmientos a sus celdas y allí ardieron todos los libros
sagrados y otros graves, un niño, según contaban quienes lo vieron, y hasta
las formas de la eucaristía. Así se sació su irracional furor, volviéndose
nuevamente a Alejandría y dando lugar a que aquellos santos varones se dieran
a la fuga. Tomando, pues, sus melotas o pieles de cabra, salieron hacia
Palestina y llegaron a Elia. Juntáronse con ellos, aparte los presbíteros y
diáconos, trescientos monjes graves, mientras otros se dispersaron por lugares
diferentes».
El mismo año
400, por una carta sinodal dirigida a los obispos de Palestina y Chipre,
Teófilo hacía saber oficialmente al mundo su cambio de actitud respecto al
origenismo y las sanciones que había impuesto a los monjes heterodoxos y
rebeldes.
Es conocida la silueta
literaria del patriarca Teófilo trazada por E. Gibbon: «el perpetuo enemigo de
la paz y la virtud, un hombre audaz, malo, cuyas manos se manchaban alternativamente
con oro y con sangre». Las fuentes históricas que están a nuestra disposición
parecen apoyar la dura sentencia de Gibbon. «Con toda justicia, no obstante,
debemos recordar que la mayor parte de nuestra información proviene de los
enemigos de Teófilo». La observación de J. Quasten es oportuna. Para su
condenación del origenismo de los monjes y su intento de extirparlo radicalmente, sabemos
actualmente que existían motivos mucho más serios y loables que el de
satisfacer sus deseos de aniquilar a viejos amigos caídos en desgracia.
Los
historiadores no han solido tomar en serio el origenismo combatido por
Epifanio, Jerónimo y Teófilo de Alejandría, y condenado en el año 400. Al decir
de Cavallera, por ejemplo, no era más que un «espantajo» fabricado por la
inocente estupidez del obispo de Salamina y utilizado por la inexorable saña
del arzobispo de Alejandría. Pero la
recién descubierta version siriaca -íntegra- de los "Kephalaia
gnostica", de Evagrio Póntico, obliga a revisar a fondo toda la cuestión.
Evagrio no fue el fundador del origenismo del desierto de Nitria: cuando afincó
en ella, probablemente en el año 383, halló en la colonia anacorética a
numerosos monjes seguidores del gran alejandrino. Los más conocidos eran
los cuatro "Hermanos largos",
que, al decir de Sócrates no sólo se distinguían por su aventajada estatura,
sino también por su fama y su sabiduría. Ammonio sobresalía entre los otros, y
a él se allegó especialmente Evagrio. Ambos dieron origen, en el desierto de
las Celdas,a una agrupación anacorética que Paladio, uno de sus miembros, llama "el círculo de San Ammonio y de
Evagrio", y, más adelante, el "círculo del bienaventurado
Evagrio", «la comunidad de Evagrio» y «la hermandad de Evagrio», sin duda
a causa del papel cada vez más importante que éste representaba en la agrupación.
Indiscutiblemente, el monje del Ponto se convirtió en la "tête pensante"
de la facción origenista. Ahora bien, la obra titulada "Kephalaia
gnostica", compuesta por Evagrio en el ambiente mismo de los monjes
origenistas durante los años que precedieron inmediatamente a la expedición de
Teófilo contra ellos -y que, por lo tanto, presenta un testimonio inestimable
de las ideas que reinaban en «la hermandad»-, constituye una prueba apodíctica
de que su origenismo no era en modo alguno «una quimera nacida del
resentimiento del patriarca Teófilo», sino algo muy real y al mismo tiempo
mucho más peligroso que una «admiración platónica por Orígenes». El texto
auténtico de los "Kephalaia gnostica" nos obliga a concluir, como ha
probado el magistral estudio de A. Guillaumont, que entre los monjes de Nitria
no sólo había entusiastas lectores del gran alejandrino, sino también
pensadores originales que, basándose más o menos en sus doctrinas, se
entregaban a «especulaciones que, sin duda, iban más allá de los límites de la
ortodoxia e incluso de las especulaciones más audaces» del maestro. Los
intelectos puros que, después de su caída y su unión a un cuerpo se llamarán
almas, preexistían; el pecado de las criaturas racionales determinó que Dios
creara el mundo visible; el cuerpo resucitado no es el mismo que el cuerpo de
carne, sino un cuerpo de una nueva composición; los hombres se convertirán en
ángeles o demonios -que también tienen cuerpo-, a través de sucesivas
transformaciones; todo cuerpo -humano, angélico o demoniaco-acabará por
desaparecer completamente, lo que implica
y se enseña explícitamente que los demonios dejarán de ser demonios; el
reino de Cristo no será eterno, sino que tendrá fin. He ahí un breve catálogo
de errores (sic) contenidos en la obra mencionada. Ahora bien, la confrontación
del pensamiento evagriano con las ideas
heterodoxas que los acusadores atribuyen a los origenistas, nos muestra las
"afinidades más estrechas". Y si se descubren algunas diferencias,
éstas son debidas a que los autores antiorigenistas deformaron en ciertos
puntos las doctrinas que pretendían exponer. Pero tanto en los
"Kephalaia" como en la doctrina atribuida a los origenistas por sus
adversarios hallamos la misma cosmología y la misma escatología. La cosmología
se distingue por la teoría de dos creaciones sucesivas, la de los seres
incorpóreos y la de los cuerpos, esta última motivada por la caída de los seres
incorpóreos; la escatología tiene asimismo dos tiempos: en el primero, los
seres pasan a través de diversos cuerpos, y en el segundo, abolidos los
cuerpos, los seres vuelven a hallarse en su incorporeidad original. Queda,
pues, bien claro que el origenismo de ciertos monjes era algo más que un
fantasma.
Las drásticas medidas del
patriarca Teófilo dieron el resultado apetecido: el desierto egipcio quedó
libre de monjes origenistas. Pero no terminó aquí el asunto. Un centenar de los
perseguidos, entre los que se encontraban los «Hermanos largos» y probablemente
Casiano, llegaron a Constantinopla hacia fines del año 401. El patriarca, San
Juan Crisóstomo, los hizo hospedar con toda caridad, aunque sin admitirlos en
su comunión, mientras hacía presión a Teófilo para que se reconciliara con
ellos. Pero Teófilo no quiso aplacarse. Muy al contrario, envió a
Constantinopla a algunos monjes de su devoción para acusar a los «Hermanos largos»
ante el emperador. Así lo hicieron. Mas los «Hermanos largos» supieron
defenderse muy bien y hasta llegaron a pedir que se hiciera comparecer al
propio patriarca de Alejandría. Las cosas empezaron a tomar mal cariz para
Teófilo. Los monjes que enviara a Constantinopla fueron condenados por calumnia
a la pena capital, y sólo a fuerza de dinero se logró que la pena les fuera
conmutada por la de trabajos forzados en las minas. El propio Teófilo fue
invitado a presentarse en la capital del imperio ante un tribunal presidido
por Juan Crisóstomo. Este último extremo era ilegal; pero ¿qué remedio queda en
un Estado totalitario sino cumplir la voluntad del que manda? El patriarca
Teófilo envió primeramente a un precursor : el viejo Epifanio de Salamina, siempre
dispuesto al combate contra los herejes. La actitud del precursor no pudo ser
más descortés: rehúsa la hospitálidad que le ofrece Juan Crisóstomo, celebra
sus propias asámbleas litúrgicas, recoge firmas, provoca enredos y
turbulencias; y logra, finalmente, que se le invite a regresar a su diócesis.
Murió el viejo luchador en el camino de
vuelta, el 12 de mayo del año 403, cuando Teófilo decidía finalmente hacer su
aparición en la gran ciudad, rodeado de una corona de veintinueve obispos de
Egipto.
Teófilo es poderoso y hace
ostentación de su fuerza. Cuenta con la preciosa ayuda de los marineros de la
flota annonaria --egipcios en su totalidad-- , de sus monjes, de sus ilustres
devotas, de los clérigos mundanos, de todos los enemigos de Juan Crisóstomo.
Dispone de importantes cantidades de oro para comprar a los dignatarios de la
corte. Al cabo de tres semanas las cosas se han vuelto completamente a su
favor. El patriarca Juan Crisóstomo declara no tener ningún derecho a
intervenir en los asuntos de Alejandría y, por lo tanto, no ser de su
incumbencia juzgar al patriarca Teófilo. Este, en cambio, toma la iniciativa
contra el patriarca de Constantinopla. En efecto, en compañía de sus obispos,
sufragáneos o amigos, se instala cerca
de Calcedonia, en la villa llamada de la Encina, celebra un concilio, cita ante
él a Juan Crisóstomo. Naturalmente, Juan no comparece, sino que convoca otro
concilio en la capital, en el que reúne a cuarenta obispos de diversas
provincias, siete de los cuales son metropolitanos. Su concilio es, por lo tanto, más importante que
el de Teófilo. Pero Teófilo gana la batalla. Los de la Encina deponen a Juan
Crisóstomo por la sola razón de no haberse presentado a ellos, y, como tienen
el favor de la corte, acaban por lograr que lo destierren. En todo este
desgraciado asunto se mostraron especialmente activos los fanáticos monjes
partidarios de Teófilo. Camino del destierro, tiene Juan Crisóstomo ocasión de
quejarse de ellos en una carta a la diaconisa Olimpia: "Súbitamente, hacia
la aurora, una horda de monjes --es preciso hablar así y sugerir con este
vocablo su furor-- se lanzaron contra la casa en que estábamos, amenazando con
quemarla y desvalijarla y reducirnos al último extremo si no salíamos";
tanta era la cólera que respiraban, que los mismos guardias tenían miedo de
aquellas «bestias feroces».
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