RENÉ GUÉNON, EL REINO DE LA
CANTIDAD Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS
CAPÍTULO XX
De la esfera al cubo
Después de haber dado algunas
«ilustraciones» de lo que hemos designado como la «solidificación» del mundo,
nos queda que hablar todavía de su representación en el simbolismo geométrico,
donde puede ser figurada por un paso gradual de la esfera al cubo; y en efecto,
en primer lugar, la esfera es propiamente la forma primordial, porque es la
menos «especificada» de todas, al ser semejante a ella misma en todas las
direcciones, de suerte que, en un movimiento de rotación cualquiera alrededor
de su centro, todas sus posiciones sucesivas son siempre rigurosamente
superponibles las unas a las otras1. Así pues, se podría decir, es la forma más universal
de todas, que contiene de alguna manera a todas las demás, que saldrán de ella
por diferenciaciones que se efectúan según ciertas direcciones particulares; y
es por eso por lo que esta forma esférica es, en todas las tradiciones, la del
«Huevo del Mundo», es decir, lo que representa el conjunto «global», en su
estado primero y «embrionario», de to-das las posibilidades que se
desarrollarán en el curso de un ciclo de manifestación2. Por lo demás,
hay lugar a destacar que ese estado primero, en lo que concierne a nuestro
mundo, pertenece propiamente al dominio de la manifestación sutil, en tanto que
ésta precede necesariamente a la manifestación grosera y es como su principio
inmediato; y es por lo que, de hecho, la forma esférica perfecta, o la forma
circular que se le corresponde en la geometría plana (como sección de la esfera
por un plano de una dirección cualquiera) no se encuentra nunca realizada en el
mundo corporal3.
1 Ver El Simbolismo de la Cruz,
cap. VI y XX.
2 Esta misma forma se encuentra también en
el comienzo de la existencia embrionaria de cada in-dividuo incluido en este
desarrollo cíclico, puesto que el embrión individual (pinda) es el
análogo microcósmico de lo que es el «Huevo del Mundo» (Brahmânda) en el
orden macrocósmico.
3 Se puede dar
aquí como ejemplo el movimiento de los cuerpos celestes, que no es
rigurosamente circular, sino elíptico; la elipse constituye como una primera
«especificación» del círculo, por desdoblamiento del centro en dos polos o
«focos», según un cierto diámetro que desempeña desde entonces un papel «axial»
particular, al mismo tiempo que todos los demás diámetros se diferencian entre
sí en cuanto a su longitud. Agregaremos de pasada a este propósito que, puesto
que los planetas describen
elipses de las
que el sol ocupa uno de los focos, uno podría preguntarse a qué corresponde el
otro foco; como ahí no se encuentra efectivamente nada corporal, debe haber
algo que no puede referirse más que al orden sutil; pero éste no es el lugar de
examinar más esta cuestión, que estaría completamente fuera de nuestro tema.
Por otra
parte, el cubo es al contrario la forma más «fijada» de todas, si se puede
expresar así, es decir, la que corresponde al máximo de «especificación»; esta
forma es también la que se atribuye, entre los elementos corporales, a la
tierra, en tanto que ésta constituye el «elemento terminal y final» de la
manifestación en este estado corporal1; y,
por consiguiente, corresponde también al fin del ciclo de la manifestación, o a
lo que hemos llamado el «punto de detención» del movimiento cíclico. Así pues,
esta forma es en cierto modo la del «sólido» por excelencia2, y simboliza la «estabilidad», en tanto que ésta implica la
detención de todo movimiento; por lo demás, es evidente que un cubo que reposa
sobre una de sus caras es, de hecho, el cuerpo cuyo equilibrio presenta el
máximo de estabilidad. Importa destacar que esta estabilidad, al término del
movimiento descendente, no es y no puede ser nada más que la inmovilidad pura y
simple, cuya imagen más aproximada, en el mundo corporal, nos está da-da por el
mineral; y esta inmovilidad, si la misma pudiera ser enteramente realizada,
sería propiamente, en el punto más bajo, el reflejo inverso de lo que es, en el
punto más alto, la inmutabilidad principial. La inmovilidad, o la estabilidad
así entendida, representada por el cubo, se refiere pues al polo substancial de
la manifestación, del mismo modo que la inmutabilidad, en la que están
comprendidas todas las posibilidades en el estado «global» representado por la
esfera, se refiere a su polo esencial3; y
es por eso por lo que el cubo simboliza también la idea de «base» o de
«fundamento», que corresponde precisamente a este polo substancial4. Señalaremos también desde
1 Ver Fabre d´Olivet, La Langue
hébraïque testituée.
2 No es que la tierra, en tanto que
elemento, se asimile pura y simplemente al estado sólido como algunos lo creen
equivocadamente, sino que ella es más bien el principio mismo de la «solidez».
3 Por eso es por lo que la forma esférica,
según la tradición islámica, se refiere al «Espíritu» (Er-Rûh) o a la
luz primordial.
4 En la Kabbala hebraica, la forma cúbica
corresponde, entre las Sephiroth, a Iesod, que es en efecto el
«fundamento» (y, si se objetara a este respecto que Iesod no es sin embargo
la última Sep-hirah, sería menester responder a eso que después de ella
no hay más que Malkuth, que es propiamente la «sintetización» final en
la que todas las cosas son reducidas a un estado que corresponde, a otro nivel,
a la unidad principial de Kether); en la constitución sutil de la
individualidad humana según la tradición hindú, esta forma se refiere al chakra
«básico» o mûlâdhâra; esto está igualmente en relación con los
misterios de la Kaabah en la tradición islámica; y, en el simbolismo
arquitectónico, el cubo es
ahora que las
caras del cubo pueden ser consideradas como respectivamente orienta-das dos a
dos según las tres dimensiones del espacio, es decir, como paralelas a los tres
planos determinados por los ejes que forman el sistema de coordenadas al que
este espacio es referido y que permite «medirle», es decir, realizarle
efectivamente en su integralidad; como, según lo que hemos explicado en otra
parte, los tres ejes que forman la cruz de tres dimensiones deben ser
considerados como trazados a partir del centro de una esfera cuya expansión
indefinida llena el espacio todo entero (y los tres planos que determinan esos
ejes pasan también necesariamente por este centro, que es el «origen» de todo
el sistema de coordenadas), esto establece la relación que existe entre esas
dos formas extremas de la esfera y del cubo, relación en la que lo que era
interior y central en la esfera se encuentra en cierto modo «vuelto del revés»
para constituir la superficie o la exterioridad del cubo1.
Por lo demás,
el cubo representa la tierra en todas las acepciones tradicionales de esta
palabra, es decir, no solo la tierra en tanto que elemento corporal así como lo
hemos dicho hace un momento, sino también un principio de orden mucho más
universal, el que la tradición extremo oriental designa como la Tierra (Ti)
en correlación con el Cielo (Tien): las formas esféricas o circulares
son referidas al Cielo, y las formas cúbicas o cuadradas a la Tierra; como
estos dos términos complementarios son equivalentes de Purusha y de Prakriti
en la doctrina hindú, es decir, como no son más que otra expresión de la
esencia y de la substancia entendidas en el sentido universal, se llega también
aquí exactamente a la misma conclusión que precedentemente; y es evidente que,
como las nociones mismas de esencia y de substancia, el mismo simbolismo es
siempre susceptible de aplicarse a niveles diferentes, es decir, tanto a los
principios de un estado particular de existencia como a los del conjunto de la
manifestación universal. Al mismo tiempo que esas formas geométricas, también
se refieren al Cielo y a la Tierra los instrumentos que sirven para trazarlas
respectivamente, es decir, el compás y la escuadra, tanto en el simbolismo de
la tradición extremo
propiamente la
forma de la «primera piedra» de un edificio, es decir, de la «piedra
fundamental», pues-ta en el nivel más bajo, sobre la cual reposará toda la
estructura de ese edificio y que asegurará así su estabilidad.
1 En la geometría
plana, se tiene manifiestamente una relación similar considerando los lados del
cuadrado como paralelas a dos diámetros rectangulares del círculo, y el
simbolismo de esta relación se corresponde directamente con lo que la tradición
hermética designa como la «cuadratura del círculo», de la que diremos algunas
palabras más adelante.
oriental como en el de las tradiciones
iniciáticas occidentales1; y las correspondencias de estas
formas dan lugar naturalmente, en diversas circunstancias, a múltiples
aplicaciones simbólicas y rituales2.
Otro caso en
el que la relación de estas mismas formas geométricas se pone también en
evidencia, es el del simbolismo del «Paraíso terrestre» y de la «Jerusalén
celeste», del que ya hemos tenido ocasión de hablar en otra parte3; y este caso es particularmente importante desde el punto de
vista donde nos colocamos al presente, puesto que se trata precisamente de las
dos extremidades del ciclo actual. Ahora bien, la forma del «Paraíso
terrestre», que corresponde al comienzo de este ciclo, es circular, mientras
que la de la «Jerusalén celeste», que corresponde a su fin, es cuadrada4; y el recinto circular del «Paraíso terrestre» no es otra
cosa que el corte horizontal del «Huevo del Mundo», es decir, de la forma
esférica universal y primordial5. Se podría decir que es este mismo
círculo el que se cambia finalmente en un cuadrado, puesto que las dos
extremidades deben reunirse o más bien (puesto que el ciclo no está nunca
1 En algunas figuraciones simbólicas, el
compás y la escuadra están colocados respectivamente en las manos de Fo-hi y de
su hermana Niu-koua, del mismo modo que, en las figuras alquímicas de Basi-le
Valentin, están colocados en las manos de las dos mitades masculina y femenina
del Rebis o Andró-gino hermético; se ve por eso que Fo-hi y Niu-koua son
en cierto modo asimilados analógicamente, en sus papeles respectivos, al
principio esencial o masculino y al principio substancial o femenino de la
manifestación.
2 Es así, por ejemplo, como las vestiduras
rituales de los antiguos soberanos, en China, debían ser de forma redonda por
arriba y cuadrada por abajo, el soberano representaba entonces el tipo mismo
del Hombre (Jen) en su función cósmica, es decir, el tercer término de
la «Gran Triada», que ejerce la función de intermediario entre el Cielo y la
Tierra y que une en él las potencias del uno y de la otra.
3 Ver El Rey del Mundo, pp. 128-130
de la ed. francesa, y también El Simbolismo de la Cruz, cap. IX.
4 Si se aproxima
esto a las correspondencias que hemos indicado hace un momento, puede parecer
que haya ahí una inversión en el empleo de las dos palabras «celeste» y
«terrestre», y, de hecho, aquí no convienen más que bajo una cierta relación:
al comienzo del ciclo, este mundo no era tal como es actualmente, y el «Paraíso
terrestre» constituía en él la proyección directa, entonces manifestada
visiblemente, de la forma propiamente celeste y principial (por lo demás,
estaba situado en cierto modo en los confines del cielo y de la tierra, puesto
que se dice que tocaba la «esfera de la Luna», es decir, el «primer cielo»); al
final, la «Jerusalén celeste» desciende «del cielo a la tierra», y es
únicamente al término de este descenso cuando aparece bajo la forma cuadrada,
porque entonces el movimiento cíclico se encuentra detenido. 5 Es bueno
destacar que este círculo está dividido por la cruz que forman los cuatro ríos
que parten de su centro, y que dan así exactamente la figura de la que hemos
hablado cuando señalábamos la relación del círculo y del cuadrado.
realmente cerrado, lo que implicaría una
repetición imposible) corresponderse exactamente; la presencia del mismo «Árbol
de la Vida» en el centro en los dos casos, indica bien que no se trata en
efecto más que de dos estados de una misma cosa; el cuadrado figura aquí el
acabamiento de las posibilidades del ciclo, que estaban en germen en el
«recinto orgánico» circular del comienzo, y que son entonces fijadas y
estabilizadas en un estado en cierto modo definitivo, al menos en relación a
este ciclo mismo. Este resultado final puede ser representado también como una
«cristalización», lo que responde siempre a la forma cúbica (o cuadrada en su
sección plana): se tiene entonces una «ciudad» con un simbolismo mineral,
mientras que, en el comienzo, se tenía un «jardín» con un simbolismo vegetal,
donde la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la esfera de
la asimilación vital1. Recordaremos lo que hemos dicho más
atrás sobre la inmovilidad del mineral, como imagen del término hacia el que
tiende la «solidificación» del mundo; pero hay lugar a agregar que aquí se
trata del mineral considerado en un estado ya «transformado» o «sublimado», ya
que son piedras preciosas las que figuran en la descripción de la «Jerusalén
celes-te»; es por eso por lo que la fijación no es realmente definitiva más que
en relación al ciclo actual, y, más allá del «punto de detención», esta misma «Jerusalén
celeste», en virtud del encadenamiento causal que no admite ninguna
discontinuidad efectiva, debe devenir el «Paraíso terrestre» del ciclo futuro,
puesto que el comienzo de éste y el fin del que le precede no son propiamente
más que un solo y mismo momento vis-to desde dos lados opuestos2.
Por ello no es
menos verdad, que si uno se limita a la consideración del ciclo actual, llega
finalmente un momento en el que la «rueda cesa de girar», y, aquí, como
siempre, el simbolismo es perfectamente coherente: en efecto, una rueda es
también una figura circular, y, si se deformara de manera de devenir finalmente
cuadrada, es evidente que entonces no podría sino detenerse. Es por eso por lo
que el momento de que se trata aparece como un «fin del tiempo»; y es entonces
cuando, según la tradición hindú, los «doce Soles», brillarán simultáneamente,
ya que el tiempo es medido efectivamente por el recorrido del Sol a través de
los doce signos del Zodiaco, que
1 Ver El Esoterismo de Dante, pp.
91-92 de la ed. francesa.
2 Este momento es representado también como el
de la «inversión de los polos», o como el día en que «los astros saldrán por
Occidente y se pondrán por Oriente», ya que un movimiento de rotación, según se
le vea desde un lado o desde el otro, parece efectuarse en dos sentidos
contrarios, aunque no sea siempre en realidad más que el mismo movimiento que
se continúa desde otro punto de vista, correspondiente a la marcha de un nuevo
ciclo.
constituyen el
ciclo anual, y, al estar detenida la rotación, los doce aspectos
correspondientes se fundirán por así decir en uno solo, entrando así en la
unidad esencial y primordial de su naturaleza común, puesto que no difieren más
que bajo la relación de la manifestación cíclica que entonces estará terminada1. Por otra parte, el cambio del círculo en un cuadrado
equivalente2, es lo que se designa como la
«cuadratura del círculo»; aquellos que declaran que éste es un problema
insoluble, aunque ignoran totalmente su significación simbólica, se encuentra
que tienen razón de hecho, puesto que esta «cuadratura», entendida en su
verdadero sentido, no podrá ser realizada más que en el fin mismo del ciclo3.
De todo eso
resulta también que la «solidificación» del mundo se presenta en cierto modo
con un doble sentido: considerada en sí misma, en el curso del ciclo, como la
consecuencia de un movimiento descendente hacia la cantidad y la
«materialidad», tiene evidentemente una significación «desfavorable» e incluso
«siniestra», opuesta a la espiritualidad; pero, por otro lado, por ello no es
menos necesaria para preparar, aunque de una manera que se podría decir
«negativa», la fijación última de los resultados del ciclo bajo la forma de la
«Jerusalén celeste», en la que estos resultados de-vendrán de inmediato los
gérmenes de las posibilidades del ciclo futuro. Únicamente, no hay que decir
que, en esta fijación última misma, y para que sea así verdadera-mente una
restauración del «estado primordial», es menester una intervención inmediata de
un principio transcendente, sin lo cual nada podría ser salvado y el «cosmos»
se desvanecería pura y simplemente en el «caos»; es está intervención la que
produce el «vuelco» final, ya figurado por la «transmutación» del mineral en la
«Jerusalén celeste», y que conduce seguidamente a la reaparición del «Paraíso
terrestre» en el mundo visible, donde habrá en adelante «nuevos cielos y una
nueva tierra», puesto que será el comienzo de otro Manvantara y de la
existencia de otra humanidad.
1 Ver El Rey del Mundo, p. 48 de la
ed. francesa. —Los doce signos del Zodiaco, en lugar de estar dispuestos
circularmente, devienen las doce puertas de la «Jerusalén celeste», de las que
tres están situadas en cada lado del cuadrado y los «doce Soles» aparecen en el
centro de la «ciudad» como los doce frutos del «Árbol de Vida».
2 Es decir, de la
misma superficie si uno se coloca en el punto de vista cuantitativo, pero éste
no es más que una expresión completamente exterior de aquello de lo que se
trata en realidad.
3 La fórmula numérica correspondiente es
la de la Tétraktys pitagórica: 1+2+3+4 = 10; si se toman los números en
sentido inverso: 4+3+2+1, se tienen las proporciones de los cuatro Yugas,
cuya suma forma el denario, es decir, el ciclo completo y acabado.
RENÉ GUÉNON, EL REINO DE LA CANTIDAD Y LOS SIGNOS DE LOS
TIEMPOS
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