domingo, 27 de noviembre de 2016

Ritos y ceremonias (René Guenon)

Capítulo XIX: RITOS Y CEREMONIAS
(René Guenon, Apreciaciones sobre la Iniciación)
Después de haber esclarecido, tanto como nos ha sido posible, las principales cuestiones referentes
a la verdadera naturaleza del simbolismo, podemos retomar ahora lo concerniente a los ritos: todavía
nos quedan, sobre este tema, algunas enojosas confusiones por disipar. En nuestra época, las
afirmaciones más extraordinarias son posibles e incluso se aceptan corrientemente, estando
afectados quienes las emiten y quienes las aceptan de una misma falta de discernimiento; el
observador de las diversas manifestaciones de la mentalidad contemporánea tiene que comprobar, a
cada instante, tantas cosas de este género, en todos los órdenes y en todos los dominios, que
debería llegar a no asombrarse de nada. Sin embargo, es a pesar de todo difícil guardarse de cierta
estupefacción cuando se ve a pretendidos “instructores espirituales”, a los que algunos incluso creen
encargados de “misiones” más o menos excepcionales, parapetarse tras su “horror a las ceremonias”
para rechazar indistintamente todos los ritos, de la naturaleza que sean, declarándose incluso
resueltamente hostiles a éstos. Este horror es, en sí mismo, algo perfectamente admisible, incluso
legítimo si se quiere, a condición de tener en cuenta una cuestión de preferencias individuales y de no
querer que todos la compartan forzosamente; en todo caso, en cuanto a nosotros, la comprendemos
sin el menor esfuerzo; pero jamás hemos dudado, ciertamente, que algunos ritos puedan ser
asimilados a “ceremonias”, ni que los ritos en general deban ser considerados como teniendo en sí
mismos tal carácter. Es aquí donde reside la confusión, verdaderamente extraña para quienes tienen
alguna pretensión más o menos reconocida de servir de “guías” al prójimo en un dominio donde,
precisamente, los ritos poseen un papel esencial y la mayor importancia, en tanto que “vehículos”
indispensables de las influencias espirituales sin las cuales no podría plantearse el menor contacto
efectivo con realidades de orden superior, sino solamente con aspiraciones vagas e inconsistentes,
“idealismo” nebuloso y especulaciones en el vacío.
No nos demoraremos en buscar cuál puede ser el origen de la palabra “ceremonia”, que parece
oscuro y sobre el cual los lingüistas están lejos de ponerse de acuerdo (1); está claro que la tomamos
en el sentido que constantemente tiene en el lenguaje actual, y que es suficientemente conocido de
todo el mundo como para que se deba insistir sobre él: se trata en suma siempre de una
manifestación que conlleva un despliegue más o menos grande de pompa exterior, sean cuales sean
las circunstancias que proporcionan la ocasión o el pretexto en cada caso particular. Es evidente que
puede ocurrir, y a menudo de hecho ocurre, especialmente en el orden exotérico, que los ritos estén
rodeados de tal pompa; pero entonces la ceremonia constituye simplemente algo sobreañadido al
propio rito, luego accidental y no esencial con respecto a éste; deberemos volver en otro momento
sobre este punto. Por otra parte, no es menos evidente que existe también, y en nuestra época más
que nunca, una multitud de ceremonias que no tienen sino un carácter puramente profano, luego que
no están en absoluto unidas al cumplimiento de un rito cualquiera, si es que no se les ha decorado
con el nombre de ritos, por uno de esos prodigiosos abusos del lenguaje que frecuentemente hemos
denunciado, y esto se explica, por otro lado, en el fondo por el hecho de que hay, en todas estas
cosas, una intención de instituir en efecto “pseudo-ritos” destinados a suplantar a los verdaderos ritos
religiosos, pero que, naturalmente, no pueden imitar a éstos sino de una forma totalmente exterior, es
decir, precisamente por su sola parte “ceremonial”. El rito mismo, del cual la ceremonia no es en
cualquier forma sino una simple envoltura, es desde entonces completamente inexistente, pues no
podría haber un rito profano, lo que sería una contradicción en los términos; y se puede uno preguntar
si los inspiradores conscientes de estas falsificaciones groseras cuentan simplemente con la
ignorancia y la incomprensión generales para hacer aceptar una semejante sustitución, o si las
comparten ellos mismos en cierta medida. No intentaremos resolver esta última cuestión, y solamente
recordaremos, a quienes se extrañen de lo que ello pueda suponer, que el conocimiento de las
realidades propiamente espirituales, en el grado que sea, está rigurosamente cerrado a la “contrainiciación”
(2); pero todo lo que nos importa por el momento es el hecho mismo de que existan
ceremonias sin ritos, tanto como ritos sin ceremonias, lo que es suficiente para demostrar hasta qué
punto es erróneo querer establecer entre ambas cosas una identificación o una asimilación
cualquiera.
A menudo hemos dicho que, en una civilización estrictamente tradicional, todo tiene verdaderamente
un carácter ritual, incluidas las propias acciones de la vida cotidiana; ¿debería entonces suponerse
por ello que los hombres deben vivir, si puede decirse así, en estado de ceremonia perpetua? Esto es
literalmente inimaginable, y no hay sino que formular así la cuestión para hacer resaltar
inmediatamente toda su absurdidad; es preciso decir más bien que es todo lo contrario a tal
suposición lo que es cierto, pues siendo entonces los ritos algo completamente natural, y no teniendo
en grado alguno el carácter de excepción que parecen presentar cuando la conciencia de la tradición
se debilita y el punto de vista profano toma nacimiento y se difunde en la misma proporción que este
debilitamiento, cualquier ceremonia que los acompañase, subrayando en cualquier forma ese carácter
excepcional, no tendría con seguridad ninguna razón de ser. Si nos remontamos a los orígenes, el rito
no es otra cosa que “lo que es conforme al orden”, según la acepción del término sánscrito rita (3); es
entonces lo único realmente “normal”, mientras que la ceremonia, por el contrario, da inevitablemente
siempre la impresión de algo más o menos anormal, fuera del curso habitual y regular de los
acontecimientos que ocupan el resto de la existencia. Esta impresión, digámoslo de pasada, podría
quizá contribuir por un lado a explicar la manera tan singular en que los occidentales modernos, que
casi no saben separar la religión de las ceremonias, consideran a la primera como algo
completamente aislado, sin ninguna relación real con el conjunto de las demás actividades a las
cuales “consagran” su vida.
Toda ceremonia tiene un carácter artificial, incluso convencional si se quiere, porque no es, en
definitiva, sino el producto de una elaboración completamente humana; incluso si está destinada a
acompañar a un rito, este carácter se opone al del rito mismo, que, por el contrario, conlleva
esencialmente un elemento “no humano”. Quien cumple un rito, si ha alcanzado un cierto grado de
conocimiento efectivo, puede y debe incluso tener consciencia de que hay ahí algo que le sobrepasa,
que no depende en modo alguno de su iniciativa individual; pero, en cuanto a las ceremonias, por
mucho que puedan imponerse a quienes asisten a ellas, y que se encuentran reducidos al papel de
simples espectadores más bien que al de “participantes”, está claro que aquellos que las organizan y
que regulan su ordenación saben perfectamente a qué atenerse y se dan cuenta de que toda la
eficacia que pueda alcanzarse está completamente subordinada a las disposiciones tomadas por
ellos mismos y a la manera más o menos satisfactoria en que sean ejecutadas. En efecto, esta
eficacia, al no tener nada que no sea humano, no puede ser de un orden verdaderamente profundo, y
no es en suma sino puramente “psicológica”; he aquí el por qué puede decirse que se trata de
impresionar a los asistentes o de imponérsele con toda clase de medios sensibles; e, incluso en el
lenguaje ordinario, ¿no es justamente uno de los mayores elogios que pueden hacerse de una
ceremonia el calificarla de “imponente”, sin que por otra parte el verdadero sentido de este epíteto sea
generalmente comprendido? Señalemos todavía, a propósito de esto, que quienes no quieran
reconocer a los ritos sino efectos de orden “psicológico” los confunden también por ello, quizá sin
darse cuenta, con las ceremonias, puesto que desconocen su carácter “no humano”, en virtud del
cual sus efectos reales, en tanto que ritos propiamente dichos e independientemente de toda
circunstancia accesoria, son por el contrario de un orden totalmente diferente.
Sin embargo, podría plantearse esta cuestión: ¿por qué razón juntar así las ceremonias a los ritos,
como si lo “no humano” tuviera necesidad de esta ayuda humana, cuando debería más bien
permanecer tan desprendido como fuera posible de semejantes contingencias? La verdad es que
ésta es simplemente una consecuencia de la necesidad que se impone de tener en cuenta las
condiciones de hecho de la humanidad terrestre, al menos en tal o cual período de su existencia; se
trata de una concesión hecha a cierto estado de decadencia, desde el punto de vista espiritual, en los
hombres que son llamados a participar en los ritos; son estos hombres, y no los ritos, quienes tienen
necesidad del auxilio de las ceremonias. No podría ser en absoluto cuestión de reforzar o intensificar
el efecto de los ritos en su propio dominio, sino únicamente de hacerlos más accesibles a los
individuos a los que se dirigen, de preparar a éstos, tanto como se pueda, colocándolos en un
apropiado estado emotivo y mental; esto es todo lo que pueden hacer las ceremonias, y debe
reconocerse que están lejos de ser inútiles bajo este aspecto, y que, para la generalidad de los
hombres, desempeñan en efecto muy bien este cometido. Este es también el motivo de que no
tengan verdaderamente razón de ser mas que en el orden exotérico, que se dirige indistintamente a
todos; si se trata del orden esotérico o iniciático todo es distinto, pues éste debe quedar reservado a
una élite que, por definición, no tiene necesidad de estas “ayudas” exteriores, implicando
precisamente su cualificación que esté por encima del estado de decadencia de la mayoría; además,
la introducción de ceremonias en este orden, si no obstante, a veces se produce, no puede explicarse
sino por cierta degeneración de las organizaciones iniciáticas donde tal hecho tiene lugar.
Lo que acabamos de decir define el papel legítimo de las ceremonias; pero, aparte de esto, también
hay abuso y peligro: como lo que es puramente exterior es además, por la fuerza de las cosas, lo que
hay de más inmediatamente aparente, es siempre de temer que lo accidental haga perder de vista a
lo esencial, y que las ceremonias tomen, a ojos de quienes son sus testigos, mucha más importancia
que los ritos, a los que éstas disimulan en cierto modo bajo una acumulación de formas accesorias.
Puede incluso ocurrir, lo que todavía es más grave, que este error sea compartido por quienes tienen
como función cumplir los ritos en calidad de representantes autorizados de una tradición, si ellos
mismos son alcanzados por esta decadencia espiritual general de la que hemos hablado; y resulta
entonces que, habiendo desaparecido la verdadera comprensión, todo se reduce, al menos
conscientemente, a un “formalismo” excesivo y sin razón, que se aplicará de buen grado
especialmente a mantener el brillo de las ceremonias y a exagerarlo más de la cuenta, teniendo casi
como algo despreciable al rito, que sería reducido a lo esencial, y que es no obstante lo único que
debería realmente contar. Esta es, para una forma tradicional, una especie de degeneración que
limita con la “superstición” entendida en sentido etimológico, puesto que el respeto a las formas
sobrevive a su comprensión, y así la “letra” asfixia completamente al “espíritu”; el “ceremonialismo” no
es la observancia del ritual, sino más bien el olvido de su valor profundo y de su significado real, la
materialización más o menos grosera de las concepciones de su naturaleza y su papel, y, finalmente,
el desconocimiento de lo “no-humano” en provecho de lo humano.
NOTAS:
(1). La palabra proviene de las fiestas de Ceres entre los romanos, o bien, como otros han supuesto,
 del nombre de una antigua villa de Italia llamada Ceré. Poco importa en el fondo, pues este origen,
 en todo caso, puede, como el de la palabra "místico" del cual hemos hablado anteriormente, no tener 
sino muy poca relación con el sentido que la palabra ha adoptado en el uso corriente y que es el único en el cual es actualmente posible emplearla.
(2). Véase Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, caps. XXXVIII y XL.
(3). Cf. Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, caps. III y VIII.
Primera versiónl publicada en "Etudes Traditionnelles", febrero de 1937.

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