EL CONTENTO
Antonio Medrano
TRADITIO Revista de Estudios
Tradicionales nº ¾ Invierno 1988
En la obra dramático—musical de Vaughan Williams “The Pilgrim’s
Progress” inspirada en el libro de John Bunyan del mismo título —célebre texto
espiritual del siglo XVII, de expresivas imágenes alegóricas, extraídas de la
Biblia y los antiguos libros de Caballería-, hay un pasaje de gran belleza, que
cautiva de forma especial. Creo que merece la pena comentarlo.
Cuando el Pregrino, protagonista de la obra, una vez
liberado de las mazmorras de la Vanity Fair (la “Feria de la Vanidad”, la
ciudad mercantilizada, donde todo se compra y se vende y donde manda el oro),
se aproxima a la meta de su largo viaje, the Celestial City, escucha, en las
inmediaciones de un bosque, la voz melodiosa de un muchacho que, mientras
recoge leña, canta la siguiente balada:
I am content with what I have,
Little be it or much,
And Lord, contentment still I crave,
Because
Thou savest such.
(Contento estoy con lo que tengo/sea poco o mucho;/ y
todavía anhelo contentamiento, Señor/porque tal bien tu guardas). Tonada que el
Peregrino acoge con las siguientes palabras; “Osaré decir que este muchacho
lleva una vida más jovial y porta en su pecho más hierba de la llamada
Alivio-del-corazón que aquel que está envuelto en sedas y terciopelos”. De modo
significativo, esta escena tiene lugar al comienzo del cuarto acto, poco antes
de penetrar el Peregrino en la región de las Delectable Mountains, con
lo que viene a servir de umbral o preludio a ese mundo paradisíaco en el que
los pastores prepararan al caminante para el ingreso en la “Ciudad Celestial”.
La escena no podría estar más certeramente elegida para
comunicar la significación de la virtud del contento y expresar su riqueza de contenido.
Todo en ella – la música suave y apacible: la letra de la canción, que rezuma
la sencillez de la poesía popular y campesina; el contorno en que se
desarrolla, en plena naturaleza virgen, con un horizonte de verde frescor a lo
lejos - evoca el clima paradisíaco del Edén primordial, cuando el hombre vivía
en perfecta armonía con Dios y con la Creación. El hecho mismo de que el
personaje mismo que entona el inspirado canto sea un niño, no deja de encerrar
connotaciones simbólicas en ese sentido: la infancia ha sido equiparada siempre
en la simbología de los mitos cíclicos, a la “Edad de Oro” o era primaveral de
los orígenes, momento en que, según tales mitos, la humanidad gozó de una
completa inocencia y de su más alta perfección
Es por tanto un recuerdo del Paraíso terrenal lo que nos
aporta este himno al contento del “The Pilgrim’s Progress”, pagina que
honra al arte musical inglés, y que nos trae a la memoria la Oda “A la Vida Retirada” de Fray
Luis de León, cuyo contexto es muy similar al del pasaje comentado. Y es que el
contentamiento o conformidad viene a ser como un reflejo vivo dela paz y
felicidad edénicas y su plasmación en la vida concreta significa un retorno al
origen, una reaproximación al centro primordial , una reactualización o restauración
–parcial o virtual al menos- del estado paradisíaco de pureza en que fue creado
el primer hombre. Como dijera en cierta ocasión un autor oriental, comentando
la importancia de esta virtud para el Zen, “allí donde está el contentamiento,
allí está el Paraíso”. Verdaderamente gracias al contento recuperamos el candor
e integridad primordial, volvemos a ser niños, paso previo, según la sentencia
evangélica, a la entrada en el Reino de los Cielos”, es decir, al ascenso a los
estados superiores del ser.
El contento es una de las principales virtudes
tradicionales, elemento capital en cualquier disciplina espiritual ortodoxa y
valor cultivado con esmero por toda cultura normal. Casi se podría decir que es
la virtud por excelencia ya que viene a ser como una síntesis del resto de las
virtudes. En ella se funden la sencillez y la generosidad, la humildad y la
nobleza, la paciencia y la entereza, la gratitud y la sobriedad, el desapego y
la serenidad, la sabiduría y el amor.
No
consiste, como a veces se ha dicho, en un simple resignarse ante los hechos con
el deseo soterrado de que las cosas fueran de otro modo. La misma palabra
española “contento”, sinónimo de alegría, felicidad y satisfacción —véanse las
expresiones “estar contento” o “no caber en sí de contento”—, porta en sí el
dominante matiz cálido, luminoso, positivo, que hace imposible equipararla a
“resignación” (al menos, en la acepción negativa que se suele dar a este
término)
En
verdadero contentamiento supone, antes bien, una actitud de radical afirmación de aceptación sincera y abierta,
de conformidad serena y gozosa con la propia suerte tal y como esta se nos
presenta en el momento actual. En un estado interior que nos lleva a valorar
positivamente y a asumir con ecuanimidad la circunstancia en que nos encontramos
(sin perjuicio de que se rectifique en ella aquello que haya de ser rectificado
y sea mejorada con todos los medios a nuestro alcance). Un liberarse de las exigencias
tiránicas del ego, para decir si a la vida en su integridad, cualesquiera que
sean las condiciones, propicias o deplorables, que nos ofrezca. Una postura de
confianza, de geborgenheit o sentirse protegido, por medio de la cual aceptas
la Voluntad divina siempre y en cualquier situación, acogiendo con igualdad de
ánimo cuanto nos envíe y recibir con gesto agradecido todos sus dones. La
actitud cantada por Bach en sus cantatas núms.84 y 98: Ich bin vernügt mit
meinem Glücke (“Estoy contento con mi suerte” ) y Was Gott tut, das ist wohlgetan
(“Lo que Dios hace está bien hecho)
Todo esto va ligado a la sencillez y la naturalidad en el
modo de vida, a la búsqueda de una mesurada austeridad (lo que Fenelon llamaba
“aimable et bien simplicité), al amor a los pequeños detalles y al menosprecio
de todo cuadro de ostentación y
artificialidad. El contentamiento lleva consigo, como condición sine qua non, un restringir los deseos y
necesidades; un procurar bastarse a si mismo (evitando cualquier manipulación
exterior de los propios instintos) conformarse con poco y estar satisfecho con
lo que se posee; una renuncia a la loca carrera por la riqueza, el poder y la
fama —renuncia basada en el convencimiento de que tal frenesí a nada conduce, y
no hace sino sembrar el pesar y la insatisfacción tanto a nuestro alrededor
como dentro de nosotros mismos.
“Haz tu felicidad con poca cosa”, recomendaba Pitágoras. Y
Séneca escribió a su amigo Lucilio: “Vuelve la vista a las riquezas verdaderas
aprende a contentarte con poco”. Tras recordarle su conocida enseñanza de que
“vienen más males de suerte próspera que
de la adversa”, le señalaba como remedio a la necesidad no entregar el alna a los deleites y riquezas,
no vivir bajo la servidumbre de las cosas y no desear nada, como los dioses,
para así poder escapar a la garra de la fortuna y vivir con verdadera
independencia.
Vivir en el contento es, en definitiva, hacerse uno con
la realidad, ver de aceptarla tal como es, sin deformar las cosas ni dejarse
dominar por ellas dando a cada una su exacto valor en el recto orden jerárquico
de la existencia. Significa vivir la plenitud del presente, en permanente posición de alerta ritual, siempre atento a todo y con todo; entregarse
a la experiencia gozosa del “aquí y ahora”, desempeñando con el más alto
sentido de la responsabilidad el propio deber y realizando con ánimo poético,
creador y embellecedor hasta lo más insignificante de la vida cotidiana.
Aquí está la clave para lograr la riqueza personal y el
máximo aprovechamiento de la existencia. “El que sabe contentarse con lo que
tiene es rico”, dice Lao-Tse. El contentamiento es el camino hacia nosotros
mismos, la sal de la vida, el bálsamo que todo lo cura, el fuego alquímico que
transmuta en oro los rudos metales del devenir cotidiano (la injusticia, la humillación,
el desengaño, el sufrimiento
de cualquier tipo). No hay mejor antídoto contra la avaricia, la envidia y el resentimiento, esas
lacras —tan extendidas en el mundo actual— que corroen y empobrecen la vida de
los individuos y de los pueblos.
El hombre que ha hecho de la conformidad la savia de
su vida es como el cisne de la fábula hindú, que extraía siempre la leche de la
vasija llena de leche mezclada con agua. O como la abeja, que obtiene la miel
del jugo amargo de las plantas. Su grandeza de corazón, su generosa apertura, su
capacidad afirmadora y su atenta actitud ante las cosas le permiten libar de la
experiencia integral de su vida la miel de la sabiduría, ese oro nutricio en el
que se coagula la dulce sonrisa iluminante y benefactora del Sol de la
Eternidad.
En el contento es el secreto de la felicidad. Esta
virtud tan desprestigiada como ausente de la sociedad actual es el vaso de la
salud y la dicha duradera ‘No hay mayor desgracia que no saber contentarse; no
hay mayor error que el deseo de poseer; el que se conforma con poco siempre
tendrá suficiente y vivirá contento”, enseña el Tao—Te—King. Sabias palabras,
que coinciden casi literalmente con las formuladas por San Francisco de Sales
cuando escribía: “Dios sea loado del contento que tenéis con lo suficiente que él
os ha dado, y continúa dándole gracias; pues la verdadera bienaventuranza de
esta vida temporal vil es contentarse con lo suficiente; porque el que no se
contenta con esto jamás se contentará con nada”.
En nuestros días tendemos a identificar abusivamente
felicidad con bienes La ilusión materialista bajo la que vivimos ha hecho creer
al moderno hombre —masa que la felicidad consiste en el confort o el nivel de
vida-nivel de vida material, se sobreentiende—, en el poder o el éxito (sin
importar el precio pagado por ello o los medios empleados para conseguirlo). La
inmensa mayoría piensa que para ser feliz es necesario enriquecerse al máximo, aun a costa de los demás, y que logra serio
quien consigue acumular mayor cantidad de bienes materiales disponiendo, por
consiguiente, de considerable poder y prestigio, así como de las más amplias
posibilidades para satisfacer sus deseos y necesidades Se olvida que la
felicidad es ante todo un estado interior, y que, por tanto no puede venir dada
por factores externos, extrínsecos a la persona; la dicha no la da el culto al
dinero, sino la supresión de la tiranía que este ejerce sobre la mente. Del mismo
do que no se es feliz satisfaciendo necesidades y apetencias sino limitándolas
y haciendo que sea cada vez menor el poder que unas y otras ejercen sobre
nuestra vida anímica. Será conveniente recordar las lúcidas palabras de Sri
Ramakrishna, el gran santo hindú del pasado siglo: “Es imposible satisfacer
todas las necesidades humanas; pues cuando se trata de dar satisfacción a
algunas de ellas, surgen otras nuevas. Así que es más sabio disminuir las necesidades
por el contentamiento y el conocimiento da la Verdad”.
Solo es feliz quien se conforma con lo que tiene;
quien, refrenando su ambición y su codicia, sabe gozar de aquello que el
destino ha puesto en sus manos para cultivarlo y aprovecharlo de mejor modo
posible, con vistas a su pleno desarrollo personal y al bien de la comunidad a
que pertenece. Es, por el contrario desgraciado quien, sin saber apreciar lo
que posee, vive continuamente agitado en busca de medios y experiencias con los
que aplacar sus insaciables instinto de afirmación egocéntrica (su deseo de
poder, de seguridad, de placer, de gloria o de simple posesión). Encerrado en
un frustrante círculo vicioso, es incapaz de ver que si no le satisfacen los
bienes que actualmente posee, difícilmente podrá hacerlo aquellos tras los
cuales corre tan ilusa como alocadamente. El poder del descontento se condena
así a un suplicio semejante al de Tántalo, sin poder aplacar jamás su sed. Si
el contentamiento es la llave y garantía de la felicidad la disconformidad
encierra en sí el germen de la desdicha. Si el contentamiento es fuente de
serenidad y alegría, el descontento es el pozo oscuro donde se incuban la
angustia y la ansiedad.
A través del contento se abre al individuo la vía de
la unidad, la armonía y la paz (Shanti, la voz que en sánscrito designa el
contento, significa también sosiego, ausencia de pasión). Decir conformidad es
decir vida integrada, centrada, equilibrada y armónica, que se desarrolla sin
violencias ni dilaceraración posterior, ajena a la fragmentación y parcelación
deformantes. El que está a bien con su suerte vive en paz consigo mis y con los
demás, con todo el contento envuelve su existencia. No conoce las tensiones y
conflictos, las angustias y zozobras que generan el deseo de goces y la avidez
de poseer.
La palabra “conformidad” quiere decir precisamente
concordia, acuerdo, hermanamiento, unión. Esto nos indica ya cual es el
contenido del estado espiritual que la misma designa: un estar de acuerdo con
cuanto nos sucede; un reconciliarse o vivir acorde con el ambiente (de
“ecología vivida” o “ecologismo integral” cabría calificar a tal actitud) ; un
armonizar el propio corazón con el corazón de las cosas, acordando nuestro
pulso con el que marca el Corazón divino, rector supremo del ritmo universal
(según apunta la raíz etimológica de “acorde” y “concordia”: del latín cor,
cordis, “corazón”). Dicho con otras palabras: unificarse con la totalidad de la
vida, No oponerle resistencia ni entrar en conflicto con ella, sino adherirse a
todos y cada uno de sus aspectos, ya sean positivos o negativos.
El contento genera un proceso integrador que, mientras
por un lado propicia la unidad interior del sujeto, por otro, facilita su
inserción armónica en el mundo exterior, haciendo así posible la superación de
la dualidad y la síntesis dinámica de sujeto y objeto, de lo interno y lo
externo, de pasividad y actividad. Únicamente sobre esta base es posible la
paz, la cual, como bien indicara René Guénon, es inseparable de la unidad y la
armonía. Según Pitágoras, la paz y la dicha consisten ante todo en “estar de
acuerdo consigo mismo”. Si los seres humanos están en guerra permanente consigo
mismo y con su ambiente, afirmaba Yasutani Roshi, maestro Zen del presente
siglo, es porque se separan de la realidad, forjándose imágenes ilusorias sobre
lo que son o lo que deberían ser.
Si el descontento significa vivir lejos de sí,
enajenado, alterado y, como consecuencia, distanciado también de la realidad
circundante —el descontento es fermento de desunión, de insolidaridad, de
discordia y de violencia—, el contento significa vivir cerca de sí mismo, con
autenticidad y equilibrio interior, lo cual se refleja en una proximidad
receptiva y fraterna, verdaderamente creadora, con respecto al resto de los
seres con los que convivimos (el estado de ánimo que caracteriza precisamente a
la infancia).
Si el descontento se traduce inevitablemente en
agitación febril, en activismo sin norte ni sentido, en una vida rota y
desgarrada, el contento es sinónimo de reposo, de quietud, de apaciguamiento,
de vida integral y sin fisuras, de descanso en el propio ser. Se podría decir
que el contentamiento entraña una vivencia sabática; esto es, una experiencia
vital que tiene su modelo o arquetipo en el Sabbath divino, el séptimo día de
la Creación, en el que Dios descansó, según el relato bíblico, tras ver que su
obra era buena. No es este el lugar de entrar en el análisis de esta importantísima
expresión simbólica, pero si es interesante recordar, en relación con cuanto
decíamos al comienzo del presente trabajo, que en la tradición hebrea el
Sabbath divino se corresponde en el proceso cíclico humano con el reencuentro
del Edén perdido. No habrá pasado desapercibido, por otra parte, que el
contento tiene su culminación práctica en la satisfacción por la obra bien
hecha.
El contento constituye, por último, la condición y
presupuesto de la verdadera libertad. Que, al igual que la felicidad y la paz,
con las cuales está íntimamente ligada —la felicidad y la paz no son posibles
sin la libertad, como esta es imposible sin aquellas—, no es algo que pueda
venir otorgado desde fuera, sino que ha de ser realizado desde dentro. No son las
cosas y circunstancias externas las que hacen libres al hombre, sino su propia
acción de transformación y conquista interior. No existe peor esclavitud que la
que nos impone nuestra individualidad egocéntrica; no hay más importante
libertad, ni más difícil de lograr, que la libertad de nosotros mismos, el ser
libres de nuestro propio yo.
Nuestra vida ordinaria, dominada por la obsesión egocéntrica,
discurre generalmente entre el apego a lo que amamos o nos es grato y el
rechazo de lo que aborrecemos, entre el ansia de obtener nuevos goces y bienes
y el miedo a perder lo que poseemos. Una doble tenaza que nos mantiene en
perpetua sujeción, coartados, coaccionados y limitados. Aferrados a las cosas,
nos esclavizamos a ella. Vivimos prisioneros de nuestros anhelos y nuestros
tares, atados por el pasado y el futuro; lamentando lo que no
pudo ser y añorando lo que quisiéramos que fuera, recordando con remordimiento
o nostalgia el ayer y temiendo las amenazas del mañana.
Quien
alcanza la cumbre del contento escapa a la esclavitud de tan asfixiante círculo.
Desprendido de su pequeño ego y libre por igual de ambición y de temor, de
apego y de aversión, vive en el gozo del eterno presente”, expandiendo al máximo
su energía creadora. La conformidad libera al hombre de la presión tiránica que
sobre el ejercen los acontecimientos; su fuerza afirmadora rompe las cadenas
que le atenazan y hacen de su vida un mar de miseria y ansiedad. Únicamente aquel
que vive contento con su suerte, sin dejarse arrastrar por las vicisitudes del
mundo exterior, permaneciendo inafectado y sereno ante los reveses de la fortuna,
es dueño de su destino y, por tanto, auténticamente libre.
Pero
hablar del contentamiento es hablar de una de las graves deficiencias de nuestro
tiempo. Esta virtud no sólo se ha visto relegada al olvido, sino incluso se la
mira con desprecio. Las ideologías progresistas la han condenado como un residuo
intolerable de épocas oscurantistas, al tiempo que ensalzan el descontento como
fuerza positiva por excelencia, como la palanca que hace posible el avance de
la humanidad. “El descontento es el primer paso en el progreso de un hombre o
de una nación”, proclamará Oscar Wilde. “Del descontento del hombre surge el
mejor progreso del mundo”, escribe Etta Wheeler Wilcox, que reflejan la
mentalidad de toda una sociedad, cuya irremediable crisis se anuncia ya por
doquier. Esto, para no hablar del marxismo, el cual ve en la virtud que nos
ocupa una droga inculcada por las clases explotadoras a las masas explotadas
para frenar su ímpetu revolucionario y, con su dogma de la lucha de clases eleva
el anti—contentamiento al nivel de motor de la historia. Tanto en el Este como
en el Oeste, la insatisfacción y el resentimiento —incubados al calor del igualitarismo,
del consumismo y del hedonismo— son atizados con el auxilio de poderosos medios
propagandísticos. A todo ello se añaden más formas de vida y unas estructuras
socioeconómicas que hacen extremadamente difícil, por no decir imposible, el
cultivo de la conformidad, como ya puso de relieve Peguy. La moderna civilización
occidental aparece así como una gigantesca apoteosis del descontento. Es la
civilización de la insubordinación, la protesta y la rebeldía. Los resultados
de tamaña aberración están a la vista de todos.
Urge
alterar tal estado de cosas. Es necesario recuperar esta milenaria virtud si se
quiere devolver a la existencia humana su equilibrio y dignidad.
Pero
dicha recuperación solo será posible en el marco de una renovación espiritual
que, abarcando todos los órdenes de la vida, le proporcione la indispensable fundamentación y el aliento que necesita para
vivir.
Antonio
Medrano.
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