DECADENCIA DEL BARROCO
Titus Burckhardt
Principios y métodos
del arte sagrado.
Edicioes Lidiun.
Buenos Aires 1982.Pp. 136-139
III
Al igual que la ruptura de una represa, el Renacimiento
produjo una catarata de potencias creadoras cuyos diferentes grados son los
niveles psíquicos: en lo bajo, la cascada se ensancha y pierde al mismo tiempo
unidad y vigor.
En cierto sentido, la caída se anuncia antes del Renacimiento
propiamente dicho, en el arte gótico. El estado de equilibrio es el arte
románico en Occidente y el bizantino en el Oriente cristiano. El arte gótico,
sobre todo en su fase avanzada, representa un desarrollo unilateral, un
predominio del elemento volitivo sobre el intelectual, un ímpetu más que un
estado de contemplación: el Renacimiento puede considerarse como una reacción,
racional y latina, contra el desarrollo precario del estilo gótico. Sin
embargo, el paso del arte románico al arte gótico es continuo, sin ruptura, y
los métodos de este último siguen siendo tradicionales, pues se fundan en el
simbolismo y la intuición; en el Renacimiento, en cambio, la ruptura es casi
total. Es verdad que todas las ramas del arte no van parejas; así, la
arquitectura gótica permanece tradicional hasta su desaparición; la pintura y
la escultura del gótico tardío en cambio sucumben ante la influencia
naturalista.
El Renacimiento rechaza, entonces, la intuición, trasmitida
por el símbolo, en favor de la razón discursiva, lo cual no le impide,
evidentemente, ser pasional; muy por el contrario, el racionalismo armoniza muy
bien con la pasión. Una vez abandonado u oscurecido el centro del hombre, el
intelecto contemplativo o el corazón, las otras facultades se escinden, las
antítesis psicológicas aparecen; y así el arte del Renacimiento es a la vez
racionalista —tal como lo expresa su empleo de la perspectiva y su teoría
arquitectónica— y pasional, la pasión reviste un carácter global: es la
afirmación del ego en general, la sed de la grandeza y lo ilimitado. Como la
unidad fundamental de las formas vitales subsiste todavía, la antítesis de las
facultades conserva la apariencia de un juego libre; no parece irreductible,
como en épocas ulteriores, en que la razón y el sentimiento se alejan de tal
manera que el arte no los puede abarcar. En el Renacimiento las ciencias
todavía reciben el nombre de artes, y el arte se presenta como una ciencia.
Sin embargo, la caída había comenzado. El Barroco reacciona
contra el racionalismo del Renacimiento, la fijación de las fórmulas
grecorromanas y su disociación consiguiente; pero en lugar de vencer a ésta por
medio del retorno a las fuentes suprarracionales de la tradición, el Barroco
busca fundir las formas establecidas del clasicismo renacentista en el
dinamismo de una imaginación sin límites; se relaciona voluntariamente con las
últimas fases de arte helénico, cuya imaginación es, sin embargo, mucho más
mesurada, más calma y más concreta; el Barroco está animado de una inquietud
psíquica que la Antigüedad no conocía.
El arte barroco, mundano o místico, no traspone jamás el
dominio del sueño; sus orgías sensuales y sus memento mori macabros no son sino fantasmagorías. Shakespeare, que
vivió en el umbral de esta época, señaló que el mundo estaba formado de la
sustancia "de la cual están hechos los sueños"; Calderón de la Barca,
en "La vida es sueño", dijo implícitamente lo mismo, trascendiendo,
al igual que Shakespeare, el plano de lo meramente artístico.
El poder proteico de la imaginación juega un cierto papel en
la mayor parte de las artes tradicionales, especialmente en las de la India:
corresponde simbólicamente al poder generador de Maya, la ilusión cósmica; para
el hindú, el proteismo de las formas no es una prueba de su realidad, sino, al
contrario, de su irrealidad con respecto a lo Absoluto. No ocurre lo mismo en
el arte barroco, que ama la ilusión: los interiores de las iglesias barrocas,
como Il Gesù o San Ignacio, en Roma, tienen algo de alucinante; sus cúpulas,
con hiladas ocultas y curvas irracionales, escapan a toda medida inteligible.
La mirada es como absorbida por una falsa infinitud, en lugar de detenerse en
una forma simple y perfecta; las pinturas del techo parecen abrirse sobre un cielo
lleno de ángeles sensuales y dulzones... Una forma imperfecta puede ser un
símbolo, pero la ilusión o la mentira no son símbolos de nada. Las mejores
creaciones plásticas del estilo barroco se sitúan fuera del ámbito religioso;
son las plazas y las fuentes; aquí, el arte barroco es, simultáneamente,
original e ingenuo, porque tiene algo de la naturaleza del agua, como la
imaginación; ama las conchas y la fauna marina.
Se ha querido trazar paralelismo entre la mística de Santa
Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz y la pintura barroca de su época, la del
Greco, por ejemplo; pero dichos paralelismos se justifican a lo sumo por las
condiciones psicológicas de la época y, más particularmente, por el ambiente
religioso del momento. Es verdad que la pintura barroca, con su magia de
iluminación, se presta a la descripción de estados afectivos extremos y
excepcionales; pero este hecho no guarda relación con los estados
contemplativos; el lenguaje del arte barroco, su identificación con el mundo
psíquico, con todo el espejismo del sentimiento y de la imaginación, le impide
apoderarse del contenido cualitativo de un estado espiritual.
Mencionemos, sin embargo, dentro del estilo barroco, la
extraña realidad de algunas Vírgenes religiosas: generalmente están
trasformadas, presentan un aspecto "moderno", por las vestimentas hieráticas
con que el pueblo las cubre: inmensos triángulos de seda rígida, coronas
pesadas; sólo el rostro conserva el estilo renacentista o barroco; el realismo,
llevado al extremo por la coloración de los trazos y animado por la luz
vacilante de los cirios, adquiere las características de una máscara trágica.
Hay rasgos más propios del teatro sagrado que de la escultura, y el pueblo lo
ha reconstituido instintivamente a través del arte de la época, y a pesar de
él.
Para algunos, el arte barroco representa la última gran
manifestación de la visión cristiana del mundo. Y ello es, sin duda, porque el
Barroco aspira siempre a la síntesis; es también el último ensayo, sobre una
amplia base, de una síntesis de la vida en Occidente. Sin embargo, la unidad
que realiza procede más de una voluntad totalitaria, que funde todas las cosas
en su molde subjetivo, que de una coordinación objetiva de las cosas con vistas
a un principio trascendente, como en el caso de la civilización medieval.
En el arte del siglo XVII, la fantasmagoría barroca se fija
en formas racionalmente definidas pero vacías de sustancia: como sí la lava de
la pasión se coagulara superficialmente en mil formas endurecidas. Las fases
estilísticas siguientes oscilan entre los dos polos de la imaginación pasional
y del determinismo racional; pero la oscilación más amplia se registra del
Renacimiento al Barroco, las siguientes son menores. Por otra parte, en el
Renacimiento y el Barroco las reacciones contra la herencia tradicional se
manifiestan con la mayor violencia; a medida que el arte se aleja
históricamente de esta fase crítica, recupera cierta calma, una disposición,
muy relativa por otra parte, a la "contemplación". Se observará, sin
embargo, que la experiencia estética es más fresca, inmediata y auténtica donde
está más alejada de los temas religiosos: por ejemplo, en una "crucifixión"
renacentista es el paisaje, y no el drama sagrado, el que manifiesta las
mayores calidades artísticas; y en un "Enterramiento" barroco, el
verdadero protagonista de la obra es el juego de la iluminación —es decir,
aquello que revela el corazón del artista—, mientras que los personajes representados
serán secundarios; en una palabra, se disloca la jerarquía de valores.
En este proceso de decadencia no está forzosamente en
cuestión la calidad individual de los artistas; el arte es ante todo un
fenómeno colectivo, y los genios que emergen de la masa no pueden detener la
rueda del proceso general; a lo sumo, lo aceleran o aminoran ritmos. Es
innecesario aclarar que el juicio que formulamos sobre el arte de los siglos
posteriores a la Edad Media no toma jamás como punto de comparación el arte de
nuestro tiempo; el Renacimiento y el Barroco poseen una gama incomparablemente
más rica de valores artísticos y humanos que éste. Y buena prueba de ello es la
destrucción progresiva de la belleza de nuestras ciudades.
En cada etapa de la decadencia inaugurada por el
Renacimiento se revelan bellezas parciales y se manifiestan virtudes; pero todo
esto no puede compensar la pérdida de lo esencial. ¿De qué nos sirve toda esta
grandeza humana sí nuestra nostalgia innata de lo Infinito queda sin respuesta?
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