HISTORIA SEXUAL DEL
CRISTIANISMO
KARL HEINZ DESCHNER
QUINTO LIBRO: LOS LAICOS
CAPÍTULO 29 EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
1. EVOLUCIÓN
HISTÓRICA
La doctrina católica del pecado y el uso de la confesión no
se remontan a Jesús, lo mismo que sucede con tantas otras cosas en esta
religión; en cambio, demuestran rotundamente la relación de la Iglesia con la
estupidez humana, que parece no tener límites.
Por supuesto, ya había habido otros que se aprovecharon de
ella. Recurrieron a la confesión el
budismo, el jainismo, el culto de Anaitis, los misterios de Cabiria en
Samotracia y la religión de Isis, en la cual, bajo las amenazas de los
sacerdotes, los pecadores arrepentidos se echaban al suelo del templo,
embestían con la cabeza la puerta sagrada, imploraban a los individuos
purificados, besándolos, y hacían peregrinaciones; por el contrario, en el
ámbito de las religiones primitivas (a las otras se las denomina «grandes»
religiones), después de la confesión se arrojaban al aire astillas de madera y
briznas de paja y se proclamaba: «todos los pecados se han ido con el
viento». En el catolicismo, se evaporan
con la absolución del sacerdote. Aunque
las cosas no han sido siempre tan fáciles.
La evolución del sacramento de la confesión muestra con toda claridad
las ideas que había detrás del mismo.
De la absolución
única a la confesión
El cristianismo primitivo sólo conocía una forma de
expiación: el bautismo. Una vez
administrado, una segunda purificación era «imposible», según algunos pasajes
de la Biblia que, evidentemente, irritaban sobremanera a los Padres de la
Iglesia. El mismo Pablo excluía a los
creyentes que habían cometido pecados graves.
No obstante, esta práctica -surgida en la creencia en el
inminente regreso del Señor, creencia obviamente errónea, pero compartida por
toda la cristiandad- pronto se reveló como demasiado rigurosa, de modo que se
estableció la diferencia, según el modelo de las religiones mistéricas, entre
pecados perdonables, «veniales» -es decir, que no comportaban el castigo
eterno- y «pecados mortales»: apostasía, homicidio y fornicación (adulterio y
trato con prostitutas).
Pero, con la ausencia de Jesús y el crecimiento de las
comunidades, la doctrina de los pecados imperdonables tampoco pudo
mantenerse. Por ello, a comienzos del
siglo II, el cristiano Germán, hermano de un obispo romano, fue instruido por
un ángel del Señor (!) para que anunciase la posibilidad de una única segunda
expiación, sentando así el principio de la institución católica de la
penitencia.
Pero todavía pasó bastante tiempo hasta que se supo que los
frutos de la gracia maduraban una segunda vez para todos los pecados y que
acaso podían hacerlo permanentemente, hasta que se descubrió el beneficio que
podía sacarse a la misericordia. Hubo
que esperar al año 217 o 218 para que el obispo Calixto -que tenía a sus
espaldas un intento de suicidio, una malversación de fondos y una estancia en
una prisión de Sicilia autorizara la posibilidad de extender la segunda
expiación a los pecados sexuales. Ahora
sólo se excomulgaba a los apóstatas y a los asesinos, una minoría cada vez más
reducida y, por consiguiente, prescindible.
Sin embargo, después de las apostasías masivas durante la persecución
de Decio, a mediados del siglo III, se volvió a aceptar a los renegados; y,
después del sínodo de Arlés (314) y la introducción entre los cristianos del
servicio militar, también se aceptó perdonar a los asesinos.
Los pecadores, antes rechazados y condenados para siempre,
podían ahora volver a la Iglesia aunque, de todas formas, sólo mediante una
única expiación que, por eso mismo, en la mayoría de los casos se aplazaba
hasta la vejez o hasta el lecho de muerte.
Si un joven recibía este perdón por causa de alguna enfermedad o peligro
de muerte, surgían los escrúpulos.
Porque, si sanaba y volvía a cometer un pecado grave, ya no era posible
una segunda absolución; al menos hasta el tercer sínodo de Toledo, en el año 589.
La posibilidad de conceder un segundo perdón de los pecados
no se introduce hasta comienzos de la Edad Media; en el siglo IX se exige
someterse a ella de forma periódica y en el siglo XII la confesión anual se
convierte en obligatoria. En la actualidad,
todos los religiosos regulares deben confesarse «sinceramente» al menos una vez
a la semana y los laicos al menos una vez al año; también deben hacerlo los
niños de menos de siete años «si ya han alcanzado el uso de razón».
Por el secreto de confesión (sigillum confessionis), el
sacerdote tiene prohibido revelar «de palabra, mediante señas o por cualquier
otro medio» -tal como lo expresa el cuarto concilio lateranense de 1215- lo que
le ha confesado el penitente, ni siquiera para salvar su propia vida. No obstante, sólo se considera pecado grave
la revelación directa, por ejemplo si el confesor, sobornado, descubre un
adulterio; el pecado puede no ser tan grave en el caso de la revelación
indirecta, por ejemplo, si el religioso dice que hoy alguien le ha confesado
una monstruosidad. El confesor puede
informar fácilmente de cualquier delito importante mediante este procedimiento
medio legal, sin recibir por ello ningún castigo (!) (2).398
Doble rasero para
laicos y sacerdotes
Clemente Romano ya sabe a comienzos del siglo 11 que la
confesión cristiana de los pecados exige oraciones, tristeza, lágrimas y
postraciones: « ¡arrójate a los pies de los sacerdotes!». Cien años después, Tertuliano ordena a los
pecadores «vestirse de saco y cubrirse de ceniza, afear el cuerpo descuidando
su limpieza, sumir al espíritu en la tristeza (... ), gemir, llorar, llamar al
Señor día y noche, postrarse ante los sacerdotes., abrazar las rodillas de los
favoritos de Dios (... )». Y es que, como decreta León I en el siglo V en
relación a la penitencia, «la bondad divina ha ordenado sus dones de modo que
estén irrevocablemente unidos a los dones de los sacerdotes».
Sin embargo, la Iglesia de la Antigüedad no contaba con
disposiciones detalladas acerca del perdón de los pecados de los propios
religiosos; incluso descartó repetidamente que los sacerdotes y los obispos se
sometieran a cualquier forma de penitencia.
Y más tarde, las penas más graves para ellos se quedaban muchas veces en
el papel, sobre todo si los pecados no eran públicos. Clericus
clericum non decimat. Bastaba con
que expiaran sus faltas en privado, considerando «la superioridad de la
dignidad clerical y el escándalo en la comunidad».
El caso de los laicos era completamente distinto.
Las penitencias
eclesiásticas en la antigüedad y la Edad Media
El penitente debía ser condenado lo más dramáticamente que
fuera posible. De entrada recibía toda
clase de reconvenciones ante la iglesia.
A continuación venía su confesión y una nueva declaración de la magnitud
de su culpa, para lo cual tenía que postrarse en tierra, entre gemidos y
lágrimas. Cuando el religioso dictaba
sentencia, el pecador debía morder el polvo de nuevo. Finalmente le echaban ceniza en la cabeza, se
enfundaba la ropa penitencial y era expulsado «como el primer hombre, Adán, del
Paraíso». Dependiendo de la época y el
lugar, los penitentes eran rapados o se les obligaba a dejarse crecer el pelo y
la barba, para mostrar la magnitud de la afrenta que pesaba sobre sus hombros.
La confesión no siempre se llevaba a cabo públicamente. No obstante, San Agustín pedía que así se
hiciera en caso de que la falta constituyera un «escándalo ante los demás» y
fuese ya conocida. Ahora bien, cuando se
empezó a sospechar que la confesión pública era un escándalo aún mayor y que
había dejado de ser oportuna, fue eliminada: Nestorio lo hizo en Oriente en el
año 390 y León 1 en Occidente en el 461; para este último, bastaba con «hacer
examen de conciencia ante el sacerdote en confesión secreta». La confesión privada se convirtió en práctica
general desde el siglo VII. No obstante,
con la reforma carolingia volvió a emplearse la confesión pública para las
faltas más graves.
Hasta el siglo VII, los cánones eclesiásticos sólo
mencionan, por regla general, la duración de la penitencia. Simplemente se comunicaba al «criminal» que
tenía que hacer penitencia un número determinado de años, lo que, entre otras
cosas, comportaba la exclusión de los sacramentos; también suponía llevar un
hábito de penitente y un cilicio de crin de caballo, guardar ayuno
constantemente, salvo los días de fiesta y los domingos, y, casi siempre,
abstinencia sexual permanente y prohibición de viajar y de utilizar
caballerías.
Resulta sintomático la progresiva suavización de las
penitencias. A finales del siglo IV, el
papa Siricio todavía exigía que se impusieran penas de por vida por las faltas
más graves, por ejemplo, el ascetismo sexual hasta la muerte. (¡Piénsese en la
conciencia torturada de quienes no podían mantenerla! ¡Y en la infelicidad de
los que lo conseguían!) En algunos lugares los castigos de por vida se
prolongaron hasta los siglos V y VI, como ocurrió en España con los asesinos,
los envenenadores y -nuevamente al mismo nivel que los anteriores (cf. supra)-
las viudas de los sacerdotes que se volvían a casar o quienes lo hacían con un
hermano o una hermana del cónyuge muerto.
En la Alta Edad Media, cuando se generalizó la confesión
frecuente, oral y privada, a un laico que quería tener relaciones sexuales pero
no podía o era rechazado todavía se le imponía una penitencia de dos años; a
una mujer que se masturbaba («mulier vero
cum se ipsa coitum habens»; sola
coitum habet), tres años; a una lesbiana, generalmente también tres, pero a
veces cuatro, siete y hasta diez años.
Eyacular en la boca de alguien se pagaba con tres o siete años y, en
algunos casos, con penas de por vida. Si
una mujer mezclaba en la comida el néctar de amor de su marido -la
espermatofagia fue considerada durante mucho tiempo como vigorizante- tenía que
hacer penitencia durante siete años. Si
un laico desfloraba a una monja, la expiación del pecado duraba ocho años, tres
de ellos a pan y agua. Si algún fiel rijoso
eyaculaba en la iglesia, le caía una pena de diez o -si lo hacía en compañía de
una mujer o un hombre- quince años (3).
Catastrófico... durante siglos.
Dios no se volvió
indulgente hasta la Edad Moderna
Hoy las cosas parecen completamente diferentes; Dios se ha
vuelto humano y comprensivo. Si antes se
infligían castigos como desde la perspectiva divina de que mil años son como
un día, hoy suelen imponerse penas
cortísimas por las mismas infracciones.
Esto, por supuesto, forma parte de la táctica de los teólogos, que
consiste en tener en cuenta a la hora de administrar la penitencia no sólo el
pecado -como creen los laicos-, sino ¡también al pecador! Y si uno está seguro de éste, puede someterle
a penitencias más duras. «Cuando pienso ahora en cuántas necesidades
espirituales nos confían las personas a los confesores -necesidades referidas,
la mayoría de las veces, a una sexualidad temerosa, inmadura y atormentada- y
cuando pienso después en lo estrictos que son nuestros juicios al respecto
porque 'la Iglesia' lo prescribe así, en la poca ayuda y comprensión que
podemos brindar a estas personas en el sentido del Evangelio-, ¡me avergüenzo y
pido perdón!» reconoce un exsacerdote.
Asimismo, dichas penitencias palidecen ante las
antiguas. Se trata de forma
especialmente indulgente a aquellos de quienes se teme que no se sometan al
castigo y se «alejen» -con otras palabras, los dejen «plantados»- en caso de que
la penitencia sea demasiado severa. Y es
que quien no cumple una penitencia porque es injustificadamente grande no
comete pecado. Y, del mismo modo, quien
olvida la penitencia que le ha sido impuesta «con o sin culpa de su parte» en
sí no está obligado a nada».
Arrepentimiento sin
arrepentimiento
La Iglesia hace todo lo posible en lo que se refiere al
arrepentimiento, que siempre ha resultado imprescindible para ella; se
comprende que un pecador seguramente no puede sentir un gran arrepentimiento por
un pecado que se ha cometido durante siglos con el mayor agrado. De modo que, por una parte, debe mostrar un
«auténtico dolor de los pecados», su arrepentimiento debe ser «grande
sobremanera», pero por otra parte no sólo no tiene por qué existir un «dolor
palpable» sino que -sorpresa- ¡tampoco es necesario el arrepentimiento! Porque «en la mayoría de los casos, quienes
se lamentan de no haberse arrepentido seguramente lo han hecho» y, por
consiguiente, pueden ser absueltos «sin reparos».
El hecho de que un mismo procedimiento sirva para cancelar
todos los pecados graves, pero no todos los leves, forma parte de los misterios
del sacramento de la penitencia. (¡Las personas purificadas deben seguir
sintiéndose inseguras!) Una absolución escrita tampoco es válida y la absolución
oral tiene un alcance limitado. Por
ejemplo, a San Alfonso le parece que «una separación de veinte pasos es un poco
excesiva»'
Pero si el penitente estaba lo bastante cerca del oído del
confesor, si no ocultaba ningún pecado grave, si se arrepentía «sobremanera» en
el sentido de que se arrepentía de no arrepentirse, en ese caso podía cometer
QUINTO LIBRO: LOS LAICos 401
el mismo pecado tranquilamente diez, cien, mil veces y ser
una y otra vez (bisbiseos) automáticamente absuelto. Algo fabuloso. Como ya escribió Nietzsche:
Murmura una frasecita,
se arrodilla y media vuelta,
y con la última faltita
la anterior ya queda absuelta.
Según una confesión de un antiguo fraile católico, la cosa
suena en prosa así: «cuando las jóvenes, con un asomo de gozoso
arrepentimiento, me contaban con total ingenuidad que se acostaban con sus
amigos, me dejaba completamente estupefacto que se lamentaran tanto y que no
quisieran hacerlo nunca más, cuando el fin de semana siguiente lo volverían a
hacer con toda seguridad».
Una Teología del pecado católica comienza su resumen final
del «Mensaje de Salvación, Pecado y Redención» con estas palabras: «a riesgo
de caricaturizar » (4).
2. EL
VERDADERO PROPÓSITO
No hay nada más evidente: el sacramento de la penitencia no
pone trabas al pecado. Y, por supuesto,
nadie sabe esto mejor que el propio clero.
Más aún: no sólo lo sabe, sino que lo pretende. «¡Vosotros gritaréis con
el corazón triste y con el espíritu quebrado gemiréis!» como se dice en Isaías.
El clero querría que los cristianos
fueran «todos ellos pecadores». Aunque,
naturalmente, cuando un pecador se arrepentía, lo principal no era el pecado
sino la sumisión. Y, por tanto, los
creyentes debían seguir pecando, pues sólo entonces seguirían necesitando la
absolución y siendo dependientes.
Es significativo que San Pablo hable del pecado casi siempre
que exalta la Redención. Y es que, sin
pecado, a nadie le hace falta la Redención.
En cambio, el perdón es tanto más necesario cuanto mayor es la
culpa. La Iglesia, en buena medida, vive
desde hace casi dos mil años de esta burda construcción y de la candidez en
virtud de la cual los hombres han creído y creen.
Cierto que en un primer momento esto pudo haber sucedido de
buena fe, sin segundas intenciones, sin una falta de catadura moral tan evidente. Al menos es lo que parece indicar el rigor de
las primeras penitencias. Pero cuando la
práctica de la expiación única fue sustituida por la segunda expiación y luego
por la expiación continuada se hizo evidente que ya no
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