martes, 5 de septiembre de 2017

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA (Karl Heinz Deschner)

 HISTORIA SEXUAL DEL CRISTIANISMO

KARL HEINZ DESCHNER

QUINTO LIBRO: LOS LAICOS

CAPÍTULO 29 EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

1.           EVOLUCIÓN HISTÓRICA

La doctrina católica del pecado y el uso de la confesión no se remontan a Jesús, lo mismo que sucede con tantas otras cosas en esta religión; en cambio, demuestran rotundamente la relación de la Iglesia con la estupidez humana, que parece no tener límites.
Por supuesto, ya había habido otros que se aprovecharon de ella.  Recurrieron a la confesión el budismo, el jainismo, el culto de Anaitis, los misterios de Cabiria en Samotracia y la religión de Isis, en la cual, bajo las amenazas de los sacerdotes, los pecadores arrepentidos se echaban al suelo del templo, embestían con la cabeza la puerta sagrada, imploraban a los individuos purificados, besándolos, y hacían peregrinaciones; por el contrario, en el ámbito de las religiones primitivas (a las otras se las denomina «grandes» religiones), después de la confesión se arrojaban al aire astillas de madera y briznas de paja y se proclamaba: «todos los pecados se han ido con el viento».  En el catolicismo, se evaporan con la absolución del sacerdote.  Aunque las cosas no han sido siempre tan fáciles.  La evolución del sacramento de la confesión muestra con toda claridad las ideas que había detrás del mismo.


De la absolución única a la confesión

El cristianismo primitivo sólo conocía una forma de expiación: el bautismo.  Una vez administrado, una segunda purificación era «imposible», según algunos pasajes de la Biblia que, evidentemente, irritaban sobrema­nera a los Padres de la Iglesia.  El mismo Pablo excluía a los creyentes que habían cometido pecados graves.
No obstante, esta práctica -surgida en la creencia en el inminente regreso del Señor, creencia obviamente errónea, pero compartida por toda la cristiandad- pronto se reveló como demasiado rigurosa, de modo que se estableció la diferencia, según el modelo de las religiones mistéricas, entre pecados perdonables, «veniales» -es decir, que no comportaban el castigo eterno- y «pecados mortales»: apostasía, homicidio y fornicación (adulterio y trato con prostitutas).
Pero, con la ausencia de Jesús y el crecimiento de las comunidades, la doctrina de los pecados imperdonables tampoco pudo mantenerse.  Por ello, a comienzos del siglo II, el cristiano Germán, hermano de un obispo romano, fue instruido por un ángel del Señor (!) para que anunciase la posibilidad de una única segunda expiación, sentando así el principio de la institución católica de la penitencia.
Pero todavía pasó bastante tiempo hasta que se supo que los frutos de la gracia maduraban una segunda vez para todos los pecados y que acaso podían hacerlo permanentemente, hasta que se descubrió el beneficio que podía sacarse a la misericordia.  Hubo que esperar al año 217 o 218 para que el obispo Calixto -que tenía a sus espaldas un intento de suicidio, una malversación de fondos y una estancia en una prisión de Sicilia autorizara la posibilidad de extender la segunda expiación a los pecados sexuales.  Ahora sólo se excomulgaba a los apóstatas y a los asesinos, una minoría cada vez más reducida y, por consiguiente, prescindible.  Sin em­bargo, después de las apostasías masivas durante la persecución de Decio, a mediados del siglo III, se volvió a aceptar a los renegados; y, después del sínodo de Arlés (314) y la introducción entre los cristianos del servicio militar, también se aceptó perdonar a los asesinos.
Los pecadores, antes rechazados y condenados para siempre, podían ahora volver a la Iglesia aunque, de todas formas, sólo mediante una única expiación que, por eso mismo, en la mayoría de los casos se aplazaba hasta la vejez o hasta el lecho de muerte.  Si un joven recibía este perdón por causa de alguna enfermedad o peligro de muerte, surgían los escrúpulos.  Porque, si sanaba y volvía a cometer un pecado grave, ya no era posible una segunda absolución; al menos hasta el tercer sínodo de Toledo, en el año 589.
La posibilidad de conceder un segundo perdón de los pecados no se introduce hasta comienzos de la Edad Media; en el siglo IX se exige someterse a ella de forma periódica y en el siglo XII la confesión anual se convierte en obligatoria.  En la actualidad, todos los religiosos regulares deben confesarse «sinceramente» al menos una vez a la semana y los laicos al menos una vez al año; también deben hacerlo los niños de menos de siete años «si ya han alcanzado el uso de razón».
Por el secreto de confesión (sigillum confessionis), el sacerdote tiene prohibido revelar «de palabra, mediante señas o por cualquier otro medio» -tal como lo expresa el cuarto concilio lateranense de 1215- lo que le ha confesado el penitente, ni siquiera para salvar su propia vida.  No obs­tante, sólo se considera pecado grave la revelación directa, por ejemplo si el confesor, sobornado, descubre un adulterio; el pecado puede no ser tan grave en el caso de la revelación indirecta, por ejemplo, si el religioso dice que hoy alguien le ha confesado una monstruosidad.  El confesor puede informar fácilmente de cualquier delito importante mediante este procedimiento medio legal, sin recibir por ello ningún castigo (!) (2).398

Doble rasero para laicos y sacerdotes

Clemente Romano ya sabe a comienzos del siglo 11 que la confesión cristiana de los pecados exige oraciones, tristeza, lágrimas y postraciones: « ¡arrójate a los pies de los sacerdotes!».  Cien años después, Tertuliano ordena a los pecadores «vestirse de saco y cubrirse de ceniza, afear el cuerpo descuidando su limpieza, sumir al espíritu en la tristeza (... ), gemir, llorar, llamar al Señor día y noche, postrarse ante los sacerdotes., abrazar las rodillas de los favoritos de Dios (... )». Y es que, como decreta León I en el siglo V en relación a la penitencia, «la bondad divina ha ordenado sus dones de modo que estén irrevocablemente unidos a los dones de los sacerdotes».
Sin embargo, la Iglesia de la Antigüedad no contaba con disposiciones detalladas acerca del perdón de los pecados de los propios religiosos; incluso descartó repetidamente que los sacerdotes y los obispos se some­tieran a cualquier forma de penitencia.  Y más tarde, las penas más graves para ellos se quedaban muchas veces en el papel, sobre todo si los pecados no eran públicos.  Clericus clericum non decimat.  Bastaba con que expiaran sus faltas en privado, considerando «la superioridad de la dignidad clerical y el escándalo en la comunidad».
El caso de los laicos era completamente distinto.


Las penitencias eclesiásticas en la antigüedad y la Edad Media

El penitente debía ser condenado lo más dramáticamente que fuera posible.  De entrada recibía toda clase de reconvenciones ante la iglesia.  A continuación venía su confesión y una nueva declaración de la magnitud de su culpa, para lo cual tenía que postrarse en tierra, entre gemidos y lágrimas.  Cuando el religioso dictaba sentencia, el pecador debía morder el polvo de nuevo.  Finalmente le echaban ceniza en la cabeza, se enfundaba la ropa penitencial y era expulsado «como el primer hombre, Adán, del Paraíso».  Dependiendo de la época y el lugar, los penitentes eran rapados o se les obligaba a dejarse crecer el pelo y la barba, para mostrar la magnitud de la afrenta que pesaba sobre sus hombros.
La confesión no siempre se llevaba a cabo públicamente.  No obstante, San Agustín pedía que así se hiciera en caso de que la falta constituyera un «escándalo ante los demás» y fuese ya conocida.  Ahora bien, cuando se empezó a sospechar que la confesión pública era un escándalo aún mayor y que había dejado de ser oportuna, fue eliminada: Nestorio lo hizo en Oriente en el año 390 y León 1 en Occidente en el 461; para este último, bastaba con «hacer examen de conciencia ante el sacerdote en confesión secreta».  La confesión privada se convirtió en práctica general desde el siglo VII.  No obstante, con la reforma carolingia volvió a em­plearse la confesión pública para las faltas más graves.
Hasta el siglo VII, los cánones eclesiásticos sólo mencionan, por regla general, la duración de la penitencia.  Simplemente se comunicaba al «cri­minal» que tenía que hacer penitencia un número determinado de años, lo que, entre otras cosas, comportaba la exclusión de los sacramentos; también suponía llevar un hábito de penitente y un cilicio de crin de caballo, guardar ayuno constantemente, salvo los días de fiesta y los domingos, y, casi siempre, abstinencia sexual permanente y prohibición de viajar y de utilizar caballerías.
Resulta sintomático la progresiva suavización de las penitencias.  A finales del siglo IV, el papa Siricio todavía exigía que se impusieran penas de por vida por las faltas más graves, por ejemplo, el ascetismo sexual hasta la muerte. (¡Piénsese en la conciencia torturada de quienes no podían mantenerla! ¡Y en la infelicidad de los que lo conseguían!) En algunos lugares los castigos de por vida se prolongaron hasta los siglos V y VI, como ocurrió en España con los asesinos, los envenenadores y -nuevamente al mismo nivel que los anteriores (cf. supra)- las viudas de los sacerdotes que se volvían a casar o quienes lo hacían con un hermano o una hermana del cónyuge muerto.
En la Alta Edad Media, cuando se generalizó la confesión frecuente, oral y privada, a un laico que quería tener relaciones sexuales pero no podía o era rechazado todavía se le imponía una penitencia de dos años; a una mujer que se masturbaba («mulier vero cum se ipsa coitum habens»; sola coitum habet), tres años; a una lesbiana, generalmente también tres, pero a veces cuatro, siete y hasta diez años.  Eyacular en la boca de alguien se pagaba con tres o siete años y, en algunos casos, con penas de por vida.  Si una mujer mezclaba en la comida el néctar de amor de su marido -la espermatofagia fue considerada durante mucho tiempo como vigorizante- tenía que hacer penitencia durante siete años.  Si un laico desfloraba a una monja, la expiación del pecado duraba ocho años, tres de ellos a pan y agua.  Si algún fiel rijoso eyaculaba en la iglesia, le caía una pena de diez o -si lo hacía en compañía de una mujer o un hombre- quince años (3).  Catastrófico... durante siglos.


Dios no se volvió indulgente hasta la Edad Moderna

Hoy las cosas parecen completamente diferentes; Dios se ha vuelto humano y comprensivo.  Si antes se infligían castigos como desde la pers­pectiva divina de que mil años son como un día, hoy suelen imponerse  penas cortísimas por las mismas infracciones.  Esto, por supuesto, forma parte de la táctica de los teólogos, que consiste en tener en cuenta a la hora de administrar la penitencia no sólo el pecado -como creen los laicos-, sino ¡también al pecador!  Y si uno está seguro de éste, puede someterle a penitencias más duras. «Cuando pienso ahora en cuántas ne­cesidades espirituales nos confían las personas a los confesores -necesi­dades referidas, la mayoría de las veces, a una sexualidad temerosa, inma­dura y atormentada- y cuando pienso después en lo estrictos que son nuestros juicios al respecto porque 'la Iglesia' lo prescribe así, en la poca ayuda y comprensión que podemos brindar a estas personas en el sentido del Evangelio-, ¡me avergüenzo y pido perdón!» reconoce un exsacerdote.
Asimismo, dichas penitencias palidecen ante las antiguas.  Se trata de forma especialmente indulgente a aquellos de quienes se teme que no se sometan al castigo y se «alejen» -con otras palabras, los dejen «planta­dos»- en caso de que la penitencia sea demasiado severa.  Y es que quien no cumple una penitencia porque es injustificadamente grande no comete pecado.  Y, del mismo modo, quien olvida la penitencia que le ha sido impuesta «con o sin culpa de su parte» en sí no está obligado a nada».


Arrepentimiento sin arrepentimiento

La Iglesia hace todo lo posible en lo que se refiere al arrepentimiento, que siempre ha resultado imprescindible para ella; se comprende que un pecador seguramente no puede sentir un gran arrepentimiento por un pecado que se ha cometido durante siglos con el mayor agrado.  De modo que, por una parte, debe mostrar un «auténtico dolor de los pecados», su arrepenti­miento debe ser «grande sobremanera», pero por otra parte no sólo no tiene por qué existir un «dolor palpable» sino que -sorpresa- ¡tampoco es necesario el arrepentimiento!  Porque «en la mayoría de los casos, quienes se lamentan de no haberse arrepentido seguramente lo han hecho» y, por consiguiente, pueden ser absueltos «sin reparos».
El hecho de que un mismo procedimiento sirva para cancelar todos los pecados graves, pero no todos los leves, forma parte de los misterios del sacramento de la penitencia. (¡Las personas purificadas deben seguir sintiéndose inseguras!) Una absolución escrita tampoco es válida y la ab­solución oral tiene un alcance limitado.  Por ejemplo, a San Alfonso le parece que «una separación de veinte pasos es un poco excesiva»'
Pero si el penitente estaba lo bastante cerca del oído del confesor, si no ocultaba ningún pecado grave, si se arrepentía «sobremanera» en el sentido de que se arrepentía de no arrepentirse, en ese caso podía cometer



QUINTO LIBRO: LOS LAICos 401

el mismo pecado tranquilamente diez, cien, mil veces y ser una y otra vez (bisbiseos) automáticamente absuelto.  Algo fabuloso.  Como ya escribió Nietzsche:

Murmura una frasecita,
se arrodilla y media vuelta,
y con la última faltita
la anterior ya queda absuelta.

Según una confesión de un antiguo fraile católico, la cosa suena en prosa así: «cuando las jóvenes, con un asomo de gozoso arrepentimiento, me contaban con total ingenuidad que se acostaban con sus amigos, me dejaba completamente estupefacto que se lamentaran tanto y que no qui­sieran hacerlo nunca más, cuando el fin de semana siguiente lo volverían a hacer con toda seguridad».
Una Teología del pecado católica comienza su resumen final del «Men­saje de Salvación, Pecado y Redención» con estas palabras: «a riesgo de caricaturizar » (4).

2.           EL VERDADERO PROPÓSITO

No hay nada más evidente: el sacramento de la penitencia no pone trabas al pecado.  Y, por supuesto, nadie sabe esto mejor que el propio clero.  Más aún: no sólo lo sabe, sino que lo pretende. «¡Vosotros gritaréis con el corazón triste y con el espíritu quebrado gemiréis!» como se dice en Isaías.  El clero querría que los cristianos fueran «todos ellos pecadores».  Aunque, naturalmente, cuando un pecador se arrepentía, lo principal no era el pecado sino la sumisión.  Y, por tanto, los creyentes debían seguir pecando, pues sólo entonces seguirían necesitando la absolución y siendo dependientes.
Es significativo que San Pablo hable del pecado casi siempre que exalta la Redención.  Y es que, sin pecado, a nadie le hace falta la Reden­ción.  En cambio, el perdón es tanto más necesario cuanto mayor es la culpa.  La Iglesia, en buena medida, vive desde hace casi dos mil años de esta burda construcción y de la candidez en virtud de la cual los hombres han creído y creen.

Cierto que en un primer momento esto pudo haber sucedido de buena fe, sin segundas intenciones, sin una falta de catadura moral tan evidente.  Al menos es lo que parece indicar el rigor de las primeras penitencias.  Pero cuando la práctica de la expiación única fue sustituida por la segunda expiación y luego por la expiación continuada se hizo evidente que ya no

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