De la
destination de l’homme.
Nikolái
Aleksándrovic Berdiáev (Kiev 1874-Paris
1948)
Editions L’Age
d’Homme. S.A. Lausanne 1979 Pp. 365-381
Tercera Parte
CAPÍTULO III
EL PARAÍSO MÁS ALLÁ DEL BIEN Y
DEL MAL.
El hombre conserva profundamente arraigado en su corazón,
una reminiscencia y una nostalgia del paraíso. En algún lugar, en la más remota
intimidad de su ser, este recuerdo y este sueño se encuentran. Nuestra vida se desarrolla
entre el cielo y el infierno. Somos exiliados de paraíso, que aún no hemos
penetrado definitivamente en el infierno. Desde la zona intermedia de nuestro
mundo, que está lejos ¡ay! del Edén,
soñamos con el paraíso, lo evocamos en el pasado y en el futuro. El pasado
original y el futuro final se mezclan, al punto confundirse, en la idea del
paraíso.
La leyenda de la Edad de Oro era una leyenda relativa al
Edén. Pero la conciencia mitológica del paganismo conocía el paraíso en el
pasado, sin conocer su espera mesiánica en el futuro, una espera que sólo era
inherente al antiguo Israel. La mitología está siempre vuelta hacia el pasado,
el mesianismo hacia el futuro. La leyenda bíblica del paraíso, como estado
primitivo del hombre y la naturaleza, es un mito en el sentido realista del
término. En cambio, la venida del Mesías y el advenimiento del Reino de Dios constituyen
un mesianismo. En resumen, la Biblia comporta a la vez un mito y un mesianismo.
El proceso universal comenzó con el exilio del paraíso. Pero incluso rechazado
en esta tierra, el hombre es capaz no sólo de recordar la edad de oro, sino
conocer, en la contemplación de Dios, la verdad y la belleza, en el amor, en el
éxtasis creativo, instantes de verdadera felicidad paradisíaca. Además el
paraíso no existe sólo en su recuerdo, en su sueño y en su imaginación
creadora; se ha conservado en la belleza de la naturaleza, en la luz del sol,
las estrellas titilantes, el cielo azul, las cumbres inmaculadas, los mares y
ríos, el bosque y el campo de trigo, las piedras preciosas y las flores, en la
maravillosa configuración del mundo animal. Sólo una vez una cultura humana se
ha acercado un poco al Edén, fue la de la Grecia antigua. El proceso universal
comenzó en el Paraíso y retorna allí, aunque paralelamente avanza hacia el infierno.
El hombre evoca el paraíso en la génesis de la vida universal, y lo sueña en el
futuro, en el fin de las cosas, al mismo tiempo que presiente con horror el
infierno.
Encontramos el paraíso al principio, y el cielo y el
infierno al final. Parece a primera vista que toda la adquisición y
enriquecimiento del proceso universal ha consistido en asociarse al infierno.
Pues el infierno es precisamente ese “nuevo" que surgirá al final,
mientras que el paraíso no es más que una repatriación. Pero ¡qué triste es
esta reintegración, después de que la humanidad se haya dividido y alguna parte
haya desertado del paraíso! Este es aparentemente el fruto del árbol del
conocimiento. En la vida paradisíaca integral, nada existía fuera de ella en
tanto que la distinción entre el bien y el mal no había surgido. Pero habiendo
surgido, esta se desdobló y la vida infernal se afirmó inmediatamente. Este es
el precio de la libertad, de la libertad de conocer y elegir entre el bien y el
mal. El atroz presentimiento del infierno, si no para uno mismo, al menos para
los demás llena de amargura el recuerdo y la nostalgia del paraíso. El precio
de la libertad humana resulta ser el infierno. Sin esa libertad, la vida
paradisíaca habría sido eterna, integral, nada la habría ensombrecido. Y el
hombre está obsesionado y seducido por la idea del restablecimiento de esta
vida. Es este sueño el que está en la raíz de todas las utopías del paraíso
terrenal. El hombre es exiliado del Edén porque su libertad ha resultado ser fatal.
Pero, ¿puede reintegrarla renunciando a su libertad?
La dialéctica relativa al paraíso y la libertad fue
desarrollada con brillante agudeza por Dοstοϊewsky (1).
Él consagró varios escritos a este problema que tanto le torturaba tanto : El
sueño de un hombre gracioso", “ El sueño de Versiloff" y,
(1) Véase mi libro:
L'Esprit de Dostoievlky.
hacia el final de su vida, “La leyenda del Gran Inquisidor”.
No pudo reconciliarse ni con el paraíso que ignora la prueba de la libertad, ni
con el que se organizaría coercitivamente sin la libertad del espíritu humano.
Para el no es admisible más que el paraíso habiendo pasado por la libertad, que
ha deseado. El paraíso impuesto, tanto en el pasado como en el futuro, era
objeto de horror para Dostοϊewsky,
que lo consideraba como la tentación del Anticristo. Pues Cristo es ante todo
libertad. Pero una luz nueva se encuentra así proyectada sobre la leyenda de la
caída. La tentación diabólica no es la tentación de la libertad, como demasiado
a menudo imaginamos, sino la tentación de negar la libertad, la de la beatitud
forzada e impuesta. Aquí nos acercamos al misterio último de la caída que,
racionalmente insoluble, cοrrespοnde a los misterios del destino
final del hombre. Dios quería la libertad de la criatura, y en ello basó su
designio de la creación. A esto está ligado la vocación creativa del hombre.
Por eso estamos obligados a concebir la caída desde un ángulo antinómico e irracional.
En efecto, ella corresponde a la vez tanto a la manifestación y a la prueba de
la libertad del hombre, a su éxodo del paraíso natural primitivo y
preconsciente, ignorando la libertad del espíritu, y a la pérdida de esta
libertad, a la sumisión del hombre a los elementos naturales inferiores. Es ahí
donde se forma el nudo de la vida universal. La caída fue necesaria, porque la
realización del sentido supremo de la creación requería la libertad. Pero la necesidad
de la libertad es una contradicción y una paradoja, que no somos capaces de
resolver en el pensamiento y que sólo podemos experimentar en la vida. La caída
es la violación del Sentido, y sin embargo debemos reconocerle uno: el paso del
paraíso original, ignorante aún de la libertad, a un paraíso que la conoce.
Por eso es imposible prever un retorno al estado paradisíaco
primitivo. No sólo nos es rechazado, sino que ni siquiera podríamos desearlo. Este
retorno habría indicado la improductividad y el sinsentido del proceso universal.
El paraíso que nos espera al final de ese proceso es muy distinto del que lo
inauguró. Es el que sigue al conocimiento de la libertad, después de todas las pruebas.
Podríamos incluso sugerir que es un paraíso que sucede al infierno, a su libre
rechazo, a la experiencia del mal. La tentación de volver al no-ser, que
precedió a la creación del mundo, es libremente superada por el ser conforme a
la Idea divina. El Paraíso, donde la vocación creadora del hombre no se había
despertado, es sustituido por un paraíso donde se ha realizado plenamente.
Dicho de otro modo, el paraíso natural es sustituido por un paraíso espiritual.
El paraíso, como estado original del hombre, ignora aún la venida la venida del
Dios-Hombre, mientras que el que acabará el proceso universal será Reino de
Cristo, el Reino del Dios-Humanidad. Este es el resultado positivo del proceso
universal.
Pero en medio de este proceso, el hombre exhausto sueña
incesantemente con su regreso al paraíso perdido, a la inocencia y plenitud
originales. Está dispuesto a renunciar a todo conocimiento, que él ve como el
resultado del desdoblamiento y la pérdida de la integralidad de la vida. Está
dispuesto a huir sufrimiento de la "cultura" para redescubrir la
alegría y la "naturaleza". Y cada vez que se entrega a estos sueños y
aspiraciones, experimenta la decepción, porque no sólo la "cultura",
sino incluso la "naturaleza" están manchadas por el pecado original.
Sólo le queda abierto un camino: el de la fidelidad ilimitada a la “idea del
hombre", el que conduce al reino del espíritu, en la que entrará también la naturaleza
transfigurada. El conocimiento del bien y del mal está ligado a la pérdida de
la de la integralidad paradisíaca, pero el camino debe ser recorrido hasta el
final. Una vez que el hombre se ha comprometido en este camino, el conocimiento
mismo deja de ser un mal (1). El conocimiento
puede tener por objeto el mal, pero no es malo en sí mismo; y en él se realiza
la vocación creadora del hombre. Es en esto que la "cultura" se
justifica y se protege de los ataques de la "naturaleza".
La belleza primitiva de la naturaleza conserva un reflejo del
paraíso perdido, pero el hombre sólo irrumpe en ella a través de la contemplación
artística, que es la transfiguración creativa de la cotidianidad natural. Este
reflejo existe también en el arte, en la poesía, y el hombre, a través del
éxtasis creativo, comulga con la beatitud paradisíaca. Encontramos en
particular este reflejo en la poesía de Pushkin, que triunfa sobre la pesadez
del "mundo".
(1) Es en esto
sobre todo en lo que estoy en desacuerdo con Leon Chestov
El arte de Pushkin no es ni cristiano ni pagano: es edénico.
Pero en él, también, el elemento paradisíaco no se adquiere más que a través de
la vía de la creación, no a través de un retorno a la naturaleza original. Es
lo mismo en todas las cosas. .
La llamada vida moral no es en absoluto una vida edénica, y
el paraíso no es el triunfo del bien. El "bien" y la vida
"moral" implican siempre una amargura; la del juicio la de la duplicación,
la del rechazo continuo del "mal” y de los "malvados". En su
reino no encontramos esa liberación divina, este alivio, esa integralidad, esa
iluminación de la criatura. El paraíso es el cese de la preocupación, la
evasión de este mundo, que describe Heidegger, y la obtención de la integralidad
del espíritu. Sin embargo, la vida moral implica una pesada preocupación, la de
la lucha contra el mal, y un desdoblamiento, el que escinde lo
"bueno" de lo "malo". El Paraíso, cuyo corolario sería el
infierno, correspondería a un reino del "bien" por oposición al reino
del "mal". Pero no conocería la integralidad, estaría impregnado de amargura,
debido a la proximidad del infierno con
sus tormentos eternos. Y este paraíso sería una de las elucubraciones más
monstruosas de los "buenos". Vivimos en una vida pecadora, en la que nos
resulta prodigiosamente difícil pensar el paraíso. Adaptamos a él las
categorías de nuestra distinción entre el bien y el mal, mientras que él reposa
más allá de esta distinción. Penetramos más allá, concibiéndolo como belleza.
El paraíso es la deificación de la criatura. La transfiguración y la
iluminación del mundo corresponden a la belleza, no al bien, que se refiere a
un mundo no-transfigurado, y no- iluminado. Sólo la belleza nos libera de la preocupación
que aún conlleva el bien. Y una vida eterna en el más allá, donde subsistiera esta
distinción de paraíso e infierno, conservaría una preocupación y una carga, no conferiría
ni reposo, ni integralidad, ni alegría absoluta. Pues el infierno, al cual es
inherente la expansión, tomaría de todas formas la ofensiva, y se entablaría
necesariamente un conflicto trágico. La idea del infierno, en tanto que triunfo
definitivo de la verdad y la justicia divinas, es un pensamiento intolerable,
que no podría apaciguar a los elegidos. El infierno no puede no ser el
sufrimiento del paraíso, y la existencia del primero excluye la posibilidad del
segundo.
Sólo se puede concebir el paraíso de una manera apofática,
toda especulación catafática engendra contradicciones insuperables. La
antinomia fundamental reside aquí en el hecho de que el hombre desea
ardientemente el paraíso, soñando con su beatitud, mientras lo teme como un fastidio,
una uniformidad, una inmovilidad, una finalidad. Esta antinomia está ligada a
la paradoja del tiempo y la eternidad. Esta antinomia proviene del hecho de lo que
adaptamos a esta última lo que sólo se aplica al primero. Es imposible concebir
la perfección, la plenitud y la integralidad en el tiempo, pues nos parecen una
detención del movimiento creador, un contentamiento de si (autosatisfacción).
De ahí el fastidio generado por todas las utopías del paraíso terrestre. La perfección,
la plenitud y la totalidad son irrealizables en el tiempo, porque implican el
fin del tiempo, su derrota, el acceso a la eternidad. Pues si en la eternidad,
la perfección es una infinitud positiva, en el tiempo sólo es una finalidad. La
vida en paradisíaca en nuestro tiempo, sobre nuestra tierra habría marcado el
fin del proceso creador de la vida, de las aspiraciones infinitas y el
consiguiente aburrimiento. ¡Y estas son las mismas características que el
hombre ha tratado de transponer al paraíso del más allá! Pensamos en el tiempo
y proyectamos el paraíso en el futuro, y es por lo que nos aparece el cese del
movimiento, de la búsqueda, de la creación infinita, en definitiva, la obtención
de un contentamiento definitivo. Parece que no queda libertad en el paraíso. Y,
en palabras del "individuo retrógrado y burlón" de Dοstοϊewsky,
estamos dispuestos a 'mandar el paraíso
al diablo' para vivir según nuestra voluntad. El hombre sueña con el paraíso,
lo teme y vuelve a la trágica libertad de este mundo. El orden y la armonía, a
las cuales se sacrifica la libertad del individuo, le es intolerable.
Pero el paraíso no está en el futuro, no está en el tiempo. Está
en la eternidad. Y la eternidad se obtiene en el momento presente, no comienza
en el presente que es sólo una parte del tiempo desgarrado, sino en el presente
que es una evasión fuera del tiempo. No marca un cese de la vida creadora, es
una vida creadora de un orden diferente. Su movimiento no se efectúa en el
espacio y el tiempo, sino interiormente; se simboliza por un círculo y no por
una línea recta. Debemos acordar al paraíso más vida de la posee nuestro mundo
pecador posee, más y no menos movimiento; sin embargo, su movimiento no es el
de la "naturaleza” sino el del "espíritu" que absorbe toda la
tragedia de la vida aquí abajo. En efecto, no se podría concebir su perfección como
negación de la dinámica creadora. Excluye la agitación y la languidez del
mundo, la inquietud y la preocupación engendrada por el tiempo, pero posee
indiscutiblemente su propio movimiento creador. El paraíso es una paradoja para
el hombre, debido a que la infinitud en el tiempo y el cese del movimiento le
parecen inconcebibles para él. Sin embargo, esta paradoja es debida, una vez
más, a lo que adaptamos al mundo del más allá las dificultades torturantes de
nuestro mundo de abajo. Tenemos una anticipación del paraíso en el éxtasis, en
el cual nuestro tiempo se rompe, nuestra distinción entre el bien y el mal es
abrogada, donde es dado al hombre onocer una liberación definitiva y donde toda
pesadez desaparece para él. El éxtasis de la creación, el de la contemplación de
la luz divina, el del amor, nos transporta por un instante al paraíso, y este
instante no forma ya parte del tiempo. Pero tan pronto como cesa, la duración
del tiempo reaparece, todo se apelmaza, decae, se somete a la preocupación y a la
cotidianidad. La conciencia escatológica se topa con la paradoja del tiempo,
problema que alcanza una complejidad y una intensidad particulares en las
creencias milenaristas, Esta creencia refleja toda la aspiración nostálgica del
hombre a la felicidad y la beatitud, al festín mesiánico, al paraíso no sólo del cielo, sino de la
tierra, no sólo de la eternidad, sino también de nuestro tiempo histórico.
En el milenarismo, la eternidad se transporta al tiempo y el
tiempo se compromete con la eternidad. Esta es la antigua esperanza de la
humanidad en la instauración del Reino de Dios, en la realización de la verdad
divina al final del proceso universal, es decir la esperanza de contemplar el
paraíso, de alguna manera, dentro de los límites de nuestro tiempo. Es la
esperanza de ver el resultado positivo de este proceso aparecer en cierta
esfera intermedia, que no estará ya en el tiempo, no estando todavía en la
eternidad. Ahí radica la dificultad fundamental de todas las interpretaciones
del Apocalipsis, el lenguaje de la eternidad debe traducirse al lenguaje del
tiempo. Se puede rechazar esta paradoja de dos maneras: o bien rechazando la
idea milenarista, lo que equivale a transferir todas las cosas en la eternidad,
y dejar en el tiempo un mundo no divino y exiliado del paraíso; o, por el
contrario, concibiendo el Reino de Dios de manera sensible, es decir, como
antes de instaurarse sobre nuestra tierra y en nuestro tiempo.
Aunque la revelación cristiana es ante todo el anuncio del
Reino de Dios y la esencia del
cristianismo es la búsqueda de ese Reino, esta idea no se presta a
interpretación y da lugar a contradicciones irreductibles. En efecto, el Reino
de Dios no puede concebirse en el tiempo, puesto que es el fin, puesto que
marca el fin del mundo, el advenimiento del nuevo Cielo y de la nueva Tierra.
Pero si está fuera del tiempo, es decir, en la eternidad, no podemos
relacionarlo exclusivamente con el fin del mundo, puesto que el fin sigue concebido
en el tiempo. En realidad, el Reino de Dios se instaura en cada instante donde
se efectúa una evasión fuera del tiempo hacia la eternidad. Entre yo y la
eternidad, es decir, la consecución del Reino, no es el lapso infinito de
tiempo que nos separa aún del fin del mundo. Hay dos accesos a la eternidad: uno
a través de la profundidad del instante, el otro a través del fin del tiempo y
del fin del mundo. El Reino de Dios viene imperceptiblemente. Se le concibe como
el Reino de los Cielos, pero su llegada también puede también tener lugar en la
tierra, susceptible de iluminar y de heredar la eternidad. Y no nos es dado
establecer un límite entre la otra tierra, la nueva, y la nuestra. La idea de
un paraíso terrenal es utópica y un milenarismo erróneo. Pero en un sentido más
profundo, podemos concebir el paraíso en la tierra, ya que la irrupción en la eternidad,
el éxtasis y la contemplación de Dios, la alegría y la luz son posibles aquí. La interpretación
escatológica del del Reino de Dios es la única interpretación exacta. Pero su
paradoja resulta del hecho de que el fin no sólo está aplazada a un futuro
ilimitado, sino que está presente en cada momento de la vida. La Escatología
está en el seno del proceso de la vida. Y el Apocalipsis no es sólo la
revelación del fin del mundo y de la historia, sino también del fin en el seno del
mundo y de la historia, en el seno de la vida humana, de cada instante de la
vida.
Es muy importante superar la concepción pasiva del
Apocalipsis en tanto que espera del fin y del juicio. Debe concebirse como una
llamada a la actividad creativa humana, al esfuerzo y la hazaña heroicos. Pues
el fin también dependerá del hombre, él aumentará sus acciones. La visión de la
Jerusalén celestial, descendiendo del cielo sobre la tierra, es una de las
visiones posibles, perro el hombre, por su libertad, su creación y sus
esfuerzos, debe preparar su venida. En
resumen, crea de una manera activa el paraíso y el infierno que corresponden a
su vida espiritual y se revelan en las profundidades del espíritu. La conciencia,
débil y derribada por el pecado, rechaza el paraíso y el infierno fuera, y los
transfiere al orden objetivo, semejante al orden de la naturaleza. En cambio,
cuando es más profunda los integra al espíritu, dicho de otra manera, deja de
soñar con el primero y de temer el último de forma puramente pasiva. A partir
de entonces ya no se proyectan en el tiempo, en el futuro. El juicio divino se
cumple en cada instante, corresponde a la voz de la eternidad resonando en el
tiempo. Por eso la idea del paraíso, como la del infierno, deben estar
completamente mente liberadas de todo utilitarismo. El Reino de es el logro de
la perfección, la deificación, la belleza y la integralidad del espíritu, no
una retribución.
La idea del paraíso está fundada sobre el postulado según el
cual los perfectos, los justos, los santos, son al mismo tiempo los
bienaventurados, siendo la vida en Dios una felicidad. Pero la idea de la
beatitud de los justos es fuente del eudemonismo. El eudemonismo terrenal
sugiere que el hombre está engendrado con vistas a la felicidad. El eudemonismo
celeste cree que el hombre está creado en vista de la beatitud. Considera que la
infelicidad y el sufrimiento son el resultado del pecado, que antes de la caída,
la beatitud reinaba en el paraíso, que la bienaventuranza designa al justo
sometido a Dios, al santo, y que en el nuevo paraíso que le espera, recobrará la
beatitud. La identificación de la santidad con la beatitud corresponde a la de
lo subjetivo y lo objetivo, es decir, a la integralidad. Pero es difícil para
nosotros que vivimos en un mundo pecador y sometidos a su ley, para nosotros
cuya psicología está abrumada por el pecado, concebir esta identidad.
Conservamos una secreta desconfianza con relación a la beatitud paradisíaca,
porque lo trágico, el sufrimiento, la insatisfacción, son como el índice de un estado
superior en el mundo pecador. En realidad, estas son las doctrinas morales más
bajas, el hedonismo, el eudemonismo, el utilitarismo, que hacían de la
felicidad el fin de la vida y el criterίum del bien y del mal. Y es con
razón que consideramos este fin como una ilusión, como una seducción. En la
vida de nuestro mundo, nos son concedidos instantes de alegría e incluso de
beatitud, en tanto que evasión de este mundo y comunión con el mundo de la
libertad que ignora la gravedad y la
preocupación, pero ninguna felicidad estable y duradera. Por otra parte, el
hombre aquí no aspira a ella. La concepción del fin de la vida como felicidad es
netamente el producto de la reflexión y el desdoblamiento. Además, y esto es
importante para nuestro problema, los hombres demasiado felices, demasiado
apaciguados, demasiado satisfechos, provocan una duda en cuanto a su
profundidad. Se les supone tener aspiraciones limitadas, de ser indiferentes a
las desgracias ajenas, y se les cree culpables de suficiencia. En resumen, la beatitud
edénica parece ser reprensible en nuestro mundo pecador. Y es el caso del esteticismo,
que pretende el cielo en condiciones terrenales. Nosotros difícilmente podemos
transportarnos a un plano del ser donde la dicha paradisíaca sería la expresión
de la perfección y la santidad. Y aquí nos topamos con una paradoja a la vez ética
y psicológica.
La beatitud edénica, que sigue compartiéndose con nosotros en
raros momentos de la vida, corresponde a la obtención de la integralidad, de la
plenitud, de la perfección semejante a la de Dios. Y, sin embargo, este estado
nos inquieta como una suspensión del movimiento del espíritu, un cese de la
aspiración y la búsqueda infinitas, como una indiferencia a la existencia del
infierno. Vivir en un estado edénico significa alimentarse del árbol de la vida
e ignorar el bien y el mal; sin embargo, nos alimentamos de los frutos del
árbol del conocimiento, vivimos según esta distinción y la transponemos a este
nuevo paraíso que debe inaugurar el fin del proceso universal. Aquí yace la
distinción ontológica entre el paraíso del principio y el del fin. El primer
paraíso ofrecía la plenitud original, ignorando el veneno de la conciencia, el
de la distinción y el conocimiento del bien. Ignoraba la libertad, que
apreciamos como si fuera nuestra mayor dignidad. Para él, no hay vuelta atrás.
El segundo, en cambio, supone que el hombre ha pasado ya por la exacerbación y
el desdoblamiento del consciente, por la libertad, por la distinción y el
conocimiento del bien y del mal. Éste designa una nueva integralidad y una
nueva plenitud, la que sucede al fraccionamiento. Y, sin embargo, este paraíso
nos inquieta porque el infierno es su correlativo ¿Qué hemos de hacer con el
mal y los malvados que son la consecuencia del desdoblamiento de la conciencia
y de la prueba de la libertad? ¿Cómo han de gozar de la dicha paradisíaca si
les están destinados los tormentos eternos, si el mal no ha sido
ontológicamente vencido, si posee un reino?
Si el paraíso del principio de la vida universal es inaceptable
porque la libertad no ha sido experimentada, aquel cuyo advenimiento debe tener
lugar al final de esta vida lo es igualmente también porque la libertad ha sido
probada allí y ha producido el mal. Este es el problema fundamental de la ética
en su aspecto escatológico. Acaba sin poder resolverlo. La idea de perfección,
la idea de la felicidad, nos atrae y nos repugna a la vez. Nos repugna, porque
concebimos la perfección y la beatitud en lo finito, mientras que están en lo
infinito, dicho de otra manera, porque racionalizamos lo que se opone a la racionalización,
porque nuestro pensamiento, en lugar de proceder aquí por la vía de las
locuciones negativas, adopta la de las locuciones afirmativas.
Para la conciencia cristiana, la beatitud paradisíaca corresponde
al Reino de Cristo y es inconcebible fuera de él. Ahora, este punto por sí solo
cambia toda la cara del problema. Pues entonces la cruz y la crucifixión forman
parte de esta bienaventuranza. El Hijo de Dios y el Hijo del Hombre desciende a
los infiernos para liberar los que aquí sufren. El misterio de la cruz elimina
así la paradoja fundamental de la dicha
paradisíaca que engendra la libertad. En adelante, para que el mal sea
derrotado, el bien debe crucificarse. Aparece bajo una nueva luz: lejos de
condenar a los malvados al suplicio eterno, él mismo acepta ser atormentado. Los
"buenos" no prometen a los
"malvados" la perdición y no buscan su propio triunfo, sino que ellos mismos descienden ellos
mismos al infierno al lado de Jesús para liberarlos. Sin embargo, esta liberación
no puede comportar violencia. Y ahí
radica la inverosímil dificultad del problema. No se puede resolver humana y
naturalmente, es preciso llegar aquí, recurrir a la teandricidad y la gracia.
Ni Dios ni el hombre pueden violar la libertad y obligar a los malvados al bien
y a la felicidad. Sólo el Dios-Hombre,
que une misteriosamente gracia y libertad, conoce el misterio de esta liberación.
Toda la dificultad que tenemos para concebir este problema -dificultad que nos
obliga a permanecer en docta ignorantia - proviene del hecho de que los
malvados no pueden ser llevados al bien, en el sentido de la palabra que damos
aquí abajo a ese término. Sólo pueden ser traídos al supra-bien, es decir, al Reino más allá
del bien y del mal.
Ahora bien, el Reino de Dios es precisamente el Reino del supra-bien,
en el que el resultado y la prueba de la libertad tienen aspectos muy
diferentes a los que tienen en nuestro mundo. De donde una ética de la vida
totalmente distinta de la nuestra, de donde una reestimación de los valores. La
escatología proyecta una nueva luz sobre toda nuestra. La ética de doctrina del
bien que era, deviene la del supra-bien, la de los caminos que conducen al
Reino de Dios. Adquiere un carácter
profético, en ella la pesantez de la ley se supera. Pero esta reestimación de
los valores, este deseo de ir más allá del bien y del mal fue el escollo que
Nietzsche, a quien un profetismo no iluminado le era inherente. Al transferir
nuestro mal de abajo. más allá del bien y del mal, él mismo no logró franquear
el límite.
La ética del supra-bien no designa en modo alguno
indiferencia o indulgencia con relación al mal. No exige menos, sino más. Es
una ética que rechaza (la idea de ) los malvados al infierno, que es una ética
minimalizada, porque renuncia a la victoria sobre el mal, a la liberación e
iluminación de los malvados; es no ontológica, limitándose a distinciones y y
valoraciones, sin alcanzar la verdadera transfiguración del ser. La ética
religiosa, basada en la idea de la salvación personal del alma, es la ética del
egoísmo trascendente. Invita al ser humano a asegurarse un futuro feliz frente
a la desgracia de los demás hombres y del mundo, niega la responsabilidad de
todos para con todos, rechaza la unidad del mundo creado, del cosmos, y conduce
así a la desfiguración de la idea del paraíso y del Reino de Dios, no existe la
persona aislada, encerrada en sí misma. La beatitud ontológica me es negada a
mí, que me he liberado del todo lo cósmico y sólo me ocupo de mí mismo. Se niega solo a los buenos que han reivindicado
una posición privilegiada. El desapego del hombre con al hombre y con el cosmos
es el resultado del pecado original y es impensable relacionar este resultado
con la obra de la salvación, introducir en la visión del Reino de Dios lo que
sólo se aplica al mundo pecador. La salvación es la reunión del hombre con el
hombre y con el cosmos, mediante la reunión con Dios, por lo que la salvación
individual, o la salvación de los elegidos es impensable. La tragedia, la
crucifixión y el sufrimiento continuarán en el mundo mientras la iluminación y
la transfiguración de toda la humanidad y del cosmos no se hayan efectuador. Y
si son irrealizables en el eón de nuestro mundo, no cabe duda de que vendrán de
otros, en los que se completará esta obra; pues no se podría admitir que la
vida terrena del hombre pueda agotarla. Mi salvación y transfiguración están
ligadas no sólo a las de los demás
hombres, sino a las de los animales, plantas y minerales, a su inserción en el
Reino de Dios, que depende de mis esfuerzos creadores. Por eso incluso la ética
debe tener un carácter cósmico. El hombre es el centro supremo de la vida
universal, que, habiendo caído por su propia culpa, debe, a través de él,
levantarse. La idea del Reino de Dios es incompatible con el individualismo
religioso o ético. La afirmación del valor supremo de la persona, lejos de ser
una preocupación por la salvación personal, es la expresión de su vocación
creadora en la vida universal. Se puede admitir una aristocracia del
conocimiento, de la belleza, del refinamiento de la vida, pero no se podría
tolerar la aristocracia de la salvación.
Existen dos clases de bien: el que se revela en las
condiciones del mundo pecador, el que evalúa y juzga, en otras palabras, el
bien de aquí y el bien como consecución de la cualidad suprema de la vida, que
ni evalúa ni juzga, sino que irradia luz, es decir, el bien del más allá, El
primero no tiene nada que ver con la vida paradisíaca; es el del del
purgatorio, desaparece al mismo tiempo que el pecado. Es él quien, proyectado
en la vida eterna, crea el infierno. El infierno es precisamente el traslado de
nuestra vida de abajo a la vida eterna y al siglo de los siglos. En cuanto a la
otra forma del bien, está más allá de nuestra distinción del bien y del mal, y
no admite la existencia paralela del infierno es el supra-bien. Pero sería un
error creer que sólo el primero puede ser nuestro guía en esta vida esta vida,
y que el segundo no podría tener para nosotros esa significación. Es
precisamente esto lo que nos lleva a revalorizar nuestros valores y nos lleva a
un nivel moral más elevado. No procede de una indiferencia ante el mal, sino de
una profunda y torturante experiencia de su problema. La primera forma del bien
no resuelve el problema del mal. Generalmente la ética no sabe qué hacer con
él; lo juzga y lo condena, pero es impotente para vencerlo, ni siquiera aspira
a hacerlo. Por eso ignora tanto el paraíso como el infierno y sólo conoce el
purgatorio.
La ética del acto creador ya forma ya parte de la zona
paradisíaca zona paradisíaca, aunque conoce el sufrimiento infernal. El paraíso
es un vuelo extático y creativo hacia el infinito, superando la gravedad, el
encadenamiento y la duplicación. Este vuelo está más allá de la sentencia relevando
la distinción entre el bien y el mal. Es el caso del amor. La ética del acto
creador debe ser, en cierto sentido, una ética milenarista, orientada hacia el
eón que se sitúa en la frontera del tiempo y la eternidad, del mundo de aquí y
del mundo de más allá, en el que en el que se funde nuestro endurecimiento. La
vida edénica no puede ser enfocada desde un punto de vista estático, y es en
esto en lo que el paraíso del fin dofiere del paraíso del principio.
La vida paradisíaca es ante todo una victoria sobre el atroz
desgarramiento del tiempo, esa pesadilla de nuestra vida de abajo. Nos volvemos
hacia el pasado, en el recuerdo, y hacia el futuro, en la imaginación,
permaneciendo así ambos en el presente. Ahí reside la paradoja del tiempo. En pós
de un presente eterno, victorioso de la huida mortífera del tiempo, escapamos
hacia el pasado o hacia el futuro, como si pudiéramos asirlo en ellos. Por eso,
viviendo en el tiempo, estamos condenados a no conocer nunca el presente. La orientación
hacia el futuro, tan característica de nuestro eón, conduce a una aceleración
del tiempo, que nos impide detenernos en el presente para contemplar lo eterno.
Sin embargo, la vida paradisíaca está en el eterno presente. Nuestra
civilización contemporánea se opone a él. En efecto, su aceleración del tiempo,
lejos de ser una oleada hacia el infinito, nos esclaviza al tiempo y nos hace
comprender el tortuoso sufrimiento de la sed infinita. Este eón se dirige hacia
una catástrofe; no puede continuar hasta el infinito, pues todo en él se
destruye a sí mismo; y el que le sucederá, substituirá la orientación hacia el
futuro por un vuelo creativo hacia el infinito, hacia la eternidad.
Hay dos respuestas típicas en lo que concierne al destino del
hombre: una afirma que está destinado a la contemplación, la otra sugiere que
él está destinado a la acción. Pero es un error oponer la una a la otra estas
dos vocaciones, hacerlas excluirse recíprocamente. En efecto, el hombre está
llamado a la creación, su papel no puede reducirse al de espectador, incluso de
la belleza divina. La creación es una acción, supone una victoria sobre la
dificultad, comporta un elemento de labor y también una inquietud. Pero también
conoce paralelamente momentos de contemplación que pueden ser calificados como
edénicos, momentos en los que la ansiedad cesa, la calma se establece, la
dificultad y la labor desaparecen y el hombre comunica con lo divino. La
contemplación es el estado supremo, es un fin autónomo y no podría ser un medio,
pero también es una creación, una actividad del espíritu.
El último problema escatológico de la ética es el del sentido
del mal, el más torturante de los problemas humanos. Se intenta resolverlo ya
sea bajo el ángulo del dualismo, ya sea bajo el del monismo. La solución
dualista se encuentra dentro de los límites de la distinción entre el bien y la
proyecta hacia la vida eterna, como infierno y paraíso. Así el mal queda
reprimido en un orden del ser particular e infernal del, se convierte en un
puro no-sentido pero un no-sentido que confirman
la verdad del sentido, ya que el mal recibe su castigo. La solución monista
rechaza eternizar el infierno y y subordina en principio el mal al bien, ya sea
como un elemento del bien que no parece ser un mal más que por la limitación de
la conciencia, o como una divulgación insuficiente del bien , o sea como una
ilusión, una apariencia. El conocimiento del mal plantea necesariamente el
problema de su significado. La primera solución la ve en el suplicio que sufre
el mal como consecuencia del triunfo del bien. La segunda solución lo ve en el
hecho de que el mal es una parte del bien y que está sometido a él como a un
todo. Pero, a decir verdad, el mal aparece en la primer caso como insensato y
el mundo en el que ha surgido no podía ser justificado. En la segunda hipótesis, el mal
es simplemente eliminado, y reina una indiferencia absoluta hacia él. Estas
concepciones son ambas deficientes y no hacen más que denunciar la insuperable
paradoja del problema. Esta paradoja consiste en que el mal es un no-sentido,
un desprendimiento del Sentido, y en que, sin embargo, le debe ser reconocido un
sentido positivo, si la última palabra del ser retorna en última instancia al
Sentido, es decir, a Dios. No es inclinándose por una u otra de estas
afirmaciones contradictorias como podremos escapar de esta paradoja. Debemos
reconocer de una vez que el mal es un no-sentido y que posee un sentido. La
teología racionalizada, que se considera ortodoxa, no escapa en absoluto a esta
dificultad. Si el mal es un puro no-sentido, una violación del sentido del
mundo, y si encuentra su conclusión en el infierno eterno, entonces el
sinsentido infernal forma parte del designio divino, y la creación del mundo se
reduce a un fracaso. Si, por el contrario, el mal no acaba en el infierno, si
tiene un sentido positivo, se convierte él mismo en una forma no realizada del
bien, y es difícil luchar contra él.
Se ha intentado superar esta dificultad recurriendo a la
libertad de la criatura, al libre albedrío en su forma tradicional. Pero, como
ya hemos visto, los dilemas no han hecho sino retroceder y trasladarse a la
fuente de la libertad. El sentido positivo del mal reside en el hecho de que libertad,
dignidad suprema de la criatura, implica su posibilidad. La vida paradisíaca ignorando
el mal no satisface al hombre que lleva en sí la imagen divina. Este aspira a
una vida en la que la libertad habrá sido probada hasta el final. Pero esta
prueba engendra el mal, y por eso la vida paradisíaca que la ha sufrido es una
vida que también ha conocido su sentido positivo. La libertad tiene una fuente
insondable y preóntica, y las tinieblas que emanan de ella debe ser iluminada y
transfigurada por la luz divina, por el Logos. El sentido positivo del mal no se
encuentra sólo en el enriquecimiento que aporta, en la vida, la lucha heroica
llevada a cabo contra él y la victoria que comporta. Esta lucha y esta
victoria, lejos de identificarse con la represión del mal en un orden
particular del ser, corresponden a su derrota efectiva y definitiva. en otras palabras,
a su iluminación y transfiguración. Esta es la paradoja fundamental de la ética,
comporta dos caras: esotérica, la otra
exotérica. La ética se transforma ineludiblemente en una escatología en la que ella
encuentra su solución. La última palabra retorna a la deificación pero es
accesible a través de la libertad y la creación del hombre, que enriquecen la
vida divina misma.
La posición fundamental de la ética, habiendo comprendido la
paradoja del bien y del mal, encontraría su traducción en la fórmula siguiente
: - actúa como si escucharas la llamada de Dios y que fueras invitado a
cooperar en su obra en un acto libre y creador; descubre en ti la conciencia
pura y original, disciplina tu persona; lucha contra el mal en
ti y a alrededor de ti, no con miras a crearle un reino, devolviéndole al
infierno, sino en vista de triunfar realmente, contribuyendo a iluminar y transfigurar
a los "malvados".