domingo, 27 de octubre de 2024

Occidente y religión. (Karlfried Graf Dürckheim)

 

Cuando se habla de religión, hay que separar dos cosas: la fe que se basa en unas enseñanzas y la fe surgida de una experiencia. 

La ingenuidad del hombre de Occidente, encerrado en su racionalismo, roza lo grotesco cuando juzga o sopesa la naturaleza o el grado de verdad de las religiones, incluida la suya. Rechaza su sentido esencial y no conserva más que la envoltura exterior de imágenes y formas, de fórmulas y conceptos.

CAMINO DE LA VIDA. Karlfried Graf  Dürckheim

Juan J. de Olañeta , Editor. Palma de Mallorca 1999.Pp45-46.

sábado, 1 de junio de 2024

Ciencia moderna y sabiduría tradicional (Titus Burckhardt)

 

Ciencia moderna y sabiduría tradicional

Titus Burckhardt

Taurus Ediciones S.A. Madrid 1982.

Ciencia no sabia Pp.29 y ss.

 

Todos los errores de las llamadas ciencias exactasproceden del hecho de que la mentalidad que sustenta estas ciencias tiende a prescindir de la existencia del sujeto humano, que, pese a todo, es el espejo en el que

el fenómeno del mundo se revela. El referir toda observación a fórmulas matemáticas permite hacer abstracción en una larga medida de la existencia de un sujeto conocedor, y comportarse como si solo existiera una realidad objetiva; se olvida deliberadamente que ese sujeto, precisamente, es la única garantía de la constante lógica del mundo; y que ese sujeto, a quien

no debe entenderse solo en su naturaleza relativa al yo, sino, antes bien, en su esencia espiritual, es el único testimonio de toda la realidad objetiva.

 

En verdad, el conocimiento objetivo del mundo, es decir, independiente de las impresiones que se refieren al yo y, por lo tanto, subjetivas, presupone

ciertos criterios ineluctables que, a su vez, no podrían existir si en el propio sujeto individual no hubiese un fondo imparcial, un testigo que trasciende el yo, en resumen, si no existiera el espíritu puro. En ultima instancia, el conocimiento del mundo presupone la unidad subyacente del sujeto que conoce, de modo que se podría decir de la ciencia deliberadamente agnóstica de nuestro tiempo, lo que Meister Eckhart dijo de los que reniegan de Dios: Cuanto más blasfeman, más alaban a Dios. Cuanto más proclama la ciencia un orden exclusivamente objetivo de las cosas, más pone de manifiesto la unidad subyacente en el espíritu; lo hace, desde luego, indirecta e inconscientemente y en contradicción con sus propios principios; sin embargo, en cierto modo afirma lo que pretende negar.

 

En la visión científica moderna, el sujeto humano completo, que implica al mismo tiempo sensibilidad, razón y espíritu puro, se ve sustituido artificialmente

por el pensamiento matemático. Se llega incluso hasta excluir toda visión del mundo frente a la cual se albergan dudas: El auténtico progreso de la ciencia natural, escribe un teórico moderno 1, radica en que se aleja cada vez más de lo que es meramente subjetivo y destaca cada vez más claramente lo que existe independientemente de la mente humana, por lo cual tendrá

poca similitud con lo que la percepción original consideraba real. No se trata, pues, de eliminar todo el conocimiento física y emocionalmente condicionado por el observador individual; hay que despojarse también de lo que es inherente a la percepción humana, es decir, de la síntesis de varias impresiones en una imagen. Mientras que para la cosmología tradicional la

integridad de las imágenes constituye el verdadero valor del mundo visible, confiriéndoles su carácter de

 

1 James JEANS, Die neuen Grundlagen der Naturerkenntnis,

Stuttgart, 1935

 

símbolo y de metáfora, para la ciencia moderna solo el esquema conceptual, al que puedan referirse algunos procesos espacio-temporales, posee un valor cognoscitivo. Esto es debido al hecho de que la fórmula matemática

admite un máximo de generalización sin separarse de la ley del número, por lo cual permanece controlable en el plano cuantitativo. Por esta misma razón no puede captar toda la realidad tal como aparece a nuestros sentidos: la pasa a través de un tamiz, por así decirlo, y considera irreal todo lo que queda excluido en este proceso. En él se suprimen, naturalmente, todos los aspectos puramente cualitativos de las cosas, es decir, todas aquellas cualidades que, aun siendo perceptibles a través de los sentidos, no son exactamente mensurables; son estas cualidades las que representan para la cosmología tradicional los indicios más claros de las realidades cósmicas, que

atraviesan el plan cuantitativo y lo trascienden. La ciencia moderna no solo prescinde del carácter cósmico de las cualidades puras, sino que también pone en duda su existencia desde el momento en que se manifiestan en el plano físico. Para ella, los colores, por ejemplo, no existen como tales, sino solo como impresiones subjetivas de diversos grados de oscilación de la luz: Una vez admitido el principio, escribe un representante de esta ciencia 2, según el cual las cualidades percibidas no pueden considerarse como cualidades de las propias cosas, la física propone un sistema absolutamente obvio e indiscutible de respuestas a las preguntas relativas a lo que realmente subyace en esos colores, sonidos, temperaturas, etc.. ¿Acaso el carácter univoco al que se alude no consistirá en el hecho de haber reducido en gran medida la cualidad a la cantidad? Con ello la ciencia moderna nos invita a

sacrificar una buena parte de lo que para nosotros

 

2 Β. BAVINE, Hauptfragen der heutigen Naturphiliisiphie,

Berlin, 1928.

 

constituye la realidad del mundo; lo que nos ofrece a cambio son esquemas matemáticos cuya única ventaja consiste en ayudarnos a manejar la materia en el plano que esa ciencia elige, es decir, el de la mera cantidad.

 

Este proceso de la realidad pasada por el cedazo matemático rechaza no solamente las cualidades llamadas secundarias de las cosas perceptibles, como son los colores, olores, sabores y las sensaciones de frio y calor, sino también y principalmente lo que los filósofos griegos y los escolásticos llamaron la forma, es decir, el sello cualitativo, la marca de la unidad esencial de una criatura. Para la ciencia moderna esta forma esencial no existe: La creencia acariciada por algunos aristotélicos, escribe un representante del punto de vista moderno, de poder, mediante una "

iluminación" de nuestro intelecto, por obra del intellectus. agens, entrar intuitivamente en posesión de los conceptos relativos a la esencia de las cosas de la naturaleza, no es más que un hermoso sueño... Las esencias de las cosas no pueden ser contempladas, sino que deben deducirse de la experiencia mediante una ardua labor de investigación 3. Un Plotino, un

Avicena o un Alberto Magno le habrían probablemente replicado que nada es tan evidente en la naturaleza como las esencias (no los conceptos de la esencia) de las cosas, desde el momento en que se manifiestan en

sus formas. Estas, desde luego, no pueden descubrirse mediante una ardua labor de investigación, dado que no pueden medirse cuantitativamente; sin embargo, la penetración espiritual, que si las capta, se apoya espontáneamente en la percepción sensible y, en cierto modo, también en la imaginación, en la medida en que esta sintetiza las impresiones recibidas del exterior.

 

3 Josef GEISER, Allgemeine Philosophie des Seins und der

Natur, Munster (Westfalia), 1915.

 

¿Qué seria, por otra parte, ese intelecto humano que intenta comprender la esencia de las cosas mediante una ardua labor de investigación? O está en

condiciones de alcanzar su meta o no lo está. Sabemos que el intelecto humano es limitado; pero también sabemos, por otra parte, que puede captar verdades que subsisten independientemente del individuo aislado; en otras palabras, que en el intelecto se expresa una ley que está por encima del individuo. Sin entrar en discusiones filosóficas, podemos comparar la relación

del intelecto individual con su fuente cognoscitiva supraindividual, el espíritu puro —definido por la cosmología medieval como intellectus agens y, en sentido más amplio, como intellectus primus—, con la relación existente entre el reflejo y la fuente luminosa; esta imagen expresa la realidad mejor y más exhaustivamente que cualquier definición: el reflejo está limitado por el

medio en el que se produce; para el intelecto humano ese medio es la facultad racional y, en un sentido más general, la psique; pero la naturaleza de la luz es

esencialmente siempre la misma, tanto en su fuente como en su reflejo; igualmente es así para el espíritu, que, sean cuales fueren los limites formales, es siempre el mismo. El espíritu, por otra parte, es, por su propia esencia, conocimiento; tiene la virtud de conocerse a sí mismo, y en la medida en que se conoce a si mismo, en principio, conoce también todas las posibilidades

en él comprendidas. Este es el acceso, no tanto a la estructura material de cada cosa en particular, como a sus esencias.

 

El verdadero conocimiento cosmológico se basa siempre en los aspectos cualitativos de las cosas, es decir, en las formas como trazas de la esencia. He aquí por qué la cosmología es a la vez directa y especulativa,pues capta las cualidades de las cosas inmediatamente, sin rodeos ni dudas, extrayéndolas de sus circunstancias particulares para contemplarlas en su realidad universalmente valida, que se manifiesta en diferentes planos existenciales al mismo tiempo. Respecto a la dimensión horizontal de la existencia material,

la dimensión de las cualidades cósmicas es vertical, pues une lo inferior con lo superior, lo transitorio con lo eterno. Así contemplado, el cosmos

revela su intrínseca unidad descubriendo al mismo tiempo una cambiante multiplicidad de aspectos y dimensiones. Tales contemplaciones suelen ser de una belleza poética que no resta nada a su veracidad, ya que toda autentica poesía contiene un presentimiento de la unidad esencial del mundo.

 

Si a esta visión de las cosas se le puede reprochar el ser más contemplativa que practica y el omitir las relaciones materiales de las cosas entre sί —reproche que en realidad no es tal—, de la ciencia moderna,

en cambio, podría decirse que despoja al mundo de su jugo cualitativo.

 

El gran argumento a favor de la ciencia moderna estriba en su éxito técnico; argumento de gran peso en la conciencia de la masa, aunque menor a los ojos de los científicos, que se dan perfecta cuenta de las veces que

un descubrimiento técnico ha partido de teorías totalmente insuficientes o incluso erróneas. Como prueba de verdad en el sentido más profundo, el éxito

técnico -es asaz dudoso; en efecto, una teoría puede captar la realidad en la medida requerida por determinada aplicación técnica e ignorar, sin embargo,

su verdadera esencia. Así ocurre con frecuencia, y las consecuencias de una poco sabia dominación de la naturaleza es cada vez más evidentes: en un principio se pusieron de manifiesto, sobre todo, en un plano humano, imponiendo al hombre una forma de vida mecanizada, contraria a. su verdadera naturaleza; en una segunda fase, estos inventos, que siempre se caracterizan más por el no saber que por el saber, ejercen sus efectos nocivos en el reino viviente 4; y, aun cuando este proceso no alcance a poner en peligro las propias bases de la vida terrena 5, en un momento dado, cuando las consecuencias de las intervenciones imprudentes en la naturaleza se hayan acumulado y acelerado inesperadamente, para evitar calamidades aun mayores 6 habrá que soportar los sacrificios mayores de cuantos el hombre haya debido nunca soportar para la mera conservación de su existencia.

Podemos objetar que la ciencia como tal es responsable de esta evolución, que se halla ya contenida en la propia estructura de la ciencia moderna. Evolución

que nace de una unilateralidad determinada, en primer lugar, por el hecho de que, siendo el mundo fenoménico infinitamente múltiple, cualquier ciencia

que lo trate solo podrá ser incompleta. Además, la mezcla peligrosa y explosiva de saber y no saber, característica de la ciencia moderna, se debe a que niega

sistemáticamente todas las dimensiones no puramente físicas de la realidad. Esta exclusividad verdaderamente inhumana de la ciencia moderna es responsable de fisuras, ya implícitas en sus propios fundamentos; estas fisuras, que no afectan solo al plano teórico, están lejos de ser inofensivas; representan, al contrario, en sus consecuencias técnicas, otros tantos gérmenes

de una catástrofe.

 

4 Es interesante notar, en este contexto, que sea ahora, precisamente,

la primera vez que se ve seriamente perjudicada la

pureza del agua, del aire y de la tierra. La pureza de estos

elementos, que siempre se restablece por sί sola, es la expresión

del equilibrio de la naturaleza, razón por la cual tierra,

agua, aire y fuego fueron sagrados en todas las edades precedentes.

 

5 Esto puede suceder también independientemente de los

peligros de la fisión atómica.

 

6 El hecho de que los gobiernos intervinieran en el control

de nacimientos significarla una intromisión en la vida del individuo

inimaginable hasta ahora, incluso bajo los regímenes

dictatoriales mas feroces.

 

La concepción puramente matemática de las cosas,al estar inevitablemente ligada a la naturaleza esquemática y discontinua del número, omite todo lo

que, en el inmenso tejido de la naturaleza, está hecho de pura continuidad y de relaciones sutilmente mantenidas en equilibrio. Ahora bien, la continuidad y el equilibrio son, por otro lado, más reales que lo discontinuo o anecdótico e infinitamente más preciosas; son, simplemente, indispensables para la vida.

 

Para la física moderna, el espacio en que se mueven los astros y el espacio medido por las trayectorias de los cuerpos más pequeños, como los electrones, se concibe como un completo vacío. Aunque esta concepción sea contraria a la lógica y a cualquier representación intuitiva, se mantiene porque permite representar las relaciones espaciales y temporales entre los diferentes cuerpos o corpúsculos de manera matemáticamente pura. En realidad, un punto físico suspendido en un vacío absoluto carecería a totalmente de relación con cualquier otro punto físico; estaría, por así decirlo, suspendido en la nada. Aunque se hable de campos magnéticos que establecerían relaciones entre cuerpo y cuerpo, no se especifica como esos campos magnéticos se sostienen. El espacio totalmente vacío no puede existir; no es sino una abstracción, una idea arbitraria que demuestra hasta donde llegar el pensamiento matemático cuando, artificialmente, se desvincula de la intuición concreta de las cosas.

Se nos dice que la realidad no se conforma necesariamente a nuestros conceptos innatos de espacio y tiempo; pero a la vez se da por sentado que el universo físico se conforma a ciertas fórmulas matemáticas que después de todo se basan en axiomas igualmente innatos.

Confía en suma en que el tejido del mundo será siempre y en todas partes idéntico al minúsculo pedacito que el hombre puede probar. ¡ Qué mezcla singular de total confianza por parte de la física y de desconfianza matemática frente a los conceptos directamente dados de espacio y tiempo.! ¿ Qué ocurriría si -como puede fácilmente suceder- si se cuestionara la validez universal de la supuesta velocidad de la luz?

 

De acuerdo con el esquematismo matemático, la materia es concebida como algo inconexo, como un elemento discontinuo, pues se considera que los átomos, así como los corpúsculos de los que están compuestos, se encuentran en el espacio mucho más aislados que los mismos astros. Cualquiera que sea

concepción del orden atómico dominante – las teorías sobre la materia se suceden con una rapidez desconcertante- siempre se trata, sin embargo, de un sistema dentro del ámbito de puntos físicos o energéticos distintοs. Más, puesto que el medio por el que estas minúsculas partículas de la matera pueden ser observadas, suele ser la luz, representa a su vez un continuo, de ahí surge en seguida una contradicción entre una representación discontinua y una representación continua de la materia, cuando luego se intenta superar

esta contradicción, resulta de ello una situación sin salida, como cuando el acto de ver intenta verse a sí mismo.

 

La ciencia moderna, que a pesar de su pretendido pragmatismo busca una explicación valida y exhaustiva de los fenómenos visibles y cree encontrar la razón última de la naturaleza de las cosas en una determinada estructura intrínseca a la materia física, debe suministrar la demostración de que toda la riqueza cualitativa del mundo sensorialmente perceptible se basa en las agrupaciones cambiantes de pequeñísimos corpúsculos. Es evidente que esta reducción está destinada al fracaso, pues si bien estos modelos llevan en

si aun ciertos elementos cualitativos —aunque solo se tratara de su imaginaria estructura espacial—, se trata, al fin y al cabo, de una reducción de la cualidad

a la cantidad; pero la cantidad jamás podrá comprender la cualidad.

 

En su obra De Unitate et Uno, Boecio comparo convincentemente la forma de una cosa, es decir, su aspecto cualitativo, con una luz mediante la cual conocemos la esencia de la cosa en cuestión. Prescindiendo lo mas posible de los aspectos cualitativos de la existencia física con la intención de captar su fondo cuantitativo, o sea, la materia pura, se actúa como un hombre que

apagase todas las luces para escrutar mejor la naturaleza de las tinieblas.

 

Asi, la ciencia moderna no aprehenderá nunca la esencia de la materia en que este mundo se fundamenta. Ni siquiera se le acercara, ya que con la progresiva

exclusión de todas las características cualitativas en favor de definiciones puramente matemáticas de la estructura material, se sitúa dentro de unos límites en los que la exactitud se convierte en indeterminación. Es eso precisamente lo que ha ocurrido, llevando a la física nuclear moderna a sustituir progresivamente la lógica matemática por estadísticas y cálculos de probabilidades. Parece como si las leyes de causa y efecto no alcanzasen plenamente los terrenos a los que ha sido empujada en nuestros días esa ciencia; la lógica se pone en duda y se empieza a especular sobre si el

fenómeno basilar de la naturaleza es determinado o indeterminado, y si, en el segundo de los casos, las llamadas leyes de la naturaleza no serían más que una especie de aproximación estadística. Esta claro que entre el mundo cualitativamente diferenciado y la materia indiferenciada hay, por así decirlo, una zona intermedia, la zona del caos. La indeterminación pertenece al caos, y en él se incluye la desproporción entre lo que parece causa y lo que parece efecto. Son característicos de esta zona los siniestros peligros que la escisión

atómica implica.

 

Si las antiguas cosmogonías parecen infantiles e ingenuas cuando las tomamos literalmente y no en su simbolismo —lo que significa no comprenderlas—, las teorías modernas sobre el origen del mundo son, por

demás, simplemente absurdas; no ya por su formulación matemática, sino por la ingenuidad con que sus autores se constituyen en testigos imparciales del fenómeno cósmico. A pesar de su convicción, expresamente profesada y tácitamente presupuesta, de que el propio espíritu humano no es sino un producto de tal fenómeno, si fuera ello cierto, ¿cuál sería, entonces, la

relación entre esa nebulosa primordial de cuyo torbellino material se querría hacer derivar el mundo, la vida y el hombre, y ese pequeño espejo mental que se pierde en conjeturas —no otra cosa seria la inteligencia para los científicos—, seguro de encontrar en si mismo la lógica de las cosas? .¿Como puede el efecto ser juez de su propia causa? Si en la naturaleza existen

leyes constantes —las leyes de la causalidad, del número,

del espacio y del tiempo— y si algo en nosotros mismos tiene derecho a decir: esto es verdadero, aquello es falso, ¿quién garantiza la verdad: el objeto o

el sujeto conocedor? ¿Acaso nuestro espíritu no es más que espuma sobre las olas del océano cósmico, o existe en su fondo un testigo intemporal de la realidad?

 

Algunos defensores de tales teorías nos responderían que solamente se ocupan de la realidad física y objetiva y no se pronuncian sobre los fenómenos subjetivos; probablemente se referirían a Descartes, quien definió espíritu y materia como dos realidades coordinadas pero distintas una de otra. Esta concepción contiene una pizca de verdad, aunque se equivoca en su unilateralidad. Desde luego, el dualismo cartesiano preparo a las mentes para prescindir de todo lo que no fuera naturaleza física, como si el hombre mismo no fuera la demostración de que la realidad encierra en si múltiples modos o grados de existencia.

 

El hombre de la antigüedad, que imaginaba a la Tierra como una isla circundada por el océano primordial y al cielo como una cúpula protectora, o el

hombre medieval, que veía los cielos como esferas concéntricas que desde el centro de la Tierra se irían escalonando hasta la esfera, que todo lo abarca y no limitada en si misma, del Espíritu divino, esos hombres tenían ciertamente una concepción errónea de las relaciones reales del universo físico; en cambio, eran conscientes del hecho, infinitamente más importante, de que el mundo corporal no representa toda la realidad, la cual esta como circundada y penetrada por una realidad más amplia y mas sutil, que se halla a su vez

contenida en el Espíritu; indirecta o directamente, sabían además que, respecto al Infinito, la vastedad del universo es nula.

 

El hombre moderno ha aprendido que la Tierra no es más que una esfera suspendida en un abismo sin fondo, con un movimiento vertiginoso y complejo regido por otros cuerpos celestes, incomparablemente mayores que esta Tierra e increíblemente lejanos; sabe que la Tierra en la que vive no es más que un granito de arena con relación al Sol y que el Sol no es más que un granito de arena respecto a las miríadas de otros astros incandescentes; y sabe que todo se mueve. Una irregularidad en ese juego de movimientos astronómicos,

la incursión de un astro extraño en el sistema planetario, una variación en la trayectoria solar o cualquier otro accidente cósmico, bastarían para que la

Tierra se tambaleara en su rotación, para trastornar la sucesión de las estaciones, para cambiar la atmosfera y destruir a la humanidad. El hombre moderno sabe también que el mínimo átomo contiene fuerzas que, una vez desencadenadas, incendiarían la Tierra casi instantáneamente. Para la ciencia moderna, tanto lo infinitamente grande como lo infinitamente pequeño

se presentan como un mecanismo complicadísimo cuyo funcionamiento depende de una serie de potencias ciegas.

 

No obstante, el hombre de nuestro tiempo vive y actúa como si el desarrollo normal y cotidiano de los ritmos de la naturaleza le estuviera asegurado. Efectivamente, no piensa ni en los abismos del mundo estelar ni en las terribles fuerzas latentes en cada brizna de materia. Contempla el cielo encima de él como lo ve cualquier niño, con su Sol y sus estrellas, pero el recuerdo de las teorías astronómicas le impide reconocer en ellos signos divinos. El cielo ha dejado de ser para el la manifestación natural del Espíritu que engloba al mundo y lo ilumina; sustituye esta visión ingenua y profunda de las cosas por el saber científico, no como una nueva conciencia de un orden cósmico superior, un orden del que, como hombre, forma parte, sino como una desorientación, un desasosiego irremediable ante abismos sin común medida con su persona. Porque nada le recuerda que, en definitiva, el cosmos entero está contenido en él, no en su ser individual, cierto, sino en el espíritu que está en él y que al mismo tiempo es más que él y que todo el universo fenoménico.

 

 

miércoles, 24 de abril de 2024

Las revelaciones de la muerte (León Chestov)

 

Las revelaciones de la muerte

León Chestov

Sur. Buenos Aires. 1938.Pp 201-202

El final de El amo y el sirviente resultó una profecía. Leόn Nikolaievich Tolstoi termino también sus días en la estepa, en medio de las nieves y de las tempestades. Así lo quería su destino. La gloría de Tolstoi se había extendido, durante su vida, por el universo entero. Y a pesar de esto, poco después de cumplir sus ochenta años, que fueron festejados en todas las lenguas de las cinco partes del mundo —nadie, hasta Tolstoi, había alcanzado ese honor— abandona todo y, en una noche obscura, huye de su casa, sin saber adónde ni por qué. Sus obras, su gloría, todo le causa horror; son una carga dolorosa, insoportable. Parece como si con mano impaciente y temblorosa se arrancara todos los signos exteriores que distinguen al sabio, al maestro e imponen respeto. A fin de presentarse con el alma ligera, o al menos aligerada, ante el juez supremo, debió renunciar a todo su bello pasado y olvidarlo.

Tal es, en efecto, la revelación de la muerte: allá en la tierra, todo eso era importante; aquí es preciso otra cosa: ψενομεν δη ϕιλην ειs πατριδα... πατριs δ ήμνί δδεν  παρελθομεν και πατέp εχέι (Plotino, 1, 6, 8) . Huyamos hacía nuestra querida patria... de allá hemos venido, allá también se encuentra nuestro Padre.

jueves, 18 de abril de 2024

LA ILUSIÓN DE LA DEMOCRACIA, DE LA LIBERTAD Y DE LA IGUALDAD (Ananda K. Coomaraswamy)

 

Suis-je le gardien de mon frère?

Ananda K. Coomaraswamy

Éditions Pardès, Puisseaux ,1997, Pp.119 y s.

CAPÍTULO VIII

LA ILUSIÓN DE LA DEMOCRACIA, DE LA LIBERTAD Y DE LA IGUALDAD

Entre las fuerzas que se oponen a una síntesis cultural o, mejor dicho, a un entendimiento común indispensable para la cooperación, las mayores son las de la ignorancia y los prejuicios. La ignorancia y los prejuicios están en el origen de la presunción ingenua de una "misión civilizadora”. A los ojos de los pueblos "atrasados" contra los que se dirige y cuyas culturas se propone destruir como mera impertinencia y prueba del provincianismo del Occidente moderno. Este considera toda imitación como el halago más sincero, incluso cuando se reduce a caricatura, mientras que al mismo tiempo está dispuesto a tomar las armas para defenderse si la imitación se vuelve lo bastante real como para llevar a la rivalidad en la esfera económica. A decir verdad, si se quiere que haya un poco más de buena voluntad en la tierra, el hombre blanco tendrá que darse cuenta de que debe vivir en un mundo poblado en gran parte por gente de color (y "de color” suele significar para él "atrasado", es decir, diferentes de él mismo). Y el cristiano tendrá que darse cuenta de que vive en un mundo en el que la mayoría de la gente no es cristiana. Todo el mundo debe ser consciente de estos hechos y aceptarlos, sin indignarse ni lamentarse. Incluso antes de poder soñar en un gobierno mundial, necesitamos ciudadanos del mundo que puedan reunirse con sus conciudadanos sin sentirse avergonzados, como entre caballeros, y no como supuestos maestros de escuela al encuentro de alumnos a los que se instruye "obligatoriamente", aunque también sea "libremente". No hay lugar en el mundo para la rana en el pozo. Sólo puede juzgar a los demás por su propia experiencia y hábitos. Así que nos hemos dado cuenta de que, como dijo recientemente El Glaoui, el Pachá de Marrakech, "el mundo musulmán no quiere el inimaginable mundo americano ni su increíble estilo de vida. Nosotros (los musulmanes) queremos el mundo del Corán", y lo mismo vale, mutatis mutandis, para la mayoría de los orientales. Esta mayoría incluye no sólo a todos aquellos que son todavía “cultivados e iletrados", sino también una fracción, mucho más importante de lo que cabría pensar, de quienes han pasado años viviendo y estudiando en Occidente, pues es entre éstos que se encuentran muchos de los "reaccionarios" más convencidos (1). A veces, "cuanto más vemos lo que es la democracia y más estimamos la monarquía"; cuanto más vemos en qué consiste la "igualdad", menos admiramos "ese monstruo del crecimiento moderno, el Estado financiero-comercial "en el que la mayoría vive de sus “Jobs”, en el que la dignidad de una vocación o profesión está reservada a un pequeño número y donde, como escribe Éric Gill, "por un lado, está el artista dedicado únicamente a expresarse y, por otro, el trabajador privado de todo 'si' que expresar”.

Yo también tengo una vocación, que es mucho más buscar el significado de los símbolos universales de la Philosophia Perennis que de hacer apología -o de polemizar apropósito- de doctrinas que deben ser creídas para ser comprendidas y que deben ser comprendidas si han de ser creídas.

En el presente artículo, me propongo discutir los prejuicios suscitados, en todo espíritu cien por cien progresista y democrático-igualitario, por la palabra (portuguesa) "casta". Para el Dr. Niebuhr, por ejemplo, el sistema de castas indio es la "forma más rígida de esnobismo de clase de la historia”; por supuesto, quiere decir "arrogancia de clase", ya que ciertamente pretendía criticar la supuesta actitud de las castas superiores (comparable a la de los ingleses en la India y los que mantienen la línea Mason-Dixon en América*); mientras que, según la definición del diccionario sólo una persona inferior puede ser un "esnob". Pero ¿cómo puede haber arrogancia o esnobismo cuando no hay ambición social? Es dentro de una sociedad cuyos miembros  aspiran a trabajos de "cuello blanco" y tienen que "rivalizar de status  con sus vecinos " donde éstos vicios predominan. Si le preguntas a un hombre en India qué es, no dirá: "Soy un brahmán" o: "Soy un shúdra", sino: "Soy un devoto de Krishna" o bien “Soy shiνaïta"; y esto no es porque él esté "orgulloso" o "avergonzado" de su casta, cualquiera que ella sea, sino porque habla en primer lugar de lo que le parece más importante que no importa que distinción social.

Expliquemos entonces el significado del principio hereditario en una sociedad en la que aún no se ha producido la confusión de castas. La herencia de funciones a cargo es una cuestión de renacimiento -no en la falsa interpretación que se da corrientemente de esta, sino como es definida en las escrituras indias y de acuerdo con el postulado tradicional según el cual el padre mismo renace en su hijo.  Hemos visto que la función ha "nacido del sacrificio"; esto significa que si se quiere responder a las necesidades de la sociedad teocrática, las funciones "ministeriales" * mediante las cuales los dos fines del sacrificio (la salud en este mundo y la beatitud en el otro mundo) están aseguradas deben perpetuarse de generación en generación; la función es a la vez un estado y un cargo y, como tal, un mayorazgo. Para Platón y la filosofía escolástica, como en el Vedánta, duo sunt in homine, y de estos dos, uno es la personalidad mortal o naturaleza de este único y solo hombre, la otra la parte inmortal y la verdadera persona del hombre mismo (26). Es unicamente a la primera, a la naturaleza individual, puede aplicarse el término "color" puede aplicarse; en efecto, el término varna mismo podría en verdad traducirse con bastante exactitud por "individualidad”, ya que el color proviene del contacto de la luz con la materia que presenta entonces un color, determinado no por la luz sino por su propia naturaleza.

. Es la individualidad, no la persona, lo que el padre lega a su hijo, en parte por herencia, en parte por el ejemplo y en parte mediante ritos formales de transmisión: cuando el padre se convierte en emérito*, o a su muerte, el hijo hereda su posición y, en el sentido más amplio del término, de sus deudas, es decir, sus responsabilidades sociales. Esta aceptación de la herencia paterna libera al padre de la carga de responsabilidad social que le constreñía como individuo; "Habiendo hecho lo que tenía que hacer", el hombre perfecto se va en paz. No es por nuestro propio placer u orgullo que los hijos deben ser engendrados; de hecho, no serían  "nuestros hijos" si no asumieran a su vez la carga de nuestras responsabilidades - "los hijos son engendrados para formar una sucesión de oficiantes sacrificadores -"para la perpetuación de estos mundos" (Satapatha  Bráhmana, I, 8, 1, 31; Aitareya Upanisad, IV, 4), y lo mismo vale para Platón, que dice: "Sobre el tema de los matrimonios, está solicitado que debemos aferrarnos a lo que es la eterna renovación de la naturaleza dejando después de nosotros hijos de nuestros hijos, a fin de dar a la Divinidad eternos siervos que nos sustituyan" (Leyes, 774 a).

Sólo a la luz de la doctrina de los dos si y del mandato no menos universal de "conócete a ti mismo "(es decir, saber cuál de los dos si es nuestro verdadero Si), que nosotros podemos verdaderamente comprender el resentimiento experimentado con relación a las “prohibiciones y prescripciones” y la “desigualdad”, así como la defensa correspondiente en favor de la “protesta” y de la “rebelión” de la que hemos hablado antes. Este resentimiento tiene raíces muy profundas que no existen solamente por el hecho de una confusión de castas, la cual debería ser contemplada más como un síntoma que como causa primera del desorden.

Una aversión natural por las restricciones no es condenable por si misma. La concepción tradicional de la libertad va mucho más allá, en verdad, de lo que un anarquista podría exigir; es la concepción de una libertad absoluta y sin traba alguna, con vistas a ser como, cuando y donde se quiera. Todas las otras libertades contingentes, por muy deseables y justas que sean, son derivadas de, y no deben ser apreciadas más que en relación con este fin último. Pero esta concepción de una libertad absoluta va asociada a la firme convicción de que de todas las coacciones posibles, la más rigurosa con mucho es la sumisión a todo- lo- que- no- somos- nosotros- mismos, y más especialmente en esta categoría, la sumisión a los deseos y pasiones de nuestro hombre exterior, el "individuo". Cuando, ahora, como Boecio, hemos "olvidado quiénes somos" e, identificándonos con nuestro hombre exterior nos volvemos "enamorados de nuestro yo", entonces le comunicamos toda nuestra aspiración a ser libres y creemos que toda nuestra entera felicidad estará contenida en su libertad para hacer a su fantasía y pastar como le plazca. Es aquí, en la ignorancia y el deseo, donde radican las raíces del "individualismo" y de lo que en la India llamamos "la ley de los tiburones"  y en América "la libre empresa". Cualquiera que se proponga hacer que los miembros de una sociedad tradicional (cuya "docilidad" actual es fuente de irritación) descontentos con lo que es llamado con justo título su "suerte”, debe comprender bien que sólo podrá hacerlo si es capaz de imponer su propia convicción de la identidad de su ego con si-mismo.

Del mismo modo, cuando se sostiene que “todos los hombres nacen iguales, ¿ de qué “hombres” se habla”. La aserción no es manifiestamente verdad para todos los “hombres exteriores”, pues constatamos que están diferentemente dotados, tanto físicamente como mentalmente, y que las actitudes naturales deben ser tomadas en cuenta incluso en sociedades nominalmente igualitarias. Una afirmación de igualdad no es verdad absolutamente más que para todos los hombres interiores; verdad para los hombres mismos, pero para su personalidad. En consecuencia, en el Bhagavad Gita incluso (V, 18) donde, como ya hemos visto, se insiste mucho en la validez de la distinción de castas, está fuertemente puesta en valor y una confusión de castas equivale a la muerte de una sociedad, se dice también que "el verdadero filósofo (pandit) mira con igual consideración al brahmán perfectamente dotado de sabiduría y virtud, la vaca, el elefante, el perro, el que come carne de perro", es decir, un Chándala o "fuera de casta". Una mirada igual, no afectada por simpatías o antipatías; esto no significa que ignore las desigualdades entre los "hombres exteriores" a los que las categorías del sistema social se aplican realmente y que están aún cargados de derechos y deberes; esto significa que, viendo perfectamente, quien se ha elevado por encima de todas las distinciones establecidas por las cualidades naturales (cosa que todos los hombres pueden hacer) y que ya no pertenece al mundo, es insensible a los colores y no ve más que la esencia última e incolora, inmortal y divina, "igual" porque es inmodificada e indivisa, no sólo en cada hombre sino en toda criatura viviente "hasta en las hormigas".

Nuestro propósito al presentar estas consideraciones (que un sociólogo moderno difícilmente se atrevería a tratarlas en un análisis social), es mostrar perfectamente que, al igual que al criticar una  obra de arte no podemos aislar el objeto de nuestro estudio de su entorno global sin "matarlo , del mismo modo, en el caso de una determinada costumbre, no podemos  esperar comprender la significación que ella tiene para los que la siguen si disecamos la sociedad en la cual florece y que así extraemos una “fórmula” que nos ponemos a criticar como si ella debería imponérsenos inmediatamente por caso de fuerza mayor *. Las componentes de una sociedad tradicional no forman pura y simplemente un agregado como las de un puzzle y es solamente en el momento en que podemos ver el grabado completo cuando podemos saber de que hablamos.

En algunos aspectos, la organización vocacional de la sociedad griega se diferencia a primera vista de la de la India en el sentido de que, en tiempos de Platón y más tarde, el oficio no es necesariamente hereditario, siendo la situación a este respecto diferente en el seno de las distintas comunidades (véase Aristóteles, Política, 1278 5). En realidad, esto quiere decir que en la Grecia helenística, un sistema más antiguo, sancionado divinamente se estaba derrumbando. Como dice Hocart : "Tenemos aquí un excelente ejemplo del proceso comúnmente llamado, sin que se sepa exactamente en qué consiste, secularización "* (p. 235). Secularización: una sustracción del sentido a la forma, una "separación del alma y del espíritu", no en el sentido escriturario, sino a la inversa**, una materialización de todos los valores. Esto es lo que ocurre cuando una sociedad tradicional es aplastada por quienes creen que "hay que dar rienda suelta al progreso que sigue a la aventura industrial de la civilización", cualesquiera que sean las consecuencias humanas (34); cada vez que los que sostienen que "el conocimiento que no es empírico  no tiene sentido" detentan el control de la educación; cada vez que los servicios hereditarios y lealtades se "intercambian" por pagos en especies y se convierten en "rentas" y  se crean  las clases de rentistas *** o accionistas cuyo único interés es su “interés”. No ignoro, naturalmente, que “el humanismo científico”, el racionalismo, el determinismo económico y el ateo de pueblo se ponen de acuerdo para decir que la religión, inventada por aristócratas astutos y sacerdotes interesados en conservar su situación privilegiada, ha sido el “veneno del pueblo”. No demostraremos aquí que la religión debe tener un fundamento sobrenatural so pena de no ser una religión, pero diremos que, en las sociedades organizadas para las ganancias pecuniarias, la publicidad, inventada por industriales astutos para conservar su status privilegiado, es verdaderamente el veneno del pueblo, y que ésta es sólo una de las muchas formas en que lo que se llama "civilización" se ha convertido en "una plaga para la humanidad". ¿Se les ha ocurrido alguna vez la idea de quienes atacan los sistemas de castas, que ellos consideran injustos, que ellos también tienen valores, o que el destructor liberal de instituciones, el contestatario y rebelde, es ipso facto responsable de la conservación de sus valores?

Terminaremos refiriéndonos a uno solo de estos valores. Hemos visto que en la India parece normal que un hombre ame el trabajo para el que ha nacido y para el que es apto por naturaleza. Se dice incluso que un hombre debe morir en su puesto antes que adoptar la vocación de otro. Esto puede parecer extremo. Pero veamos cuál es a este respecto la opinión de Platón. Nos dice que Esculapio sabía que, en todos los pueblos bien gobernados, hay un oficio o asignado a cada hombre en la ciudad, que debe realizar, y que nadie tiene el tiempo libre para estar enfermo y ser médico él mismo toda su vida. Y esto lo vemos en el artesano, pero no, y esto es bastante absurdo, en el hombre rico y supuestamente realizado. Señala que un carpintero, si cae enfermo consultará realmente a un médico y seguirá su consejo. "Pero si le prescriben una dieta larga, que le envuelvan la cabeza con gorros de lana, y todo lo que ello conlleva, se apresura a decir que no tiene tiempo para estar enfermo y que no ve ninguna ventaja para no ocuparse más que de su enfermedad y descuidar su trabajo que tiene entre manos ¿no tiene un oficio que debe ejercer si quiere vivir? Para el rico, por el contrario, podemos decir que no tiene ante él ningún trabajo cuya privación equivaliera para él a la imposibilidad de vivir”( República 406c-407a)

Supongamos que se produzca en la sociedad occidental una rectificación de las injusticias sociales existentes en la marcha natural de la aventura industrial, que la pobreza no exista más, que los hombres sean verdaderamente “libres” y que cada uno tenga su propia televisión, su radio, su coche (o su autogiro) y su refrigerador, y tenga siempre asegurado un buen salario (o asignación). En estas circunstancias, ¿qué es lo que impulsará al hombre a trabajar, aunque sea por las pocas horas que le serán necesarias, si las necesidades de la vida están aseguradas para todos? En ausencia del imperativo ‘trabajar o morir de hambre', ¿no se sentirá inclinado a tomar largas vacaciones o, si es posible, vivir de los ingresos de su mujer?  Sabemos lo difícil que es en la actualidad "regular" adecuadamente a los "nativos perezosos" de las tierras salvajes que no han sido totalmente industrializadas para que sus habitantes se vean obligados a trabajar a cambio de un salario o morir. Supongamos que los hombres fueran realmente libres de elegir su oficio y se negaran a realizar trabajos desagradables como la minería, por ejemplo, o a asumir la carga de un empleo público. ¿No sería necesario requisar mano de obra, incluso en tiempos de paz? Podría ser peor que el sistema de castas, incluso tal y como se nos presenta. No veo otra solución a esta situación que estar tan enamorado del trabajo para el que se está cualificado por naturaleza que lo preferimos a cualquier ociosidad; no hay otra solución para el trabajador que poder sentir que haciendo lo que tiene que hacer no sólo está realizando un servicio social y con ello se gana la vida, sino que también sirve a Dios.

 

(1) Ver Demetra Vaka, Haremlik (1909) p.139, donde el interlocutor es una joven mujer turca de alta condición, que conoce bien los maestros de la literatura occidental. Ella dice: “Después de la lectura de vuestros periódicos (americanos),”yo se que no amo vuestro mundo, y soy feliz de ser musulmana.” En otra página, el autor pregunta a una amiga turca “¿No desearías aveces ser una mujer libre europea? Y recibió esta respuesta desconcertante:” yo no he conocido jamás europeos a los que hubiera amado pertenecer”. De nuevoel la p, 259 se le dijo:” Cuando era adolescente, yo leía cosas sobre la vida de Europa,¡ me parecían tan atrayentes, tan maravillosas ¡ Pero cuando he podido gustar el sabor, era vacía y amarga.” Por su parte Demetra Varka declara (p.221) “Estoy siempre grandemente asombrada por ese curioso sentimiento de felicidad resignada compartida por los Orientales, sentimiento que Occidente difícilmente puede concebir."

Porque no puedes concebirlo, te irrita la idea de que hombres y mujeres puedan ser felices en condiciones que para ti serían aburridas, tal como eres ahora, tú cuya ambición es ser "alguien". No comprendes que puede haber una ambición superior, la de convertirte en "persona". La sumisión a la voluntad de Dios, ese es el verdadero significado del Islam; el contentamiento, cultivar el propio jardín", esas son nuestras ambiciones. No es contra nuestra forma de vida contra lo que "protestamos" y "nos rebelamos" los orientales, sino contra vuestra intrusión. Es vuestro modo de vida lo que repudiamos, allí donde no nos haya corrompido ya.

(8) Algunos hacen referencia sin cesar a las “monarquías absolutas” de Oriente como si estas monarquías pudieran ser comparadas a la de Francia inmediatamente antes de la Revolución. Bien entendido, allí también ha habido buenos y malos reyes, como por todas partes. La monarquía oriental normal es, a decir verdad, una teocracia en la cual el rey es un agente exclusivo que puede hacer únicamente lo que debe ser hecho y un servidor de la justicia (dharma) de la que no es el mismo el autor. La entera prosperidad del estado reposa sobre la virtud del rey; y , lo mismo que para Aristóteles, el monarca que gobierna en su propio interés no es un rey sino un tirano y puede ser cazado “como un perro rabioso”, lo mismo, según la vieja ley hindú, para el mismo delito, la multa de un rey debe ser mil veces superior a la de un Shudra. Es en un sentido muy diferente como se observa en las democracias “una ley para los ricos y una ley para los pobres”. Una democracia gobernada por “representantes” no es un gobierno “para el pueblo” sino un conflicto organizado de intereses que no alcanza más que la creación de un equilibrio inestable de poderes; y “mientras que la tiranía de uno solo es cruel, la de un gran número no puede más que ser la más dura y la más insoportable (Filón Spec IV 113), Así el Oriente critica el sistema industrial según sus propias normas vocacionales y la democracia según su ideal de realeza.

(26) esa es una discriminación que es quizá más familiar al lector un el término cristiano de la distinción de nuestra forma exterior y de nuestro hombre interior, de “la separación de alma y espíritu”.

(34)” Ha sido igualmente posible envilecer a los artesanos gracias a la máuina…Se hecho caer de sus manos la posibilidad de la obra maestra. Se ha borrado de su alma la necesidad de la cualidad; se la ha dado el deso de la cantidad y de la velocidad (Jean Giono)

 

EL PARAÍSO MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL. (Nikolái Aleksándrovic Berdiáev)

 

De la destination de l’homme.

Nikolái Aleksándrovic  Berdiáev (Kiev 1874-Paris 1948)

Editions L’Age d’Homme. S.A. Lausanne 1979  Pp. 365-381

Tercera Parte

CAPÍTULO III

EL PARAÍSO MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL.

El hombre conserva profundamente arraigado en su corazón, una reminiscencia y una nostalgia del paraíso. En algún lugar, en la más remota intimidad de su ser, este recuerdo y este sueño se encuentran. Nuestra vida se desarrolla entre el cielo y el infierno. Somos exiliados de paraíso, que aún no hemos penetrado definitivamente en el infierno. Desde la zona intermedia de nuestro mundo, que está lejos ¡ay!  del Edén, soñamos con el paraíso, lo evocamos en el pasado y en el futuro. El pasado original y el futuro final se mezclan, al punto confundirse, en la idea del paraíso.

La leyenda de la Edad de Oro era una leyenda relativa al Edén. Pero la conciencia mitológica del paganismo conocía el paraíso en el pasado, sin conocer su espera mesiánica en el futuro, una espera que sólo era inherente al antiguo Israel. La mitología está siempre vuelta hacia el pasado, el mesianismo hacia el futuro. La leyenda bíblica del paraíso, como estado primitivo del hombre y la naturaleza, es un mito en el sentido realista del término. En cambio, la venida del Mesías y el advenimiento del Reino de Dios constituyen un mesianismo. En resumen, la Biblia comporta a la vez un mito y un mesianismo. El proceso universal comenzó con el exilio del paraíso. Pero incluso rechazado en esta tierra, el hombre es capaz no sólo de recordar la edad de oro, sino conocer, en la contemplación de Dios, la verdad y la belleza, en el amor, en el éxtasis creativo, instantes de verdadera felicidad paradisíaca. Además el paraíso no existe sólo en su recuerdo, en su sueño y en su imaginación creadora; se ha conservado en la belleza de la naturaleza, en la luz del sol, las estrellas titilantes, el cielo azul, las cumbres inmaculadas, los mares y ríos, el bosque y el campo de trigo, las piedras preciosas y las flores, en la maravillosa configuración del mundo animal. Sólo una vez una cultura humana se ha acercado un poco al Edén, fue la de la Grecia antigua. El proceso universal comenzó en el Paraíso y retorna allí, aunque paralelamente avanza hacia el infierno. El hombre evoca el paraíso en la génesis de la vida universal, y lo sueña en el futuro, en el fin de las cosas, al mismo tiempo que presiente con horror el infierno.

Encontramos el paraíso al principio, y el cielo y el infierno al final. Parece a primera vista que toda la adquisición y enriquecimiento del proceso universal ha consistido en asociarse al infierno. Pues el infierno es precisamente ese “nuevo" que surgirá al final, mientras que el paraíso no es más que una repatriación. Pero ¡qué triste es esta reintegración, después de que la humanidad se haya dividido y alguna parte haya desertado del paraíso! Este es aparentemente el fruto del árbol del conocimiento. En la vida paradisíaca integral, nada existía fuera de ella en tanto que la distinción entre el bien y el mal no había surgido. Pero habiendo surgido, esta se desdobló y la vida infernal se afirmó inmediatamente. Este es el precio de la libertad, de la libertad de conocer y elegir entre el bien y el mal. El atroz presentimiento del infierno, si no para uno mismo, al menos para los demás llena de amargura el recuerdo y la nostalgia del paraíso. El precio de la libertad humana resulta ser el infierno. Sin esa libertad, la vida paradisíaca habría sido eterna, integral, nada la habría ensombrecido. Y el hombre está obsesionado y seducido por la idea del restablecimiento de esta vida. Es este sueño el que está en la raíz de todas las utopías del paraíso terrenal. El hombre es exiliado del Edén porque su libertad ha resultado ser fatal. Pero, ¿puede reintegrarla renunciando a su libertad?

La dialéctica relativa al paraíso y la libertad fue desarrollada con brillante agudeza por Dοstοϊewsky (1). Él consagró varios escritos a este problema que tanto le torturaba tanto : El sueño de un hombre gracioso", “ El sueño de Versiloff" y,

(1) Véase mi libro: L'Esprit de Dostoievlky.

hacia el final de su vida, “La leyenda del Gran Inquisidor”. No pudo reconciliarse ni con el paraíso que ignora la prueba de la libertad, ni con el que se organizaría coercitivamente sin la libertad del espíritu humano. Para el no es admisible más que el paraíso habiendo pasado por la libertad, que ha deseado. El paraíso impuesto, tanto en el pasado como en el futuro, era objeto de horror para Dostοϊewsky, que lo consideraba como la tentación del Anticristo. Pues Cristo es ante todo libertad. Pero una luz nueva se encuentra así proyectada sobre la leyenda de la caída. La tentación diabólica no es la tentación de la libertad, como demasiado a menudo imaginamos, sino la tentación de negar la libertad, la de la beatitud forzada e impuesta. Aquí nos acercamos al misterio último de la caída que, racionalmente insoluble, cοrrespοnde a los misterios del destino final del hombre. Dios quería la libertad de la criatura, y en ello basó su designio de la creación. A esto está ligado la vocación creativa del hombre. Por eso estamos obligados a concebir la caída desde un ángulo antinómico e irracional. En efecto, ella corresponde a la vez tanto a la manifestación y a la prueba de la libertad del hombre, a su éxodo del paraíso natural primitivo y preconsciente, ignorando la libertad del espíritu, y a la pérdida de esta libertad, a la sumisión del hombre a los elementos naturales inferiores. Es ahí donde se forma el nudo de la vida universal. La caída fue necesaria, porque la realización del sentido supremo de la creación requería la libertad. Pero la necesidad de la libertad es una contradicción y una paradoja, que no somos capaces de resolver en el pensamiento y que sólo podemos experimentar en la vida. La caída es la violación del Sentido, y sin embargo debemos reconocerle uno: el paso del paraíso original, ignorante aún de la libertad, a un paraíso que la conoce.

Por eso es imposible prever un retorno al estado paradisíaco primitivo. No sólo nos es rechazado, sino que ni siquiera podríamos desearlo. Este retorno habría indicado la improductividad y el sinsentido del proceso universal. El paraíso que nos espera al final de ese proceso es muy distinto del que lo inauguró. Es el que sigue al conocimiento de la libertad, después de todas las pruebas. Podríamos incluso sugerir que es un paraíso que sucede al infierno, a su libre rechazo, a la experiencia del mal. La tentación de volver al no-ser, que precedió a la creación del mundo, es libremente superada por el ser conforme a la Idea divina. El Paraíso, donde la vocación creadora del hombre no se había despertado, es sustituido por un paraíso donde se ha realizado plenamente. Dicho de otro modo, el paraíso natural es sustituido por un paraíso espiritual. El paraíso, como estado original del hombre, ignora aún la venida la venida del Dios-Hombre, mientras que el que acabará el proceso universal será Reino de Cristo, el Reino del Dios-Humanidad. Este es el resultado positivo del proceso universal.

Pero en medio de este proceso, el hombre exhausto sueña incesantemente con su regreso al paraíso perdido, a la inocencia y plenitud originales. Está dispuesto a renunciar a todo conocimiento, que él ve como el resultado del desdoblamiento y la pérdida de la integralidad de la vida. Está dispuesto a huir sufrimiento de la "cultura" para redescubrir la alegría y la "naturaleza". Y cada vez que se entrega a estos sueños y aspiraciones, experimenta la decepción, porque no sólo la "cultura", sino incluso la "naturaleza" están manchadas por el pecado original. Sólo le queda abierto un camino: el de la fidelidad ilimitada a la “idea del hombre", el que conduce al reino del espíritu, en la  que entrará también la naturaleza transfigurada. El conocimiento del bien y del mal está ligado a la pérdida de la de la integralidad paradisíaca, pero el camino debe ser recorrido hasta el final. Una vez que el hombre se ha comprometido en este camino, el conocimiento mismo deja de ser un mal (1). El conocimiento puede tener por objeto el mal, pero no es malo en sí mismo; y en él se realiza la vocación creadora del hombre. Es en esto que la "cultura" se justifica y se protege de los ataques de la "naturaleza".

La belleza primitiva de la naturaleza conserva un reflejo del paraíso perdido, pero el hombre sólo irrumpe en ella a través de la contemplación artística, que es la transfiguración creativa de la cotidianidad natural. Este reflejo existe también en el arte, en la poesía, y el hombre, a través del éxtasis creativo, comulga con la beatitud paradisíaca. Encontramos en particular este reflejo en la poesía de Pushkin, que triunfa sobre la pesadez del "mundo".

(1)  Es en esto sobre todo en lo que estoy en desacuerdo con Leon Chestov

El arte de Pushkin no es ni cristiano ni pagano: es edénico. Pero en él, también, el elemento paradisíaco no se adquiere más que a través de la vía de la creación, no a través de un retorno a la naturaleza original. Es lo mismo en todas las cosas. .

La llamada vida moral no es en absoluto una vida edénica, y el paraíso no es el triunfo del bien. El "bien" y la vida "moral" implican siempre una amargura; la del juicio la de la duplicación, la del rechazo continuo del "mal” y de los "malvados". En su reino no encontramos esa liberación divina, este alivio, esa integralidad, esa iluminación de la criatura. El paraíso es el cese de la preocupación, la evasión de este mundo, que describe Heidegger, y la obtención de la integralidad del espíritu. Sin embargo, la vida moral implica una pesada preocupación, la de la lucha contra el mal, y un desdoblamiento, el que escinde lo "bueno" de lo "malo". El Paraíso, cuyo corolario sería el infierno, correspondería a un reino del "bien" por oposición al reino del "mal". Pero no conocería la integralidad, estaría impregnado de amargura, debido a  la proximidad del infierno con sus tormentos eternos. Y este paraíso sería una de las elucubraciones más monstruosas de los "buenos". Vivimos en una vida pecadora, en la que nos resulta prodigiosamente difícil pensar el paraíso. Adaptamos a él las categorías de nuestra distinción entre el bien y el mal, mientras que él reposa más allá de esta distinción. Penetramos más allá, concibiéndolo como belleza. El paraíso es la deificación de la criatura. La transfiguración y la iluminación del mundo corresponden a la belleza, no al bien, que se refiere a un mundo no-transfigurado, y no- iluminado. Sólo la belleza nos libera de la preocupación que aún conlleva el bien. Y una vida eterna en el más allá, donde subsistiera esta distinción de paraíso e infierno, conservaría una preocupación y una carga, no conferiría ni reposo, ni integralidad, ni alegría absoluta. Pues el infierno, al cual es inherente la expansión, tomaría de todas formas la ofensiva, y se entablaría necesariamente un conflicto trágico. La idea del infierno, en tanto que triunfo definitivo de la verdad y la justicia divinas, es un pensamiento intolerable, que no podría apaciguar a los elegidos. El infierno no puede no ser el sufrimiento del paraíso, y la existencia del primero excluye la posibilidad del segundo.

Sólo se puede concebir el paraíso de una manera apofática, toda especulación catafática engendra contradicciones insuperables. La antinomia fundamental reside aquí en el hecho de que el hombre desea ardientemente el paraíso, soñando con su beatitud, mientras lo teme como un fastidio, una uniformidad, una inmovilidad, una finalidad. Esta antinomia está ligada a la paradoja del tiempo y la eternidad. Esta antinomia proviene del hecho de lo que adaptamos a esta última lo que sólo se aplica al primero. Es imposible concebir la perfección, la plenitud y la integralidad en el tiempo, pues nos parecen una detención del movimiento creador, un contentamiento de si (autosatisfacción). De ahí el fastidio generado por todas las utopías del paraíso terrestre. La perfección, la plenitud y la totalidad son irrealizables en el tiempo, porque implican el fin del tiempo, su derrota, el acceso a la eternidad. Pues si en la eternidad, la perfección es una infinitud positiva, en el tiempo sólo es una finalidad. La vida en paradisíaca en nuestro tiempo, sobre nuestra tierra habría marcado el fin del proceso creador de la vida, de las aspiraciones infinitas y el consiguiente aburrimiento. ¡Y estas son las mismas características que el hombre ha tratado de transponer al paraíso del más allá! Pensamos en el tiempo y proyectamos el paraíso en el futuro, y es por lo que nos aparece el cese del movimiento, de la búsqueda, de la creación infinita, en definitiva, la obtención de un contentamiento definitivo. Parece que no queda libertad en el paraíso. Y, en palabras del "individuo retrógrado y burlón" de Dοstοϊewsky, estamos dispuestos a  'mandar el paraíso al diablo' para vivir según nuestra voluntad. El hombre sueña con el paraíso, lo teme y vuelve a la trágica libertad de este mundo. El orden y la armonía, a las cuales se sacrifica la libertad del individuo, le es intolerable.

Pero el paraíso no está en el futuro, no está en el tiempo. Está en la eternidad. Y la eternidad se obtiene en el momento presente, no comienza en el presente que es sólo una parte del tiempo desgarrado, sino en el presente que es una evasión fuera del tiempo. No marca un cese de la vida creadora, es una vida creadora de un orden diferente. Su movimiento no se efectúa en el espacio y el tiempo, sino interiormente; se simboliza por un círculo y no por una línea recta. Debemos acordar al paraíso más vida de la posee nuestro mundo pecador posee, más y no menos movimiento; sin embargo, su movimiento no es el de la "naturaleza” sino el del "espíritu" que absorbe toda la tragedia de la vida aquí abajo. En efecto, no se podría concebir su perfección como negación de la dinámica creadora. Excluye la agitación y la languidez del mundo, la inquietud y la preocupación engendrada por el tiempo, pero posee indiscutiblemente su propio movimiento creador. El paraíso es una paradoja para el hombre, debido a que la infinitud en el tiempo y el cese del movimiento le parecen inconcebibles para él. Sin embargo, esta paradoja es debida, una vez más, a lo que adaptamos al mundo del más allá las dificultades torturantes de nuestro mundo de abajo. Tenemos una anticipación del paraíso en el éxtasis, en el cual nuestro tiempo se rompe, nuestra distinción entre el bien y el mal es abrogada, donde es dado al hombre onocer una liberación definitiva y donde toda pesadez desaparece para él. El éxtasis de la creación, el de la contemplación de la luz divina, el del amor, nos transporta por un instante al paraíso, y este instante no forma ya parte del tiempo. Pero tan pronto como cesa, la duración del tiempo reaparece, todo se apelmaza, decae, se somete a la preocupación y a la cotidianidad. La conciencia escatológica se topa con la paradoja del tiempo, problema que alcanza una complejidad y una intensidad particulares en las creencias milenaristas, Esta creencia refleja toda la aspiración nostálgica del hombre a la felicidad y la beatitud, al festín mesiánico,  al paraíso no sólo del cielo, sino de la tierra, no sólo de la eternidad, sino también de nuestro tiempo histórico.

En el milenarismo, la eternidad se transporta al tiempo y el tiempo se compromete con la eternidad. Esta es la antigua esperanza de la humanidad en la instauración del Reino de Dios, en la realización de la verdad divina al final del proceso universal, es decir la esperanza de contemplar el paraíso, de alguna manera, dentro de los límites de nuestro tiempo. Es la esperanza de ver el resultado positivo de este proceso aparecer en cierta esfera intermedia, que no estará ya en el tiempo, no estando todavía en la eternidad. Ahí radica la dificultad fundamental de todas las interpretaciones del Apocalipsis, el lenguaje de la eternidad debe traducirse al lenguaje del tiempo. Se puede rechazar esta paradoja de dos maneras: o bien rechazando la idea milenarista, lo que equivale a transferir todas las cosas en la eternidad, y dejar en el tiempo un mundo no divino y exiliado del paraíso; o, por el contrario, concibiendo el Reino de Dios de manera sensible, es decir, como antes de instaurarse sobre nuestra tierra y en nuestro tiempo.

Aunque la revelación cristiana es ante todo el anuncio del Reino de Dios  y la esencia del cristianismo es la búsqueda de ese Reino, esta idea no se presta a interpretación y da lugar a contradicciones irreductibles. En efecto, el Reino de Dios no puede concebirse en el tiempo, puesto que es el fin, puesto que marca el fin del mundo, el advenimiento del nuevo Cielo y de la nueva Tierra. Pero si está fuera del tiempo, es decir, en la eternidad, no podemos relacionarlo exclusivamente con el fin del mundo, puesto que el fin sigue concebido en el tiempo. En realidad, el Reino de Dios se instaura en cada instante donde se efectúa una evasión fuera del tiempo hacia la eternidad. Entre yo y la eternidad, es decir, la consecución del Reino, no es el lapso infinito de tiempo que nos separa aún del fin del mundo. Hay dos accesos a la eternidad: uno a través de la profundidad del instante, el otro a través del fin del tiempo y del fin del mundo. El Reino de Dios viene imperceptiblemente. Se le concibe como el Reino de los Cielos, pero su llegada también puede también tener lugar en la tierra, susceptible de iluminar y de heredar la eternidad. Y no nos es dado establecer un límite entre la otra tierra, la nueva, y la nuestra. La idea de un paraíso terrenal es utópica y un milenarismo erróneo. Pero en un sentido más profundo, podemos concebir el paraíso en la tierra, ya que la irrupción en la eternidad, el éxtasis y la contemplación de Dios, la alegría  y la luz son posibles aquí. La interpretación escatológica del del Reino de Dios es la única interpretación exacta. Pero su paradoja resulta del hecho de que el fin no sólo está aplazada a un futuro ilimitado, sino que está presente en cada momento de la vida. La Escatología está en el seno del proceso de la vida. Y el Apocalipsis no es sólo la revelación del fin del mundo y de la historia, sino también del fin en el seno del mundo y de la historia, en el seno de la vida humana, de cada instante de la vida. 

Es muy importante superar la concepción pasiva del Apocalipsis en tanto que espera del fin y del juicio. Debe concebirse como una llamada a la actividad creativa humana, al esfuerzo y la hazaña heroicos. Pues el fin también dependerá del hombre, él aumentará sus acciones. La visión de la Jerusalén celestial, descendiendo del cielo sobre la tierra, es una de las visiones posibles, perro el hombre, por su libertad, su creación y sus esfuerzos, debe preparar su venida.  En resumen, crea de una manera activa el paraíso y el infierno que corresponden a su vida espiritual y se revelan en las profundidades del espíritu. La conciencia, débil y derribada por el pecado, rechaza el paraíso y el infierno fuera, y los transfiere al orden objetivo, semejante al orden de la naturaleza. En cambio, cuando es más profunda los integra al espíritu, dicho de otra manera, deja de soñar con el primero y de temer el último de forma puramente pasiva. A partir de entonces ya no se proyectan en el tiempo, en el futuro. El juicio divino se cumple en cada instante, corresponde a la voz de la eternidad resonando en el tiempo. Por eso la idea del paraíso, como la del infierno, deben estar completamente mente liberadas de todo utilitarismo. El Reino de es el logro de la perfección, la deificación, la belleza y la integralidad del espíritu, no una retribución.

La idea del paraíso está fundada sobre el postulado según el cual los perfectos, los justos, los santos, son al mismo tiempo los bienaventurados, siendo la vida en Dios una felicidad. Pero la idea de la beatitud de los justos es fuente del eudemonismo. El eudemonismo terrenal sugiere que el hombre está engendrado con vistas a la felicidad. El eudemonismo celeste cree que el hombre está creado en vista de la beatitud. Considera que la infelicidad y el sufrimiento son el resultado del pecado, que antes de la caída, la beatitud reinaba en el paraíso, que la bienaventuranza designa al justo sometido a Dios, al santo, y que en el nuevo paraíso que le espera, recobrará la beatitud. La identificación de la santidad con la beatitud corresponde a la de lo subjetivo y lo objetivo, es decir, a la integralidad. Pero es difícil para nosotros que vivimos en un mundo pecador y sometidos a su ley, para nosotros cuya psicología está abrumada por el pecado, concebir esta identidad. Conservamos una secreta desconfianza con relación a la beatitud paradisíaca, porque lo trágico, el sufrimiento, la insatisfacción, son como el índice de un estado superior en el mundo pecador. En realidad, estas son las doctrinas morales más bajas, el hedonismo, el eudemonismo, el utilitarismo, que hacían de la felicidad el fin de la vida y el  criterίum del bien y del mal. Y es con razón que consideramos este fin como una ilusión, como una seducción. En la vida de nuestro mundo, nos son concedidos instantes de alegría e incluso de beatitud, en tanto que evasión de este mundo y comunión con el mundo de la libertad que  ignora la gravedad y la preocupación, pero ninguna felicidad estable y duradera. Por otra parte, el hombre aquí no aspira a ella. La concepción del fin de la vida como felicidad es netamente el producto de la reflexión y el desdoblamiento. Además, y esto es importante para nuestro problema, los hombres demasiado felices, demasiado apaciguados, demasiado satisfechos, provocan una duda en cuanto a su profundidad. Se les supone tener aspiraciones limitadas, de ser indiferentes a las desgracias ajenas, y se les cree culpables de suficiencia. En resumen, la beatitud edénica parece ser reprensible en nuestro mundo pecador. Y es el caso del esteticismo, que pretende el cielo en condiciones terrenales. Nosotros difícilmente podemos transportarnos a un plano del ser donde la dicha paradisíaca sería la expresión de la perfección y la santidad. Y aquí nos topamos con una paradoja a la vez ética y psicológica.

La beatitud edénica, que sigue compartiéndose con nosotros en raros momentos de la vida, corresponde a la obtención de la integralidad, de la plenitud, de la perfección semejante a la de Dios. Y, sin embargo, este estado nos inquieta como una suspensión del movimiento del espíritu, un cese de la aspiración y la búsqueda infinitas, como una indiferencia a la existencia del infierno. Vivir en un estado edénico significa alimentarse del árbol de la vida e ignorar el bien y el mal; sin embargo, nos alimentamos de los frutos del árbol del conocimiento, vivimos según esta distinción y la transponemos a este nuevo paraíso que debe inaugurar el fin del proceso universal. Aquí yace la distinción ontológica entre el paraíso del principio y el del fin. El primer paraíso ofrecía la plenitud original, ignorando el veneno de la conciencia, el de la distinción y el conocimiento del bien. Ignoraba la libertad, que apreciamos como si fuera nuestra mayor dignidad. Para él, no hay vuelta atrás. El segundo, en cambio, supone que el hombre ha pasado ya por la exacerbación y el desdoblamiento del consciente, por la libertad, por la distinción y el conocimiento del bien y del mal. Éste designa una nueva integralidad y una nueva plenitud, la que sucede al fraccionamiento. Y, sin embargo, este paraíso nos inquieta porque el infierno es su correlativo ¿Qué hemos de hacer con el mal y los malvados que son la consecuencia del desdoblamiento de la conciencia y de la prueba de la libertad? ¿Cómo han de gozar de la dicha paradisíaca si les están destinados los tormentos eternos, si el mal no ha sido ontológicamente vencido, si posee un reino?

Si el paraíso del principio de la vida universal es inaceptable porque la libertad no ha sido experimentada, aquel cuyo advenimiento debe tener lugar al final de esta vida lo es igualmente también porque la libertad ha sido probada allí y ha producido el mal. Este es el problema fundamental de la ética en su aspecto escatológico. Acaba sin poder resolverlo. La idea de perfección, la idea de la felicidad, nos atrae y nos repugna a la vez. Nos repugna, porque concebimos la perfección y la beatitud en lo finito, mientras que están en lo infinito, dicho de otra manera, porque racionalizamos lo que se opone a la racionalización, porque nuestro pensamiento, en lugar de proceder aquí por la vía de las locuciones negativas, adopta la de las locuciones afirmativas.

Para la conciencia cristiana, la beatitud paradisíaca corresponde al Reino de Cristo y es inconcebible fuera de él. Ahora, este punto por sí solo cambia toda la cara del problema. Pues entonces la cruz y la crucifixión forman parte de esta bienaventuranza. El Hijo de Dios y el Hijo del Hombre desciende a los infiernos para liberar los que aquí sufren. El misterio de la cruz elimina así la  paradoja fundamental de la dicha paradisíaca que engendra la libertad. En adelante, para que el mal sea derrotado, el bien debe crucificarse. Aparece bajo una nueva luz: lejos de condenar a los malvados al suplicio eterno, él mismo acepta ser atormentado. Los "buenos" no prometen  a los "malvados"  la perdición  y no buscan su propio  triunfo, sino que ellos mismos descienden ellos mismos al infierno al lado de Jesús para liberarlos. Sin embargo, esta liberación no puede comportar violencia.  Y ahí radica la inverosímil dificultad del problema. No se puede resolver humana y naturalmente, es preciso llegar aquí, recurrir a la teandricidad y la gracia. Ni Dios ni el hombre pueden violar la libertad y obligar a los malvados al bien y a  la felicidad. Sólo el Dios-Hombre, que une misteriosamente gracia y libertad, conoce el misterio de esta liberación. Toda la dificultad que tenemos para concebir este problema -dificultad que nos obliga a permanecer en docta ignorantia - proviene del hecho de que los malvados no pueden ser llevados al bien, en el sentido de la palabra que damos aquí abajo a ese término. Sólo pueden ser traídos  al supra-bien, es decir, al Reino más allá del bien y del mal.

Ahora bien, el Reino de Dios es precisamente el Reino del supra-bien, en el que el resultado y la prueba de la libertad tienen aspectos muy diferentes a los que tienen en nuestro mundo. De donde una ética de la vida totalmente distinta de la nuestra, de donde una reestimación de los valores. La escatología proyecta una nueva luz sobre toda nuestra. La ética de doctrina del bien que era, deviene la del supra-bien, la de los caminos que conducen al Reino de  Dios. Adquiere un carácter profético, en ella la pesantez de la ley se supera. Pero esta reestimación de los valores, este deseo de ir más allá del bien y del mal fue el escollo que Nietzsche, a quien un profetismo no iluminado le era inherente. Al transferir nuestro mal de abajo. más allá del bien y del mal, él mismo no logró franquear el límite.

La ética del supra-bien no designa en modo alguno indiferencia o indulgencia con relación al mal. No exige menos, sino más. Es una ética que rechaza (la idea de ) los malvados al infierno, que es una ética minimalizada, porque renuncia a la victoria sobre el mal, a la liberación e iluminación de los malvados; es no ontológica, limitándose a distinciones y y valoraciones, sin alcanzar la verdadera transfiguración del ser. La ética religiosa, basada en la idea de la salvación personal del alma, es la ética del egoísmo trascendente. Invita al ser humano a asegurarse un futuro feliz frente a la desgracia de los demás hombres y del mundo, niega la responsabilidad de todos para con todos, rechaza la unidad del mundo creado, del cosmos, y conduce así a la desfiguración de la idea del paraíso y del Reino de Dios, no existe la persona aislada, encerrada en sí misma. La beatitud ontológica me es negada a mí, que me he liberado del todo lo cósmico y sólo me ocupo de mí mismo.  Se niega solo a los buenos que han reivindicado una posición privilegiada. El desapego del hombre con al hombre y con el cosmos es el resultado del pecado original y es impensable relacionar este resultado con la obra de la salvación, introducir en la visión del Reino de Dios lo que sólo se aplica al mundo pecador. La salvación es la reunión del hombre con el hombre y con el cosmos, mediante la reunión con Dios, por lo que la salvación individual, o la salvación de los elegidos es impensable. La tragedia, la crucifixión y el sufrimiento continuarán en el mundo mientras la iluminación y la transfiguración de toda la humanidad y del cosmos no se hayan efectuador. Y si son irrealizables en el eón de nuestro mundo, no cabe duda de que vendrán de otros, en los que se completará esta obra; pues no se podría admitir que la vida terrena del hombre pueda agotarla. Mi salvación y transfiguración están ligadas no sólo a  las de los demás hombres, sino a las de los animales, plantas y minerales, a su inserción en el Reino de Dios, que depende de mis esfuerzos creadores. Por eso incluso la ética debe tener un carácter cósmico. El hombre es el centro supremo de la vida universal, que, habiendo caído por su propia culpa, debe, a través de él, levantarse. La idea del Reino de Dios es incompatible con el individualismo religioso o ético. La afirmación del valor supremo de la persona, lejos de ser una preocupación por la salvación personal, es la expresión de su vocación creadora en la vida universal. Se puede admitir una aristocracia del conocimiento, de la belleza, del refinamiento de la vida, pero no se podría tolerar la aristocracia de la salvación.

Existen dos clases de bien: el que se revela en las condiciones del mundo pecador, el que evalúa y juzga, en otras palabras, el bien de aquí y el bien como consecución de la cualidad suprema de la vida, que ni evalúa ni juzga, sino que irradia luz, es decir, el bien del más allá, El primero no tiene nada que ver con la vida paradisíaca; es el del del purgatorio, desaparece al mismo tiempo que el pecado. Es él quien, proyectado en la vida eterna, crea el infierno. El infierno es precisamente el traslado de nuestra vida de abajo a la vida eterna y al siglo de los siglos. En cuanto a la otra forma del bien, está más allá de nuestra distinción del bien y del mal, y no admite la existencia paralela del infierno es el supra-bien. Pero sería un error creer que sólo el primero puede ser nuestro guía en esta vida esta vida, y que el segundo no podría tener para nosotros esa significación. Es precisamente esto lo que nos lleva a revalorizar nuestros valores y nos lleva a un nivel moral más elevado. No procede de una indiferencia ante el mal, sino de una profunda y torturante experiencia de su problema. La primera forma del bien no resuelve el problema del mal. Generalmente la ética no sabe qué hacer con él; lo juzga y lo condena, pero es impotente para vencerlo, ni siquiera aspira a hacerlo. Por eso ignora tanto el paraíso como el infierno y sólo conoce el purgatorio.

La ética del acto creador ya forma ya parte de la zona paradisíaca zona paradisíaca, aunque conoce el sufrimiento infernal. El paraíso es un vuelo extático y creativo hacia el infinito, superando la gravedad, el encadenamiento y la duplicación. Este vuelo está más allá de la sentencia relevando la distinción entre el bien y el mal. Es el caso del amor. La ética del acto creador debe ser, en cierto sentido, una ética milenarista, orientada hacia el eón que se sitúa en la frontera del tiempo y la eternidad, del mundo de aquí y del mundo de más allá, en el que en el que se funde nuestro endurecimiento. La vida edénica no puede ser enfocada desde un punto de vista estático, y es en esto en lo que el paraíso del fin dofiere del paraíso del principio.

La vida paradisíaca es ante todo una victoria sobre el atroz desgarramiento del tiempo, esa pesadilla de nuestra vida de abajo. Nos volvemos hacia el pasado, en el recuerdo, y hacia el futuro, en la imaginación, permaneciendo así ambos en el presente. Ahí reside la paradoja del tiempo. En pós de un presente eterno, victorioso de la huida mortífera del tiempo, escapamos hacia el pasado o hacia el futuro, como si pudiéramos asirlo en ellos. Por eso, viviendo en el tiempo, estamos condenados a no conocer nunca el presente. La orientación hacia el futuro, tan característica de nuestro eón, conduce a una aceleración del tiempo, que nos impide detenernos en el presente para contemplar lo eterno. Sin embargo, la vida paradisíaca está en el eterno presente. Nuestra civilización contemporánea se opone a él. En efecto, su aceleración del tiempo, lejos de ser una oleada hacia el infinito, nos esclaviza al tiempo y nos hace comprender el tortuoso sufrimiento de la sed infinita. Este eón se dirige hacia una catástrofe; no puede continuar hasta el infinito, pues todo en él se destruye a sí mismo; y el que le sucederá, substituirá la orientación hacia el futuro por un vuelo creativo hacia el infinito, hacia la eternidad.

Hay dos respuestas típicas en lo que concierne al destino del hombre: una afirma que está destinado a la contemplación, la otra sugiere que él está destinado a la acción. Pero es un error oponer la una a la otra estas dos vocaciones, hacerlas excluirse recíprocamente. En efecto, el hombre está llamado a la creación, su papel no puede reducirse al de espectador, incluso de la belleza divina. La creación es una acción, supone una victoria sobre la dificultad, comporta un elemento de labor y también una inquietud. Pero también conoce paralelamente momentos de contemplación que pueden ser calificados como edénicos, momentos en los que la ansiedad cesa, la calma se establece, la dificultad y la labor desaparecen y el hombre comunica con lo divino. La contemplación es el estado supremo, es un fin autónomo y no podría ser un medio, pero también es una creación, una actividad del espíritu.

El último problema escatológico de la ética es el del sentido del mal, el más torturante de los problemas humanos. Se intenta resolverlo ya sea bajo el ángulo del dualismo, ya sea bajo el del monismo. La solución dualista se encuentra dentro de los límites de la distinción entre el bien y la proyecta hacia la vida eterna, como infierno y paraíso. Así el mal queda reprimido en un orden del ser particular e infernal del, se convierte en un puro no-sentido pero un no-sentido  que confirman la verdad del sentido, ya que el mal recibe su castigo. La solución monista rechaza eternizar el infierno y y subordina en principio el mal al bien, ya sea como un elemento del bien que no parece ser un mal más que por la limitación de la conciencia, o como una divulgación insuficiente del bien , o sea como una ilusión, una apariencia. El conocimiento del mal plantea necesariamente el problema de su significado. La primera solución la ve en el suplicio que sufre el mal como consecuencia del triunfo del bien. La segunda solución lo ve en el hecho de que el mal es una parte del bien y que está sometido a él como a un todo. Pero, a decir verdad, el mal aparece en la primer caso como insensato y el mundo en el que ha surgido no podía ser  justificado. En la segunda hipótesis, el mal es simplemente eliminado, y reina una indiferencia absoluta hacia él. Estas concepciones son ambas deficientes y no hacen más que denunciar la insuperable paradoja del problema. Esta paradoja consiste en que el mal es un no-sentido, un desprendimiento del Sentido, y en que, sin embargo, le debe ser reconocido un sentido positivo, si la última palabra del ser retorna en última instancia al Sentido, es decir, a Dios. No es inclinándose por una u otra de estas afirmaciones contradictorias como podremos escapar de esta paradoja. Debemos reconocer de una vez que el mal es un no-sentido y que posee un sentido. La teología racionalizada, que se considera ortodoxa, no escapa en absoluto a esta dificultad. Si el mal es un puro no-sentido, una violación del sentido del mundo, y si encuentra su conclusión en el infierno eterno, entonces el sinsentido infernal forma parte del designio divino, y la creación del mundo se reduce a un fracaso. Si, por el contrario, el mal no acaba en el infierno, si tiene un sentido positivo, se convierte él mismo en una forma no realizada del bien, y es difícil luchar contra él.

Se ha intentado superar esta dificultad recurriendo a la libertad de la criatura, al libre albedrío en su forma tradicional. Pero, como ya hemos visto, los dilemas no han hecho sino retroceder y trasladarse a la fuente de la libertad. El sentido positivo del mal reside en el hecho de que libertad, dignidad suprema de la criatura, implica su posibilidad. La vida paradisíaca ignorando el mal no satisface al hombre que lleva en sí la imagen divina. Este aspira a una vida en la que la libertad habrá sido probada hasta el final. Pero esta prueba engendra el mal, y por eso la vida paradisíaca que la ha sufrido es una vida que también ha conocido su sentido positivo. La libertad tiene una fuente insondable y preóntica, y las tinieblas que emanan de ella debe ser iluminada y transfigurada por la luz divina, por el Logos. El sentido positivo del mal no se encuentra sólo en el enriquecimiento que aporta, en la vida, la lucha heroica llevada a cabo contra él y la victoria que comporta. Esta lucha y esta victoria, lejos de identificarse con la represión del mal en un orden particular del ser, corresponden a su derrota efectiva y definitiva. en otras palabras, a su iluminación y transfiguración. Esta es la paradoja fundamental de la ética, comporta dos caras:  esotérica, la otra exotérica. La ética se transforma ineludiblemente en una escatología en la que ella encuentra su solución. La última palabra retorna a la deificación pero es accesible a través de la libertad y la creación del hombre, que enriquecen la vida divina misma.

La posición fundamental de la ética, habiendo comprendido la paradoja del bien y del mal, encontraría su traducción en la fórmula siguiente : - actúa como si escucharas la llamada de Dios y que fueras invitado a cooperar en su obra en un acto libre y creador; descubre en ti la conciencia pura y original,   disciplina tu persona; lucha contra el mal en ti y a alrededor de ti, no con miras a crearle un reino, devolviéndole al infierno, sino en vista de triunfar realmente, contribuyendo a iluminar y transfigurar  a los "malvados".