lunes, 20 de enero de 2025

Estados póstumos. Ensayo de síntesis 2 (Dominique Viseux)

 La mort et les états posthumes selon les grandes traditions

Dominique Viseux

Guy Tredaniel Editeur Paris 1989 Pp.  143-163  

II  Ensayo de síntesis (continuación)

PROCESOS PÓSTUMOS

El viaje póstumo del ser ordinario que no está adscrito a ninguna comunidad tradicional o religiosa rara vez se contempla en los textos (salvo en P. Sophia, Vedanta) por una razón estrechamente relacionada con esta condición; en efecto, el ser que no participa en una cultura determinada no puede recibir en modo alguno, en el estado póstumo, las imágenes que esta cultura utiliza para identificar el espacio psíquico y las potencias que lo habitan. Además, cuando se contempla este estado, la mayoría de las veces es con fines disuasorios.

Así pues, es difícil trazar el itinerario póstumo del individuo que no tiene «ni fe ni ley», que es propiamente un «inculto» o que se asocia vagamente a una cultura degenerada, incluso materialista y atea. En este caso preciso, en el momento de la muerte, toda posibilidad de liberación inmediata queda evidentemente excluida, ya que la «clara luz primordial» no brilla más que el tiempo de un «chasquido de dedos» (B. Thodol), y lo mismo ocurre con cualquier visión de formas divinas, genios o demonios que pudieran acoger al difunto y guiarlo (L.M. Egipto., P. Sophia, Zohar, Platón), que probablemente son sustituidas por creaciones espontáneas del universo psíquico del difunto, con funciones más o menos vagas según el desarrollo de sus estructuras mentales.

Sea como fuere, las tradiciones coinciden en que el principio consciente permanece consternado por la pérdida de la envoltura corporal y que el alma, lastrada por todas las inscripciones vitales que ha contraído, se estanca en torno al cuerpo durante mucho tiempo (Platón, B. Thódol). Este estado se prolonga mientras estas inscripciones son profundas y las acumulaciones psíquicas nacidas del ejercicio del cuerpo no se agotan y descomponen. Sólo la intervención de elaboradas potencias mentales puede acortar esta interminable desintegración; si éstas faltan, es evidente que el principio consciente sólo puede alojarse en estas inscripciones vitales (sombras: L.M. Egipto, Platón) aferradas desesperadamente al cuerpo y pudriéndose con él.

Por último, hay que ver también que la sustancia psíquica, ya no circunscrita por el cuerpo, se encuentra inevitablemente en contacto con la de otros cuerpos difuntos y que, en virtud de su fluidez natural, se mezcla con ellos y participa a pesar suyo en acumulaciones psíquicas colectivas del mismo orden (L.M. Egipto.). En efecto, no hay razón para considerar el alma desencarnada como una entidad estrictamente limitada en el tiempo y en el espacio, que es lo característico de la condición corpórea. En el estado de sueño, estos límites son más difusos, a fortiori en el estado póstumo intermedio donde el alma adquiere poderes supranormales y puede incluso percibir los pensamientos de los vivos (B. Thódol). También hay que señalar que, en los fenómenos del espiritismo y de la evocación de los muertos (como en el del metempsiquismo), es esta sustancia psíquica inferior y residual la que se manifiesta, lo que confirma el carácter malsano de estas prácticas, siempre desaconsejadas por las tradiciones.

Una vez agotadas las inscripciones vitales (P. Sophia, L.M. Egypt.) o mientras se están agotando (Zohar, B. Thódol), sufren un destino similar las inscripciones mentales, que son más o menos importantes incluso para el individuo que nunca ha buscado formar parte de una comunidad. Esta vez, el difunto es presa de sus propias alucinaciones de carácter pasional, constituidas esencialmente por posibilidades reprimidas (faltas) que no han podido realizarse y que le asaltan. Estas dos etapas, que generalmente se denominan infiernos o purgatorios, y a las que quizás deberíamos preferir el término de «putrefacción psíquica», van seguidas de un estado de inconsciencia absoluta para el individuo ordinario.

A veces se dice que el elemento superior de la personalidad escapa de la envoltura formal (cuerpo y psique) desde el momento de  la muerte (L.M. Egipto: Ba; P. Sophia: Virtud; Zohar: Nescha- má), no participa en las descomposiciones psíquicas y se une a las regiones superiores. Es importante darse cuenta de que se trata de la parte más sutil del alma, la que lleva las inscripciones ideales y vuelve a fundirse con el alma universal de la misma naturaleza. En el caso presente, esta alma superior, habiendo permanecido sin cultivar, vuelve a su origen en estado inconsciente, ya que el principio consciente se ha alojado en las zonas vital y mental sujetas a descomposición. Una vez completada esta descomposición, toda conciencia desaparece por falta de imágenes, ya que el alma es la sustancia necesaria para la producción de imágenes, como un espejo (o un lugar de inscripción), que a su vez son necesarias para que la conciencia se reconozca como tal. Es pues en un estado de inconsciencia, por así decirlo, que el principio consciente se libera finalmente para volver a lo inmanifestado. 

Esta etapa de la existencia póstuma constituye la «segunda muerte», que equivale a la aniquilación (muerte del alma) y en la que no queda ningún elemento de la personalidad. Sin embargo, las sustancias psíquicas descompuestas y despojadas de imágenes (del mismo modo que las sustancias corporales) servirán naturalmente para recomponer otros agregados futuros, al cabo de un tiempo indefinido y en un espacio igualmente indefinido. Sin hablar aquí de conciencia, llevan siempre en sí un deseo vital y mental de manifestación inherente a su naturaleza insatisfecha e insatisfecha. Estas sustancias, absolutamente desprovistas de imágenes e inscripciones, informes, captarán entonces un fragmento de la conciencia no manifestada que las animará, y volverán a reaccionar en otras envolturas formales, cualesquiera que sean. Estas envolturas llevarán necesariamente todas las lagunas «anónimas» anteriores, es decir, todas las posibilidades aún no manifestadas de esta sustancia, que sólo pueden realizarse por la fecundación de la conciencia. Por eso hay que hablar de transmigración (Vedanta, P. Sophia), sin que haya una individualidad que transmigre.

El esquema del viaje póstumo del ser ordinario es bastante simple en sí mismo, ya que es básicamente el mismo que el que se experimenta comúnmente en el estado nocturno (L.M. Egipto, Zohar). El estado intermedio en el que se descomponen las imágenes mentales corresponde al estado onírico, y el alma, incapaz de elevarse por encima de él por falta de aptitud, se hunde entonces en la inconsciencia (sueño profundo) hasta que se reconstituyan sus impulsos vitales (retorno al estado onírico) que la prepararán para una nueva existencia (estado de vigilia).

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El viaje póstumo del ser integrado en una colectividad tradicional, es decir, que obedece a normas sociales estrictas y cuyo objetivo es unir a las individualidades, será muy diferente en virtud del poder ejercido en el estado intermedio por la entidad psíquica colectiva de la comunidad. Esta entidad se sitúa generalmente bajo la autoridad de un legislador fundador (Moisés, Cristo, Mahoma, Buda), que puede ser legendario (Manou, Orfeo, Hermes Trismegisto), o bajo la autoridad de antepasados históricos o míticos. En este caso, el individuo somete su principio consciente al de la autoridad espiritual e integra su alma a la de la comunidad para asegurar su futuro póstumo, su «salvación», y escapar a la segunda muerte. Esta vía, de naturaleza pasiva, tiene como objetivo esencial escapar a los ciclos perpetuos de la existencia y reintegrar el origen por etapas sucesivas o por liberación diferida.

Por extraño que pueda parecer a primera vista, cada comunidad tradicional o religiosa desarrollará para ello medios específicos adecuados a su naturaleza; pero esto es comprensible en la medida en que se considere que, a partir de ahora, es la comunidad la que actúa con su propio genio para salir de la existencia fenoménica, del mismo modo que un ser evolucionado espiritualmente.

Para el individuo integrado, el proceso póstumo será mucho menos doloroso, siempre que haya participado efectivamente en la comunidad de origen. En el momento de la muerte, todas las inscripciones vitales que lo retienen en torno al cuerpo son entonces desbaratadas por las elaboradas facultades mentales (genios, guías psicobombas, ángeles) que extraen el principio consciente de la psique vital residual y lo elevan al nivel de la psique mental. En principio, esta última debería integrar la psique colectiva de la misma naturaleza, pero aquí entran en juego  las inscripciones mentales negativas que se oponen a esta integración y que consisten en todos los ataques hechos al orden colectivo y todas sus transgresiones. En efecto, es natural que un entorno homogéneo no pueda asimilar un elemento heterogéneo, y es por ello que todas las faltas acumuladas contra este entorno deben primero desintegrarse. El difunto debe entonces ser aceptado y perdonado por la comunidad (Platón), y son sus propias acciones e inscripciones negativas las que le acusan (L.M. Egipto, P. Sophia, Zohar, B. Thódol). Así, aunque escape a la descomposición de las inscripciones vitales (P. Sophia), el individuo integrado sufre el purgatorio de los conflictos pasionales que ha provocado, hasta que la sustancia psíquica purificada de sus imágenes negativas (y sólo de ellas) se reasimila en la sustancia colectiva en lugar de desaparecer, como en el caso anterior, en el caos primordial. Aquí hay que destacar el papel y la importancia del redentor, ya sea mítico (Horus) o histórico (Cristo, Buda), sobre todo en su acción de reunir, de «unir múltiples almas». En este sentido, las deidades psicopompos que acogen al alma difunta pueden ser creaciones psicoespirituales colectivas que compensan las carencias individuales momentáneas provocadas por la muerte. En esta medida, el culto a los santos, y probablemente también el de los antepasados, está plenamente justificado.

En esta etapa, las distintas doctrinas divergen, pero se mantiene una concepción: la de la preservación de la individualidad psíquica en el seno de la entidad colectiva. En el hinduismo y el helenismo en particular, el alma, liberada de sus faltas, disfruta de sus méritos acumulados, que son para la psique lo que la fruta para el árbol. Son los efectos benéficos de las acciones conformes al orden comunitario y, por supuesto, los efectos alucinógenos que transforman el alma en una morada paradisíaca bajo la mirada del principio consciente. Estos estados de dicha aparentemente excesivos se justifican por el poder de los difuntos, en el estado intermedio, de multiplicar por diez la intensidad de sus visiones, visiones alimentadas por el imaginario colectivo. Lo mismo ocurre con los infiernos preliminares, donde se agotan los efectos nocivos de actos anteriores que impiden al difunto recuperar el bien colectivo, y que pueden durar, según la gravedad del caso, hasta la perpetuidad (Platón).

Una vez agotadas todas las inscripciones del alma, la conciencia, siempre ávida de imágenes, busca inmediatamente una nueva posibilidad de existencia, que estará determinada por los efectos de la existencia anterior. Estos efectos pueden verse como posibilidades no realizadas que rodean al principio consciente, atrayéndolo o repeliéndolo hacia tal o cual destino (Platón, B. Thódol, Vedanta). Este desenlace póstumo, aunque aparentemente similar al del estado ordinario, tiene sin embargo la inestimable ventaja de no presentar solución de continuidad (segunda muerte) y de preservar la integridad del principio consciente que, en caso favorable, puede obtener nacimientos ventajosos y alcanzar la liberación por grados (Vedánta).

En las religiones semíticas, el disfrute de los efectos benéficos es diferido. Todas las almas que han podido reasimilarse al alma colectiva (Virgen, Shekhina, comunidad islámica) después de abandonar su cuerpo y sus inscripciones vitales y purgarse de sus faltas contra la comunidad, conservan sin embargo su individualidad psíquica pero se duermen por un tiempo indefinido «en el polvo de la tierra». Esta morada de los muertos (el Seol) no es ni feliz ni infeliz, ya que consiste en esperar la reunificación total del alma colectiva, en un estado más o menos inconsciente. Si a veces aparece bajo una luz negativa, se debe principalmente a la posición de las almas que buscan reasimilarse a la comunidad y que son repelidas por sus propias faltas. El Apocalipsis de San Juan distingue dos estados en la morada de los muertos, designados simbólicamente por el Mar (psique colectiva) y el Hades (morada de los rechazados).

Aquí intervienen consideraciones cíclicas que es preciso exponer brevemente: del mismo modo que los fenómenos periódicos de vigilia, sueño y sueño profundo encuentran sus correspondencias en los estados existenciales y póstumos (intermedios y finales), esta analogía puede aplicarse a la escala de los ciclos cósmicos, tradicionalmente asociados a los «días divinos» con sus «noches cósmicas» y sus periodos intermedios de reabsorción (cf. Apocalipsis) y nueva expansión (cf. Génesis). Este concepto, común a las tradiciones semíticas e indoeuropeas (Bhagavad-Gitá; VIII, 17), explica el sentido del estacionamiento indefinido del alma colectiva en el Seol, que aplaza el disfrute de los méritos acumulados hasta el final de los tiempos (Paraíso). En comparación con los sistemas hindú y helénico, esta opción tiene la ventaja de sustraer definitivamente a las almas del ciclo migratorio, y el inconveniente de impedir toda posibilidad de progresión mediante un nuevo nacimiento; pero se justifica por la proximidad del fin de los tiempos y, por esta razón, sólo la practican las religiones más recientes.

El propio fin de los tiempos se concibe como una muerte colectiva. Las almas que no han podido regresar a su comunidad original son rechazadas y disueltas (condenación eterna). En cuanto a las demás, disfrutan individualmente de los méritos acumulados colectivamente y en el orbe del redentor. Cuando todas estas individualidades se desvanecen, el alma colectiva vuelve a ser una, y tras la manifestación grosera, la manifestación sutil se reabsorbe en el mundo informal. En este punto, tiene lugar el matrimonio místico del alma colectiva reunificada y el principio consciente redentor (estado unificado); y lógicamente (pero no cronológicamente, ya que aquí el tiempo ha pasado y el presente se hace perpetuo) sigue la reabsorción de la manifestación informal y la fusión de un principio único en el estado incondicionado (estado liberado).

Aunque el proceso de reintegración final sea idéntico para todas las tradiciones, y todas las almas colectivas se fusionen necesariamente, tras el agotamiento de sus paraísos, en una única Alma del Mundo, lo cierto es que cada comunidad actúa con vistas a este retorno según sus posibilidades, su genio cultural, su especificidad y teniendo en cuenta las leyes y las circunstancias cíclicas. De este modo, el Bardo Thódol, sin duda como resultado de las recientes aportaciones del budismo, parece combinar las vías de la redención y de la transmigración. En el Libro de los Muertos egipcio también se vislumbran estos dos desenlaces, pero es difícil afirmarlo con certeza debido a la ambigüedad de los textos.

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El viaje póstumo del ser que unifica en sí mismo todas las tendencias opuestas y supera el simple nivel de la afirmación individual, será más o menos directo según que esta unificación esté en vías de realizarse o sea totalmente completa. Como este camino sigue activo y comprometida en el mundo, las pulsiones vitales y mentales se siguen ejerciendo sin que el principio consciente vaya unido a ellos como en los casos anteriores, ya que aquí se elabora la parte más sutil del alma. Así como la zona vital se asocia simbólicamente a la Tierra y la zona mental a la Luna, la zona ideal se asocia simbólicamente a los Cielos planetarios, que son la residencia de los dioses, es decir, de los principios que presiden la formación de los opuestos que determinan las características individualizadas. Una vez asimilados estos opuestos, la atracción y la repulsión desaparecen y los dioses son «reconocidos». El ser adquiere su poder, conoce sus misterios y, por tanto, ya no entra en conflicto con las individualidades.

En el momento de la muerte, el principio consciente abandona rápidamente el cuerpo y las inscripciones vitales de la psique. Del mismo modo, las inscripciones mentales no pueden devolverlo al limbo, ya que se identifica inmediatamente con el alma colectiva que ha reconstituido en su interior. No sometido ya a las condiciones tiránicas de la individualidad, atraviesa la esfera temporal para alcanzar un presente perpetuo. En esta fase, sólo las inscripciones ideales del alma colorean aún las visiones del principio consciente y, según su número, multiplican los «dioses» que le rodean. En realidad, éstos no son más que los fragmentos ilusorios de su propia divinidad, que le corresponde reunir en un dios único que los contenga a todos. El principio consciente reasimila así una a una las tendencias ideales del alma que ha proyectado en la existencia y que, en este nivel supraindividual, se convierten en los aspectos de la sabiduría que dominan en simultaneidad todas las posibilidades sucesivas e individuales. Cuando todos estos aspectos se funden en una sabiduría única e incolora, se redescubre la unidad absoluta y la conciencia alcanza el grado de Ser puro.

Como en las representaciones budistas, donde cada deidad está en unión con su paredro, que simboliza la sabiduría o el poder de la deidad, este estado se equipara tradicionalmente a la unión mística, donde el principio consciente «consume» literalmente la sustancia del alma que hace suya, pasando gradualmente de una unión múltiple a una boda única. Aquí, el deseo encuentra su plenitud, su cumplimiento y su fin, ya que el alma, aunque desprovista de formas, reúne todas las formas en sí misma; del mismo modo, el conocimiento total surge de la unión del Conocedor y la totalidad de lo Conocido. Este estado marca la bisagra entre lo manifiesto y lo inmanifestado.

El proceso que acabamos de describir es absolutamente idéntico al que tuvo lugar anteriormente, cuando las individualidades se agotaron en la morada paradisíaca del fin de los tiempos. El paraíso de las religiones semíticas, como el de las tradiciones indoeuropeas, no puede ser perpetuo, ya que es una recompensa por el mérito acumulado, que siempre tiene lugar en la esfera sutil e individual. Puede decirse, pues, que cuando los méritos se agotan, las individualidades se funden progresivamente en el alma colectiva, por la razón de que ya nada las distingue unas de otras, y que una vez que esta alma colectiva ha vuelto a carecer de forma, atraviesa a su vez la esfera temporal para unirse a su principio redentor. Estos procesos son idénticos y, en realidad, se funden (aunque un ser alcance este grado individualmente y antes del fin de los tiempos) porque, más allá de la individualidad, el tiempo se absorbe progresivamente en la perpetuidad y todo se vuelve simultáneo.

De ello se deduce que la conquista de los estados superiores (de los dioses múltiples al dios único) ya no será cronológica en el sentido existencial del término, sino -si se puede expresar así- cada vez menos cronológica y cada vez más simultánea, hasta alcanzar el punto extremo de la coincidencia del tiempo con el espacio absoluto.

El viaje póstumo del ser que se ha liberado de las condiciones mismas de la existencia se resumirá en cuanto a él en una liberación inmediata de todas las formas de manifestación, puesto que, ya en la existencia, ha logrado la unión mística y realizado el androginismo primordial. Habiendo el deseo

alcanzado su objeto último, se adquiere todo conocimiento y, y, en consecuencia, el ser liberado ya no proyecta nada a su alrededor. De ello se deduce que todas las inscripciones antiguas

EL JUICIO

El examen de las doctrinas ha demostrado que el juicio póstumo, concepto más o menos desarrollado pero común a todas las tradiciones, no adopta un lugar invariable en el proceso de la muerte, ni siquiera un sentido idéntico en cada caso considerado.

El juicio puede preceder a la retribución (Platón) o suceder al castigo (P. Sophia). Puede ser inmanente (B. Thodol) o constituir el punto crucial y el objeto del viaje (L.M. Egipto). A veces es inmediato, a veces diferido (Zohar), a veces ambos (P. Sophia). Puede ser colectivo (Juicio Final) o individual; también puede limitarse a un simple examen para guiar a las almas (Vedánta, P. Sophia).

Si volvemos a la diferenciación por grados de despertar, encontramos sin embargo una cierta homogeneidad de concepto: el juicio póstumo no concierne ni a los seres ordinarios que raramente se ven implicados y que no pueden reconocer sus valores (excepto: P. Sophia), ni a los seres que han alcanzado un cierto grado de unidad y se han comprometido inmediatamente en la «vía de los dioses», a fortiori los liberados. En realidad, sólo los seres simplemente integrados en la comunidad en cuestión están sujetos al juicio de forma invariable. 

Esto se debe a que las faltas y los méritos son sancionados y definidos por valores mentales colectivos. Cualquier juicio sólo puede ser emitido por un grupo hacia un individuo (o por un individuo hacia otro individuo); y es imposible concebir la justicia sin un grupo. Esta condición se experimenta comúnmente en la existencia social, no sólo a través del ejercicio de la justicia oficial, sino también en las relaciones más cotidianas; es, pues, muy natural que el juicio reaparezca en la condición póstuma, que sea inmanente a ella cualquiera que sea su lugar, porque condiciona enteramente el régimen de la individualidad humana.

Así, aparte de los que están por definición por encima o por debajo de los valores individuales y sociales, todo ser acumula faltas y méritos en relación con la colectividad. Sin embargo, estos dos tipos no son solidarios ni inversamente proporcionales, y bien puede ocurrir que un ser no acumule ni faltas ni méritos. Esta distinción explica por qué el juicio póstumo puede tener lugar incluso después de la expiación de las faltas, y sugiere que su finalidad es esencialmente evaluar los méritos.

Siempre en relación con las tres zonas de actividad psíquica, las faltas pueden ser de distinta gravedad: debidas a la excesiva importancia concedida a la satisfacción de las necesidades vitales, no constituyen delitos contra la comunidad por estar por debajo del nivel de los valores mentales, pero lastran el compuesto psíquico y retrasan su separación de la envoltura corporal ; cometidos durante conflictos pasionales contra otros individuos o contra la comunidad entera, aplazan indefinidamente la reintegración en la comunidad y ponen en juego la noción de arrepentimiento; por último, perpetrados contra el espíritu mismo de la comunidad, es decir, esta vez en la esfera intelectual, conducen al rechazo definitivo que puede asimilarse a la «condenación eterna». Las tradiciones, y las religiones semíticas en particular, conceden la máxima importancia a los delitos «contra el espíritu» (blasfemia, sacrilegio, etc.), cuyo objetivo no es otro que negar toda trascendencia y arruinar el espíritu de la comunidad. Ni que decir tiene que un ser rechazado de su comunidad está condenado a una soledad póstuma que acaba en la desintegración y la nada.

Además de estos tres tipos esenciales de ofensa, que constituyen las inscripciones negativas y que, en virtud de la fluidez del alma en el estado póstumo, se vuelven inmediatamente atroces y repulsivas en diversos grados, hay otro tipo de ofensa que las culturas tradicionales condenan con mucha firmeza: la que se refiere al misterio de la sexualidad. En efecto, y especialmente en el caso de desviación sexual, es la totalidad del psiquiemo lo que está afectado aquí, y si se recuerda lo que se ha dicho sobre la necesaria asimilación de la sustancia-alma (femenina) por la esencia-espíritu (masculina), es comprensible que, en el orden individual y social, cualquier infracción de esta ley ponga en grave peligro la realización misma de este proceso.

La cuestión del mérito, en cambio, parece mucho más sencilla. El mérito abarca todas las formas de realización normal del potencial individual, según la naturaleza de cada persona y la norma social. Las acciones rituales suelen ser las más gratificantes porque impregnan la psique en su conjunto y a todos los niveles, y tienen como único objetivo la cohesión de la divinidad y su manifestación. En las tradiciones que han conservado toda su vitalidad, la distinción entre lo sagrado y lo profano es inconcebible, y todo acto, incluso el más cotidiano, adquiere un valor sacrificial y ritual, vinculando así todos los órdenes de manifestación en perfecta simultaneidad. El acto ritual, cargado de sentido, sólo es importante aquí en la medida en que engarza el alma individual en sus estructuras más profundas, permite la cohesión y la coherencia de la comunidad, manifiesta los arquetipos ideales en el mundo de los fenómenos y los realiza a través de todas las actividades de la sociedad tradicional. Así elabora la identidad colectiva y, a través de manifestaciones artísticas, religiosas, literarias, artesanales o de otro tipo, la propia identidad cultural. Esta creación nunca es gratuita: su finalidad es estructurar el imaginario colectivo y posibilitar así la reintegración de las individualidades en la unidad primordial, a través de los múltiples estados del Ser.

El mérito de cada individuo reside en ordenar este imaginario colectivo, alimentarlo, enriquecerlo y disciplinarlo, lo que se consigue mediante la proyección en todas las funciones sociales. El individuo que haya colaborado en este logro habrá «hecho fructificar su potencial». Si no, habrá permanecido «estéril» y quedará apartado de la comunidad (Zohar, Evangelios).

Resumido de este modo, este punto de vista sobre el significado del juicio póstumo nos ayuda a comprender por qué las autoridades tradicionales conceden tanta importancia a los dogmas, que son como la arquitectura del espacio psíquico colectivo y que hay que preservar a toda costa. También explica por qué las cuestiones históricas de los cismas y las herejías colectivas, que eran como tantas escisiones en el alma común, eran tan violentas y apasionadas. No se trata de justificar ciertas monstruosidades inquisitoriales, sino simplemente de sugerir las razones más profundas de estos fenómenos. Es inconcebible que una comunidad tradicional se divida sin cesar y se extravíe sin normas ni puntos de referencia, lo que sería contrario a su vocación; y hay un punto que conviene subrayar: el objetivo de tal comunidad no es sólo reunir a los individuos en el espacio, sino también en el tiempo. Es en esta comunidad donde antepasados y descendientes lejanos deben encontrarse en su estado póstumo; por tanto, es necesario que todos los individuos vivan en la misma comunidad, hablen la misma lengua y se reconozcan. En consecuencia, las tradiciones establecen rígidamente sus instituciones para combatir la disolución del tiempo y fijar su espacio; «excomulgan», «exterminan» o «proscriben» a cualquier individuo que las ofenda.

Hasta ahora, sólo hemos hablado de las sociedades tradicionales y de su futuro póstumo; y obviamente, por sus opciones, la sociedad occidental moderna se excluye a sí misma de este proceso. Por otra parte, no tiene sentido comentar su propio futuro, por una razón estrechamente ligada a su propia naturaleza: ni se pronuncia ni se quiere pronunciar. Al margen de cualquier examen, se hace lógico pensar, de acuerdo con lo expuesto, que no tiene futuro póstumo.

Por otra parte, es inadecuado hablar de civilización occidental en la medida en que esta civilización, en Occidente al menos, no es más que la continuación de la civilización cristiana, amputada de su trascendencia. No es el único caso en la historia, y hay que matizar esta definición añadiendo que el cristianismo, aunque ya no concierna más que a una minoría social, sigue persiguiendo su vocación de acercamiento hasta agotar todas sus posibilidades.

A este respecto, puede decirse que la sociedad moderna no es más que una suma de individualidades desligadas de un núcleo cultural cada vez más reducido, y que su destino póstumo se reduce al de una multiplicidad de individuos corrientes que ya no tienen entre sí ningún vínculo real ni ninguna comunidad de espíritu. En efecto, si consideramos la visión occidental del mundo, es decir, la elaboración de su espacio psíquico colectivo, que se supone le garantiza algún tipo de futuro, pronto nos damos cuenta de que cada vez está más materializada, reducida al mundo corpóreo y resumida en él. Esta progresión también es significativa: la filosofía, que sucedió directamente a las concepciones religiosas, se encerró en un espacio abstracto para cultivar valores intelectuales que no tenían ninguna repercusión en la comunidad y que el tiempo corroyó rápidamente. El psicoanálisis la destruyó y la volvió obsoleta al subordinar el intelecto a la mente, es decir, sus valores a los suyos propios. Al ver las religiones como manifestaciones neuróticas colectivas, las ha sustituido por nuevas mitologías parentales y sexuales que resultan más seductoras porque eliminan las barreras comunitarias y familiares. Sin embargo, el propio psicoanálisis, demasiado atrapado por un nuevo ocultismo y un espíritu de casta, y que afirma la existencia de la psique como entidad distinta de la entidad corporal, pronto será reabsorbido por la explicación científica pura cuando sea posible intervenir químicamente sobre todos los fenómenos psíquicos. En ese momento, por supuesto, la conciencia colectiva se alojará por completo en la manifestación corporal y terminará con ella.

Es probable que, en un futuro más o menos próximo, la mayoría de la especie humana adopte las concepciones modernas, pero debemos insistir aquí en la palabra concepción, que sólo expresa una producción mental más. A pesar de las certezas occidentales, la realidad total sigue siendo idéntica a sí misma y no puede verse afectada por visiones reductoras que, al fin y al cabo, son muy limitadas en el tiempo, el espacio y el sujeto.

Para volver al tema de los destinos póstumos, y responder a la posible objeción de que la cultura occidental moderna representa el desarrollo de una entidad psíquica colectiva asimilable a todas las demás, es preciso hacer algunas puntualizaciones. La sociedad moderna, aunque aparentemente homogénea, sólo lo es de hecho en su organización material, y rechaza toda ideología espiritual colectiva por considerarla alienante. En consecuencia, todos los valores comunitarios se derrumban y acaban fragmentándose en una multitud de valores individuales heterogéneos que cada vez se preocupan más sólo de la manifestación vital del ser y de su protección contra la amenaza de la muerte. La muerte se convierte en lo único que se experimenta en común, el único lugar donde los individuos se reconocen y hablan el mismo lenguaje. Fuera de ella, todo se vuelve posible y, dada la ausencia de valores espirituales, progresivamente aceptado. El ejemplo más llamativo y significativo es el desorden del comportamiento sexual. Este fenómeno no es insignificante para el desarrollo de la conciencia social, ya que determina el futuro mismo de la especie y su calidad psíquica, y es irreversible y progresivo. Por último, y este es un punto fundamental, el hombre moderno se diferencia del hombre arcaico en su incapacidad para descubrir en el mundo sensible lo que es y lo que no es. Esto se traduce en una incapacidad para unificar y trascender su propio manifestaron. Convencido de que las cosas en sí mismas no tienen sentido (lo cual es correcto), se niega a darles ninguno, sin ver que la finalidad misma de la inteligencia es hacer que las cosas tengan sentido.

En conclusión, podemos decir que el futuro póstumo del hombre moderno que no esté vinculado a una comunidad tradicional será una simple descomposición de la psique y el agotamiento de las inscripciones vitales y mentales. Para el individuo desprovisto de todo valor comunitario, no hay juicio posible, ya que todo juicio presupone la existencia de una entidad colectiva y de un sistema de valores y, según las palabras del Evangelio, cada individuo se mide por la medida con la que se ha medido. Así, el hombre moderno, abandonando su conciencia redentora, abandona también toda posibilidad de redención por sí mismo; afirmando su especificidad individual, destruye el lenguaje colectivo; perdiendo toda medida, por falta de valores, ya no se mide por nada; viendo la existencia sensible como un fin en sí misma, acaba con ella. Ni siquiera deberíamos hablar aquí de «condenación eterna», que sigue presuponiendo un juicio. Se disuelve pura y simplemente en la inconsciencia del caos primordial, siguiendo su propia creencia; y esto es de nuevo, podría decirse, el efecto de una justicia inmanente y absoluta.

Cualquiera que sea su destino y sus logros, el hombre hereda siempre sus propias producciones. En esto es el creador, el arquitecto de su espacio póstumo, idéntico a Dios y fundido en él. Se convierte en lo que piensa, lo que dice, lo que hace, pero ignora sus propias facultades de demiurgo. Pulsión del No Ser al Ser puro, asume un «programa» genético, psíquico y arquetípico para cumplir una de las infinitas posibilidades de manifestación. Este programa es esencial para definir el campo de significados que lo conducirá a la conciencia pura y para no perderse en el movimiento y la multiplicidad de los fenómenos que él mismo ha conquistado.

No hay dualidad Hombre-Dios, sino sólo una propulsión indefinida de conciencias fragmentarias hacia un conocimiento único. Tampoco hay dualidad Espíritu-Materia, sino sólo grados de condensación capaces de efectuar el paso de lo que no es consciente a lo que se hace consciente. En este continuo, es inútil preguntarse si «Dios existe», porque basta ver que sólo existe la Conciencia; del mismo modo, es absurdo pensar que la Conciencia nace de la materia, cuando esta materia sólo es una Conciencia en formación.



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