De la
destination de l’homme.
Nikolái
Aleksándrovic Berdiáev (Kiev 1874-Paris
1948)
Editions L’Age
d’Homme. S.A. Lausanne 1979 Pp. 323-342
Tercera parte
CAPÍTULO I
LA MUERTE Y LA INMORTALIDAD
Las éticas filosóficas no tienen generalmente una conclusión
escatológica. Y si incluso tratan el problema de la inmortalidad, es sin
profundizar el problema de la muerte misma, y preferentemente en conexión con
la responsabilidad moral del hombre, con
las recompensas y castigos. En el caso más favorable, el problema está ligado a
la necesidad de dar un fin, una culminación a las aspiraciones infinitas de la
persona humana. La noción de inmortalidad se fundaba en la ayuda de la metafísica
naturalista, que veía el alma una sustancia. Pero no había contacto con el
profundo problema de la muerte, un problema fundamental para lo conciencia religiosa y en particular para la conciencia
cristiana. Este problema, en efecto, no es sólo de metafísica, es también de una
ética ontológica infinitamente más profunda. Esto lo que comprendieron pensadores
tales como Kierkegaard y Heidegger. Freud, en cierto sentido, también le
atribuyó un sentido central a la por otra parte tiene pleno derecho. Pues, en
relación con el problema de la muerte, el problema de la inmortalidad es ya
secundario, y se plantea la mayoría de las veces de forma inexacta. Su propio
término es falso, en la medida en que parece negar el hecho misterioso de la
muerte. En cuanto a la cuestión de la inmortalidad del alma, pertenece a una
metafísica completamente caduca.
La muerte es el hecho más profundo y significativo de la
vida, que eleva al último de los mortales por encima de la cotidianidad y la
trivialidad. Sólo ella plantea en toda su profundidad la cuestión del sentido
de la vida. En efecto, esta sólo tiene sentido porque existe la muerte. Puesto
que el sentido está ligado al fin, si en nuestro mundo reinara la mala infinidad,
la vida no tendría sentido. Y lo curioso es que los hombres que hombres que experimentan
con razón espanto ante la muerte y que la ven como el mal último, se ven sin
embargo obligados a reconocer que la obtención definitiva del sentido está
ligada a ella. Así, mientras que la muerte es el paroxismo del miedo y del mal,
la muerte es la única salida que nos permite pasar del tiempo maligno a la
eternidad; es sólo a través de la muerte que se puede acceder a la vida
inmortal. En consecuencia, es en la muerte donde el hombre deposita su última
esperanza. Ésta es su paradoja más prodigiosa.
Según la fe cristiana, la muerte es el resultado del pecado y
el último enemigo a vencer. Y sin embargo representa, en nuestro mundo pecador,
un bien y un valor. En efecto, si provoca en nosotros una angustia inexpresable,
no es sólo porque es un mal , sino también porque tiene una profundidad y una
majestad que sacuden nuestro mundo cotidiano, superando los poderes que hemos
acumulado en nuestra vida y que sólo corresponden a las condiciones de este
mundo. Para estar a la altura de su percepción y de la actitud que le es debida,
se requieren una intensidad espiritual y una iluminación excepcionales. Por
tanto, se podría sugerir que el sentido de la experiencia moral de toda la vida
consiste en llevar al hombre a esta aprehensión y esta actitud. Platón tenía razón
cuando enseñaba que la filosofía no es otra cosa que una preparación para la
muerte. Pero la dificultad no reside más que en una cosa: la filosofía es
incapaz de enseñarnos incapaz por ella misma cómo morir y cómo superar la muerte. Su doctrina de la
inmortalidad no nos abre ningún camino a este respecto. Podría decirse que, en
sus logros supremos, la ética es mucho más una ética de la muerte que una ética
de la vida, la muerte reveladora del fin, la única que comunica sentido a la
existencia. La vida es noble sólo porque que el hombre está destinado a otra
vida suprema; sin ella, la existencia habría sido vil y sin sentido. Pero entre
la vida en el tiempo y la vida en la eternidad hay un abismo que no se puede
atravesar más que por la muerte, es decir, por la angustia de la ruptura. En
este mundo, concebido como aislado, finito y autosuficiente, todo parece
carecer de sentido, porque todo es corruptible, transitorio, es decir mortal,
es la fuente del sinsentido de este mundo y de todo lo que ocurre en él. Tal es
un aspecto de la verdad accesible a lo limitado. Heidegger tiene razón al decir
que lo cotidiano (das Man) paraliza la nostalgia asociada a la muerte (1). Frente a la muerte, lo cotidiano sólo provoca un
temor de orden inferior, un temblor ante ella, como ante la fuente del
sinsentido.
Pero hay otro aspecto de la verdad, que suele estar
generalmente disimulado al horizonte limitado: la muerte no es sólo un indicio del
sinsentido y de la corruptibilidad de la vida, es también el signo de su
sentido supremo. La profunda nostalgia y angustia que sentimos ante su misterio
son la prueba de que no somos sólo de la superficie, sino de las profundidades,
que pertenecemos no sólo a la cotidianidad del tiempo, sino también a la
eternidad. . Y si la eternidad en el tiempo nos atrae, también nos provoca
angustia y nostalgia. Éstas se suscitan
no sólo por el fin y la muerte de aquello que nos es querido, de aquello a lo
que estamos apegados, sino, en un grado mayor y más profundo por el abismo que
se extiende entre el tiempo y la eternidad. Vinculadas a la travesía de este
abismo, la angustia y la nostalgia representan también la esperanza del hombre
de que el sentido definitivo está destinado un día a revelarse y a realizarse. Así, si la muerte corresponde
a la angustia del hombre, corresponde también a su esperanza, aunque no siempre
lo la conciba y no le dé su verdadero nombre. El sentido, procedente de otro
mundo, abarca al hombre de este mundo y requiere la prueba de la muerte. La
muerte no es sólo un hecho biológico o psicológico sino también un fenómeno del
espíritu. SU SENTIDO RESIDE EN QUE LA ETERNIDAD ES IRREALIZABLE EN EL TIEMPO,
EN QUE EN ELLA LA AUSENCIA DE UN FIN CORRESPONDE A UN SINSENTIDO.
Pero la muerte es un fenómeno que se produce aún bajo la
vida, es una reacción contra la necesidad de un fin en el tiempo, que reclama
la existencia. No se puede concebirla únicamente como el último instante de la
vida, que inaugura la venida del no-ser o la existencia de ultratumba. Es un
fenómeno que se extiende a
(1) Cf. Sein und Zeit : Das moeglíche Ganzseín uns das Sein
zum Τοde.
toda la vida, que es una agonía incesante, una experiencia del
fin en todo, un perpetuo juicio hecho por la eternidad sobre el tiempo. La vida
comporta una lucha implacable contra la muerte, debido a la imposibilidad de
abarcar la totalidad en el tiempo y el espacio. El tiempo y el espacio son mortíferos;
engendran rupturas que son experiencias parciales de la muerte. Cuando los sentimientos
humanos declinan y desaparecen con el tiempo, es una prefiguración de la
muerte. Cuando se abandona en el espacio, un individuo, un animal, un lugar o
un objeto, y cuando esta separación va acompañada de la sensación de que tal
vez nunca volvamos a verlos, tenemos otra experiencia de la muerte. La tristeza
de cualquier separación, de cualquier ruptura en el tiempo y en el espacio,
corresponde sin duda a la tristeza de la muerte.
Recuerdo la torturante nostalgia que me embargaba de niño, en
cada separación. Llevaba un carácter tan universal que no podía soportar la
mera idea de no volver a ver el rostro de una persona desconocida y ajena a mí,
la ciudad por la que había pasado accidentalmente, la habitación en la que me
había detenido unos días, el árbol por el que había pasado, el perro que había cruzado
por casualidad, etc. Esta experiencia corresponde, sin ninguna duda, a un
acecho de la muerte en el seno mismo de la vida. En el tiempo y el espacio, que no abarcan la
plenitud de la vida, la muerte siempre triunfa, y evoca una vida en la
eternidad donde, siendo victorioso el sentido, la separación y la ruptura ya no
existirán, y los pensamientos y sentimientos humanos ya no conocerán la
decadencia. La muerte se produce para
nosotros no sólo en el momento en que nosotros mismos desaparecemos, sino ya en el momento en que
desaparecen nuestros seres queridos. Tenemos en la vida una experiencia de la
muerte, aunque no sea definitiva. La aspiración a la eternidad del ser entero es
la esencia de la vida. Sin embargo, por una extraña paradoja, esta eternidad
sólo se alcanza a través de la muerte, que es el destino de todo lo que vive en
el mundo. Y cuanto más compleja se vuelve la vida, más alto es su nivel, más
amenazada está. De hecho, las montañas viven más que las personas. Las montañas
viven, en efecto, más tiempo que los hombres. El Mont Blanc aparece más inmortal que el santo
o el genio. Incluso los objetos gozan de una resistencia relativamente superior
a la de los seres vivos.
La muerte tiene un sentido positivo, siendo el mal más terrible.
Esto es lo que encontramos en el fondo de toda mala pasión. El asesinato, el
odio, la animosidad, la depravación, los celos, la venganza, toda remonta a
ella. El amor propio, la codicia y la ambición son mortales en sus resultados.
En resumen, no hay más mal que la muerte y el asesinato. La muerte es el
resultado "malo" del pecado, y una vida sin pecado habría sido
inmortal. La muerte es la negación de la eternidad, y es en este punto donde reside
su mal ontológico, su hostilidad al ser, sus tentativas de reducir la creación
al no-ser. Se resiste a la creación del mundo por Dios, quiere emancipar a la
criatura mediante un retorno a la libertad pre-originaria. La criatura que, en
su pecado, se opone a la idea y al designio de Dios sobre ella, no tiene más
que una una salida: la muerte. Y ésta testimonia
negativamente de la fuerza divina en el mundo y del sentido divino que se
manifiesta en el no-sentido. Se podría incluso sugerir que el mundo ha logrado
cumplir su propósito ateo de vida infinita -pero no eterna- si Dios no
existiera; pero como sí existe, este diseño es inalcanzable, y la muerte ocupa
su lugar.
El Hijo de Dios, el Redentor y Salvador, Santo y exento de
pecado, tuvo que aceptar la muerte y, por lo mismo, santificarla. De ahí la
doble actitud del cristianismo hacia la muerte. Cristo con su muerte venció a
la muerte; y su sacrificio voluntario, provocado por el mal del mundo, no puede
ser considerado más que supremo. Al venerar la Cruz, nos inclinamos ante la
muerte liberadora y victoriosa que se transfigura y dirige la vida. Y toda la existencia
de este mundo debe pasar por la muerte, por la crucifixión, a falta de lo cual
no puede alcanzar la resurrección. La muerte no es definitiva y cuando se la
comprende como un momento en el misterio de la vida, no le pertenece la última
palabra. Rebelarse contra ella es resistir a a Dios. Y, sin embargo, estamos
llamados a combatirla heroicamente y a vencerla, arrancarle su aguijón. La obra de Cristo en el mundo puede verse sobre
todo como esta victoria, como la preparación para la resurrección y la vida
eterna. El bien constituye su vida, su fuerza, su plenitud, su eternidad.
La muerte es la paradoja más prodigiosa del mundo,
ininteligible para el pensamiento racional. Es una locura que se ha convertido
en banalidad. En efecto, la cotidianidad ha embotado el sentido de su
naturaleza paradójica e irracional. Y en su forma más racionalizada, se
esfuerza por olvidar la muerte, por ocultarla a la humanidad, por hacerla
imperceptible. En ella triunfa un
espíritu opuesto a esa oración cristiana que pide que su recuerdo nos sea
guardado. En este sentido, los hombres de la civilización contemporánea son
inconmensurablemente inferiores a los antiguos egipcios. La paradoja de la
muerte se expresa no solamente en términos morales, sino también estéticos. En
efecto, la muerte es horrorosa, la descomposición, la pérdida de toda figura y
rostro, el triunfo de los elementos inferiores del mundo material que se
manifiestan en ella, parecen alcanzar los límites mismos de la monstruosidad.
Y, sin embargo, es magnífico: ennoblece al último de los mortales, elevándolo
al mismo nivel que el primero, ella triunfa sobre la fealdad de la trivialidad
y la cotidianidad. Hay un momento en que
el muerto parece más bello, más sereno, más armonioso que en vida. Los
sentimientos horrendos y perversos se desvanecen en su presencia. La belleza y
el encanto del pasado están ligados al hecho ennoblecedor de la muerte, pues es
precisamente la muerte la que lo libra de sus manchas, marcándolo con el sello
de la eternidad. Por consiguiente, si la muerte implica descomposición también
implica purificación. Nada que sea avaro, corrupto o corruptible puede resistir
su prueba. Sólo lo que es eterno lo supera. Y por triste que sea, debemos resignarnos al hecho de que
la gravedad de la vida está ligada a ella, y que sólo puede revelarse ante su
misterio. La significación moral del hombre sólo aparece en la prueba de la
muerte, la muerte de la que está
saturada su propia vida.
Pero a pesar de estas consideraciones, es indiscutible que
nuestra tarea moral es luchar contra la muerte en aras de la vida eterna. El
principio fundamental de la ética podría formularse así:
- actúa de tal manera
que tu puedas afirmar en todo, en todas partes y con respecto a todo y a todos,
la vida eterna e inmortal, de modo que puedas vencer a la muerte.
Es vil olvidar la
desaparición de un solo ser viviente, de reconciliarse con ella. La muerte de
la última y más pequeña criatura es algo intolerable , y si no se vence en lo
que a ella concierne, entonces el mundo no tiene justificación y no puede ser
acogido. Todo y todos deben resucitar a la vida y a la vida eterna. En otras
palabras, debemos afirmar un principio ontológico no solamente con respecto a
los hombres, sino con respecto los animales, las plantas e incluso los objetos
inanimados. El hombre debe ser siempre y en todo el dispensador de vida, debe irradiar
su energía creadora.
Ahora bien, el amor a todo lo que es viviente, sobrepasando
el amor a la idea abstracta, constituye precisamente esta lucha contra la
muerte en nombre de la vida eterna. El amor de Cristo con relación al mundo y
al hombre es un don de vida en abundancia, una victoria sobre las fuerzas mortíferas.
La lucha contra la muerte en sí misma, que es el sentido mismo de la ascesis,
exige que nos comportemos hacia nosotros mismos y hacia los demás como si la
muerte fuera a sorprendernos en cualquier momento. Es en esto, además, en lo que
debemos discernir el valor moral de la misma. Triunfa sobre el miedo animal que
te inspira, pero mantén dentro de ti la angustia sagrada y espiritual que hace
nacer su misterio. Pues, en definitiva, es de ella de donde nace en el hombre la
idea misma de lo supra-natural. Los enemigos de la religión, especialmente Epicuro,
piensan que haciéndola responsable del miedo a la muerte se la rechaza al mismo
tiempo. Pero nunca llega a negar que, en la angustia sagrada que hace nacer la
muerte, el hombre comunica con el misterio más profundo del ser, recibe una
revelación. La paradoja moral de la vida
y la muerte se expresaría mediante el imperativo ético siguiente: compórtate con
los vivos como con los moribundos, y con los muertos como con los vivos.. En
otras palabras, recuérdate siempre de la muerte como el misterio de la vida y,
en νida como en la muerte,
afirmar incansablemente la vida eterna.
Si la vida está estrechamente ligada a la muerte, no está en
su debilidad, como podría pensarse a primera vista, sino en su fuerza en su
intensidad, en su sobreabundancia. Esto es lo que descubrimos en el dionysianismo.
También es lo que se revela en el amor. En efecto, la pasión, es decir la
manifestación más intensa de la vida, contiene siempre las semillas de la
muerte; y el que acoge el amor en su fuerza sobreabundante y su trágico, está obligado
a acogerla también. El que retiene demasiado su vida, huye del destino del
amor, sacrificándolo a otras vocaciones. Por eso, mientras nos lleva a alcanzar
el punto culminante de la vida, el amor erótico, por una extraña paradoja,
también conduce a nuestra pérdida y muerte en el mundo. El sujeto del amor está
condenado a muerte, y condena al objeto amado. Wagner nos dio una prodigiosa
revelación musical de esto en el segundo acto de Tristán e Isolda. La cotidianidad
social se esfuerza por debilitar este vínculo entre el amor y la muerte, trata
de hacerla inofensiva procediendo a su organización. Pero, en realidad ni
siquiera es capaz de darse cuenta. Sólo conoce un remedio contra la muerte: el
parto. En la procreación, la vida parece vencer a la muerte. Pero esta
victoria, que se niega a conocer a la persona, su destino y sus esperanzas,
conociendo sólo la vida de la especie, es una victoria quimérica. En efecto, el
que da a luz está condenado a morir, y al mismo tiempo condena a muerte a la
persona que procrea. Además, la naturaleza ignora generalmente el misterio de
esta auténtica victoria, que sólo puede provenir de un mundo supranatural. A lo
largo de toda su historia, los seres humanos han tratado de combatir la muerte,
a veces con la ayuda del olvido, con la ayuda de la idealización y la
embriaguez de la perdición. Y de este conflicto nacieron muchas creencias y
doctrinas.
La noción filosófica de la inmortalidad natural de la inmortalidad
del alma, deducida de su sustancialidad, es estéril, en cuanto que ella olvida
el hecho mismo de la muerte. Partiendo de su punto de vista, la lucha contra la
corrupción en nombre de la vida eterna es inútil. Esta doctrina corresponde a
una metafísica racionalista, totalmente desprovista de lo trágico. El
espiritualismo escolástico no es una solución al problema de la muerte y la
inmortalidad, es una especulación de gabinete de trabajo, eminentemente
abstracta y no vital. Lo mismo ocurre con el idealismo, que es incapaz no sólo
de resolver el problema, sino incluso de plantearlo. El idealismo, tal como se
expresa en la metafísica alemana, ignora a la persona, no ve en ella más que una
función del espíritu universal y de la idea, razón por la cual es tan
insensible al problema de la muerte.
En efecto, la tragedia de la muerte no puede percibirse más
que mediante una profunda percepción profunda de la persona, más que
considerándola eterna. Pues no es trágico más que la desaparición de lo que es
inmortal por su valor y su destino. Si la muerte del hombre nos resulta
intolerable, es porque la persona está en él corresponde a la idea y designio divinos
eternos, porque en ella está incluida la unidad de todas las fuerzas y
posibilidades humanas. La persona no nace de padre y madre, sino que es creada
por Dios. La inmortalidad natural del alma y del cuerpo no le es dada al hombre
engendrado por un proceso genérico. Este último en este mundo es un ser mortal.
Pero es consciente de la imagen divina, de la persona que lleva en él, él sabe que
forma parte no sólo al mundo natural, sino también del mundo espiritual. Y es por
lo que se considera perteneciente a la eternidad; y es por lo que aspira a ella.
No es el elemento psíquico o el elemento corpóreo, tomados en sí mismos, los
que son eternos e inmortales en el hombre, sino el elemento espiritual, cuya
acción, al ejercerse sobre ellos, forma precisamente la persona, realiza la
imagen divina. El hombre es inmortal y eterno en tanto que ser espiritual
perteneciente a un mundo incorruptible, pero no es naturalmente y de hecho un
ser espiritual; sólo es un ser espiritual si el espíritu triunfa en él y domina
sus elementos inferiores. La integralidad y la unidad son engendradas por el
trabajo del espíritu y son ellas las que constituyen la personalidad. El
individuo natural no es todavía persona y la inmortalidad no le es inherente. No
es naturalmente inmortal más que la especie. La inmortalidad se conquista por
la persona y designa una lucha a favor de esta.
El idealismo enseña la inmortalidad del espíritu impersonal
o supra-personal, la de la idea y la del valor, pero no la de la persona, cuyo
destino eterno es generalmente sacrificado. Fichte y Hegel nos dan un ejemplo; esta
teoría comporta una parte de verdad, por el hecho de que no es el hombre
natural, empírico, el que es inmortal y pertenece a la eternidad, sino el
principio espiritual, ideal en él. Su error resulta del hecho de que este principio
no forma la persona para la eternidad, no transfigura todas sus fuerzas, sino
que se separa de ellas, y las libra a la corrupción y a la muerte, se abstrae
en un cielo ideal y crea un espíritu impersonal e inhumano. La persona que se
ha realizado a sí misma y ha alcanzado la integralidad es inmortal. Pero en el mundo
espiritual, no existe aislada en sí misma, está unida a Dios, a los demás, al
cosmos. El materialismo y el positivismo son doctrinas que se reconcilian con
la muerte, que la legalizan, al tiempo
que intentan olvidarla y organizar la
vida sobre las sepulturas. Estas doctrinas son, por tanto, banales, desprovistas
de profundidad y gravedad. La doctrina del progreso está totalmente absorbida
por el futuro de la especie, el destino de las generaciones futuras, y es
totalmente insensible a la persona y a su destino. El progreso, como la
evolución, ofrece un impersonalismo. Si la muerte es un hecho desagradable para
la especie que progresa, no es profunda ni trágica para esta última, porque disfruta
de la inmortalidad. La muerte no es profunda y trágica más que para la persona
y desde el punto de vista del esta. La resignación ante la muerte es inherente
a las doctrinas más elevadas, la reconciliación ante ella. La muerte se percibe
entonces en su trágico, pero la persona, habiendo tomado conciencia de sí
misma, no tiene fuerza espiritual para combatirla y vencerla. Las actitudes
tanto del estoicismo como del budismo son impotentes ante la muerte, pero son
más nobles que las teorías genéricas que la ignoran totalmente. La actitud del
alma ante la muerte es siempre triste y melancólica. En ella se hace sentir la
nostalgia del recuerdo, incapaz de resucitar el pasado. En cuanto a la actitud
pre-cristiana, ella designa una resignación ante la suerte que ocasiona
inevitablemente la muerte. Sólo el espíritu, sólo el cristianismo gana aquí una
victoria.
La noción de inmortalidad personal era ajena al antiguo
pueblo israelita. No la encontramos en el Antiguo Testamento. La conciencia de
sí aún no había despertado aún, y sólo la conciencia de la inmortalidad del pueblo,
es decir, de la especie, le era inherente. Es en el libro de Job donde aparece
por primera vez la conciencia del destino personal y su trágico. No fue hasta la
época helenística, precediendo la venida de Cristo que, en la conciencia
religiosa del judaísmo, el elemento espiritual se sustrajo del poder del
elemento naturalista. Asistimos a una liberación de la persona, que se despeja de
la vida genérica y popular en la que anteriormente estaba diluida. Pero la idea
de inmortalidad no se revela verdaderamente más qu en los griegos (1). Y allí su desarrollo es singularmente instructivo.
En su origen, el hombre era considerado un ser mortal; fue sólo en la medida en
que el principio supra-humano, es decir
(1) Véase Erwin Rohde: Psyche,
Sellenkult und Unterblichtkeitsglaube des Griecnhen
divino, se manifiesta en él que la noción de su inmortalidad
comienza a surgir. No es el común de los mortales, sino semidioses, los héroes,
los demonios quienes se encuentran dotados de inmortalidad. Una tristeza
desgarradora, ligada a la muerte del hombre, era inherente a los griegos. Su
tragedia y su poesía están impregnadas de ello. El principio humano mortal y el
principio divino inmortal sólo se unen en los héroes, en los superhombres. No
hay nada más lúgubre que el destino del hombre, condenado a descender al reino subterráneo
de las sombras, y a resignarse a la inexorabilidad de su suerte.La tristeza
particular de los griegos, ausente de la concepción bíblica, proviene del hecho de que, habiendo
descubierto el , no habían logrado unirlo con
el principio divino. Así es como se vieron inducidos a creer que hubiera
sido mejor que el hombre no hubiera nacido. Esto no es el pesimismo metafísico
de la India, que rechaza al hombre y ve el mundo como una ilusión, es una
tristeza humana que discierne una realidad tanto en el hombre como en el mundo,
pues, para los griegos son eminentemente realistas. Pero su genio no pudo
resistir mucho tiempo este contraste entre el destino del mundo humano y el del
mundo divino. Así que debería entablarse a toda costa una lucha por la
inmortalidad del hombre.
En la conciencia religiosa y mitológica de Grecia, la
inmortalidad de lo divino se revelaba paralela a la mortalidad de lo humano. Sin
embargo, el pensamiento del hombre podía comunicar con esta inmortalidad,
adquirirla y elevarse a ella. Este es el tema de los misterios, del orfismo de
la filosofía de Platón. El alma humana comporta un elemento divino que debe ser
liberado del poder de la materia. Entonces se conquista la inmortalidad. Pero
esta conquista significa un abandono y no una transfiguración del mundo
material inferior. La inmortalidad es espiritual e ideal. Sólo es inmortal lo
que es inmortal por la naturaleza metafísica de las cosas, en otras palabras la
muerte y la corrupción no son vencidas. Según el mito órfico, el alma desciende
al mundo material y pecador y debe a continuación liberarse de él, para volver
a su patria espiritual. Este mito relativo al origen y destino del alma, que
ejerció tanta influencia sobre Platón, y que encontramos particularmente en el
“Fedón”, es uno de los más profundos de la humanidad. La doctrina antigua de la
reencarnación, uno de los raros esfuerzos intentados para captar el destino del
alma en su pasado y en su futuro, en su génesis y en su escatología, está
ligado a ella.
El cristianismo enseña la resurrección, la victoria sobre la
muerte, para todo el mundo creado, es por tanto infinitamente superior a la
doctrina griega que dedicaba una considerable proporción de la humanidad a la
corrupción y a la muerte. Pero el misterio de la génesis del alma no fue
suficientemente sacado a la luz. Divulgar el elemento eterno en el alma no es
sólo discernirlo en el futuro, sino también en el pasado. En efecto, lo que
sólo ha surgido en el tiempo no puede heredar la eternidad. Y si el alma humana
lleva en sí la imagen divina, si corresponde a la idea de Dios, debe nacer en
la eternidad y no en el tiempo, en el mundo espiritual y no en el mundo
natural. Pero la conciencia cristiana, contrariamente al platonismo, debe
concebir este misterio de manera dinámica. Un conflicto a favor de la persona,
de la realización de la idea divina se desboca en la eternidad. Y nuestra vida
terrena no es más que un momento del proceso que tiene lugar en el mundo
espiritual. A poco que lo concibamos así, nos veremos llevados a afirmar la preexistencia
en el mundo espiritual, preexistencia, que no es en modo alguno una
reencarnación en el seno de la realidad terrestre. El hecho de que el hombre
pertenezca. mundo espiritual eterno no designa necesariamente la inmortalidad
natural de su alma. Nuestro mundo de abajo es una arena donde se libra la
batalla por la inmortalidad y la eternidad. Y en este combate, el espíritu debe
dominar los elementos naturales del alma y del cuerpo, con vistas a su
resurrección a la vida eterna. El cristianismo no enseña tanto la inmortalidad
natural, que no implica ninguna lucha, como la resurrección, que requiere el
conflicto de fuerzas espirituales y fuerzas mortíferas. La resurrección designa
una victoria religiosa sobre la muerte; frente al espiritualismo abstracto, se
niega a entregar nada a la corrupción. Esta victoria no existe en doctrinas de
la inmortalidad, ni en el orfismo, ni en Platón, o en teosofía.
La vida eterna de la persona humana es posible y existe no
por la constitución natural de su alma, sino porque Cristo ha resucitado y ha
vencido las fuerzas mortíferas del mundo, porque en el milagro cósmico de la Resurrección,
el sentido ha vencido al no-sentido. La doctrina de la inmortalidad natural
separa el destino del alma humana del destino del cosmos, de todo el universo,
es un individualismo metafísico. La doctrina de la Resurrección, en cambio, los
reúne. La resurrección de mi carne es al mismo tiempo la Resurrección del
mundo. Por carne no entiendo la sustancia material de mi cuerpo y la del mundo,
sino la carne espiritual. Sin embargo, la persona integral está también ligada a
una forma eterna de carne y no sólo al alma. Si la venida y la Resurrección de
no se hubieran efectuado, la muerte habría triunfado. tanto en el mundo como en
el hombre. Por eso la doctrina de la inmortalidad es profundamente paradójica.
El hombre es a la vez mortal e inmortal, espiritual y natural; pertenece tanto
al tiempo y a la eternidad. La muerte, la temida tragedia, es vencida a través
de sí misma por la Resurrección.
Dos filósofos religiosos rusos, Rosanoff y Feodoroff, expresaron
pensamientos notables sobre la vida y la muerte, pensamientos que son, además,
radicalmente opuestos. El primero clasifica todas las religiones en dos categorías,
según que tomen como fundamento el nacimiento o la muerte, los hechos más
graves y profundos de la vida. Para Rosanoff el judaísmo y casi todo el
paganismo son religiones de nacimiento, mientras que el cristianismo es la
religión de la muerte. Las religiones del nacimiento son las de la vida, que
proviene del nacimiento, es decir, del sexo. El cristianismo, sin embargo, no
ha bendecido la procreación ni el sexo y el sexo, y en cierto modo ha colocado
al mundo bajo el bajo el hechizo de la muerte. Rosanoff lucha contra muerte,
pero sólo triunfa sobre ella a través del nacimiento, en el que la vida siempre
sale victoriosa. Sin embargo, esta victoria sólo se aplica a los que están a
punto de nacer, no a los que han muerto. En consecuencia, la victoria de
Rosanoff gana no es posible más que si reina en nosotros una completa insensibilidad. Para Rosanoff, no es la persona,
sino la especie, que es la realidad originaria y auténtica, que es la titular
de la vida. En el nacimiento, la especie triunfa sobre la persona: la primera
conoce una vida infinita, mientras que la última desaparece. Pero el problema
trágico de la muerte es precisamente el de la persona, y se experimenta en toda
su agudeza cuando ha tomado conciencia de sí mismo como un ser auténtico. La
vida floreciente de las generaciones futuras no elimina el intolerable trágico
de la muerte, ni siquiera de un solo ser vivo. Rosanoff no conoce la vida
eterna, sólo conoce vida infinita en el parto; es un panteísmo sexual original.
Olvida que no es la venida de Cristo la que introduce la muerte al mundo, y que
la última palabra del cristianismo no es el Gólgota, sino la Resurrección y la
vida eterna. Se escapa del horror de la muerte en el elemento del sexo, en su
intensidad vital. Pero como el sexo caído es precisamente la fuente de la
muerte en el mundo, no le corresponde a él vencerla.
Vemos a Feοdοrοff plantear y resolver el problema de una
manera totalmente diferente. Nadie experimenta tanto como él un sufrimiento
ante el misterio de la muerte. Mientras Rosanoff piensa en los niños llamados a
nacer, en la vida del futuro y encuentra en ella una fuente de alegría, Féodoroff
piensa en los antepasados muertos, en la muerte del pasado y ve ahí un motivo
de tristeza. Para él, la muerte es el paroxismo del mal, y encuentra
inadmisible reconciliarse pasivamente con ella. Para él, la victoria definitiva
sobre la muerte no reside en el nacimiento de una nueva vida, sino en la restitución
de una vida antigua en la de los antepasados. Y este deseo de resurrección de
Féodoroff atestigua la prodigiosa elevación de su conciencia moral. El hombre
debe ser el dador de la vida, afirmándola para la eternidad. Esta es una verdad
suprema, se mire como se mire este “proyecto" de resurrección. Pero la
actitud de Féodoroff, aunque contiene una verdad, también contiene un grave
error. Aunque es un cristiano convencido, no parece haber aceptado el sentido
redentor de la muerte. Para él, la muerte no es el momento interior de la vida a
por el cual todo lo que ha pecado aquí abajo debe inevitablemente pasar. Si
Rosanoff no ve en el cristianismo la Resurrección, Féodoroff no ve la Cruz.
Ambos querían luchar contra la muerte en nombre de la vida uno a través del
parto, el otro a través de la Resurrección. Pero si la concepción de Féodoroff
está más cerca de la verdad, es sin embargo demasiado unilateral. No se puede
vencer a la muerte negándole todo sentido, es decir, lo que constituye
precisamente su profundidad metafísica. Heidegger tiene razón al fundamentar la
posibilidad de la muerte sobre la inquietud. Pero eso es una fuente visible al
mundo banal. La muerte es también un fenómeno eterno en el mundo pecador, donde
la eternidad habría sido una calamidad. El hombre puede temer la muerte que le
sobreviene por enfermedad infecciosa y del accidente, y puede no temerla en la guerra
o como mártir por su fe y su idea; este hecho paradójico testimonia que la
eternidad deviene menos temible a medida que el hombre abandona la vida
cotidiana para elevarse a una cumbre.
Sentimos terror no sólo ante la idea de la pérdida de la persona,
sino también de la desaparición del mundo. Hay un Apocalipsis personal y un Apocalipsis
universal. El estado de espíritu apocalíptico es aquel en el que la idea de la
muerte alcanza una intensidad extrema, al tiempo que es un camino que conduce a
una nueva vida. El Apocalipsis es una revelación de la muerte del mundo, aunque
no tiene la última palabra. No son solamente el hombre, los pueblos y la
cultura los que están destinados a morir, sino la humanidad en su conjunto, el
universo entero. Y es curioso constatar que la aprensión que suscita en
nosotros esta idea es mayor que la que suscita en nosotros nuestra propia
muerte personal. En efecto, el destino del individuo y el destino del mundo
están íntimamente ligados, están entrelazados por mil redes. En tiempos en que
falta el estado de ánimo apocalíptico, la obsesión por la muerte se atenúa para
el hombre por el sentimiento de su inmortalidad genérica, en la que los
resultados de su vida y obra están destinados a sobrevivir y perpetuarse. Pero
el Apocalipsis marca el fin de esta perspectiva, en ella la criatura y toda la
creación son colocadas inmediatamente ante el juicio de la eternidad. Incluso
la esperanza de alcanzar la inmortalidad y eternizar nuestras obras a través de
nuestros hijos nos es negada, teniendo todas las esperanzas un fin en el
tiempo. El apocalipsis es una paradoja del tiempo y eternidad que se resiste a
la racionalización. El fin de nuestro mundo ya está sobreviniendo en nuestro
propio tiempo, aunque también marca la cesación de ese tiempo, y por lo tanto se
encuentra más allá de sus límites. Se trata de una antinomia similar a la de
Kant (1). Cuando llegue el fin,
( 1 ) La doctrina de Kart sobre las antinomias de la razón
pura es la más genial de toda su fiolosofía . Verr Krilik der reinen Vernunft. Die antinomie der reine Vernunft. Erster
Widestreit der transcendentalen ideen.
el tiempo ya no existirá. Y por eso sólo podemos pensar en
el fin del mundo más que de una manera
paradójica, es decir, tanto en el tiempo como en la eternidad. Igual que el fin
del ser humano tomado individualmente, es un acontecimiento a la vez inmanente
y trascendente. Y nuestra angustia y nostalgia se deben precisamente a esta
conciliación, que nos sigue siendo inaccesible, del más acá y del más allá, del
tiempo y la eternidad. Para nosotros y para el universo entero, la hora de la
catástrofe inminente, el "salto" a través del abismo, la inconcebible
evasión fuera del tiempo, efectuándose todavía en el tiempo. Si, en nuestro
tiempo pecador, nuestro mundo pecador hubiera sido infinito, habría sido una
alucinación tan atroz como la prolongación ilimitada de la vida de un ser
individual. Habría sido, en cierto modo, el triunfo del no-sentido. Asimismo el
presentimiento del fin próximo no sólo provoca angustia y nostalgia, sino
también una esperanza en la revelación esperanza en la revelación y la victoria
del sentido. Pues el Juicio Último, que se pronunciará sobre la persona y el mundo,
a poco que seamos capaces de percibir su significado interior no es otra cosa
que la consecución del sentido, asignando a los valores y cualidades su lugar legítimo.
La paradoja del tiempo y la eternidad no existe sólo en
relación con el destino del mundo: también se afirma en cuanto al destino de
una persona. En efecto, se objetiva la vida eterna, se naturaliza y se confunde
con una existencia. Se nos aparece como una esfera natural del ser, simplemente
diferente de la nuestra. Pero la vida eterna, si la tomamos interiormente es,
en principio, de una calidad enteramente diferente a la vida natural e incluso
a la vida supranatural considerada en su conjunto: ella es una vida espiritual,
en la que la eternidad aún comienza en el tiempo. Si la vida del hombre se
hubiera transformado integralmente en vida espiritual, si el principio espíritu
hubiera subyugado definitivamente al elemento psíquico y corporal, la muerte
como hecho natural nunca habría aparecido, y se habría alcanzado la eternidad sin
su intermediario. Pues la vida eterna no es la vida del futuro, sino la vida
del presente, la vida en la profundidad del instante, donde se produce la
ruptura del tiempo. Por eso la concepción que sitúa la eternidad en el futuro,
como una existencia de ultratumba que se apoya en la muerte en el tiempo para
comunicar con la vida divina, ofrece un error ético. En el futuro, en suma,
nunca se establecerá la eternidad, pues no hay en ella sino un mal infinito. Y
sólo es el infierno lo que podemos considerar desde este punto de vista. Esta
cesación de la proyección de la vida en el tiempo corresponde, según la terminología
de Heidegger, al cese de esa preocupación que temporaliza el ser. La muerte
existe desde fuera, como un cierto hecho natural que acontece en el futuro y
designa una temporalización del ser, una proyección de la vida hacia el
futuro.. Desde dentro, es decir, desde el punto de vista de la eternidad, revelándose
en la profundidad del instante, la muerte es sólo un instante de vida eterna,
del misterio de la vida. La muerte sólo existe abajo, en el ser temporalizado,
en el orden de la "naturaleza". Y desarrollar la espiritualidad,
insertar al hombre en otro orden del ser, afirmar lo eterno en la vida, es
superarla, conquistarla. Pero superar la muerte no significa olvidarla y
volverse insensible a ella, es acogerla dentro del espíritu, donde deja de ser
un hecho natural en el tiempo, para convertirse en la revelación del sentido
que procede de la eternidad.
El apocalipsis personal, como el apocalipsis universal, la
muerte de las naciones y las civilizaciones, así como de las formas históricas
del Estado y la sociedad, apuntan todas a una evocación
"catastrófica" del sentido y la verdad eterna de la vida; denuncian
su inobservancia o su desfiguración y
corresponden a su revancha efectuándose en las tinieblas, en el elemento oscuro
del pecado. Tal es el sentido de todas las grandes revoluciones, que son un
apocalipsis en el seno de la historia, así como el sentido de los
acontecimientos dramáticos y desastrosos que se desarrollan en la vida de los
seres individuales. La revelación concerniente a la venida del Anticristo y su
reinado es un presagio de lo que lo que le espera a un mundo que no ha querido
o no ha podido observar la verdad cristiana. Tal es también la ley de la vida
espiritual. Si la libertad no realiza el Reino de Cristo, la necesidad traerá
el reino del Anticristo. La muerte ataca la vida que no se vive según la verdad
y el sentido divinos. Por una extraña paradoja, el triunfo del no-sentido
designa el advenimiento del sentido en el elemento pecador. Por eso la muerte,
tanto la del hombre como la del mundo, no es sólo el resultado del pecado y del
predominio de las fuerzas tenebrosas, sino también paralelamente una victoria
por el sentido, una evocación de la verdad divina, negándose a aceptar que la
mentira sea eterna.
Hipotéticamente hablando, Feodoroff tiene razón al sugerir que
la catástrofe del fin y del Juicio Final se hubiera evitado, si los pueblos de
la humanidad se hubieran unido fraternalmente unidos con vistas al la obra común:
la realización de la verdad cristiana y la resurrección de todos los muertos (1) . Pero la
humanidad, ¡ay! ha ido demasiado lejos en los caminos del mal y la mentira, y
su juicio ya ha comenzado. La libertad irracional y meónica es un obstáculo a
la realización del "proyecto" de Feodoroff, que ha subestimado con
demasiado optimismo las fuerzas del mal. Sin embargo, el imperativo de la ética
sigue siendo la afirmación de la eternidad, que puede traducirse en la
siguiente fórmula:
-Actúa de tal modo que la vida eterna se abra ante ti e
irradie su energía sobre toda la creación.
La ética debe hacerse escatológica. Para la ética personalista
el problema de la muerte y la inmortalidad se convierte en primordial: está
presente en todo fenómeno y en cada acto de la vida. La insensibilidad con
relación a la muerte, su olvido, inherente a la ética de los siglos XIX y XX.
apuntan a una insensibilidad hacia la persona y su destino eterno, una
insensibilidad que se extiende al destino del mundo. A decir verdad, la ética en
cuyo centro no está el problema de la muerte carece de seriedad y profundidad; aunque
puede operar con juicios y evaluaciones, olvida la evaluación y el juicio
definitivos es decir, el Juicio Último. La ética se debe elaborar no desde la
perspectiva del bien y la felicidad de esta vida infinita, sino en la de la
muerte ineluctable, de la victoria a ganar sobre ella, de la resurrección y de la
vida eterna. La ética creadora convida no a la creación de valores temporales , pasajeros,
corruptibles favorecedores del olvido de la muerte, del fin y del juicio, sino
a la creación de valores eternos, inmutables, inmortales que favorezcan la
victoria en la eternidad y preparan al hombre para el fin.
La ética escatológica no denota en absoluto un rechazo de la
creación y de la actividad. Las disposiciones apocalípticas
(1) Véase su Filosofía de la obra común
pasivas pertenecen al pasado, designan una decadencia y una
deserción de la vida. En efecto, no se podría esperar en la inacción, en la
nostalgia, la angustia y el pavor la llegada del fin y la desaparición de la
persona humana y del mundo. La ética escatológica basada en la experiencia apocalíptica,
exige del hombre una actividad y una creación de una intensidad inusitada. La
Segunda Venida de Cristo supone una preparación para el fin, que dependerá de
la actividad creadora del hombre y estará determinada por los resultados
positivos del proceso universal. Ya no puede esperar más pasivamente el Reino de Jesús que el Reino del
Anticristo; es necesario, de manera activa y creadora, luchar contra este último para
preparar la venida de aquel, que sólo
los "violentos" lograrán disfrutar. Una concepción pasiva de las profecías
apocalípticas corresponde a un determinismo, a un fatalismo. Adoptar este determinismo
pasivo es naturalizarlas y racionalizarlas, es negar la misteriosa conciliación
de la divina Providencia divina y la libertad humana. Y mirar nuestra propia
muerte o la muerte de cualquier individuo bajo este aspecto, es decir como si
fuera un hecho natural, fatal y determinado, es caer en el mismo error.
Se debe aceptar la muerte de un modo libre e iluminado, sin revolverse
contra su no-sentido, pero esta aceptación corresponde precisamente a una
actividad creativa del espíritu. Existe una falsa actividad que se levanta
contra la muerte y se niega a aceptarla; genera un sufrimiento intolerable. Y
existe una actividad auténtica que representa una victoria de la eternidad
sobre la muerte. En resumen, el espíritu activo no teme a la muerte; el pavor y
la angustia que experimenta son infinitamente mayores que los que inspira la
muerte. Negándose a rendirse pasivamente a ella, teme a la muerte misma mucho
menos de lo que teme el infierno y los tormentos eternos. En efecto, al experimentar
su eternidad, el espíritu activo considera la muerte sólo como un hecho exterior,
pero siente angustia ante el destino eterno y el juicio eterno, que vincula a
sus `propios esfuerzos creadores. Y ahí nos topamos con la paradoja psicológica
que, con mucho, sigue siendo desconocida o ininteligible.
El espíritu activo, que vive interiormente y de manera
inmediata su indestructibilidad y su eternidad, puede no sólo no temer a la
muerte, sino incluso desearla y envidiar a aquellos para quienes pone fin a
todas las cosas. Es erróneo y superficial creer que la fe en la inmortalidad es
siempre consoladora, que coloca a los seres en una posición privilegiada y digna
de envidia. Pues si aporta un efecto consolador que facilita la vida, también la carga de una responsabilidad ilimitada. Se
podría sugerir, por tanto, con razón, que los no creyentes aligeran su vida de
una carga que llevan los creyentes. Pues la idea de que sus vidas sin sentido
no están sujetas al juicio del sentido ya es un consuelo. Y es precisamente por
su excesiva facilidad y tranquilidad, que la incredulidad es sospechosa. De
hecho, la angustia extrema e intolerable no es la provocada por la muerte, sino
la provocada por la idea del juicio y del infierno, a los que conduce
inevitablemente el problema de la muerte. La victoria sobre la muerte no es la
última; está todavía demasiado hacia el tiempo. La victoria final y definitiva y
definitiva victoria es la que hay que ganar sobre el infierno: está orientada
hacia la eternidad.
Por tanto, hay una tarea más radical que la de llamar a los
muertos a la vida, como propone N. Feodoroff: la de vencer al infierno. El fin
último al que debe tender la ética es la liberación creadora de todos los que
sufren, de todos los sufren los tormentos, ya sean temporales o "eternos”,
liberación, sin la cual el Reino de Dios no puede establecerse.
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